El último romántico
José Zorrilla: el poeta que tocó el corazón de una época
"¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?"
…
Difícil encontrar unos versos más recordados —y recitados— en la historia del teatro español. Han atravesado generaciones con la naturalidad de lo inevitable: se escuchan en los teatros, se subrayan en los manuales escolares, se susurran como si fueran parte del idioma mismo. En ellos habita una época, un estilo, una sensibilidad. Y, sobre todo, habita la voz de un poeta que supo convertir la palabra en eco y el eco en tradición: José Zorrilla.
Pocos nombres del siglo XIX español están tan íntimamente ligados al imaginario popular como el suyo. Y, sin embargo, pocos han sido tan mal comprendidos con el paso del tiempo. Reducido a menudo al creador de un solo personaje —el mítico Don Juan Tenorio que recita versos entre ruinas y suspiros—, Zorrilla fue mucho más que eso: fue un poeta amado por el pueblo, un dramaturgo celebrado, un romántico en el sentido más hondo del término. También, un hombre marcado por la contradicción, el exilio, la gloria efímera y la ruina silenciosa.
Su voz resonó en una España convulsa, hambrienta de emociones, leyendas e identidad. En medio de bandos, pronunciamientos y vaivenes políticos, Zorrilla ofrecía algo que parecía simple y era profundamente complejo: hablaba con claridad, cantaba con fuerza y escribía con una musicalidad que el pueblo aprendía de memoria.
Este artículo no busca construir un pedestal más para el poeta, ni tampoco desmontar mitos por el placer de hacerlo. Lo que proponemos es algo más necesario: volver a mirar a Zorrilla con atención, con curiosidad y sin prejuicios. Recordar su obra, sí, pero también su contexto, su humanidad, sus luces y sus sombras. Porque su historia no es solo la de un autor, sino también la de un país y una ciudad —Madrid— que fueron escenario de sus días más brillantes… y también de los más tristes.
Aquí empieza ese recorrido. Bienvenidos a la vida —y al legado— de José Zorrilla.
El nacimiento de un romántico (1817)_
José Zorrilla y Moral vino al mundo el 21 de febrero de 1817 en Valladolid, una ciudad de tradición austera y fuerte peso religioso. Su familia encarnaba a la perfección ese aire severo: su padre, don José Zorrilla Caballero, era un hombre chapado a la antigua, defensor a ultranza del absolutismo, funcionario riguroso de la Real Chancillería y simpatizante de la causa carlista. Su madre, Nicomedes Moral, representaba el contrapunto: una mujer profundamente piadosa que volcó en su hijo sensibilidad y devoción.
Es difícil imaginar dos influencias más opuestas que las que convivieron en el hogar de los Zorrilla: por un lado, la disciplina férrea de un padre que veía en las leyes y el orden monárquico la única vía de estabilidad; por otro, la dulzura materna que alentaba en José un carácter soñador y proclive a la emoción. No es extraño que, de esa mezcla, brotara un poeta que supo unir rigidez formal con torrentes de sentimiento.
Pero el entorno en el que nació Zorrilla también tiene mucho que decir. España en 1817 era un país maltrecho, recién salido de la Guerra de la Independencia (1808-1814), sacudido por las secuelas de la invasión napoleónica y gobernado por un rey absolutista, Fernando VII, que pronto devolvería al país a la senda de la represión y el retroceso. En Europa se respiraban vientos revolucionarios y románticos; en España, sin embargo, la vida cultural oscilaba entre el atraso heredado y la efervescencia de un Romanticismo que llegaba con retraso pero con fuerza.
En esa atmósfera contradictoria creció el pequeño José. Su infancia estuvo marcada por los continuos traslados familiares: de Valladolid a Burgos, luego a Sevilla y, finalmente a Madrid, donde en 1827 ingresó en el Seminario de Nobles, dirigido por los jesuitas. Fue allí donde el futuro poeta descubrió lo que de verdad le hacía vibrar: las representaciones teatrales, el dibujo, la esgrima y, sobre todo, la literatura. Mientras sus compañeros recitaban pasajes latinos, él se escapaba con las novelas de Walter Scott o Chateaubriand. Aquellas lecturas prohibidas eran su refugio y, al mismo tiempo, la semilla de su vocación.
La España que veía crecer a Zorrilla era una nación en guerra consigo misma: absolutistas contra liberales, carlistas contra isabelinos, curas contra desamortizadores, viejas glorias imperiales frente a las jóvenes voces románticas que soñaban con libertad y modernidad… Todo ello se reflejaría después en su obra: un teatro poblado de pasiones extremas, honor y redención, pero también marcado por la religiosidad y el peso de la tradición.
Si miramos con perspectiva, casi podríamos decir que Zorrilla nació predestinado a ser poeta romántico: hijo rebelde de un padre autoritario en un país dividido y turbulento. Su destino no iba a ser el del funcionario gris que soñaba su progenitor, sino el del creador que daría voz a un personaje inmortal.
Con este niño inquieto, rebelde ante la disciplina paterna y sediento de lecturas prohibidas, comienza el camino de José Zorrilla: el último gran romántico español.
El joven bohemio en Madrid (años 30)_
Muerto Fernando VII en 1833, el fervoroso padre absolutista de José fue desterrado a Lerma, mientras su hijo era enviado a estudiar Derecho, primero en Toledo y después en Valladolid.
Pero, al cumplir los diecinueve, el joven Zorrilla hizo lo que tantos hijos han soñado y tan pocos se atreven: desobedeció el destino que su padre había trazado con mano firme. Renunció a las leyes y, en 1836, se escapó a Madrid con una sola idea en la cabeza: vivir de la literatura, aunque para ello tuviera que enfrentarse al frío, al hambre y a la incertidumbre. Su padre jamás se lo perdonaría; él, en cambio, jamás se arrepentiría.
En la capital sobrevivía como podía: haciendo ilustraciones para revistas, compartiendo una buhardilla en la Plaza de Matute y refugiándose durante horas en la Biblioteca Nacional. Allí encontraba “libros, cobijo, tertulias y amigos”; y, sobre todo, calefacción moral cuando faltaba la otra. Esa rutina de lector voraz —más por necesidad que por bohemia— fue su escuela real.
El Madrid de los treinta era un hervidero. Entre 1836 y 1837 se había consumado la desamortización de Mendizábal y se aprobó la Constitución de 1837. La ciudad y el país vivían una profunda transformación, con bandos enfrentados, periódicos combativos y un teatro que lo quería todo: pasión, historia y libertad. En el escenario triunfaban Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), Los amantes de Teruel (1837) o El trovador (1836). Ese clima de romanticismo a la española —heroico, sentimental y polémico— fue el caldo de cultivo en el que Zorrilla se formó y donde aprendería que el verso, bien dicho, podía mover a un país entero.
Y entonces ocurrió “la” escena. 15 de febrero de 1837, entierro de Mariano José de Larra en el cementerio del Norte (Fuencarral). La ciudad entera hablaba del suicidio del gran articulista. Zorrilla, un desconocido con más hambre que contactos, escribió a toda prisa una elegía en su buhardilla, se vistió de luto prestado y se abrió paso entre la gente hasta ponerse frente al féretro. Carraspeó y comenzó:
“Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana:
Vano remedo del postrer lamento
De un cadáver sombrío y macilento
Que en sucio polvo dormirá mañana”
…
Cuarenta y seis versos después, el pipiolo había dejado de serlo. La multitud quedó deslumbrada por la musicalidad y el efectismo romántico de aquel joven que parecía improvisar. Fue su consagración.
A partir de ese día, las puertas se abrieron: la prensa le dio trabajo —El Porvenir le ofreció sueldo, El Español la plaza del propio Larra— y el público empezó a aprenderse de memoria sus romances y leyendas. Esa capacidad para ser recitado —no solo leído— sería su marca de fábrica para siempre.
Mientras tanto, en casa seguía la guerra fría. El padre veía en la vocación del hijo una terquedad indisciplinada; el hijo veía en su rebeldía el único camino propio. De esa tensión entre autoridad y sentimiento —tan española y tan decimonónica— nacerían muchos de sus personajes y conflictos. En la calle, el país se debatía entre absolutistas y liberales, carlistas e isabelinos; en el escenario, el romanticismo exhibía honor, fatalidad, religiosidad y redención. Zorrilla aprendió a domar esa mezcla y a hablarle a la gente con verso claro, emoción alta y tradición reconocible.
Ese paso llegaría pocos años después. Pero antes, quedémonos con la imagen del joven Zorrilla en Madrid: pobre, audaz, lector compulsivo, con un pie en la tradición y otro en la modernidad. A golpe de verso y de coraje, había encontrado su voz y su público. Lo siguiente sería convertir esa voz en mito.
Ascenso meteórico: el poeta del pueblo_
El entierro de Larra había sido su bautismo literario. Desde aquel febrero de 1837, José Zorrilla dejó de ser un muchacho desgarbado con versos escondidos en el bolsillo para convertirse en un fenómeno popular. Apenas cumplidos los veinte, ya publicaba su primer volumen de Poesías (1837) y comenzaba una carrera que, en menos de una década, lo situaría en la cima del teatro español.
Lo que distingue a Zorrilla en esos años es la velocidad con la que conquistó al público. Mientras otros escritores se peleaban por el aplauso de cenáculos y tertulias, él lo tuvo claro: el verso debía llegar al corazón de la gente. Su secreto no era una técnica depurada ni una originalidad deslumbrante, sino la musicalidad de su rima y su cercanía al imaginario popular. Zorrilla tomaba leyendas, tradiciones y anécdotas, las adornaba con un ropaje romántico —cementerios, nocturnidades, amores imposibles o redenciones— y se las devolvía al público envueltas en un ritmo fácil de recordar. Se convirtió en “poeta del pueblo” no por propaganda, sino porque sus versos se recordaban y se repetían: en una España con altos índices de analfabetismo, su poesía “sonaba” y se pegaba como una canción… y eso fue todo un hallazgo.
Entre 1839 y 1849, la carrera de Zorrilla fue un auténtico vendaval. Los teatros de Madrid se rindieron a él: Juan Dandolo, Sancho García y tantas otras piezas llenaban salas y provocaban ovaciones. Ningún dramaturgo había despertado un entusiasmo semejante desde el Siglo de Oro. Como diría después un crítico, “Zorrilla dominó la escena como Lope de Vega en su tiempo”.
El joven poeta, que apenas unos años antes se moría de frío en la Biblioteca Nacional, se vio de pronto en el centro de la vida cultural madrileña: editores, actores y empresarios teatrales lo buscaban. Y el público lo adoraba, porque sentía que ese chico de melena larga y mirada febril hablaba su mismo idioma. La gente repetía sus versos en la calle, en cafés, incluso en los patios de vecindad. Sus obras eran populares antes incluso de ser impresas, porque circulaban de boca en boca.
Pero el ascenso meteórico de Zorrilla no se entiende sin el contexto. La España de los cuarenta era un país necesitado de referentes: acababa de salir de la primera guerra carlista, la joven Isabel II había alcanzado la mayoría de edad y la política oscilaba entre moderados y progresistas. La sociedad buscaba grandes relatos que dieran sentido a un presente convulso y ahí entraba el romanticismo. Mientras en la política se hablaba de constituciones y pronunciamientos, en los escenarios se respiraba pasión, religiosidad, misterio y fatalidad. Zorrilla ofrecía justo eso, y el público lo abrazó.
Esa popularidad, sin embargo, tuvo su doble filo. Para los sectores más cultos, Zorrilla era demasiado efectista, demasiado “blando” frente al genio trágico de Espronceda o al bisturí crítico de Larra. Pero el pueblo lo había adoptado como suyo. Tanto, que la etiqueta se le quedó para siempre: “el poeta del pueblo”. Y aunque él mismo, años más tarde, se quejaría de haber sido más “celebridad” que “autor consagrado”, lo cierto es que sin esa entrega popular no habría alcanzado la inmortalidad.
Así fue como, en apenas diez años, el muchacho de Valladolid pasó de buhardillero a ídolo de multitudes, con un repertorio que llenaba teatros y un estilo que resonaba en tabernas, colegios y salones. El ascenso había sido meteórico. Lo que nadie sospechaba aún era que, entre todo ese éxito, estaba gestándose la obra que lo definiría para siempre: Don Juan Tenorio.
Don Juan Tenorio (1844): el nacimiento de un mito_
En 1844, cuando Zorrilla ya gozaba de prestigio y taquilla, llegó la obra que marcaría su vida y su memoria literaria: Don Juan Tenorio. Se estrenó en el Teatro de la Cruz de Madrid y, aunque en su momento se pensó que era solo “otro drama romántico más”, lo cierto es que estaba destinado a convertirse en el texto teatral más popular de la historia de España.
Lo primero que hay que entender es que Zorrilla no inventó a Don Juan. El mito venía de lejos: Tirso de Molina lo había lanzado en el siglo XVII con El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630), donde ya aparecía el libertino que juega con la honra de las mujeres y reta a los muertos. Calderón, Molière, Mozart o Byron habían jugado después con el personaje. Pero Zorrilla supo hacer algo distinto: darle alma romántica. Frente al Don Juan castigado sin redención de Tirso, el suyo encuentra la salvación en el amor de Doña Inés. Ahí estuvo el golpe de genio: transformar a un libertino en un pecador arrepentido, redimido por el amor más puro.
La acción transcurre en Sevilla, en 1545, en tiempos de Carlos V. La primera parte es un derroche de libertinaje: apuestas de conquistas, duelos, desafíos y un juego a vida o muerte con Don Luis Mejía. La segunda parte cambia de tono: la aparición espectral de los muertos, la estatua del Comendador, los ecos del más allá y, en el centro, el amor redentor de Inés. Dos mundos en un solo drama: el de la carne y el de la salvación.
El público madrileño quedó fascinado. El Tenorio reunía todo lo que pedía el romanticismo: nocturnidad, pasiones extremas, esgrima, apariciones fantasmales, cementerios y versos tan pegadizos que podían recitarse sin esfuerzo. De hecho, fue un éxito inmediato porque sus diálogos rimados se fijaban en la memoria como canciones populares. Esa musicalidad hizo que, en apenas unos años, Don Juan Tenorio se convirtiera en costumbre, casi en ritual.
¿Y por qué asociarlo al 1 de noviembre? Porque el acto final se desarrolla en la noche de Todos los Santos, entre sombras, almas en pena y la promesa de salvación eterna. Muy pronto, la gente quiso ver la obra precisamente en esa fecha: era la manera perfecta de pasar del recogimiento del cementerio al estremecimiento del teatro. Así nació la tradición de representar el Tenorio cada Día de Difuntos, que durante décadas fue inamovible en teatros y compañías de todo el país.
Pero más allá de la tradición escénica, el Tenorio se convirtió en un mito cultural. No hay en la literatura española otro personaje que combine con tanta fuerza la osadía del libertino, la sombra del castigo sobrenatural y la posibilidad de redención. Si Don Quijote representa el idealismo frente a la realidad y La Celestina el deseo sin freno, Don Juan es el eterno seductor que al final se descubre vulnerable. Y Zorrilla supo hacerlo suyo, regalándole versos inolvidables y un desenlace que aún hoy conmueve.
El Tenorio fue, en definitiva, el gran punto de encuentro entre el pueblo y la élite, entre lo culto y lo popular. Una obra que atravesó fronteras —se tradujo y representó en medio mundo— y que convirtió a Zorrilla en un clásico universal. Desde 1844, el mito de Don Juan dejó de ser patrimonio del Siglo de Oro y pasó a ser inseparable de un nombre: José Zorrilla.
Más allá del Tenorio: otras obras y ambiciones_
Cuando un autor crea un mito tan poderoso como Don Juan Tenorio, corre el riesgo de que el resto de su producción quede eclipsada. Sin embargo, en el caso de José Zorrilla, su carrera no se reduce a una sola obra: fue un escritor prolífico que dejó un repertorio de dramas, leyendas y poemas que marcaron al Romanticismo español y que nos ayudan a entender mejor su figura.
Entre 1839 y 1849, Zorrilla vivió su década de gloria teatral. Obras como El zapatero y el rey (1840-42) o Traidor, inconfeso y mártir (1849) alcanzaron una repercusión enorme y hoy son consideradas, junto al Tenorio, lo más logrado de su dramaturgia. En ellas desplegó su estilo característico: tramas cargadas de intensidad, personajes desgarrados por el honor y la pasión y un constante diálogo entre lo humano y lo sobrenatural. La crítica, que a menudo lo acusaba de efectista, tuvo que reconocer que sabía manejar con maestría el pulso dramático y la expectación escénica.
Donde quizá brilló más fue en sus leyendas y romances. Inspiradas en la tradición popular y en episodios históricos o legendarios, sus colecciones como Cantos del trovador (1840-41) tuvieron un éxito extraordinario. Eran relatos versificados, fáciles de recitar, que apelaban directamente a la emoción y que circulaban por cafés, tertulias y casas particulares. Con estas obras, Zorrilla consolidó su papel de poeta del pueblo, pues sus versos eran compartidos, repetidos y aprendidos casi como coplas.
También ensayó un tono más íntimo y lírico, precursor de lo que después serían las Rimas de Bécquer. Aunque Zorrilla nunca alcanzó la delicadeza de Gustavo Adolfo, sí exploró un camino en el que la emoción personal y la música del verso eran protagonistas, lo que muestra que su obra no fue solo espectáculo, sino también búsqueda estética.
En el fondo, Zorrilla nunca se conformó con ser “el autor del Tenorio”. Persiguió otros laureles: quiso ser dramaturgo de primera fila, poeta épico nacional y autor de referencia lírica. Y aunque la posteridad lo haya fijado sobre todo como el creador del Don Juan romántico, sus obras más allá de esa pieza muestran la amplitud de su ambición y la variedad de sus registros.
Más allá de su célebre seductor, Zorrilla fue un escritor con hambre de grandeza y un autor que buscó ocupar todos los géneros de su tiempo. Y aunque no siempre alcanzó la perfección, dejó una vasta obra que revela a un creador inconformista, ansioso de gloria y siempre fiel a lo que más amaba: el poder de la poesía.
Éxito y ruina: luces y sombras_
El meteórico ascenso de Zorrilla lo convirtió, en muy pocos años, en el dramaturgo más celebrado de España. Pero si uno sigue el hilo de su biografía, se da cuenta de que la vida del poeta romántico fue, como sus versos, un péndulo entre el aplauso y la miseria, entre la fama y la penuria. Éxito y ruina caminaron siempre de la mano en su destino.
Aclamado en Madrid, admirado en provincias, el nombre de José Zorrilla llenaba teatros y sus poemas se editaban con rapidez. Sin embargo, era un hombre tan generoso como descuidado con el dinero. No conocía la palabra “ahorrar”: regalaba sus manuscritos, cedía derechos sin contrato, firmaba compromisos que no le beneficiaban… En un tiempo en que los autores podían vivir de la taquilla si eran precavidos, él terminaba cada temporada con deudas. Los cafés y las tertulias lo idolatraban, pero los prestamistas lo acosaban.
De hecho, el destino literario de José Zorrilla tiene mucho de ironía amarga. Porque si bien creó el drama más representado de la historia de España, jamás pudo disfrutar en vida de los beneficios que este éxito debería haberle dado.
Cuando estrenó su Don Juan Tenorio en 1844, la obra no tuvo un arranque brillante. El público, acostumbrado a su repertorio de leyendas y dramas históricos, recibió la pieza con tibieza. Zorrilla, acosado por las deudas, tomó entonces una decisión que marcaría para siempre su biografía: vendió los derechos de su “Tenorio” a perpetuidad al editor Manuel Delgado por 4.200 reales de vellón. Era una suma modesta que le permitió aliviar sus apuros inmediatos, pero que se convertiría en una condena porque lo que no podía imaginar es que, pocos meses después, su drama se transformaría en un fenómeno imparable, destinado a ser la obra más representada de todos los tiempos en España.
Aquella mala decisión le pesó toda la vida. Ver cómo su creación llenaba teatros año tras año, mientras él no recibía un solo real, fue un tormento que lo persiguió como una sombra. Intentó paliar la pérdida preparando adaptaciones de la obra, entre ellas incluso una zarzuela, pero nada compensaba aquel error de juventud.
A este desengaño económico se sumó el personal. Huyendo de un matrimonio desgraciado con una viuda dieciséis años mayor que él, Zorrilla se marchó de España y comenzó una etapa errante que lo llevó por París, Londres, Cuba y México.
En tierras americanas alcanzó gran prestigio: fue nombrado director del Teatro Nacional de México y se convirtió en figura central de la vida cultural. Sin embargo, los problemas económicos lo persiguieron también allí. Su temperamento bohemio y su tendencia a vivir por encima de sus posibilidades le pasaban factura, por más que el reconocimiento no le faltase.
En su regreso a España (1866) encontró un país diferente al que había dejado: nuevas generaciones literarias pujaban, la política seguía convulsa y el romanticismo que lo había elevado empezaba a sonar a cosa del pasado. El otrora ídolo de los teatros regresaba convertido en un poeta envejecido, arrastrando una gloria pasada que el presente ya no reconocía del todo.
Pese a ello, el público lo recibió con cariño y lo consagró como figura legendaria. Auqnue su realidad íntima seguía marcada por la inestabilidad económica.
La paradoja de Zorrilla es que fue célebre pero pobre. La España oficial lo aplaudía, pero no le garantizaba sustento. Ni siquiera el hecho de haber sido, durante décadas, el autor más representado de los escenarios españoles le libró de vivir de favores y ayudas. En cierto modo, su vida encarnó a la perfección el ideal romántico: la gloria efímera, la lucha contra la incomprensión del poder, la existencia errante y precaria.
Él mismo, en sus memorias, hablaba con ironía de esa contradicción: el hombre que había conquistado la ovación popular no podía pagar la leña para calentar su casa. Como escribió un crítico de la época, Zorrilla “vivía en un palacio de aplausos, pero dormía en una buhardilla de deudas”.
El contraste entre el Zorrilla aclamado en la escena y el Zorrilla acosado por la miseria es esencial para comprender su figura. Su vida fue una obra en sí misma: una comedia de éxitos, una tragedia de penurias. Y, sin embargo, nunca dejó de escribir, nunca dejó de creer en el poder de la poesía y el teatro. Como buen romántico, eligió la intensidad frente a la comodidad, el riesgo frente a la prudencia.
Reconocimiento tardío y muerte en Madrid_
Los últimos años de José Zorrilla son quizá los más paradójicos de su vida: honores solemnes y pobreza cotidiana; coronas de laurel en los teatros y mantas raídas en casa. España tardó en reconocerle como lo que era —el último gran poeta romántico—, pero cuando lo hizo, lo encumbró como símbolo nacional.
En 1885, con casi setenta años, Zorrilla ingresó en la Real Academia Española. Ya el hecho de que su discurso de entrada estuviera escrito en verso —algo nunca visto en la institución— revela su fidelidad a la poesía hasta el final. Aquella sesión, celebrada en el paraninfo de la Universidad Central, fue un acto solemne en el que la crítica oficial lo abrazaba, aunque tarde, como parte indiscutible del canon literario.
El clímax llegó cuatro años después. En 1889, el Liceo de Granada organizó una ceremonia en la Alhambra para coronarlo como “poeta nacional”. El acto, presidido por el Duque de Rivas en nombre de la reina regente, llenó el Patio de Carlos V de un público entusiasta. Zorrilla, anciano y exhausto, respondió con un poema titulado Recuerdo del tiempo viejo, donde, entre versos resignados, reconocía que ya no tenía fuerzas, pero agradecía el cariño que aún despertaba. Aquel día se sancionó oficialmente lo que el pueblo llevaba décadas sabiendo: que José Zorrilla era el bardo patrio por excelencia.
Y, sin embargo, detrás de la pompa institucional, la realidad era dura. El hombre que había dado a España una de sus obras más representadas de todos los tiempos seguía viviendo con estrecheces. Se decía que en su casa de Madrid faltaba leña en invierno y que sobrevivía gracias a pensiones simbólicas y ayudas puntuales. La España oficial le rendía homenajes, pero no le garantizaba un sustento digno.
La situación era tan grave que incluso las Cortes españolas debatieron la manera de ayudarle. Valladolid, su ciudad natal, lo nombró Cronista Oficial; y el Gobierno llegó a concederle una pensión que, en la práctica, nunca llegó a sus manos. Era el triste reflejo de un país capaz de aplaudir a un poeta hasta el delirio, pero incapaz de garantizarle estabilidad.
En 1890, el golpe más duro: los médicos le diagnosticaron un tumor cerebral. Fue operado en Madrid y la noticia de su estado de salud despertó una oleada de solidaridad. La reina regente María Cristina se apresuró entonces a activar por fin la pensión prometida, aunque ya era tarde.
El 23 de enero de 1893, José Zorrilla fallecía en Madrid, con 75 años de edad, en una casa situada en la calle de Santa Teresa. Su entierro fue multitudinario: las calles de la capital se llenaron de madrileños que quisieron despedir al poeta que había emocionado a generaciones. Su cuerpo fue trasladado a Valladolid, donde descansa hoy como hijo ilustre de su ciudad natal.
Pocos escritores encarnan de forma tan nítida el destino romántico: ovacionado en vida, pobre en sus últimos días y convertido en mito al morir. Su figura se apagó en Madrid, la ciudad donde había triunfado y sufrido, pero la posteridad le reservó un lugar eterno en la memoria cultural de España.
Con su muerte, terminaba la vida de Zorrilla, pero comenzaba su leyenda. La de un hombre que, con versos sencillos y arrebatados, consiguió lo que muy pocos: ser memoria compartida de un pueblo.
El legado de José Zorrilla: Entre el mito y la emoción popular_
Hablar del legado de José Zorrilla es hablar de una herencia que trasciende los libros y las estatuas: es evocar la huella íntima que dejó en la sensibilidad de un país entero. Su figura no pertenece solo al pasado; sigue viva —a veces sin que lo advirtamos— en las palabras que aún recitamos, en las escenas que evocamos, en la manera en que imaginamos el amor, el honor, la culpa o la redención.
Zorrilla supo edificar una identidad cultural que bebía del relato, de la tradición oral, del rescate del pasado como espejo del presente. Con su obra tendió un puente duradero entre la memoria colectiva y la creación literaria, entre la épica popular y la emoción lírica.
Aunque su estrella se eclipsó prematuramente y durante décadas fue recordado de forma superficial o condescendiente, el tiempo ha ido devolviéndole el sitio que merece. Hoy lo reconocemos no solo como el último gran poeta del Romanticismo español, sino también como un narrador del alma popular, un tejedor de emociones compartidas y un escritor que supo vestir de belleza al suspiro.
Leer hoy a Zorrilla no es un gesto de nostalgia: es una oportunidad para redescubrir un lenguaje que aún conserva intacta su capacidad de conmover. Sus versos nos recuerdan que hubo un tiempo en que la belleza residía tanto en lo que se decía como en cómo se decía; que la poesía podía tocar el alma sin necesidad de artificios; que la emoción era, por sí sola, una forma de sabiduría.
Por eso, el legado de José Zorrilla es la certeza de que la poesía puede volverse memoria, que un verso puede vencer al olvido y que un hombre nacido en Valladolid puede llegar a lograr lo que pocos consiguieron: ser inmortal en la voz del pueblo.
Quizá, en el fondo, él ya lo sabía: que lo único que realmente importa no es cuánto posees, sino cuántos corazones laten contigo. Y los nuestros, aún hoy, siguen latiendo a su lado.
*P.D: dedicado a tod@s l@s vallisoletan@s
“Para mí es Valladolid
el jardín de mi niñez;
de mi juventud la lid,
el hogar de mi vejez”