Donde caben dos, caben tres

“El corralón”. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

“El Corralón”. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

corralas madrileñas, la vida en comunidad

¿Eres de los que no soporta a sus vecinos hasta el punto de preferir usar las escaleras antes que compartir ascensor? En ese caso, de haber vivido en una de las antiguas corralas del Madrid castizo, habrías tenido que hacer de tripas corazón.

A medio camino entre una solución arquitectónica y una colmena urbana, las corralas no solamente fueron un hogar, también un reflejo de la sociedad madrileña del siglo XIX… una sociedad de luces y sombras.

Comparado con otros países europeos, España llegó tarde a la industrialización a causa de las nefastas consecuencias generadas por la Guerra de la Independencia contra los franceses a principios de siglo.

Como ejemplo, en el resto de la Europa continental donde la revolución industrial ya era un hecho, el ferrocarril llevaba activo desde 1830. En 1832 había entrado en servicio la primera línea en Francia, en 1835 en Alemania y en el 1834 en Bélgica. Sin embargo, para poder ver el primer tren activo en España, hubo que esperar hasta el año 1848, con la apertura del ferrocarril Barcelona – Mataró.

En cualquier caso, y a pesar del retraso, la revolución industrial finalmente llegó a España y lo hizo acompañada de las mismas consecuencias que en otros países.

La cara de la industrialización fueron, entre otras satisfacciones, el descubrimiento y expansión de las primeras vacunas, la mejora de las condiciones higiénicas con la modernización del alcantarillado y la depuración de aguas residuales, gracias a lo cual se pudo combatir la altísima mortalidad infantil. La economía no paraba de crecer, la ciencia comenzaba a dar respuestas sobre el mundo que nos rodeaba y relegaba el oscurantismo religioso a un plano secundario, el mundo estaba cada vez más interconectado gracias al desarrollo del ferrocarril…

Sin embargo, la cruz de la moneda fue la gran expansión de las ciudades, que se convirtieron en polo de atracción para los campesinos y otras personas del medio rural, con vidas muy duras, que buscaban un nuevo medio de vida en las “prósperas ciudades”.

Aquellos que se emigraron a la ciudad para intentar mejorar y progresar, se encontraron con jornadas de trabajo extenuantes, con unos riesgos laborales enormes, con sueldos míseros y con unas condiciones habitacionales pésimas… un crecimiento demográfico que supuso una gran ventaja para la burguesía industrial que vio cómo se ponía a su disposición una abundante mano de obra barata con la que podría enriquecerse.

Aunque Madrid permaneció en un segundo plano en el proceso de industrialización española, por detrás de Barcelona y el País Vasco, en la capital la industria también tuvo presencia e importancia como centro político y cultural del país, siendo polo de atracción para cada vez más personas venidas de núcleos rurales y provincias.

El aluvión de nuevos habitantes fue tal que había que decidir qué hacer con tantas personas, dónde habitarían. Había que buscar un lugar para que tantas nuevas familias pudieran vivir en la capital. Así, a mediados del siglo XIX se recuperó un antiguo concepto arquitectónico, muy práctico, que venía dando servicio a los madrileños más humildes desde el siglo XVII: las “corralas”.

Durante los siglos XVII y XVIII comenzaron a edificarse este tipo de viviendas vecinales que arquitectónicamente descendían de las viviendas hidalgas castellanas, de origen árabe y romano, que se organizaban en torno a un patio, y de las casas campesinas con corral. Originalmente denominadas “casas de corredor” consistían, básicamente, en un bloque con un patio central alrededor del cual se disponían los domicilios en pisos y con pasillos exteriores.

Curiosamente, esta misma estructura en torno a un “corral” o patio se mantuvo en los corrales de comedia del Siglo de Oro, lugares de representación teatral que adoptaron una forma muy similar.

Con el tiempo, las casonas de una villa cercada como Madrid resultaron insuficientes para la creciente explosión demográfica que la capital iba sufriendo y comenzaron a ganar altura, aunque conservando el patio central como almacén, espacio de trabajo y punto de reunión de los vecinos.

De modo paralelo, la aristocracia de la Villa tomó conciencia de las grandes posibilidades de inversión que ofrecía la especulación urbanística. Gracias a la enorme afluencia de campesinos que desde finales del siglo XVII comenzaron a llegar a la capital en busca de trabajo, se generó una economía de usura en los alquileres urbanos, favorecida por unas endebles leyes de arrendamiento ajenas a las más elementales medidas de salud pública.

Los propietarios de los corralones se convirtieron en especuladores inmobiliarios sin escrúpulos, llegando a construir tres y cuatro pisos sobre los primitivos edificios, para dar lugar a corralas masificadas, funcionales y muy rentables… un gran negocio en una urbe acotada que tenía imposible expandirse.

Esta situación se mantuvo y evolucionó en todos sus aspectos negativos a lo largo del siglo XIX. De manera que, como vemos, la corrala, no nació durante la revolución industrial pero sí vivió su época dorada entonces.

Tampoco fue exclusiva de Madrid… sin embargo, sí fue en la capital donde se construyeron de forma sistemática para acoger a una población que crecía desmesuradamente desde mediados de siglo, especialmente en torno a barrios próximos a las zonas fabriles como Lavapiés, Embajadores o La Latina, próximos al antiguo Matadero y a la Fábrica de Tabacos.

Y es que, a partir de 1850 la población madrileña empezó a crecer debido a la progresiva inmigración rural. La antigua cerca construida en 1625 por Felipe IV para acoger a 70.000 personas, asfixiaba ya a casi 300.000 madrileños que vivían hacinados en edificios compartidos por muchos inquilinos, muchos de ellos eran corralas.

Con la aprobación de ensanche del Plan Castro y el derribo de la primitiva cerca en 1868, la especulación inmobiliaria en Madrid dejó de crecer de modo vertical para extenderse en horizontal con los ensanches y bulevares que atrajeron a la nueva burguesía madrileña.

Esta ampliación urbanística relegó a edificios como las tradicionales corralas de los llamados barrios bajos a un progresivo abandono a su propia suerte, con inquilinos sin medios para acometer las más elementales reformas y con propietarios sin ganas de asumirlas, de modo que los amplios corrales renacentistas se fueron reduciendo a pobres e insalubres patios de luces.

La corrala se convirtió en la tipología arquitectónica más emblemática y castiza de Madrid. Sin embargo, como casi todo lo que hoy definimos con el adjetivo de “castizo”, la vida en las corralas se ha idealizado, ya que el día a día en estos lugares debía ser de todo menos cómodo.

Para empezar, el tamaño de las casas era minúsculo, no pudiendo superar, por ley, los 30 metros cuadrados, a pesar de lo cual lo habitual es que estuvieran ocupadas por dos o más familias numerosas, que vivían juntas para compartir el alquiler.

Oscuras y mal ventiladas, estas viviendas a veces no contaban ni siquiera con habitaciones y se creaban estancias usando como paredes biombos o cortinas. Por lo general se dividían en dos cuartos: uno a la entrada, hacía las veces de cocina, comedor y cuarto de estar; otro al fondo, separado por una cortina, servía de dormitorio y armario.

El hacinamiento y la falta de higiene propiciaban la aparición de plagas e infecciones.

El retrete era común para todos los vecinos. Solía haber uno por planta y las familias se turnaban tanto a la hora de utilizarlo como de limpiarlo. Cada día de la semana le tocaba a una familia y para recordárselo colgaban una tablilla en su puerta.

Cuando querían asearse más en profundidad, los vecinos tenían que recurrir a las casas de baños municipales más cercanas.

El patio era el eje sobre el que se construía la vida comunitaria en la corrala, una suerte de las añoradas plazas de los pueblos de los que provenían los vecinos: allí jugaban los niños, los abuelos tomaban el fresco y las mujeres lavaban con barreños de cinc en las fuentes surtidas por los viajes de agua subterráneos. Todo ello bajo la supervisión de dos importantes personajes, de gran autoridad: la portera y el administrador o casero.

La portera era una institución en la corrala. Velaba por los vecinos, por el inmueble, por las buenas costumbres y era por lo general una figura muy respetada. El casero, por su parte, era un vecino a quien el dueño contrataba como administrador y guardián del edificio, encargándose de cobrar los alquileres y de poner orden cuando hacía falta.

A pesar de las incomodidades de la vida cotidiana, la relación entre los vecinos era muy familiar, algo que quedaba especialmente patente en algunas fechas señaladas como la verbena del patrón del barrio, cuando las corralas se engalanaban y se preparaban para una celebración en que participaba toda la comunidad.

Los corredores se engalanaban con banderitas y farolillos, se preparaba un barreño con “limoná” (una especie de sangría elaborada a base de vino blanco y frutas), se contrataba un organillero y se celebraban concursos de baile, generalmente el chotis.

Con el tiempo, las corralas fueron inmortalizadas en las novelas costumbristas de Galdós y Baroja, así como en sainetes populares y zarzuelas, como La Revoltosa, compuesta por el maestro Ruperto Chapí.

Con el siglo XX comenzaron los procesos de ruina y hundimiento de muchas corralas, cuyo armazón de madera era a menudo pasto del fuego.

En los años 80 del siglo XX, y durante la alcaldía de Enrique Tierno Galván, se despertó en Madrid la sensibilidad por la conservación del patrimonio artístico-histórico, comenzando un proceso general de rehabilitación y mantenimiento de las corralas en todo la ciudad.

La corrala ubicada entre las calles Sombrerete y Tribulete, con patio abierto a la Calle de Mesón de Paredes, fue declarada Monumento Nacional en 1977 y está considerada como uno de los símbolos más destacados de este género arquitectónico, aún en uso.

Otro de los modelos mejor conservados de este tipo de construcción es este edificio, conocido como El Corralón y ubicado en la Calle de Carlos Arniches, en el Cerrillo del Rastro, en pleno barrio de Embajadores. Desde 1860 testigo directo de la historia de Madrid, en 2010 fue reconvertida Museo de Artes y Tradiciones Populares de la UAM.

Actualmente, en Madrid quedan en pie unas 500 corralas. Muchas de ellas han sido reformadas para mejorar la vida de los vecinos, ahora las viviendas son más grandes y tienen los baños incorporados y si bien están lejos de ser viviendas para clases acomodadas, sí son hogares dignos que cumplen con todas las normas habitacionales en pleno siglo XXI.

Hoy, al toparnos con uno de estos curiosos edificios, podemos imaginar el ambiente popular, llano y sencillo que algún día vivieron los vecinos de aquellas antiguas corralas, cultivando valores como la comunidad, la igualdad, el respeto o la convivencia con los que compensaban la falta de comodidades de su día a día. Sus paredes encierran el encanto de la vida en comunidad… una parte fundamental de la historia de la capital, esencia de lo que fuimos y de lo que somos.

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)

(…) posee las verdades, lo esencial de la humanidad, ese pueblo castizo que vive miserablemente pero feliz por los alrededores del Rastro, hacinado en las corralas
— Benito Pérez Galdós


¿cómo puedo encontrar el “corralón” en madrid?