Sorbos de historia

Café Gijón en Madrid. Historia de Madrid

Fachada del Café Gijón. Madrid, 2025 2020 ©ReviveMadrid

Los Cafés literarios en Madrid: una historia en cada taza

No lo dudes: si tú y yo hubiéramos vivido en el Madrid del siglo XIX, no estaríamos aquí, leyendo (o escribiendo) este artículo. Estaríamos sentados en un velador de mármol, rodeados de tazas humeantes, debatiendo con solemnidad sobre política, pontificando sobre literatura y conspirando —con fina ironía— sobre el incierto destino de la patria. Porque antes de los likes, los retuits y los pódcasts, Madrid ya tenía sus propios algoritmos de influencia: se llamaban tertulias de café.

Allí no hacía falta WiFi; bastaba con un oído atento y una lengua afilada. Cada café era una red social analógica, sin conexión digital pero cargada de intensidad emocional. Uno entraba buscando abrigo y salía con una ideología recién estrenada, dos enemigos literarios y el esbozo de una novela imposible. Porque en Madrid, durante siglos, el pensamiento no se subía a la nube: se servía en taza de loza.

Los cafés eran mucho más que refugios del frío o lugares de moda. Eran redacciones sin imprenta, clubes sin cuota, laboratorios del pensamiento donde se decidía —con vehemencia y cafeína— si el alma española cabía en una greguería, si urgía fundar una nueva generación literaria o si, perdida toda esperanza, solo quedaba escribir un soneto desesperado. Quien no tenía mesa fija en uno de ellos, sencillamente, no existía del todo.

En esos cafés se tramó la historia y se ejercitó el pensamiento libre cuando pensar era casi un acto de insurrección. Se debatió, se filosofó, se fabuló… y, por supuesto, se exageró mucho, como corresponde a cualquier historia madrileña que se precie.

Desde sus orígenes, los cafés de Madrid han sido el termómetro de la vida urbana. Si hervían las tazas, hervía también la política, la bohemia, la crítica literaria o el rumor. Y cuando las calles se apagaban, el café seguía encendido.

Nombres como El Fornos, El Suizo, La Fontana de Oro, El Comercial o El Pombo no fueron meros establecimientos hosteleros: fueron espejos vibrantes de la ciudad que los rodeaba. En el epicentro emocional de todos ellos, como si la historia le hubiera reservado un papel estelar, resiste aún el Café Gijón, testigo irreductible de una época en la que, en Madrid, no se gritaba: se conversaba.

El siglo XVIII y los salones ilustrados: el origen aristocrático de la palabra compartida_

Antes de que Madrid oliera a café, olía a humo y a deshechos. Las calles eran más barro que empedrado y las tertulias —si es que merecían tal nombre— se cocinaban a puerta cerrada, bajo techos altos, lámparas de araña y retratos de aristócratas. Porque, antes de que la palabra se democratizara, hablar en público era un privilegio reservado a la nobleza ilustrada.

En el siglo XVIII, Madrid comenzaba a despertar de su largo letargo barroco al calor de un nuevo espíritu: la Ilustración. De forma aún tímida, la ciudad se contagiaba de aquella fiebre de razón, ciencia, enciclopedias, academias y también, aunque aún con timidez, de cafés. Pero no nos adelantemos: antes que café, lo que se servía era conversación. Y esta florecía en los salones ilustrados, espacios semiclandestinos donde se reunían espíritus inquietos, reformistas, descreídos y, con frecuencia, aspirantes a revolucionarios.

Aquellas tertulias ilustradas no eran públicas ni populares. Se celebraban en casas de nobles, cortesanos con veleidades enciclopedistas o damas de alta sociedad que oficiaban como anfitrionas de lo que hoy llamaríamos círculos de pensamiento (aunque entonces también se hablaba de moda, de partos y de quién había escandalizado en la última función del Coliseo del Príncipe). Lo esencial era el rito: la palabra bien dicha, el ingenio agudo y la polémica respetuosa.

Pero algo más comenzaba a circular por aquellas veladas: una bebida oscura, amarga y aún exótica, llegada de tierras lejanas: el café. No era solo un nuevo sabor; era otra manera de pensar el tiempo. No se bebía como el vino, para olvidar, sino para estimular la conversación, abrir los ojos y mantener la mente despierta. Era, en cierto modo, la bebida de la modernidad.

Madrid lo adoptó con entusiasmo, aunque no sin demora. Primero lo probaron los aristócratas, después los intelectuales. Su sabor recio y su efecto vivificador lo convirtieron en símbolo de progreso, en antítesis del vino popular. Beber café era una declaración de intenciones: de estar al día, de permanecer despierto, de querer saber más. Y, de paso, una excusa perfecta para alargar la charla hasta la madrugada.

Así, entre libros franceses y tazas de porcelana, entre conversaciones sobre Newton, Rousseau o Jovellanos, el café se convirtió en la bebida de quienes aspiraban a cambiar el mundo sin levantar la voz. Poco a poco, los salones privados comenzaron a quedarse pequeños y lo que en sus inicios fue tertulia de salón acabaría saliendo a la calle, encontrando su espacio natural en las fondas y, más tarde, en los primeros cafés.

Madrid aún no lo sabía, pero en aquellas tazas humeantes y en esos salones de aire afrancesado ya se intuía algo nuevo: que la conversación dejaría de ser un lujo para convertirse, un siglo después, en un arte popular, callejero y, a veces, incendiario.

Fondas y botillerías: cómo la tertulia bajó del palacio al pueblo_

Lo que no logró la academia, lo consiguió la fonda. Porque si los salones ilustrados fueron el semillero de ideas de una élite cultivada, las fondas y botillerías trajeron la conversación al ciudadano y la tertulia al pueblo.

Mientras en los salones del Madrid de la segunda mitad del siglo XVIII seguían celebrándose veladas cortesanas, en las calles comenzaba a gestarse un nuevo espacio de encuentro donde ya no hacía falta un título nobiliario ni una biblioteca para opinar sobre política, teatro o ciencia: nacía la fonda como espacio de tertulia.

Las fondas de Madrid fueron el puente entre la mesa señorial y el café moderno. Establecimientos de hospedaje y restauración —más limpios y refinados que las vetustas tabernas— donde el viajero encontraba cama, comida y conversación. A sus mesas se sentaban comerciantes, soldados, funcionarios de provincias y, de cuando en cuando, algún ilustrado despistado con ansias de charla.

Entre todas las que poblaron la capital en aquellos años, una marcó época: la Fonda de San Sebastián. Fundada en 1765 por el italiano Juan Antonio Gippini, en plena calle de Atocha, se convirtió en un hervidero de ideas y en punto de encuentro de algunas de las mentes más brillantes de la Ilustración española. Jovellanos, Iriarte, Cadalso, Campomanes, Moratín (padre e hijo)... todos pasaron por allí para alimentar la conversación tanto como el estómago.

La Fonda de San Sebastián fue mucho más que un comedor con camas: fue el primer espacio madrileño donde la conversación intelectual descendió del pedestal cortesano para mezclarse con el bullicio del servicio y el rumor de la calle. Allí la palabra se volvió más accesible, menos solemne, pero no por ello menos lúcida.

Eso sí, que nadie se llame a engaño: aunque el ambiente era efervescente y el talento evidente, existían normas claras. Hablar de política estaba terminantemente prohibido. Ni absolutismo, ni reformas, ni corona. Quien osara abrir ese melón se arriesgaba a perder la silla y la amistad. En cambio, temas como el teatro, la tauromaquia, el amor y la poesía eran bienvenidos, incluso celebrados. La tertulia se convertía así en un juego de ingenio, un duelo de estilos, un festín de ideas con las espadas ideológicas enfundadas.

En ese contexto aparentemente limitado se coció, sin embargo, una parte esencial de la vida intelectual madrileña. El cambio ya estaba en marcha: el pensamiento había salido del salón nobiliario y buscaba nuevos foros donde el diálogo fuera, más que una práctica elitista, una forma de cultura compartida.

A la par, las botillerías —locales donde se servían vinos, licores y refrescos— emergieron como espacios de paso y de charla. Aunque con menos pretensiones filosóficas que las fondas, eran puntos de encuentro frecuentados por jóvenes aprendices, literatos de medio pelo y artistas sin mecenas, todos ellos sedientos de conversación.

La diferencia con los cafés modernos aún era patente. En las botillerías se bebía de pie, no había veladores ni prensa, y el dueño no aspiraba a ser anfitrión de ningún pensador. Pero incluso allí se discutía sobre la guerra en América, los caprichos de Carlos III o los rumores del Motín de Esquilache.

Así fue como el habla salió del salón y se sentó, por fin, a la mesa común. Las fondas y botillerías no solo alimentaron cuerpos, también nutrieron una nueva manera de habitar la ciudad: más abierta, más libre, más conversada. Se preparaba así el terreno para que, en el siglo XIX, Madrid se llenara de cafés donde hablar sería, por fin, un derecho irrenunciable.

Cafés ilustrados del siglo XIX: el nacimiento del ágora urbano en Madrid_

Con el siglo XIX, Madrid despertaba y abría los ojos —aún con legañas— al paisaje del mundo moderno. La ciudad, que hasta entonces parecía vivir entre sacristías, palacios deslucidos y conventos de claustros mudos, comenzó a latir con otro ritmo. Algunas calles se asfaltaban, la iluminación de gas ganaba terreno y la prensa multiplicaba su alcance. En ese hervidero emergente, el café se convirtió en el auténtico epicentro del pensamiento urbano.

Ya no hablamos de fondas ni de botillerías: el café era otra cosa. Un espacio diáfano, con grandes espejos, veladores de mármol, sillas de respaldo curvo y camareros uniformados que servían café, chocolate, ponche y temas de conversación. Por primera vez, el café era una verdadera institución social: una casa sin cortinas donde cualquiera —con o sin librea— podía sentarse, pedir una taza humeante y sumarse al coro de voces que tejía el espíritu de la ciudad.

En estos primeros cafés ilustrados, la palabra se hizo pública. Ya no bastaba con saber hablar: había que saber escuchar, refutar, citar de memoria a Voltaire o a Jovellanos y, si el debate lo exigía, recitar un soneto con entonación de actor. Los cafés eran las nuevas academias populares, los parlamentos espontáneos donde se cruzaban estudiantes y abogados, escritores y políticos, artistas y banqueros.

Inspirados por los coffeehouses ingleses y los cafés parisinos —descubiertos por los liberales madrileños durante sus exilios—, pero adaptados a la idiosincrasia local, los cafés de Madrid ofrecían no solo una consumición, sino una escena compartida. Allí se leía la Gaceta de Madrid, se comentaba la última comedia del Teatro de la Cruz o se discutían los rumores sobre la política borbónica. Poco a poco, el café se transformó en laboratorio de opinión, en ágora burguesa donde las jerarquías tradicionales se difuminaban —al menos por un rato— ante la elocuencia de la palabra.

Uno de los primeros templos de esta sociabilidad ilustrada fue La Fontana de Oro, en la Carrera de San Jerónimo, en una esquina que aún hoy conserva ecos de conspiración. Durante el turbulento Trienio Liberal (1820–1823), allí se vivieron debates tan encendidos que más de una vez las tazas temblaron como si presintieran el porvenir. Era la época de los exaltados, de los patriotas de voz ronca y mirada ardiente, de la lucha entre absolutistas y liberales. El café se convirtió, entonces, en un campo de batalla dialéctico.

Pero La Fontana de Oro no solo fue célebre por su efervescencia política: su mito se amplificó gracias a la pluma de un joven Benito Pérez Galdós, que la convirtió en escenario de su primera novela. Aún lejos del coloso narrativo que llegaría a ser, Galdós ya intuía que el alma de Madrid se hallaba en esos cafés donde se soñaba con una España más libre, más ilustrada, más razonable... aunque, como de costumbre, la realidad acabara bajando el volumen a fuerza de sopapos.

Otros cafés como El Universal, La Iberia o La Cruz de Malta también fueron escenarios de tertulias ilustradas, más o menos clandestinas, más o menos poéticas. En ellos se debatía sobre la Constitución de Cádiz, los fusilamientos del Dos de Mayo o la reina niña Isabel II. Se hablaba de España, de Europa y de Madrid con la resignación de quien discute una enfermedad crónica.

El café, como espacio, se convirtió en un refugio para disentir sin ser denunciado, opinar sin pedir permiso, conspirar sin bajar la voz. En sus mesas se puso en práctica, tal vez por primera vez en la ciudad, lo que hoy llamaríamos “libertad de expresión”.

Y así, mientras afuera tronaban los sables, se alzaban cadalsos o se promulgaban constituciones con la fugacidad de un bollo en ayunas, dentro del café todo se discutía. Todo se pensaba. Todo se soñaba.

Cafés y Romanticismo: pasión, poesía y política entre veladores_

El Romanticismo llegó a Madrid como suelen llegar las ideas extranjeras: tarde, mal y por la puerta de servicio. Pero una vez dentro, decidió quedarse. Y lo hizo dispuesto a entregarse por completo a la libertad, al arte, al amor imposible o, en su defecto, a una buena bronca dialéctica.

En la primera mitad del siglo XIX, mientras el absolutismo daba sus últimos coletazos y la ciudad aún se debatía entre usos encorsetados y censuras inquisitivas, los cafés se convirtieron en el escondite predilecto de los románticos madrileños: espíritus ardientes que no cabían ni en academias ni en púlpitos y que veían el mundo como un poema trágico, una ópera italiana o un artículo de Larra.

Es entonces cuando el café se romantiza. Deja de ser el santuario de la razón ilustrada para convertirse en escenario de exaltación sentimental y melancolía castiza. En sus veladores de mármol ya no se defiende solo la Constitución: se defiende también el honor herido, la belleza sublime, la pena honda y la pasión atormentada. A veces todo ello en un solo párrafo y con más énfasis que lógica.

Los jóvenes románticos, con levitas desaliñadas y almas inflamables, hicieron del café su templo profano. Allí leían versos en voz alta, despedazaban las obras de Zorrilla, recitaban a Espronceda como quien lanza proclamas revolucionarias... mientras los camareros, imperturbables, disimulaban el escepticismo tras la bandeja.

Entre todos ellos, un nombre brilla con luz melancólica: Mariano José de Larra. Asiduo de cafés como La Iberia o el del Príncipe —cuando no prefería la soledad de su despacho—, Larra supo captar con mirada afilada el pulso contradictorio de aquel Madrid convulso, donde la modernidad pugnaba por abrirse paso entre el humo del tabaco y el tedio de los sermones oficiales.

En esos cafés románticos también se hablaba —cómo no— de teatro. El arte escénico era el gran espectáculo de la época, y tras cada estreno en el Teatro Español o el del Príncipe, las tertulias ardían en elogios, críticas o linchamientos verbales. Como en los antiguos mentideros del Siglo de Oro, los autores vivían pendientes de lo que se decía en los veladores: una réplica brillante podía consagrar una obra; una pulla ingeniosa podía enterrarla antes del segundo acto.

La estética de aquellos cafés románticos no brillaba por el lujo: más penumbra que dorado y más palabra que decoración. Pero tenían algo que muchos cafés de hoy apenas conservan: ese aire denso y vibrante de lugar donde las ideas estaban vivas, incluso cuando dolían.

Así fue como, en plena era de espadones, exilios y pronunciamientos, Madrid encontró en sus cafés un espacio de libertad íntima, donde cada cual podía ser héroe o mártir según soplara el viento. Un lugar donde la pluma y la taza caminaban juntas, donde el amor se sufría con elegancia y donde la política se debatía como si fuera —y a menudo lo era— una tragedia.

Cafés de 1850: el esplendor burgués de una Madrid en modernización_

Madrid mudó de piel a mediados del siglo XIX. Los primeros faroles eléctricos anunciaban con titubeos las luces de la modernidad, los tranvías de mulas crujían sobre raíles recién clavados y los grandes bulevares —aún en fase embrionaria— comenzaban a soñar con parecerse a París. La ciudad, que hasta entonces había sido corte y convento, empezó a mirarse en el espejo de una burguesía urbana que pedía avenidas, escaparates y, por supuesto, cafés a la altura de sus aspiraciones.

Si los cafés románticos fueron cuevas del pensamiento exaltado, los nuevos cafés de 1850 se erigieron como escenarios de la modernidad madrileña. Más luminosos, elegantes y espaciosos, ya no eran sólo refugio del espíritu ni trincheras ideológicas: eran escaparates sociales donde se iba tanto a pensar como a dejarse ver.

La clientela también había cambiado. Junto al escritor atormentado y el político de verbo encendido, se sentaban ahora comerciantes de Levante, banqueros del flamante barrio de Salamanca, tenores recién llegados de Nápoles y señoritas que hojeaban con estudiado desinterés el Semanario Pintoresco. El café se había convertido, por fin, en el centro de gravedad de la nueva Madrid burguesa.

En este paisaje urbano resplandeciente, surgieron nombres que marcaron época. El Café de Fornos, inaugurado en 1870, se convirtió pronto en el epicentro de la elegancia madrileña. Ubicado en la esquina de Alcalá con Virgen de los Peligros —donde hoy una cadena internacional sirve lattes sin historia—, su decoración de grandes espejos, salones privados y servicio exquisito sedujo tanto a la nobleza como a la bohemia con aspiraciones.

Fornos no era simplemente un café: era un teatro. Allí se celebraban tertulias literarias y políticas, banquetes de sociedad, encuentros discretos y reuniones de artistas, periodistas, actores y libertinos. Fue el espejo de un Madrid que quería ser moderno sin renunciar a su casticismo.

A su alrededor, otros cafés tejían también su leyenda. El Café Suizo reunía a economistas, juristas y políticos de enjundia. El Café de la Iberia, más combativo, acogía tertulias progresistas y discusiones encendidas sobre la revolución de 1868. El Café Universal, el Café de Correos, el Café de la Montaña… todos ellos, en torno a la Puerta del Sol, tejían una red de lugares donde la ciudad se pensaba a sí misma en tiempo real.

En las tardes de otoño, bajo los toldos rayados de estos nuevos cafés, se hablaba de economía, de teatro, de ciencia, de Darwin, de política colonial… y, sobre todo, de Madrid. Porque estos cafés no eran simples estaciones de paso: eran redacciones abiertas, ateneos sin membrete, ágoras de sobremesa donde se decidía qué importaba y qué no. Allí nacían movimientos literarios, se tramaban revistas, se decidían premios y se arruinaban reputaciones.

Y es que los cafés de 1850 no solo ofrecían café: ofrecían pertenencia, estilo de vida, modernidad. Tomar un café en Fornos no era lo mismo que hacerlo en una taberna del Rastro: era una declaración estética, una forma de decir “yo también formo parte del Madrid que viene”.

El mobiliario importado, los divanes de terciopelo, los espejos infinitos y los mármoles inmaculados hablaban de una ciudad que aspiraba a europeizarse sin dejar de citar a Quevedo. Un Madrid que aún olfateaba el futuro con cautela, pero que ya no sabía vivir sin sus cafés.

Y así, entre sombreros de copa, bastones con empuñadura y periódicos desplegados como escudos, el café se consolidó como el gran protagonista de la vida urbana madrileña: ese espacio donde cada sorbo era una idea, y cada tertulia, un ensayo general de la historia.

La Edad de Oro del café literario: cuando Madrid se pensaba entre sorbos_

Hay épocas en las que una ciudad se reconoce a sí misma con una nitidez inesperada, como si de pronto supiera, sin vacilaciones, quién quiere ser. En Madrid, ese instante de lucidez colectiva llegó entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, cuando el café dejó de ser un simple lugar de encuentro para convertirse en una manera de estar en el mundo. Fue entonces cuando la tertulia literaria alcanzó su edad dorada y, con ella, floreció un estilo de vida tejido con palabras, pausas, humo y miradas inquisitivas.

Madrid era ya una capital hecha y derecha, con tranvías eléctricos, bulevares que se vestían de modernidad y un skyline que empezaba a asomar tímidamente sobre los viejos tejados. La ciudad se había puesto el traje europeo, pero seguía hablando en clave de sainete. Y en esa contradicción tan madrileña como deliciosa, los cafés brotaron como templos laicos del pensamiento, del arte y del chisme refinado.

El café era mucho más que un establecimiento: era una red de afectos, un teatro cotidiano donde se representaba la interminable obra de la vida intelectual madrileña. Se iba al café a escribir, sí, pero también a leer, a enterarse, a contradecir, a reír, a provocar, a hacer tiempo y —con gusto— a perderlo. Las tertulias eran rituales sagrados, con mesa fija, parroquianos impenitentes, jerarquías tácitas y temas recurrentes que orbitaban, una y otra vez, en torno a la actualidad y la eternidad.

Cada café tenía su parroquia, su acento, su idiosincrasia. A lo largo y ancho de la ciudad —del Universal al Correos, del Levante al Roma, del Prado al Comercial— los cafés tejían un tapiz de pensamiento en voz alta. Algunos abrían hasta la madrugada; otros hasta el alba. Había cafés donde se discutía de política, otros de toros, de pintura, de poesía, de fútbol incipiente, de mujeres, de ciencia, de filosofía... de todo y de nada. Lo esencial no era el tema: era el acto mismo de conversar.

Porque la tertulia literaria no era sólo contenido: era una actitud. Un estado mental. La palabra era el vehículo; el café, el combustible. Había reglas no escritas: no interrumpir al inspirado, no monopolizar la palabra, saber lanzar una ironía certera y, sobre todo, saber retirarse a tiempo. Y por encima de todo, saber estar. Porque tertuliar era también un ejercicio de estilo. Una forma de existir con inteligencia, humor y una melancolía tan castiza como elegante.

Allí, entre sorbos lentos y humo espeso, Madrid se repensaba a sí misma cada día. Fue, quizá, el momento en que más cerca estuvimos de considerar la conversación como una forma de arte. Y a los cafés, sin exagerar, como las verdaderas catedrales laicas de la modernidad madrileña.

Modernismo, vanguardia y generaciones: cafés como laboratorios de genios_

El siglo XX madrileño trajo consigo un nuevo aroma a las tertulias. Modernistas, noventayochistas, regeneracionistas y vanguardistas con alma de acróbata se lanzaron sobre los veladores de mármol como quien siente la necesidad urgente de dinamitarlo todo… salvo la taza de café, por supuesto, que seguía siendo imprescindible para sostener la pose.

El modernismo madrileño, siempre con un ojo puesto en París y el otro en su propio complejo, vestía traje, hablaba de lo sublime con media sonrisa y despreciaba al burgués con una languidez casi ensayada. El epicentro de esta estética refinada fue el Café del Gato Negro, en la calle del Príncipe. Un local oscuro e íntimo, de techos bajos y divanes exhaustos, donde Jacinto Benavente mandaba con el gesto leve del dramaturgo que domina su escena. Allí se hablaba de teatro, pero también de lo inútilmente bello, de lo trágicamente elegante, de lo parisien que uno podía llegar a ser sin salir de Chamberí. Y cuando el vecino Teatro de la Comedia bajaba el telón, los actores descendían a recibir los aplausos —o los cuchillos verbales— de los tertulianos, como si el café fuese la función bis de cada noche.

Si el modernismo afinaba las formas, la vanguardia venía a dinamitar los moldes. A partir de los años diez, con Europa tambaleándose bajo el estruendo de la Gran Guerra, comenzaron a llegar a Madrid los ecos de nuevos ismos: futurismo, dadaísmo… y las greguerías, que estallaban como dardos poéticos. El Café de Pombo, en la calle Carretas, se convirtió en el centro neurálgico del disparate lúcido.

Allí, Ramón Gómez de la Serna, copa de Valdepeñas en mano y verbo desaforado, presidía la tertulia como sumo sacerdote de la ocurrencia. A su alrededor, una fauna inverosímil: Solana, los hermanos Bergamín, Bartolozzi, Borrás… una cofradía de provocadores ilustrados que entendían que el arte, como el café, debía tomarse fuerte y sin edulcorar. Cada reunión era un happening avant la lettre, un manifiesto sin necesidad de manifiesto, un circo sin carpa. Y si Ramón no estaba, el Pombo no abría.

Mientras tanto, otras mesas bullían con ideas menos rupturistas pero no menos urgentes. La Generación del 98 —la de los patriotas melancólicos, regeneracionistas desilusionados y escritores con complejo de médula nacional— también encontró en los cafés su patria portátil. Tras el Desastre del 98, las tertulias se llenaron de preguntas sin respuesta y de respuestas con mucha épica. En el Café de Fornos se sentaban a rumiar España Baroja, Unamuno, Maeztu y Azorín. El ambiente olía a posos de café, ceniza y desesperanza. Castilla, el caciquismo, el alma nacional y la sombra de Larra eran platos de la sobremesa. España dolía y el café era el diván colectivo.

La hornada siguiente traía otros aires. La Generación del 14, más técnica, más europeísta, menos sentimental, quería reformar el país desde la cultura, la ciencia y la pedagogía. Ortega, Azaña, Madariaga, Marañón, Pérez de Ayala… no solo hablaban de España: hablaban de Europa, del papel de la mujer, del arte moderno y hasta del porvenir del tranvía. Lo hacían en cafés como La Granja El Henar o el Café Colonial, donde las tertulias eran auténticos duelos de ideas. La palabra era más clara, más luminosa. El humo, sin embargo, seguía allí.

Y aunque sus sensibilidades fueran distintas, ambas generaciones —la del lamento y la del proyecto— compartieron el mismo escenario: la mesa del café. Porque en un país donde disentir era peligroso y la censura siempre merodeaba, el café era una trinchera amable, un espacio donde pensar en voz alta seguía siendo posible.

Así, mientras en Pombo se jugaba a la ruptura, en El Henar se trazaban reformas y en Fornos se lloraba el alma nacional, Madrid vivía uno de sus momentos más fértiles de pensamiento compartido. El café, lejos de ser un mero lugar de paso, era el útero de las ideas: un laboratorio de ciudad donde la capital se pensaba a sí misma entre cucharillas y ceniceros.

De la trinchera a la posguerra: la decadencia del café y su resistencia callada_

Toda ciudad arrastra sus ruinas. No siempre están hechas de piedra; a veces las más hondas son costumbres que se desvanecen, espacios que pierden la voz o rituales que se disuelven sin ruido ni funeral. Eso ocurrió con los cafés literarios de Madrid tras la Guerra Civil: no murieron del todo, simplemente comenzaron a apagarse.

La guerra no solo arrasó edificios y biografías; también devastó la costumbre de pensar en voz alta. Los cafés, antaño santuarios del ingenio y la palabra libre, quedaron marcados por el silencio, el miedo y la sospecha. Algunos cerraron para siempre, otros sobrevivieron mutilados, disfrazados, vigilados. Las tertulias se disolvieron como el humo de los cigarrillos y los nombres que antes daban vida a los veladores —poetas, dramaturgos, filósofos, artistas— se transformaron en ausencias. Unos fusilados, otros exiliados, muchos simplemente vencidos.

Pero no fue solo la represión la que cercenó el alma del café clásico. También lo hizo el ritmo nuevo, la escasez, el cambio de hábitos, la llegada de un país que ya no se reconocía en sus propios espejos. En los años 40 y 50, cuando todo costaba demasiado —el pan, el tiempo… incluso la alegría—, sentarse dos horas con un cortado y un periódico era un lujo de otra era.

Y así, mientras el pensamiento se replegaba, la cervecería y el bar levantaban su persiana. La ciudad que antes debatía en veladores de mármol, ahora brindaba en barras de formica. Donde hubo cortinas de terciopelo y cucharillas de plata, ahora había tapas, servilletas arrugadas y transistores sintonizando el Carrusel Deportivo. El bar era ruido, evasión, calor humano; el café había sido pausa, densidad, conversación necesaria. Dos formas distintas de estar en Madrid: una para pensar, otra para sobrevivir.

Los antiguos cafés intentaron adaptarse: cambiaron lámparas, aligeraron menús, incorporaron combinados y vermut de grifo. Se hicieron cafés-bar, cafés-cine, cafés-copas. Algunos se rebautizaron como cafeterías; otros, con más resignación que convicción, se transformaron en bares con pretensiones culturales. Pero el alma ya no era la misma. La tertulia había perdido su trinchera. Lo que antes fue conversación con vocación de eternidad, ahora era charla apurada, risas nerviosas y silencios funcionales.

Y, sin embargo, no todo fue olvido. Entre la decadencia, algunos resistieron. Cafés que se negaban a desaparecer, que custodiaban la tradición como quien protege una llama en mitad del vendaval. El Café Lisboa, en la calle Mayor, mantenía vivas tertulias discretas de poesía y filosofía. El Café Lyon, en Alcalá, acogía a periodistas y abogados que buscaban un espacio donde no todo estuviera dictado por el boletín oficial.

El más emblemático de todos ellos fue —y sigue siendo— el Café Gijón. Envejecido, obstinado, un poco fuera de época, pero fiel a sí mismo. Una especie de exiliado en su propia ciudad. Aquel que no quiso ceder del todo, que sobrevivió a los apagones del pensamiento y a la fiebre del olvido, y que, a pesar de todo, siguió ofreciendo una mesa, una taza y una conversación.

Café Gijón: historia viva de la tertulia y el pensamiento_

El Café Gijón, en pleno Paseo de Recoletos, siguió en pie como una anomalía. Gastado, sí. Un tanto desfasado, también. Pero fiel. Testarudo. Con sus columnas rendidas, sus espejos que devuelven ecos más que reflejos y camareros que parecían llevar allí desde que reinaba Alfonso XIII. A diferencia de tantos otros, el Gijón no cambió de acera. Siguió siendo lo que siempre fue: un café de café. De conversación. De pausa. De ideas.

Durante la posguerra, ya no era el hervidero de las vanguardias madrileñas, pero sí refugio de la inteligencia en voz baja. Sus tertulias se parecían más a misas clandestinas que a debates públicos. Allí se sentaban Gerardo Diego, José García Nieto, Dámaso Alonso, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Buero Vallejo, Fernando Fernán Gómez… Poetas y dramaturgos que sabían que cada palabra podía tener consecuencias, pero acudían, semana tras semana, porque el café seguía siendo uno de los pocos espacios donde hablar de belleza no requería salvoconducto.

Cada conversación en voz baja era, en el fondo, un acto de fe. Una forma de recordar que aún se podía pensar. Porque en un país donde hasta el lenguaje estaba bajo sospecha, hablar de poesía, de arte o de filosofía era casi un gesto político. Una liturgia civil en medio del apagón. El Gijón no era solo un café: era una resistencia.

Mientras muchos cafés eran engullidos por el olvido o por el conformismo, el Gijón resistía. Con el alma intacta, aunque el mármol estuviera agrietado. Con la tertulia viva, aunque menos ruidosa. Con los poetas presentes, aunque más tristes. Era un fósil cálido, una hermosa anomalía, un último faro para quienes aún creían que las ciudades también se defienden hablando.

Pero los años no perdonan. Desde los años 70, con la Transición rugiendo en las calles y la Movida apropiándose de los bares, el Gijón empezó a parecerse más a un decorado que a una escena viva. Muchos de sus antiguos ocupantes ya no estaban. Los nuevos no sabían qué hacer con aquellas sillas cargadas de historia. El Gijón se convirtió en mito, sí, pero también en postal.

Llegaron los turistas. Las tertulias se volvieron más conmemorativas que creativas. Las fotos en blanco y negro colgaban de las paredes como reliquias de una liturgia aún recitada, pero ya sin fe. La prensa hablaba del local como se habla de una gloria deportiva retirada. Y, sin embargo, seguía allí. Porque aunque decadente, el Gijón no se rindió.

En una ciudad tan voraz como Madrid, que lo devora todo con ansia de escaparate, ver al Gijón con sus espejos gastados, sus mesas imperfectas y su personal de toda la vida, es casi un milagro cotidiano. Un trozo de ciudad que se niega a fingir que el tiempo no ha pasado.

Hoy, el Café Gijón es muchas cosas: archivo sentimental, museo sin vitrinas, escenario melancólico… pero, sobre todo, es el recordatorio de que existió un Madrid donde la cultura no se consumía: se conversaba. Y que en ese Madrid —más escaso, más tenue, pero aún palpitante— siempre habrá una mesa esperando al próximo loco que se atreva a pensar.

Memoria, conversación y pausa en el Madrid actual_

¿Qué queda hoy del Café —así, con mayúscula, como se decía antes— en este Madrid apresurado que ya no tiene tiempo ni siquiera para sostener una mirada?

Ya no vivimos de tertulia, sino de urgencias. De pantallas brillantes que nos ciegan más de lo que nos iluminan. De ruido enlatado que nos impide oírnos de verdad. Hemos sustituido el tiempo pausado del pensamiento compartido por la ráfaga efímera del tuit; el arte de discrepar con elegancia por el zarpazo del emoticono. Ya no buscamos una mesa donde pensar en voz alta, sino una red donde gritar en silencio.

Y tal vez por eso, al pasar frente al Gijón, al Barbieri, al Ruiz o al Comercial, sentimos una punzada extraña, mezcla de nostalgia y deuda. Como si esos lugares, testigos mudos del pensamiento y la palabra, nos reclamaran una memoria que empieza a desdibujarse. Porque fueron ellos, no lo olvidemos, quienes sostuvieron la vida intelectual y la conversación profunda cuando nadie más lo hacía.

Hoy, aunque el Café ya no sea lo que fue, su existencia sigue siendo —paradójicamente— más urgente que nunca. No para quedarnos a vivir en la melancolía de lo perdido, sino para recordarnos que otra forma de habitar el tiempo es posible. Más serena. Más cómplice. Más humana.

Es irónico que ahora busquemos en sesiones de mindfulness lo que ya teníamos en aquellas largas conversaciones de café: atención plena, pausa y presencia. La capacidad de estar con el otro y con uno mismo sin el ruido del mundo en los oídos.

Y eso, en estos tiempos de vértigo, no es poca cosa.


Fotografía de Miguel de Unamuno. Historia de Madrid

Miguel de Unamuno y Jugo (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936)

La verdadera universidad popular española ha sido el café y la plaza pública
— Miguel de Unamuno


¿Cómo puedo encontrar el Café Gijón en Madrid?