Definiendo lo castizo

Calle de Carlos Arniches. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Calle de Carlos Arniches. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Lo castizo: el arte de vivir a la madrileña

Hay palabras que no necesitan definirse para entenderse. Castizo es una de ellas. Basta con oírla —o mejor aún, con pronunciarla— para que se nos dibuje en la cabeza una imagen nítida: un deje de orgullo popular, un gesto irónico, una réplica afilada lanzada desde un portal, una costumbre que sobrevive más por cariño que por norma. Lo castizo no es solo un adjetivo. Es una forma de vivir Madrid desde dentro.

Pero ¿qué es realmente lo castizo? ¿Un estilo? ¿Una estética? ¿Una identidad cultural? ¿Una nostalgia bienintencionada? ¿O un mito construido —y reconstruido— para que el pueblo madrileño pudiera reconocerse, defenderse y reírse de sí mismo sin pedir permiso?

Lo castizo ha sido muchas cosas a lo largo del tiempo. Ha vestido trajes distintos, ha cambiado de acento, ha pasado de la calle al escenario y del escenario al recuerdo. A veces ha sido símbolo de orgullo. Otras, excusa de lo tópico. Pero siempre ha funcionado como una brújula emocional para entender lo madrileño desde lo cercano, lo pequeño, lo cotidiano.

Si hay un autor que supo recoger esa esencia, ponerla sobre las tablas y devolverla al pueblo transformada —pero reconocible—, ese fue sin duda Carlos Arniches. Alicantino de nacimiento, madrileño por vocación escénica, Arniches no solo retrató lo castizo: lo afinó, lo dignificó, lo popularizó. Gracias a él, el casticismo dejó de ser solo una forma de hablar o de vestir para convertirse en una manera de contar Madrid.

Pero antes de llegar a su figura, conviene detenerse en el suelo que pisó, en el aire que escuchó, en la ciudad que aprendió a decirse a sí misma en voz alta. Para entender el teatro de Arniches, hay que entender de dónde viene eso que llamamos casticismo.

El casticismo: un mito hecho costumbre_

Cuando una comunidad necesita explicarse a sí misma, lo hace a través de símbolos. Y uno de los símbolos más poderosos —y escurridizos— del imaginario madrileño ha sido siempre el casticismo. Pero, lejos de tratarse de una categoría cerrada, lo castizo es una invención colectiva, una identidad moldeable que, con el paso del tiempo, ha sido evocada con nostalgia, asumida con orgullo, caricaturizada o reinterpretada, según quién la mirase y desde dónde.

El término casticismo proviene, como es sabido, de la palabra casta. En su origen, significaba simplemente “linaje” o “procedencia conocida”. Pero ya desde el Siglo de Oro se le fueron atribuyendo valores simbólicos que iban mucho más allá del árbol genealógico. Lo castizo empezó a entenderse como lo puro, lo propio, lo no contaminado por influencias externas o extranjeras. Un ideal de autenticidad que, paradójicamente, nunca fue del todo real, pero sí muy útil.

Durante los siglos XVIII y XIX, y sobre todo con la llegada del Romanticismo, esta idea de lo castizo fue cobrando fuerza como una forma de resistencia cultural frente a lo foráneo —ya fuera francés, inglés o burgués. Así, el casticismo se fue configurando como una narrativa de autenticidad popular, que miraba al pasado para sostener el presente. Pero esa autenticidad era, en muchos casos, una reconstrucción emocional más que un retrato fiel de la realidad.

En Madrid, el casticismo encontró terreno especialmente fértil. La ciudad, convertida en capital permanente desde Felipe II, vivía desde hacía siglos una intensa mezcla de culturas, acentos y oficios. Precisamente por esa diversidad —y quizás por carecer de un folclore rural propio como el de otras regiones—, Madrid necesitaba inventar su tradición urbana. Y lo castizo vino a ocupar ese hueco: un modelo de madrileñismo popular, simpático, desenvuelto y reconocible.

Lo castizo no era tanto lo que se vivía, como lo que se representaba. Se convirtió en una forma de teatralizar la cotidianidad: en la forma de hablar, en los gestos, en la ropa, en los valores transmitidos generación tras generación. Con el tiempo, incluso quienes no habían nacido en Madrid podían ser llamados castizos si sabían moverse, mirar y replicar como se esperaba de un madrileño “auténtico”.

Estilización sin traición: una verdad teatral_

Este proceso de estilización no fue casual. Se consolidó gracias a los medios de expresión más accesibles del momento: los sainetes, las zarzuelas, la prensa satírica y el relato costumbrista. Fue allí donde se dibujaron los perfiles de los personajes que encarnaban lo castizo. No importaba tanto si esos personajes existían exactamente así en la calle. Importaba que el público los reconociera como suyos.

Y lo reconocían. Porque el casticismo, al fin y al cabo, era menos una categoría etnográfica que una clave de lectura emocional. Permitía a los madrileños —especialmente a los sectores populares— verse con cierta ternura, reírse de sí mismos y, al mismo tiempo, construir una identidad común frente al poder, frente a lo elitista, frente al de afuera.

Por eso, aunque hoy lo castizo pueda parecer una estética de otro tiempo, su función social sigue siendo actual: hacer de la cultura compartida un refugio identitario. Y aunque los trajes de chulapo se usen más por folclore que por costumbre, el espíritu que los animó —esa mezcla de orgullo, retranca y resistencia— aún late en las verbenas madrileñas, en los mercados o en las tabernas.

El casticismo, en definitiva, no es tanto una realidad histórica como un mito vivo. Uno que se reescribe con cada generación, que se exagera con gracia, que se reinventa sin pedir permiso. Como todo mito eficaz, lo castizo se filtra en la lengua, en los hábitos, en los gestos cotidianos… pero si hay un lugar donde ese mito se convirtió en costumbre, donde adquirió voz propia y cadencia reconocible, fue sin duda en el habla madrileña.

El habla madrileña: laboratorio vivo de identidad_

¿Existe una forma auténticamente madrileña de hablar? ¿O estamos ante una suma de estereotipos construidos desde el teatro, la literatura y el cine? ¿Es lo castizo una manera real de expresarse… o una estilización escénica nacida para hacer reír? El habla de Madrid, a diferencia de otras variedades regionales, no ha contado históricamente con una gramática diferenciada ni con una fonética sistemáticamente estudiada hasta tiempos recientes. Y sin embargo, todos reconocemos —incluso sin saber explicarlo del todo— que hay un “algo” en la forma de hablar de Madrid que la distingue.

Ese algo no es otra cosa que un mestizaje expresivo, una cierta chispa callejera, una mezcla de descaro, economía verbal, ironía y afectividad. Lo madrileño, en la lengua, es una forma de estar en el mundo.

El “madrileño castizo”, por tanto, no es tanto una forma de hablar general en Madrid como una subvariedad de la lengua popular urbana, históricamente asociada a los barrios del sur, los oficios humildes y los espacios del costumbrismo.

Lengua en ebullición: cómo se gesta el habla madrileña_

Si el casticismo es un mito hecho costumbre, el habla madrileña es su forma más tangible. Una lengua viva que no se encierra en los diccionarios, sino que se cruza en las aceras, se improvisa en las colas del mercado y se afina en los portales. El madrileñismo no es solo una colección de palabras peculiares: es una forma de mirar el mundo a través del idioma, con humor, rapidez, afecto y, sobre todo, mucha calle.

Pero este habla madrileña no brotó de una raíz única ni puede rastrearse a una cuna geográfica concreta. Al contrario: es el resultado de siglos de mezcla, mestizaje y reciclaje lingüístico. Desde que Madrid se convirtió en capital de la Monarquía Hispánica en el siglo XVI, su crecimiento demográfico dependió en gran parte de la llegada constante de gentes de otras regiones: andaluces, extremeños, manchegos, gallegos, castellanos del norte… y, con ellos, sus acentos, expresiones y formas de decir.

A esa variedad regional se sumó la germanía —la jerga marginal surgida en los ambientes carcelarios y los bajos fondos—, así como el caló, el habla de origen gitano que pervivía entre las clases populares urbanas. Con el tiempo, esos elementos fueron filtrándose en el habla común de la ciudad, no como rémoras delictivas, sino como muestras de creatividad verbal y capacidad de síntesis. Lo que nació como exclusión se convirtió en seña de identidad.

Así fue tomando forma eso que llamamos “habla madrileña”, una variedad no académica pero sí perceptible, que se distingue por varios rasgos característicos:

  • Un léxico propio que mezcla expresiones del caló, andalucismos y deformaciones fonéticas castizas: camelar, chachi, menda, curro, canela fina, canelo, apañao…

  • Una estructura sintáctica rápida, enérgica, con construcciones orales directas, repeticiones enfáticas y recursos cómicos basados en la exageración o la retranca.

  • Una actitud comunicativa desenvuelta, irónica y cercana, donde el tono importa tanto como el contenido. En Madrid, tan importante es lo que se dice como cómo se dice.

Pero el habla madrileña no solo se forjó en el cruce de orígenes: se afianzó en los espacios urbanos. No nació en los salones ni en las academias, sino en las corralas, en los patios de vecinos, en las plazas y en los tranvías. Era, y es, una lengua de convivencia y supervivencia. Servía para orientarse, para negociar, para ligar, para quejarse y, sobre todo, para hacer del ingenio un refugio cotidiano.

Con el paso del tiempo, muchas de estas expresiones pasaron de los barrios al resto del país, gracias al teatro, la radio, el cine y la televisión. Pero no por ello perdieron su sabor local. Porque más que las palabras, lo que define el madrileñismo es la actitud lingüística: el humor sin solemnidad, la rapidez de respuesta, el uso del lenguaje como herramienta de empatía o de pulla, según lo requiera el momento.

Este habla no ha desaparecido, aunque hoy conviva con modismos globales, jergas digitales y acentos llegados de nuevas migraciones. Sigue reinventándose. Un madrileñismo del siglo XXI puede ser una expresión de TikTok nacida en Carabanchel o una frase viral salida de un grupo de WhatsApp entre vecinos de Lavapiés. Lo importante no es la forma exacta, sino el espíritu: la creatividad urbana con la que Madrid se nombra y se reconoce.

Esta forma de hablar encontró el lugar ideal donde amplificarse, brillar y afinarse hasta alcanzar categoría de arte, fue, sin duda, en el teatro. Porque fue sobre las tablas donde el habla madrileña se convirtió en símbolo, en estilo, en marca colectiva.

Casticismo en escena: el teatro como espejo popular_

Si el casticismo tomó cuerpo en la lengua y alma en la calle, fue en el teatro donde encontró su forma más perdurable y visible. Sobre las tablas, lo castizo dejó de ser únicamente una forma de vivir o de hablar y se convirtió en una representación compartida. Porque lo que el pueblo madrileño intuía como suyo, lo reconocía con carcajadas, suspiros y aplausos cada noche en el patio de butacas.

A finales del siglo XIX, Madrid vivía una auténtica explosión teatral. Las salas del centro —el Apolo, el Lara, el Eslava, el Español— eran mucho más que lugares de ocio: eran auténticos foros populares. Allí no se iba solo a pasar el rato, sino a reconocerse en lo que se veía representado. El público encontraba en escena versiones estilizadas —pero cercanas— de su día a día: las discusiones de vecindad, las verbenas, los rifirrafes familiares, los sueños imposibles, las injusticias cotidianas. Todo ello dramatizado con ritmo, humor y, a menudo, con música.

Este contexto dio lugar al auge del llamado género chico, una fórmula escénica breve, asequible y popular, que servía como escaparate perfecto para el casticismo. En estas piezas —a menudo sainetes o zarzuelas cortas— floreció una galería de personajes que se convirtieron en arquetipos del Madrid castizo: la chulapa de lengua rápida, el barquillero pícaro, el chulo con moral selectiva, el cura campechano, la suegra inabordable, el tabernero filósofo de mostrador…

Aunque muchos de estos personajes partían de observaciones reales, no eran retratos documentales: eran representaciones teatralizadas, con dosis de exageración, ternura e intención cómica. Su función no era solo reflejar, sino construir una imagen posible y deseable del Madrid popular, donde la gracia y la bondad, aunque pasaran apuros, siempre salían airosas.

El pueblo como protagonista… y como público_

En este marco escénico, el lenguaje jugaba un papel esencial. Los autores supieron entender que el habla madrileña no era solo un vehículo de comunicación, sino una forma de caracterización inmediata. La música de sus giros, la malicia amable de sus dobles sentidos, el ritmo afilado de sus réplicas… todo ello se convertía en materia teatral. Y lo hacía con tanta eficacia que el público no solo reía: se reconocía.

El teatro costumbrista actuaba así como una caja de resonancia emocional. No enseñaba al pueblo cómo hablar, pero sí cómo mirarse con complicidad. Le ofrecía un espejo en el que, incluso con los rasgos distorsionados por la risa, podía verse reflejado con cierto orgullo. En una sociedad con altos índices de analfabetismo y duras condiciones de vida, esta representación simbólica era más que un entretenimiento: era una forma de afirmación colectiva.

Autores como Ricardo de la Vega, Tomás Luceño, Joaquín Dicenta, Jacinto Octavio Picón o López Silva sentaron las bases del Madrid castizo escénico.

Sin embargo, en medio de esta efervescencia teatral, destaca una figura que supo captar esa alquimia como nadie. Un autor que no solo dominaba el arte de la réplica y del tipo popular, sino que elevó el lenguaje castizo a categoría dramática sin perder ni una pizca de naturalidad. Un dramaturgo que, siendo alicantino de nacimiento, supo hablar el madrileño de forma tan auténtica que logró que Madrid lo hiciera suyo.

Ese autor fue Carlos Arniches. Y a partir de este punto, su figura se vuelve ineludible.

Carlos Arniches: el alicantino que madrileñizó el teatro_

En medio del bullicio escénico del Madrid de entresiglos, donde el teatro era una prolongación de la calle y la risa un refugio cotidiano, Carlos Arniches se convirtió en una figura esencial. Y, sin embargo, no había nacido en La Latina o Chamberí, sino en Alicante. Esta aparente paradoja se deshace pronto si se observa con detenimiento su trayectoria: Arniches no era madrileño de origen, pero sí por vocación cultural y oído dramático.

Nacido en 1866, llegó a Madrid siendo un joven con aspiraciones literarias y se encontró con una ciudad que hablaba a gritos, en refranes y en chistes. Supo escuchar. Como tantos escritores de provincias, aterrizó en la capital con la intención de abrirse camino y lo hizo en el lugar donde el talento encontraba salida inmediata: el teatro popular. En lugar de imponer su voz, Arniches optó por algo más difícil: adoptar el idioma emocional de la ciudad y devolverlo convertido en escena.

Sus primeros pasos como libretista de sainetes y zarzuelas le permitieron desarrollar un instinto afilado para el diálogo, el ritmo escénico y los gustos del público. Pero pronto demostró que no se conformaba con repetir fórmulas de éxito. En obras como El santo de la Isidra (1898) o La fiesta de San Antón (1898), escritas junto a López Silva, se puede rastrear ya una mirada propia, un deseo de construir un Madrid escénico que fuese verosímil, entrañable y crítico a partes iguales.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Arniches no se limitó a caricaturizar los tipos populares: los dotó de profundidad. En sus personajes hay humor, sí, pero también ternura, contradicción, melancolía. No se burla de sus defectos: los humaniza a través de la risa. Esa mezcla de retrato y afecto es la que lo distingue. Su teatro no es un catálogo de estampas, sino una crónica emocional del pueblo madrileño, escrita desde la escena con precisión casi quirúrgica.

Con el paso del tiempo, Arniches fue alejándose del costumbrismo más complaciente y evolucionó hacia una forma escénica más compleja, que él mismo llamó “tragedia grotesca”. Obras como La señorita de Trevélez (1916), Es mi hombre (1921) o ¡Que viene mi marido! (1918) marcan un giro: la comicidad ya no es solo vehículo de entretenimiento, sino también de crítica social, de amargura disfrazada de chascarrillo. En estos textos, el humor y la ternura conviven con la injusticia, la frustración o la mezquindad. Lo popular no es idealizado, pero tampoco condenado: es mostrado con honestidad, y eso lo hace aún más cercano.

Este equilibrio entre realismo y teatralidad, entre observación y afecto, es lo que permitió a Arniches “madrileñizarse” sin impostura. Supo leer la ciudad, no desde fuera, sino desde sus pasillos y portales. No imitó a Madrid: lo tradujo al lenguaje de la escena, y en el proceso, ofreció a sus espectadores un reflejo emocional que les resultaba más verdadero que el retrato literal.

Para el Madrid popular, Arniches fue algo más que un dramaturgo: fue un intérprete de su conciencia colectiva. Sus obras ofrecían una forma de reconocerse que no se encontraba en los periódicos ni en los discursos oficiales. Por eso, aunque su nombre hoy no figure entre los más celebrados del canon literario, su huella es profunda. Su teatro no solo se escuchaba: se vivía.

Y una de las claves de esa vivencia estaba, sin duda, en su manera de escribir el habla. No como transcripción, sino como creación verosímil. Porque el legado más duradero de Arniches no es solo lo que dijo… sino cómo lo dijo.

El lenguaje arnichesco: un habla teatral que se hizo pueblo_

Si Carlos Arniches supo interpretar el alma popular de Madrid sobre las tablas, fue porque dominó con maestría su principal instrumento: la palabra. No cualquier palabra. La suya era una lengua que sonaba a barra de taberna, a confesión entre vecinos, a murmullo de verbena y a reproche con retranca. Pero lejos de limitarse a imitar el habla de la calle, Arniches construyó una lengua escénica nueva, modelada con precisión para que pareciera espontánea, viva, popular… y, sobre todo, eficaz.

No es exagerado decir que Carlos Arniches creó un estilo lingüístico propio, reconocible al instante por su ritmo, su agilidad y su capacidad para condensar el mundo en una réplica. Sus personajes no hablan, disparan frases. Se contradicen, improvisan, exageran, repiten, ironizan. Y en ese juego escénico, el espectador no solo se ríe: se reconoce. Porque el lenguaje arnichesco no documenta el habla popular de su tiempo, sino que la interpreta con tanto acierto que acaba influyéndola.

El secreto de su estilo reside en una serie de recursos perfectamente combinados:

  • Frases cortas, punzantes, con remate. El diálogo no se recrea: se lanza. Cada réplica busca el efecto, la risa o la reflexión inmediata.

  • Uso del refrán, del dicho, del juego de palabras. Arniches hace de la sabiduría popular una herramienta dramatúrgica.

  • Dobles sentidos, equívocos, giros inesperados. El humor nace a menudo del malentendido lingüístico, recurso clásico que él domina como pocos.

  • Economía expresiva con carga emocional. Una línea suya puede contener ironía, ternura, crítica social y ritmo al mismo tiempo.

Frases como “¡Vas a tener más futuro que un jamón en una verbena!” o “No te pongas digno, que no te pega ni pa’ disfraz” no son simples chascarrillos: son síntesis de personajes, de situaciones, de clases sociales y de actitudes vitales. Cada línea tiene música, cadencia, un oído detrás. Porque Arniches no escribía con tinta: escribía con oído.

Lo más sorprendente es que este lenguaje teatral —tan calibrado y estilizado— acabó infiltrándose en la lengua real. Muchas expresiones que hoy consideramos “de toda la vida” fueron, si no inventadas por él, sí popularizadas gracias a su teatro: menda, curro, apañao, enrollarse… entre muchas otras. La gente salía del teatro repitiendo esas frases, imitándolas, asumiéndolas como propias. El efecto era circular: el teatro representaba el habla del pueblo y el pueblo acababa hablando como en el teatro.

Esto no solo demuestra la eficacia de su escritura: confirma que Arniches fue uno de los pocos autores capaces de crear una lengua dramática funcional, verosímil y contagiosa. Una lengua que no pretendía sustituir a la del pueblo, sino reforzarla, estilizarla y devolverla convertida en espectáculo… sin que perdiera su raíz.

A lo largo de su obra, ese lenguaje evoluciona con el tono de sus historias. En los sainetes más ligeros, prima la comicidad verbal y el intercambio chispeante. En las tragedias grotescas, el lenguaje se vuelve más introspectivo, pero sin perder su esencia popular. Siempre hay una réplica que corta el patetismo, una frase que resume lo que un personaje no se atreve a confesar con solemnidad. Porque en el teatro de Arniches, la emoción no se expresa llorando: se disimula hablando.

Este estilo, por su potencia y flexibilidad, trascendió al autor. Influenció a guionistas de cine, humoristas, dramaturgos posteriores. Se cuela, muchas veces sin saberlo, en los diálogos de películas, series y programas que han heredado su forma de retratar lo cotidiano con agilidad y malicia amable. Y, lo más importante: moldeó una forma de decir Madrid desde la escena, con tal precisión que aún hoy se escucha su eco en la lengua popular.

Porque a veces, lo verdaderamente castizo no es lo que se dice, sino cómo se dice. Y en eso, Carlos Arniches fue, y sigue siendo, un maestro.

El largo viaje de un hijo de Madrid_

Pocas figuras del teatro español han estado tan íntimamente ligadas a la ciudad de Madrid como Carlos Arniches. Sin embargo, a pesar de esa conexión profunda con la ciudad que inspiró su carrera, la Guerra Civil truncó su vida en España. Al estallar el conflicto, Arniches se vio obligado a exiliarse, como tantos otros intelectuales e intérpretes de la época, y buscó refugio en Buenos Aires, donde residió durante los años de violencia y exilio.

Fue en 1940, concluida ya la contienda, cuando el dramaturgo emprendió el regreso a Madrid, escenario vital y literario de buena parte de su obra.

A su llegada, Alberto Alcocer, entonces alcalde de la capital, se acercó a visitarlo con un gesto de reconocimiento y afecto. Le ofreció elegir el nombre de una calle en el recién urbanizado Barrio de Salamanca, como homenaje a su trayectoria. Arniches, sin embargo, declinó el honor en ese entorno elegante y burgués. Prefirió que su nombre se inscribiera en el corazón popular de la ciudad: el Rastro.

La placa que hoy da nombre a la calle de Arniches no solo señala un punto geográfico. Es también un símbolo de identidad y pertenencia. Marca el lugar que lo inspiró durante toda su vida, donde bebió del habla popular, observó los gestos cotidianos y retrató, con aguda sensibilidad y humor, las costumbres del Madrid más castizo. Allí, entre el bullicio de los puestos y el alma de sus gentes, se forjó el universo teatral que lo convirtió en uno de los grandes cronistas escénicos de la capital.

¿Puede hoy seguir vivo lo castizo?_

Como hemos visto, el casticismo nació como una forma de afirmarse frente a lo ajeno, de narrarse desde lo propio, de embellecer la dureza con una sonrisa ladeada. Y aunque muchos lo dan por extinto, reducido a souvenir o frase en la pared de una taberna tematizada, lo castizo no ha muerto: ha cambiado de piel. Porque si algo ha demostrado el casticismo a lo largo del tiempo es que no es una esencia: es una actitud.

En una ciudad como Madrid, donde las fronteras barriales se desdibujan y las voces se mezclan a velocidad digital, puede parecer que el lenguaje castizo, los personajes populares o las costumbres tradicionales se han diluido en una modernidad impersonal. Pero basta con afinar el oído y mirar con atención para descubrir que la esencia de lo castizo sigue latiendo, aunque se exprese con nuevos códigos.

Hoy lo castizo puede ser un meme en clave madrileña que arrasa en redes, una conversación entre vecinos en el rellano donde se cruzan refranes con emojis o una serie de televisión en la que se suceden los malentendidos con ritmo de sainete actualizado. Puede encontrarse en la ironía como herramienta de supervivencia, en la rapidez con la que se sentencia lo cotidiano, en el orgullo sin estridencias del que sabe reírse de sí mismo antes que del otro.

Porque lo castizo, más que una estética, ha sido siempre una forma de resistencia emocional. Frente a la adversidad, frente al olvido, frente a lo uniforme. Y esa resistencia no necesita clavel ni mantón: necesita ingenio, empatía y una buena réplica. Y de eso, Madrid todavía va sobrada.

¿Puede seguir vivo lo castizo? La respuesta, probablemente, no esté en los museos ni en los archivos, sino en la forma en que seguimos hablando, compartiendo, representando y recordando. Está en cada frase dicha con retranca, en cada mirada que resume una historia, en cada escena que, sin pretenderlo, homenajea a quienes nos enseñaron a contarnos desde abajo, con dignidad y con risa.

Carlos Arniches entendió eso mejor que nadie. Por eso, su teatro sigue vivo aunque no se represente. Su lenguaje resuena aunque no se cite. Y su Madrid —esa que inventó a base de oído, ternura y réplica— sigue ahí, esperando a ser reconocida detrás del siguiente chascarrillo.

Lo castizo no es un fósil. Es un pulso. A veces tenue, a veces vibrante, pero siempre dispuesto a reaparecer cuando alguien, en medio de cualquier barullo, suelta con sorna:

“¡Anda, no me seas figura…!”


Carlos Arniches Barrera (Alicante, 1866-Madrid, 1943)

Carlos Arniches Barrera (Alicante, 1866-Madrid, 1943)

Cuando el espectáculo de la vida termine, hemos de ir a otro, donde no hay manera de sobornar al acomodador, porque el acomodador es el Tiempo, que no tiene amigos, y que ha de colocar a cada uno, sin apelación, en el sitio que merezca: o en el recuerdo o en el olvido
— Carlos Arniches Barrera


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