El último romántico

Casa en la que falleció José Zorrilla en Madrid. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Casa en la que falleció José Zorrilla en Madrid. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

José Zorrilla, poeta del pueblo

¿Cómo dirías que se mide el éxito en la vida? ¿Dinero, posición, poder? La satisfacción de conseguir dedicarse a lo que uno ama y triunfar en su vocación a pesar de los sinsabores y las penurias económicas es quizá un éxito mayor, al alcance de muy pocos... entre ellos, don José Zorrilla, el último poeta romántico.

El 21 de febrero de 1817 nacía en Valladolid José Zorrilla y Moral. Su severo padre, un hombre chapado a la antigua y de ideología absolutista, había puesto todo su empeño para que su hijo estudiara la carrera de leyes, primero en Toledo y después en Valladolid, pero no lo consiguió. El joven José se inclinó antes por la lectura y la vida descuidada que por el pupitre, hasta que decidió dejar la Universidad y escapar a Madrid, dispuesto a triunfar en su vocación: la poesía. Su padre nunca le perdonaría esta desobediencia.

En la capital era un desconocido que sobrevivía realizando ilustraciones para revistas y se alojaba en una buhardilla en la Plaza de Matute. Pasaba los días leyendo en la Biblioteca Nacional para no pasar frío… esa misma institución que le proporcionó "libros, cobijo, tertulias y amigos”.

Fue allí donde, el 14 de febrero de 1837, recibió la noticia del suicidio de Mariano José de Larra. Decidido a demostrar su talento, Zorrilla escribió una poesía en honor al difunto.

Al día siguiente, durante el concurrido entierro de “Fígaro” en el cementerio de Fuencarral, el joven poeta vallisoletano, armado de valor, se adelantó entre la multitud y recitó emocionado los versos que había preparado, frente al féretro abierto del popular articulista. Así comenzaban:

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana,
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.

Los versos de aquel desconocido poeta impresionaron a los asistentes y sirvieron para introducirle en los ambientes literarios de la capital. El periódico El Porvenir le ofreció un sueldo de seiscientos reales y, El Español, la plaza del desaparecido Larra.

La carrera literaria de Zorrilla fue vertiginosa desde entonces. Siempre en verso, logró llegar al público y se convirtió en el “poeta del pueblo”. El verso era la forma más fácil de recordar los textos en una época en la que gran parte de la población no sabía leer ni escribir. Sus sonoras rimas hacían que la gente aprendiera sus obras al dedillo.

Sin embargo, sus éxitos siempre convivieron con los problemas económicos. Se dice que fue un hombre desprendido, derrochador y sin afán de lucro.

Además, era enamoradizo, nervioso, de salud quebradiza y sonámbulo, con crisis que le llevaban incluso a afeitarse y escribir versos durante el sueño. Aficionado al esoterismo, la magia y la fantasía… un romántico de libro.

Su vida desordenada y libertina le permitió alumbrar a su más célebre personaje, el seductor Don Juan Tenorio, cuyas aventuras publicó en 1844.

El poco éxito que cosechó la obra en su estreno y los apuros económicos por los que pasaba Zorrilla, llevaron al poeta a vender los derechos de su “Tenorio” a perpetuidad para su impresión y representación al editor Manuel Delgado, por la cantidad de 4.200 reales de vellón.

Zorrilla no podía imaginar el tremendo éxito que alcanzaría su drama meses después y que acabaría convirtiéndose en la obra más representada de todos los tiempos. Esta mala decisión le amargó toda la vida y, para intentar compensar la pérdida económica, llegó a realizar diferentes adaptaciones de la pieza, entre ellas una zarzuela.

Huyendo de un matrimonio desgraciado con una viuda dieciséis años mayor que él, se instaló en París, Londres, Cuba y México, donde vivió durante doce años. Allí disfrutó de la protección del emperador Maximiliano, que le nombró su poeta oficial y director del Teatro Nacional.

Al morir su esposa, volvió a España. Tenía 49 años y ya era un poeta envejecido, cuyo estilo y temática no se adaptaban a las nuevas tendencias. Las graves dificultades económicas le llevaron incluso a embarcarse en una gira para ofrecer lecturas públicas remuneradas de sus versos por las provincias de España, lo que mermó su salud. Mientras tanto, otros escritores con mayor capacidad para medrar y mejores relaciones, ocupaban cargos públicos.

Tan grave llegó a ser su situación que incluso en las Cortes se buscó la manera de ayudar al ilustre poeta. Valladolid le nombró Cronista Oficial y el Gobierno le concedió una pensión que nunca acabó de llegar.

Dos momentos endulzaron estos años amargos en la vida del poeta: su incorporación a la Real Academia Española en 1882, para cuya ceremonia de ingreso escribió el único discurso en verso de todo el siglo XIX, y su coronación como Poeta Nacional en Granada en 1889, donde recibió el homenaje de catorce mil personas. Zorrilla seguía siendo el poeta del pueblo.

El 1890 se le diagnosticó un tumor cerebral y fue operado en Madrid. La reina María Cristina se apresuró entonces a concederle la pensión prometida. Sin embargo, el tumor se reprodujo y, tras ser nuevamente operado, el poeta fallecía el 23 de enero de 1893 en Madrid, en esta casa de la Calle de Santa Teresa esquina con Hortaleza. Contaba con 76 años de edad.

Su capilla ardiente se instaló en la Real Academia Española y por ella pasaron más de 50.000 personas. Tres años después de ser inhumados en la madrileña sacramental de San Justo, sus restos fueron trasladados, respetando su deseo, al cementerio del Carmen de Valladolid, donde actualmente descansan en el Panteón de Hombres Ilustres de la ciudad.

José Zorrilla, aquel joven vallisoletano que sacrificó su vida familiar por conseguir ser reconocido como poeta y que vivió al día por sus estrecheces económicas, permanece hoy en la inmortalidad de nuestra memoria como uno de los mayores creadores de las letras españolas.

*Dedicado a todos los vallisoletanos.

José Zorrilla_imagen.jpg
Para mí es Valladolid
el jardín de mi niñez;
de mi juventud la lid,
el hogar de mi vejez
— José Zoriila


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