Una voz amiga

Sede original de Radio Ibérica en Madrid. Historia de Madrid

Sede original de Radio Ibérica en Madrid, 2025 ©ReviveMadrid

La radio en Madrid: un siglo de historias contadas al oído

Hay voces que no se olvidan, aunque ignoremos el rostro al que pertenecen. Voces que nos han acompañado en la cocina mientras hervía la olla, en el coche durante un atasco interminable, en las madrugadas insomnes o en los despertares de la infancia. Voces que fueron compañía silenciosa, consuelo inesperado, estímulo constante, refugio de la memoria. La radio no necesita imágenes para emocionarnos ni pantallas para mantenernos atentos. Su poder radica en algo más profundo: habla al oído, pero llega al alma.

Desde hace más de un siglo, la radio ha sido no solo testigo, sino también protagonista de la historia contemporánea española. Ha narrado guerras y transiciones, levantamientos y celebraciones, goles legendarios y canciones eternas, coplas, discursos, llantos y carcajadas. Ha sido el medio más inmediato, el más íntimo, el más humano. Y aunque en distintas etapas se la haya dado por moribunda —eclipsada por la televisión, desplazada por internet, amenazada por el auge del pódcast—, la radio ha sabido sobrevivir, resistir y reinventarse, sin renunciar jamás a su esencia: ser una voz que cuenta, que escucha, que acompaña… y que sigue aquí.

En España, esa voz —la voz de la radio— nació en Madrid. Aunque otras ciudades reclamen su cuota en el relato fundacional, fue la capital la que vio prender la chispa de la emisión cotidiana, la que acogió la primera programación regular y el espíritu pionero de aquellos que soñaban con hacer hablar a las ondas. Aquí tuvo lugar la primera emisión con vocación de permanencia, aquí se fundaron las primeras cadenas de alcance nacional y aquí resonaron —en antenas y transistores— los programas que marcaron época y generaciones. Porque la historia de la radio es también, en buena medida, la historia sonora de Madrid.

Pero para llegar a esa plaza invisible, íntima y vibrante que es la radio, antes hubo que cruzar un océano de ideas, de inventos y patentes, de voces experimentales que susurraban tímidamente a través del éter. Antes de que las ondas se hicieran familiares, hubo un tiempo de ensayos, de genialidades técnicas, de visionarios que, sin saberlo, estaban sentando las bases de una revolución que cambiaría para siempre la forma de contar —y de escuchar— el mundo.

La chispa que cruzó el Atlántico

Como tantos inventos destinados a transformar el mundo, la radio nació de un experimento. O, más aún, de una intuición tan poderosa como incomprendida: la posibilidad de enviar palabras —sonido humano— a través del aire, sin la ayuda de cables. Una idea en apariencia sencilla, pero tan revolucionaria que el mundo tardaría décadas en asimilarla plenamente.

Fue el italiano Guglielmo Marconi, a quien la historia consagró como el padre de la radio, quien logró en 1899 lo que parecía un acto de magia: transmitir un mensaje inalámbrico entre dos puntos separados por kilómetros. Cinco años después, en 1904, obtenía la patente que lo llevaría al Premio Nobel de Física. Sin embargo, su gloria no estuvo exenta de sombras. Otro genio contemporáneo, Nikola Tesla, había concebido ideas similares antes que él, lo que desencadenó una silenciosa batalla de patentes, tribunales y reconocimientos científicos. A pesar de ello, fue Marconi quien supo demostrar al mundo que aquel milagro era posible y por eso la posteridad se inclinó de su lado.

El primer acto verdaderamente emocionante de la radio —el momento en que dejó de ser un experimento técnico para convertirse en un vehículo de emociones— tuvo lugar en Nochebuena de 1906, desde la estación de Brant Rock, en Massachusetts. Aquella noche, en lugar de las habituales señales en código Morse, las ondas transportaron algo insólito: una melodía navideña, Oh Holy Night, seguida de la lectura de unos versículos de la Biblia. Por primera vez, una voz humana cruzaba el espacio, sin cables, para llegar a oídos desconocidos. Los pocos radioescuchas que captaron esa transmisión accidental no podían saberlo, pero estaban presenciando el nacimiento de un nuevo lenguaje: el lenguaje de la radio, íntimo, invisible, vibrante.

A partir de entonces, el fenómeno se expandió rápidamente, aunque no tanto por su capacidad comunicativa como por su enorme valor estratégico. Fueron los ejércitos —especialmente las armadas— los primeros en comprender la ventaja decisiva de poder comunicarse a distancia sin depender de señales visuales ni de cables submarinos. En alta mar, donde la soledad era inmensa y las decisiones urgentes, la radio se convirtió en un arma silenciosa, eficaz, decisiva. Su vínculo inicial con el ámbito militar no solo impulsó su desarrollo técnico, sino que la dotó de un prestigio precoz y de una importancia inusitada entre los inventos del siglo XX.

Poco después, el prodigio comenzó a colarse en los hogares. La aparición de los primeros receptores accesibles al gran público —como la popular radio de galena, en torno a 1910— abrió las puertas del éter a miles de oyentes anónimos. Aquel rudimentario aparato, que permitía captar señales de onda media y corta, se convirtió en el pasaporte a un universo invisible, lleno de voces, notas, relatos y silencios elocuentes.

La radio aún no era un medio de masas, pero ya era un instrumento de asombro. Había nacido para comunicar, pero pronto demostraría que también sabía conmover. Y no tardaría en cruzar el Atlántico para echar raíces en Europa... y, por supuesto, para encontrar en España un terreno fértil donde crecer, emocionarnos y contarnos a nosotros mismos.

Madrid, en el principio fue la onda_

Todo medio tiene un origen. Y en España, la radio dejó de ser solo un invento para convertirse en medio de comunicación cuando Madrid la transformó en costumbre. Aunque la historia oficial —con su burocracia de licencias y numeraciones— otorga a Barcelona el título de emisora decana, lo cierto es que fue la capital quien dio los primeros pasos reales hacia una radio con vocación de permanencia. No como ensayo ocasional, sino como un ritual cotidiano, con programación estructurada y espíritu pionero.

El 12 de mayo de 1924, mucho antes de que el sistema radiofónico se organizara formalmente en el país, comenzaba a emitir desde el número 12 del Paseo del Rey una emisora que marcaría un antes y un después: Radio Ibérica, fruto de la fusión entre Radiotelefonía Española y la Compañía Ibérica de Telecomunicación. Esta última, nacida en el ámbito militar y dedicada inicialmente a la fabricación de equipos para la defensa, decidió poner su tecnología al servicio de un sueño civil: hablarle al país desde las ondas.

La historia de Radio Ibérica no puede entenderse sin el nombre de Carlos de la Riva, ingeniero visionario y alma del proyecto, junto a sus hermanos Adolfo y Jorge. Los tres, pioneros indiscutibles de la telegrafía sin hilos en España, comprendieron antes que nadie que la radio no era solo un prodigio técnico, sino un puente directo hacia los hogares. Una herramienta capaz de conectar, sin cables ni intermediarios, las voces del presente con la intimidad de la escucha.

Desde finales de 1923, Radio Ibérica ya realizaba emisiones experimentales, convirtiéndose en la primera emisora española en ocupar el espacio radioeléctrico con una programación más o menos continua, aunque sin respaldo legal. Aquel desfase entre la innovación y el reconocimiento oficial terminaría diluyendo su papel en los manuales de historia. Sin embargo, una discreta placa aún recuerda hoy, en la fachada del Paseo del Rey 12, ese primer latido de la radio española, nacido en el corazón de Madrid.

La paradoja se consumaría pocos meses después. Durante la dictadura de Primo de Rivera, el Gobierno otorgó las primeras licencias oficiales a dos emisoras: Radio España (EAJ-2), también en Madrid, y Radio Barcelona (EAJ-1). Ambas comenzaron a emitir en noviembre de 1924, con apenas cuatro días de diferencia. La capital se adelantó en la práctica, pero fue la emisora barcelonesa la que, por decisión administrativa, recibió el simbólico número 1 en el registro nacional. Un detalle burocrático que terminó pesando más que los hechos.

Pero la historia, a menudo, no la escriben los papeles, sino las voces. Y fue precisamente una voz —la de María Sabater— la que pasaría a la posteridad como la primera locutora radiofónica de España. Su saludo inaugural, pronunciado el 14 de noviembre de 1924 desde el Hotel Colón de Barcelona, se escuchó en toda la Plaza de Catalunya a través de unos altavoces que transformaron el espacio público en escenario sonoro. Por primera vez, una mujer hablaba por la radio, mientras toda una ciudad la escuchaba.

Volviendo a Madrid, otro hito decisivo se produjo en diciembre de ese mismo año con la creación de Unión Radio, el germen de la actual Cadena SER. Entre las emisoras fundadoras figuraba EAJ-7 Radio Madrid, impulsada por un capital técnico y financiero donde confluían nombres como Marconi, Telefunken y la Compañía General de Electricidad. La emisora fue inaugurada oficialmente por el propio rey Alfonso XIII el 17 de junio de 1925, con todos los honores de la época. Desde entonces, Madrid no solo fue pionera: se consolidó como el gran epicentro de la radio en España.

Si alguna vez las ondas tuvieran memoria, recordarían que todo empezó aquí, entre el Paseo del Rey y los tejados de una ciudad que, como tantas veces en su historia, estuvo en el lugar exacto donde nacen las cosas importantes.

Las primeras frecuencias: ensayo, error y ambición_

Aquel Madrid de 1924 no era ajeno a la electricidad. Las farolas ya alumbraban avenidas y cafés, los tranvías zumbaban sobre raíles y los primeros electrodomésticos asomaban tímidamente en algunos hogares burgueses. Pero la ciudad aún se asombraba ante un prodigio nuevo: que una voz humana —una voz real, viva, reconocible— pudiera flotar por el aire y atravesar las paredes sin necesidad de estar presente. El fenómeno era casi mágico.

Los aparatos de galena, rudimentarios y caprichosos, eran aún un privilegio de pocos. Eran escasos, difíciles de construir o adquirir, y aún más difíciles de sintonizar. Para quienes lograban atrapar alguna señal entre los crujidos del éter, la experiencia se vivía como un conjuro. De pronto, surgía una melodía lejana, una voz masculina que saludaba, tal vez una poesía recitada con solemnidad. Y lo más insólito: no venía de París ni de Londres, sino de una pequeña habitación en el Paseo del Rey. Madrid hablaba… y algunos ya escuchaban.

Pero más allá del asombro técnico, las primeras emisoras tropezaban con obstáculos muy concretos. No existía una legislación clara que regulara el uso del espectro radioeléctrico. Las frecuencias se solapaban, las interferencias eran constantes y las emisiones no podían ser simultáneas porque simplemente no había forma de organizarlas. Las emisoras se turnaban para emitir, como si compartieran un solo escenario. Además, lo más crítico: apenas había contenido. Las primeras programaciones consistían en conciertos en directo —una orquesta reducida en el propio estudio—, anuncios leídos de forma improvisada, algún disco de pizarra girando en un gramófono y unas pocas palabras cuidadosamente escogidas.

Sin embargo, bajo esa precariedad latía una convicción poderosa: la radio podía ser algo más. Podía informar, educar, entretener. Podía convertirse en un nuevo espacio público, accesible desde el salón de casa. Una mezcla de teatro, periódico y salón de música al alcance del oído.

Fue en ese momento fundacional cuando emergió la necesidad de organizarse, de dejar atrás el experimento y caminar hacia el medio de comunicación moderno. Hacía falta coordinación, infraestructura, visión de futuro. Y Madrid —por su centralidad política, su peso técnico y su tejido empresarial— ofrecía el terreno perfecto para ese salto adelante.

En esa coyuntura, a finales de 1924, un grupo de empresarios, ingenieros y técnicos decidió dar un paso decisivo. Querían profesionalizar la radio, dotarla de estabilidad y recursos, para convertirla en industria. Querían, en definitiva, hacer radio en serio. Y a gran escala. Lo que estaba naciendo ya no era un juego de ingenieros ni una curiosidad burguesa: era el embrión de una nueva forma de contar y de contar(nos).

El primer latido de la radio moderna_

Apenas unos meses después de aquellas primeras emisiones madrileñas —a medio camino entre la gesta técnica y el sueño cultural—, la radio en España estaba lista para dar un salto cualitativo. Lo que hasta entonces había sido entusiasmo, vocación y mucho ensayo, estaba a punto de transformarse en industria. La radio dejaba atrás su etapa de laboratorio y pioneros para convertirse en un medio de comunicación organizado, profesional y con ambición nacional.

Ese paso decisivo también se dio en Madrid. El 19 de diciembre de 1924, nacía oficialmente Unión Radio, una sociedad que marcaría un antes y un después en la historia de las ondas españolas. El proyecto, impulsado por el editor y empresario Ricardo Urgoiti, fue una apuesta clara por el futuro del nuevo medio. A su alrededor se reunieron varias de las empresas tecnológicas más relevantes del momento: Telefunken, la Compañía General de Electricidad, la Compañía Nacional de Telegrafía Sin Hilos (ligada al imperio de Marconi), y otros actores clave del mundo financiero e industrial. Cada uno aportó 50.000 pesetas, una suma nada despreciable, destinada a la compra de una potente estación transmisora Marconi y a la creación de una emisora con alcance nacional.

Así nació EAJ-7 Radio Madrid, integrada desde el principio en la estructura de Unión Radio. Su objetivo era ambicioso y nítido: convertirse en el referente radiofónico de toda España. No solo por su ubicación privilegiada en la capital, sino por su capacidad técnica, su mirada estratégica y su voluntad de ofrecer una programación más sólida, variada y profesionalizada.

El respaldo institucional no tardó en llegar. El 17 de junio de 1925, Alfonso XIII acudía en persona a la inauguración oficial de las emisiones de Unión Radio Madrid. Con ese gesto, la radio dejaba de ser un artefacto curioso o un entretenimiento de élites para adquirir una legitimidad pública, casi de Estado. Se reconocía su potencial como herramienta de cultura, de modernidad… y de influencia.

Desde sus estudios, instalados en la calle Marqués de Santa Ana, en pleno corazón de Madrid, Radio Madrid se convirtió en el centro sonoro del país. Por sus micrófonos pasarían, en las décadas siguientes, las voces más célebres, las noticias más decisivas y los formatos más innovadores. Allí se inventaron géneros, se forjaron hábitos de escucha, se exploraron nuevas formas de contar. Y desde allí se comenzó a trazar lo que con el tiempo sería conocida como la "época dorada" de la radio española.

Pero el verdadero golpe de modernidad llegaría con una innovación clave: la emisión en cadena. Unión Radio fue pionera en conectar simultáneamente varias emisoras para retransmitir un mismo contenido, una técnica revolucionaria que permitía unificar estilos, ampliar audiencias y marcar estándares de calidad. Esta fórmula, avanzada para su tiempo, sentó las bases del modelo radiofónico nacional, que otras emisoras pronto comenzarían a replicar.

Con Unión Radio, la radio dejó de ser un fenómeno local para convertirse en un medio nacional. Un espacio compartido, una banda sonora común, una voz que empezaba a sonar —y a sentirse— en todo el país. Y Madrid, una vez más, no solo fue escenario del cambio: fue su motor.

Silencio… se informa_

En sus primeros compases, la radio no tenía aún del todo claro qué quería ser. Era una caja de posibilidades, un prodigio técnico cargado de promesas, capaz lo mismo de emitir un concierto en directo que de anunciar una pomada milagrosa. Las emisiones eran irregulares, limitadas por la fragilidad de los equipos y la falta de regulación. Las emisoras debían turnarse los horarios para evitar interferencias, como quien pide la palabra en una sala sin reglas. De ese ecosistema precario —pero fértil— brotó una creatividad inusitada, casi artesanal.

No existían aún escaletas ni parrillas, ni géneros claramente definidos. Lo que se ofrecía eran retazos: fragmentos musicales interpretados por pequeñas orquestas instaladas en los estudios, algunas grabaciones reproducidas desde discos de pizarra, saludos improvisados, anuncios leídos con solemnidad y, a veces, una voz recitando un poema. Pero entre aquel collage sonoro comenzaba a perfilarse una intuición poderosa: la radio podía no solo entretener o emocionar, sino también informar. Podía contar el mundo en tiempo real.

De ese impulso nació el diario hablado, un nuevo formato que fusionaba el lenguaje preciso de la prensa con la inmediatez cálida de la voz. Había que escribir para ser oído, transformar columnas de tinta en relatos orales con ritmo, cadencia y tensión narrativa. No se trataba simplemente de leer noticias, sino de contarlas. Y con ello, nació también un nuevo oficio: el del locutor que no solo transmite, sino que comunica. Que interpreta, que acompaña, que guía al oyente.

El primero en consolidarse fue La Palabra, creado en 1930 por Unión Radio. Se emitía a diario —excepto los lunes por la mañana y los domingos por la tarde, en deferencia a la prensa escrita— y ofrecía un repaso de la actualidad en clave sonora. Su estilo era sobrio, casi litúrgico, con una entonación grave y medida que otorgaba solemnidad a cada titular. El boletín se convirtió pronto en un modelo y su fórmula se replicó en otras emisoras del país.

La aparición de este informativo marcó un verdadero punto de inflexión. A partir de entonces, la radio dejó de ser un simple escaparate musical o publicitario para erigirse en una herramienta de comprensión. Comenzó a explicar el mundo, a poner voz al presente, a convertirse en fuente de referencia. La palabra hablada adquirió un nuevo prestigio: se volvió canal de autoridad, instrumento de influencia, compañía cotidiana. Entraba en los hogares no como una visita, sino como parte del mobiliario emocional de la casa.

Junto a los diarios hablados, empezaron a surgir otros espacios que explorarían nuevos territorios: programas culturales, retransmisiones de eventos en directo, primeras incursiones en la información deportiva, rudimentos de humor. La radio se expandía en todas direcciones, buscando su propio lenguaje. Pero todo empezó allí, en aquellas primeras emisiones que tomaban el pulso de la actualidad y lo convertían en voz. Una voz que, más que sonar, se quedaba.

La radio toma partido_

Los años treinta consolidaron a la radio como medio de comunicación, pero fue la llegada de la Guerra Civil lo que terminó por revelarla como un actor central en la historia contemporánea de España. Lo que hasta entonces había sido un canal de música, palabras y entretenimiento, se transformó súbitamente en una trinchera invisible, en un instrumento político de primer orden, en el altavoz de los frentes.

Cuando estalló el conflicto, en julio de 1936, en España operaban ocho emisoras de ámbito nacional y más de sesenta de alcance local. Era un mapa desigual y fragmentado, como el propio país, pero lo suficientemente extenso como para garantizar que, desde el primer día, la guerra pudiera oírse. Y no solo en los partes oficiales o los discursos encendidos: también en los silencios, en la música interrumpida, en la voz temblorosa de quien aún no sabía lo que iba a decir.

Ambos bandos comprendieron de inmediato el valor estratégico de las ondas. Rápida, directa, emocional, la radio llegaba antes que los periódicos y calaba más hondo que los panfletos. No era solo información: era propaganda, ánimo, amenaza, consigna, consuelo. Un disparo que no mataba, pero convencía.

En el bando republicano —y especialmente en Madrid— muchas emisoras quedaron bajo el control de comités de trabajadores, sindicatos o partidos, en una dinámica tan plural como caótica. Unión Radio Madrid, que hasta entonces había sido el buque insignia de la radiodifusión española, se mantuvo al servicio del Gobierno legítimo, pero con sus micrófonos abiertos a una multiplicidad de voces y posturas. Aquella libertad de acceso, aunque democrática en espíritu, dificultaba la construcción de una narrativa unificada. Se hablaba mucho, desde muchos frentes, pero no siempre en la misma dirección.

El bando sublevado, en cambio, adoptó un modelo más centralizado y eficaz. Desde los primeros días del alzamiento, la radiodifusión quedó bajo el control directo de la Oficina de Prensa y Propaganda, encargada de intervenir o clausurar las emisoras en cada territorio conquistado. Fue también en ese contexto donde nació la que, con el tiempo, se convertiría en emisora hegemónica: Radio Nacional de España, fundada por el general Millán-Astray y concebida desde su origen como la voz oficial del régimen.

Ambos bandos utilizaron la radio como arma narrativa. Se emitían partes de guerra, discursos encendidos, himnos, consignas patrióticas y también rumores cuidadosamente fabricados. Pero el modelo franquista, más disciplinado y vertical, pronto se impuso en términos de eficacia. Se instauró incluso un Servicio de Escucha, dedicado a monitorizar en tiempo real lo que decían las emisoras republicanas: noticias del frente, tensiones internas y carencias en la retaguardia. La radio era ya no solo un medio de masas: era también una herramienta de espionaje.

Cuando la contienda terminó, en 1939, la radio española quedó definitivamente marcada por la victoria franquista. En 1942, el régimen creó la Red Nacional de Radiodifusión, que oficializó un modelo único y controlado. Desde entonces, todas las emisoras comerciales estaban obligadas a conectar con Radio Nacional de España para la emisión de los informativos, conocidos como El Parte, cuya redacción y tono estaban sometidos a una estricta censura. No había margen para la disidencia ni para el matiz. Solo una voz —una única versión del país— tenía permitido hablar.

Esta imposición se mantendría en vigor hasta 1977, bien entrada la Transición. Para entonces, varias generaciones de españoles habían crecido escuchando un solo relato oficial, repetido con cadencia militar. Aquella radio que había nacido como un espacio plural, experimental, abierto al mundo, había sido reducida a un canal único, a una voz solitaria que hablaba en nombre de todos… pero sin todos.

Emociones en frecuencia modulada_

Terminada la guerra, la radio no se apagó: simplemente bajó el tono y se replegó hacia el interior de los hogares. En un país sometido a la censura, al silencio impuesto y al control absoluto de la información, la palabra hablada buscó otros caminos para seguir respirando. Si los boletines oficiales eran inamovibles, la ficción, la música, el humor o los concursos ofrecían pequeñas rendijas por donde colarse: una risa inesperada, un suspiro compartido, una esperanza de fondo.

Fue precisamente en esos años oscuros cuando la radio se convirtió, de verdad, en parte de la vida cotidiana. Ya no era solo un fenómeno técnico o una novedad social: era un ritual doméstico, una compañía silenciosa que se hacía presente en los momentos más íntimos del día. El aparato —primero de galena, luego de válvulas— fue conquistando rincones: la cocina, el comedor, la barbería, el ultramarinos del barrio… Y desde ese escenario invisible, floreció una edad dorada, tejida con géneros propios, voces inolvidables y emociones compartidas.

Las radionovelas se convirtieron en el alma sonora del país. Con tramas melodramáticas, frases que se grababan en la memoria colectiva y giros imposibles, paralizaban barrios enteros durante su emisión. Actrices como Juana Ginzo, Matilde Conesa o Maribel Alonso dotaban de vida, fuerza y dignidad a personajes sufrientes, románticos o heroicos. Sus voces eran más reconocibles que muchas fotos de familia. En el imaginario popular, títulos como Ama Rosa, Lo que nunca muere o Matilde, Perico y Periquín no eran solo programas: eran liturgias diarias.

El humor radiofónico, por su parte, ofrecía un respiro necesario. Dúos como Tip y Top o Pototo y Boliche cultivaban un surrealismo castizo y absurdo que esquivaba los márgenes del discurso oficial. En un tiempo sin sátira pública, lograban hacer reír sin romper, sugerir sin señalar. La risa, modulada en frecuencia, se volvía una forma de resistencia amable.

Los concursos también encontraron su lugar en la parrilla. Espacios como Un millón con casa y coche, Medio millón, Lo toma o lo deja eran más que entretenimiento: eran esperanzas colgadas de un micrófono. Algunos se celebraban en plazas abarrotadas, con miles de asistentes pendientes de una pregunta. Sus presentadores —José Luis Pécker, Ángel Soler— se convirtieron en verdaderas estrellas del dial, figuras admiradas por oyentes de todas las edades.

No faltaron los consultorios femeninos, como el célebre Elena Francis, que navegaba entre la moral conservadora y el tono de telenovela, ni los programas de carácter solidario como Ustedes son formidables, donde Alberto Oliveras movilizaba a todo un país en una suerte de cadena de ayuda colectiva transmitida por las ondas.

Mientras tanto, el número de receptores se multiplicaba sin pausa. En los años cincuenta ya superaban el millón y medio. La llegada de las cintas magnetofónicas permitió un salto técnico: ahora se podía grabar, editar, montar y corregir. La radio se profesionalizó, sí, pero sin perder su calidez esencial.

En Madrid, donde seguían operando muchas de las emisoras más influyentes del país —Radio Madrid, Radio España, Radio Intercontinental, Radio Juventud— se gestaron muchos de estos espacios que luego se escuchaban en toda España. Pero la radio también germinaba en parroquias, en emisoras rurales o locales, adaptada al ritmo de cada comunidad, convertida en voz del entorno.

Era una radio sin pantallas, sin decorados, sin aplausos. Pero era la que entraba en las casas sin pedir permiso y se quedaba sin molestar. Y en esa presencia constante, casi invisible, tejía complicidades, rituales y emociones. Porque, en un país de silencios impuestos, la radio supo seguir hablando.

Voces que llegaron al oído… y al corazón_

Si algo definió a la radio en su edad dorada fue su extraordinaria capacidad para nombrar sin mostrar, para emocionar sin necesidad de imagen, para construir memorias con nada más que una voz. Muchas de aquellas voces no necesitaban presentación: bastaba oírlas para ser reconocidas, para provocar una reacción inmediata, casi visceral, en millones de oyentes. Eran parte del paisaje sonoro del país, familia sin rostro, compañía sin cuerpo.

Estaba, por ejemplo, Bobby Deglané, maestro absoluto del espectáculo radiofónico. Su voz era una descarga de vitalidad, humor e improvisación, capaz de transitar de la risa al escalofrío con la misma naturalidad. Su célebre programa Cabalgata fin de semana rompió moldes: mezcló géneros, jugó con los formatos, convirtió el directo en arte. Su manera de hablar no se escuchaba: se vivía.

Junto a él, la elegancia hecha palabra: José Luis Pécker, con su dicción impecable, su tono sereno y su inconfundible templanza. Fue la voz de concursos, de boletines, de espacios de variedades, pero sobre todo, fue la voz de la confianza, del saber estar, de la credibilidad amable. Escucharle era sentirse acompañado por alguien que siempre sabía qué decir y cómo decirlo.

Y cómo no mencionar al cuadro de actores de Radio Madrid, verdadero pilar emocional de las grandes radionovelas. Juana Ginzo, Matilde Conesa, María Romero, Pedro Pablo Ayuso, Teófilo Martínez… todos ellos formaban una constelación sonora que daba vida, alma y cuerpo a personajes sufrientes, valientes, enamorados o atormentados. Con una sola pausa, con una inflexión apenas perceptible, narraban el mundo. Su interpretación era un arte invisible y, por eso mismo, más íntimo y más poderoso.

También dejaron huella locutores con estilos muy distintos pero igualmente imborrables. Bastián Lacasa, con su energético y alegre “¡Buenos días, España!”, fue durante años el despertador de un país entero. Al otro extremo del espectro, Fernando Fernández de Córdoba, voz oficial del régimen y del NO-DO, se convirtió en símbolo de una época marcada por la autoridad del verbo monocorde y la épica impostada. Aunque radicalmente opuestos en estilo y tono, ambos reflejan el poder simbólico de una voz repetida, reiterada, asumida como paisaje sonoro del día a día.

Y junto a ellos, una larga nómina de presentadores, narradores, actores, humoristas y animadores que supieron construir vínculos profundos, emocionales y duraderos con oyentes que nunca vieron sus rostros. Porque si algo supo hacer bien la radio, en todos sus tiempos, fue eso: dejar la imagen donde siempre le fue propia —en la imaginación—, ese territorio libre donde todo puede suceder con solo cerrar los ojos y escuchar.

La radio en transición_

En 1977, con la aprobación del Real Decreto que suprimía la obligación de conectar con Radio Nacional de España para emitir los informativos, la radio española recuperó algo más que una función: recuperó su voz. Tras casi cuatro décadas de discurso único y control institucional, el micrófono volvía a abrirse a la pluralidad, a la crítica, a la actualidad sin filtros. Fue un cambio profundo, técnico en apariencia, pero sobre todo simbólico: por fin se podía contar lo que ocurría... sin necesidad de pedir permiso.

Y la radio, que durante el franquismo había aprendido a emocionar sin molestar, a acompañar sin contradecir, descubrió entonces su capacidad para informar con libertad. Se ensayaron nuevos formatos, se profesionalizó el periodismo radiofónico, se aceleró el pulso de la actualidad… y surgieron, también, voces que marcarían una época.

Una de ellas fue Luis del Olmo, que ya venía forjando su trayectoria desde los años sesenta, pero que encontró su espacio definitivo con Protagonistas, un programa que —desde 1973— redefinió las mañanas radiofónicas. Del Olmo fue pionero en entender que la radio no debía limitarse a narrar: debía conversar, acompañar, emocionar, crear comunidad. Su estilo, directo pero siempre elegante, construyó una nueva forma de hacer periodismo: más humana, más cercana y más plural. Su influencia fue tal que prácticamente inauguró una escuela.

Otra figura esencial fue Encarna Sánchez, una voz arrolladora y sin concesiones, que rompió todos los moldes de la radio tradicional. Desde espacios como Encarna de noche o Directamente Encarna, alcanzó un seguimiento masivo, sobre todo entre mujeres, con un estilo tan emocional como combativo. Encarna no solo hablaba: se implicaba, se exponía, agitaba conciencias. Su tono —a medio camino entre el editorial, el desahogo y la confidencia— conectó con la España real, esa que hasta entonces apenas había tenido voz en los medios.

Mientras tanto, la radio seguía demostrando que era, entre todos los medios, el más inmediato, el más versátil y el más humano. Lo hizo de forma inolvidable la noche del 23 de febrero de 1981, durante el fallido golpe de Estado. Con los diputados secuestrados en el Congreso y el país sumido en la incertidumbre, fueron las emisoras —no la televisión— las que mantuvieron vivo el hilo de la información, minuto a minuto, transistor a transistor. Por eso aquella jornada pasó a la historia como “la noche de los transistores”: porque fue la radio la que no calló cuando todo parecía a punto de romperse. Fue la voz que resistió mientras el país contenía la respiración.

Durante los años ochenta, la radio vivió una nueva metamorfosis. Surgieron formatos innovadores, los géneros se diversificaron, y las radiofórmulas musicales ganaron protagonismo con emisoras como Los 40 Principales o Cadena Dial. El lenguaje se volvió más ágil, más fragmentado, más próximo al oyente joven. La radio se abría a nuevas generaciones sin perder su esencia: esa intimidad única que la había definido desde el principio.

Era otro país, otra España. Pero, como siempre, la radio estaba allí para ponerle voz. Para acompañar la transición no solo política, sino emocional, cultural y cotidiana. Ni que decir tiene que Madrid, como en cada etapa crucial, volvió a ser su epicentro.

Del transistor al pódcast: la radio que nunca se fue_

En los años noventa, la radio volvió, una vez más, a reinventarse. Vivió entonces una etapa de efervescencia que obligó a reordenar el mapa de frecuencias, a reformular estilos, a consolidar cadenas y a competir por las grandes audiencias. Era la era de las tertulias políticas acaloradas, de los magacines matinales, de los informativos con personalidad propia, de los nocturnos deportivos, de las madrugadas confesionales, de la radiofórmula vertiginosa y de los fines de semana con alma propia.

Se profesionalizó aún más la realización sonora: cuñas, cortinillas, sintonías, efectos, paisajes acústicos… El micrófono ya no era un simple instrumento solitario: formaba parte de una arquitectura compleja, donde cada sonido cumplía una función narrativa, emocional eidentitaria.

Pero entonces llegó Internet, y con él, la sospecha. En un mundo saturado de pantallas, ¿tenía sentido seguir escuchando sin ver? ¿Podía la radio, con su ritmo pausado, con su voz sin rostro, competir con la inmediatez visual del clic? ¿Podía sobrevivir al vértigo del nuevo milenio?

La respuesta fue clara, y rotunda: sí. El oyente quería —y quiere— seguir escuchando. La radio, que ya había sido dada por muerta con la llegada de la televisión, demostró de nuevo su extraordinaria capacidad de adaptación. No se rindió: se transformó.

En plena revolución digital, la radio no desapareció: se desplazó, se comprimió, se descargó, se emitió en streaming, se coló en la nube y en los móviles. Los programas dejaron de estar atados a una hora concreta: ahora se escuchaban cuando se quería y como se quería. Nació el pódcast, el heredero natural del lenguaje radiofónico, que retomó sus virtudes —proximidad, narración, intimidad— pero con nuevos códigos de producción y distribución, más flexibles, más democráticos, más libres.

Y sin embargo, a pesar de todos esos cambios, la radio en directo sigue viva. Muy viva. Especialmente en España, donde resiste con fuerza en los lugares de siempre: en el coche, en la cocina, en la peluquería, en la cabina del vigilante nocturno… Informativos, deportes, humor, divulgación, tertulias… La radio sigue siendo el medio más inmediato, más humano y más cercano. Porque, incluso en un mundo saturado de estímulos visuales, una buena voz sigue siendo capaz de abrir una puerta al silencio compartido.

Madrid, como siempre, continúa siendo uno de sus grandes focos. Desde aquí siguen saliendo algunas de las emisiones más escuchadas del país. Estudios, redacciones y centros de producción: el pulso sonoro de la capital no ha dejado de latir. Pero ahora, también, la radio se graba en casa, en un tren, en una habitación con manta y micrófono. La tecnología ha ampliado los márgenes, ha democratizado el acceso, pero no ha cambiado la esencia.

Porque la radio no es solo sonido: es presencia. Es estar con otro, sin estar. Es crear un lazo invisible entre quien habla y quien escucha. Y mientras haya alguien que necesite contar y alguien dispuesto a prestar oído, la radio estará ahí.

Y Madrid seguirá escuchando.


Luis del Olmo Marote (Ponferrada, León, 31 de enero de 1937). Historia de Madrid

Luis del Olmo Marote (Ponferrada, León, 31 de enero de 1937)

Levantarse de madrugada durante cincuenta años solo se concibe cuando estás loco por lo que haces, y yo estoy loco por la radio
— Luis del Olmo


¿Cómo puedo encontrar la sede de la cadena ser en Madrid?