Aguita fresca

Fuente de Diana cazadora. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Fuente de Diana cazadora. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Oficios perdidos: los aguadores

Cuando llega el calor a Madrid es recomendable salir a la calle con una botella de agua para favorecer una buena hidratación ya que, desafortunadamente, no es fácil encontrar una fuente de agua potable. Sin embargo no siempre fue así, hasta mediados del siglo XX existió un oficio, hoy desaparecido, que permitía a los sedientos madrileños disfrutar de un trago de agua en en las calles de la capital: el oficio de aguador.

Como sabemos, la ingeniería árabe dotó a ciudad de Madrid de un excepcional suministro de agua gracias a los llamados “viajes” subterráneos. Sin embargo, su abastecimiento no llegaba a todos los hogares de la capital, por lo que la figura del aguador se convirtió en fundamental.

Su origen se remonta a los azacanes moros o mozárabes, que portaban grandes cántaros de hasta 10 litros valiéndose de una caballería o de un carro de manos con los que repartían el agua desde las fuentes municipales. Este reparto continuó de la misma manera en el Madrid de los Reyes Católicos.

El crecimiento de la villa de Madrid, desde que en 1561 Felipe II fijó en ella la capital del Reino, acarreó un problema de abastecimiento de agua potable, por lo que se incrementó el número de aguadores.

En el siglo XVII se estableció una normativa que ordenaba la función de los aguadores madrileños, asignándoles fuentes públicas determinadas según el servicio que fuera necesario prestar.

Las fuentes públicas madrileñas se convirtieron en los más importantes mentideros de la Villa. Allí llegaban todas las noticias, se comentaban y se criticaban, actuando los aguadores como portadores no sólo de agua fresca sino de frescos cotilleos.

Durante el siglo XVIII, para poder desempeñar el oficio se hizo necesaria una licencia que concedían los corregidores de la villa o los alcaldes, por la que había que pagar 50 reales más 20 por la renovación anual.

Existían tres tipos de aguadores: los “chirriones”, que transportaban el agua en cubas sobre carros tirados por asnos; los “cantareros de azacán”, que contaban con uno o más burros para cargar entre 4 y 6 cántaras de agua; el tercer tipo eran los que llevaban el cántaro al hombro y podían ir con él a los hogares. A todos ellos se sumaban los vendedores ambulantes, en muchos casos niños o mujeres, que voceaban su mercancía por las calles.

La función de los aguadores era llevar el agua en cubas o cántaros desde las fuentes a los domicilios de los vecinos que se la pedían, recibiendo por ello un pago. Su trabajo no terminaba ahí ya que estaban obligados a acudir a los incendios con una cuba de agua, bajo pena de una multa de 10 ducados la primera vez que no lo hicieran y retirada de la licencia en la segunda.

El siglo XVIII, fue el período de mayor apogeo de la profesión y, para poder desempeñarla, se hizo necesaria una licencia por la que había que pagar una cuota anual. Además, en este siglo, los aguadores adquirieron fama de pendencieros, pues eran frecuentes las peleas y enfrentamientos entre ellos, con los vecinos y con el ejército: en la fuente de los Galápagos, en uno de estos enfrentamientos tan frecuentes por el agua, unos aguadores mataron a un soldado en 1818.

El oficio de aguador exigía una gran fuerza física para cargar las cubas, motivo por el cual los aguadores sólo trabajaban un período de tiempo, generalmente tres años, y después descansaban en sus pueblos dos o tres para volver de nuevo a la capital a continuar su trabajo.

Casualmente, la mayoría de ellos provenían de localidades asturianas y gallegas. Solían llegar a Madrid junto a sus familias, estableciéndose en viviendas cercanas a la fuente adjudicada, en las llamadas “casas de aguadores”, que compartían varias familias.

Con la construcción del Canal de Isabel II, en 1858, llegó el fin de los aguadores. Aunque aguantaron hasta los años 70 del siglo XX, no fue más que de forma anecdótica. En su última época era posible verles en lugares congregados, como la salida de la Plaza de toros de Las Ventas, cargados con un botijo o un cántaro y un vaso de hojalata, poco higiénico, del que podían beber todos los madrileños que pagaran por ello.

Esta Fuente de Diana Cazadora, actualmente en la Plaza de la Cruz Verde, fue la que más aguadores asignados tuvo en Madrid, llegando a congregar hasta 144. Estos surtían el agua procedente del Viaje del Alto Abroñigal, considerada como una de las de mayor calidad de la ciudad.

Como ocurre con muchos otros oficios, hoy desaparecidos, no ha quedado homenaje a los aguadores de Madrid ni en fuentes ni monumentos. Sin embargo, las artes españolas están repletas de referencias a estos sacrificados trabajadores: a través de la literatura, en los escritos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Tirso de Molina; en la pintura, en los cuadros de Velázquez o Goya; o en la zarzuela, a través de la obra de Federico Chueca “Agua, azucarillos y aguardiente”. Pensándolo bien, no existe mejor homenaje para la memoria de aquellos hombres y mujeres que hicieron suyas la santa labor de dar de beber al sediento.

Pierre Jules Théophile Gautier (Tarbes, 1811-Neuilly-sur-Seine, 1872)

Pierre Jules Théophile Gautier (Tarbes, 1811-Neuilly-sur-Seine, 1872)

Algunas mujeres y chicas, vestidas de modo insignificante, se dedican también al comercio de agua. Se les llama, según su sexo, aguadores o aguadoras; por todos los rincones de la ciudad se oyen sus gritos agudos, modulados en todos los tonos y variados de cien maneras: Agua, agua, ¿Quién quiere agua?, ¡agua helada, fresquita como la nieve! Esto dura desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche...
— Théophile Gautier


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