El Club de la Comedia
Tirso de Molina: la comedia que hizo temblar al poder
—¿Perdone… es aquí donde escriben sobre mí?
—¿Perdón?
—Sí, vengo de parte de Tirso. Mire entre los VIPS…
—¿Y usted es…?
—¿De verdad me lo pregunta? ¿Es que no reconoce al mayor seductor del Siglo de Oro? ¿No distingue este aire entre truhán y caballero? ¿No huele el perfume a impunidad?
—Ah. Don Juan. Pase. Pero no toque nada.
Y así, sin llamar y sin pedir permiso, Don Juan se nos ha colado en el blog. Como siempre. Con esa arrogancia irresistible del que se sabe personaje eterno. El más universal del teatro español. El mito que nació, o más bien fue parido a carcajadas, por un fraile madrileño con más pluma que miedo: Gabriel Téllez, alias Tirso de Molina.
Pero vayamos por partes.
Seguramente tú, lector, has vivido en algún momento esa escena mágica en la que un grupo de amigos, en mitad de una noche regular o una tarde difícil, acaba riéndose de todo y de nada. Una risa compartida que hace que, por unos minutos, todo duela un poco menos. El teatro de comedia, en el fondo, tiene mucho de eso: una trinchera luminosa desde la que resistir la tristeza, la injusticia o la rutina. Una forma de mirar el mundo con inteligencia, con malicia y con amor por la vida.
En el Siglo de Oro, cuando España se despeñaba entre guerras, bancarrotas y validos ineptos, el pueblo no podía permitirse psicoanalistas ni escapadas a la sierra. Pero sí podía ir al corral de comedias, sentarse codo con codo con nobles, criadas, pícaros y damas disfrazadas… y reír. Reír con Quevedo, con Lope, con Calderón... y con Tirso. Especialmente con Tirso, que supo hacer del humor un alivio y un arma de crítica afilada, pero también una forma de salvación. Porque si el infierno acechaba, más valía entrar en él entre aplausos.
Tirso de Molina, a pesar del hábito, fue un autor profundamente moderno: inquieto, irónico, feminista a su modo (¡sí, feminista!) y dueño de un humor que iba de lo pícaro a lo místico sin despeinarse el cogote tonsurado. Nos dio a Don Juan, sí. Pero también a “doñas” valientes que se vestían de hombres, criados con más luces que sus señores, y nobles con menos honor del que predicaban. Supo, como pocos, que la risa era un espejo, pero también un puñal.
En esta entrada vamos a recorrer su vida, su obra y su tiempo. Conoceremos al fraile que escribía comedias mientras el Conde-Duque de Olivares fruncía el ceño y la Inquisición tomaba nota. Nos asomaremos a sus textos, a sus escenarios, a sus censuras. Y, por supuesto, bajaremos al infierno de la mano de Don Juan, que se resiste a morir siglo tras siglo, obra tras obra, conquista tras conquista.
Prepárate, lector, porque hoy el blog no lo escribimos solos. Hoy, entre líneas, respira un fraile del XVII con vocación de guionista de Netflix. Y un libertino con ínfulas de influencer.
Bienvenido a la vida y obra de Tirso de Molina: la sonrisa más afilada del Siglo de Oro.
1. ¿Quién fue Tirso de Molina? — “Fraile, dramaturgo… y madrileño de pura cepa”–
No fue un noble, ni un mecenas, ni un cortesano de sangre azul. No lo educaron en salones palaciegos ni le esperaban cargos en el Consejo de Castilla. Gabriel Téllez nació en Madrid en 1579, en una casa de arriendo de las cercanías de la calle de la Merced, y fue bautizado en la parroquia de San Sebastián, donde años más tarde acabaría enterrado Lope de Vega. El destino, que a veces se permite estos detalles poéticos, quiso que el mayor rival literario de Lope naciera en su misma parroquia. Pero no nos adelantemos.
Los padres de Gabriel eran sirvientes: gente humilde, trabajadora, invisibilizada en los libros de Historia pero bien presente en los libros de cuentas. Andrés López y Juana Téllez trabajaban al servicio del señor de Molina de Herrera —y de ahí vendría, más tarde, ese pseudónimo con sabor a título nobiliario que le acompañaría hasta la eternidad: Tirso de Molina. Como quien se reinventa con nombre de guerra, de pluma o de escena.
De niño no heredó fortuna ni escudo heráldico, pero sí algo aún más poderoso: inteligencia vivaz, oído agudo y hambre de letras. Estudió en Alcalá de Henares, en una de las universidades más prestigiosas del reino, y allí —¡atención a la escena!— coincidió con un joven Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios, en plena ebullición creativa. Lope sería para él modelo, rival y referente. Como un Cristiano/Messi para un chaval que sueña con jugar en Primera División… pero marcando sonetos en lugar de goles.
Sin embargo, los recursos familiares pronto marcaron el camino: Gabriel optó por la vida religiosa, no tanto por vocación mística como por necesidad vital, una historia que se repetía en muchas familias sin patrimonio. En 1600 ingresó en el convento madrileño de la Merced—ubicado en la plaza que hoy lleva su nombre y estatua—, y un año más tarde profesó en Guadalajara como fray Gabriel Téllez. Lo que no sabían sus superiores es que, bajo la capucha del mercedario, latía un volcán teatral.
El joven fraile no era precisamente de los que se encerraban a rezar en silencio sin levantar la vista del breviario. Leía, observaba, escuchaba, escribía… y reía. Porque si hay algo que siempre acompañó a Tirso fue ese brillo cómplice, esa ironía casi franciscana, ese arte para retratar la comedia humana sin que nadie —ni el rey ni el sacristán— se librara del espejo.
Durante años vivió entre conventos y destinos diversos: Toledo, Soria, Segovia, Cuenca, Sevilla, Trujillo… y hasta cruzó el océano para ejercer como misionero y profesor de Teología en Santo Domingo, en pleno Caribe. Fue uno de los pocos escritores del Siglo de Oro que conoció América de primera mano y eso se notó más tarde en algunas de sus obras. Pero, a pesar de tanto viaje, Madrid siempre fue su patria espiritual, su ciudad amada, su escenario vital. En sus textos, aparece descrita con ironía, con ternura, con crítica y con orgullo. “Hijo de Madrid y de su coronada villa”, llegó a decir de sí mismo. Y eso, viniendo de un fraile, es casi una declaración de amor.
Pero Tirso no fue solo viajero ni predicador. Fue, ante todo, dramaturgo por vocación y por terquedad. A pesar de las advertencias, a pesar de las críticas, a pesar de la censura. Porque sí, sus comedias escocían. Su retrato ácido de la sociedad, su mirada irreverente a los nobles, su manera de poner a las mujeres en el centro del conflicto (con voz, con fuerza, con agencia)… todo eso molestaba. Molestaba mucho.
En 1625, la Junta de Reformación —una suerte de comité moralista con ínfulas de Ministerio de la Seriedad— puso el grito en el cielo. ¿Un fraile escribiendo comedias pícaras? ¿Personajes femeninos tan atrevidos? ¿Humor tan poco devoto? ¡Al destierro! Y así lo enviaron lejos de la Corte. Pero claro, enviarlo a Trujillo como comendador no era precisamente mandarlo a un gulag. Y Tirso, lejos de venirse abajo, escribió aún más. Y mejor.
Dicen que llegó a escribir cerca de 400 comedias, aunque nos han llegado unas 60. Y en todas ellas, se respira lo mismo: una mirada lúcida, una lengua afilada, una pasión por el teatro como espejo y como antídoto. Supo hacer del fraile un comediógrafo, del púlpito, una platea y, del verso, una trinchera desde la que no disparaba balas, sino verdades disfrazadas de risa.
En sus últimos años, vivió en Soria, retirado pero no rendido. Murió en 1648 en el convento de Almazán. Sin monumentos, sin fastos. Pero con un legado que sigue brillando en cada escenario que se atreve con sus textos. Porque Tirso no fue solo un escritor del Siglo de Oro: fue un fraile con alma de dramaturgo moderno. Un madrileño que hizo del teatro su calle mayor.
Y sí… también fue el creador de Don Juan. Pero esa… esa es otra escena.
2. El Madrid que conoció Tirso – “Entre la picaresca y la procesión”–
Cuando Gabriel Téllez vino al mundo, Madrid llevaba apenas dos décadas jugando a ser capital del Imperio. Felipe II había instalado aquí la Corte en 1561, y desde entonces la Villa no había parado de crecer… ni de quejarse. Porque si bien era sede del poder, también era una ciudad caótica, desbordada, contradictoria, en la que convivían nobles con mendigos, teólogos con truhanes y beatas con busconas. Todo a una calle de distancia.
Era una ciudad donde las calles se llenaban de lodo cuando llovía y de polvo cuando no. Donde las casas se apiñaban, los balcones se espiaban y los pregoneros cantaban el precio del pescado junto a los rezos del rosario. Una ciudad sin plazas duraderas ni avenidas majestuosas, pero con vida. Y qué vida. El Madrid del Siglo de Oro era el escenario perfecto para un dramaturgo como Tirso: bastaba mirar por la ventana del convento para encontrar una comedia, una tragedia… o una serie televisiva en potencia (si es que hubieran existido).
Porque Madrid no era —como pretendía la Corte— una ciudad ejemplar. Era una ciudad excesiva, que lo mismo organizaba fastos religiosos para impresionar al embajador del Sacro Imperio, que se entregaba a una revuelta popular por la prohibición de las mancebías. Las reglas estaban para saltárselas… o al menos para burlarlas con estilo.
Una capital entre la devoción y el desmadre_
En una misma semana podías ver una procesión de disciplinantes autoflagelándose por las calles de Lavapiés, una representación de Lope de Vega en el corral del Príncipe y una cuchillada por una mirada mal interpretada en la calle del Pez. El fervor religioso convivía —sin ningún pudor— con la lujuria, la superstición, el cotilleo y la carcajada.
Y en el centro de todo, como epicentro de pasiones y desahogos: el teatro.
El pueblo madrileño, harto de crisis, de impuestos, de arbitrariedades y de penurias, acudía al corral como quien acude a misa… o a una rebelión. Era el único lugar donde, por unas monedas, podía reírse de los nobles, de los curas, de los poderosos… y de sí mismo. Y todo sin que la Inquisición pudiera hacer mucho al respecto (aunque lo intentara, vaya que sí).
El teatro, en ese contexto, no era solo una forma de entretenimiento. Era una necesidad emocional, una terapia colectiva, una válvula de escape para una sociedad que vivía entre la angustia y la esperanza. Por eso los dramaturgos eran tan populares como los influencers de hoy. Se repetían sus versos, se imitaban sus personajes, se aplaudían o se abucheaban con pasión. El escenario era el lugar donde se ventilaban los pecados, las pasiones y las pequeñas venganzas.
Y ahí, entre Lope y Calderón, irrumpía Tirso. Un fraile con ojo de periodista y oído de taberna. Porque nadie como él supo retratar ese Madrid esquizofrénico y maravilloso, donde una mujer podía disfrazarse de hombre para conquistar a su amante (y salirse con la suya), donde los criados sabían más que sus señores y donde el diablo se aparecía en forma de estatua vengativa para arrastrar a un libertino al infierno. Y todo con versos. Con versos y con ritmo.
¿Y cómo era el día a día en ese Madrid?_
Pues más o menos así:
Por la mañana, misa temprana, rosario y bullicio de mercado en la Plaza Mayor. Gritos de aguadores, taberneros y carboneros, acompañados por el canto de algún ciego con guitarra y hojas volanderas de romances populares.
A mediodía, las cocinas humeaban con ollas de garbanzos y tocino, mientras los chismes se cruzaban entre balcones.
Por la tarde, si había función, las calles se vaciaban hacia los corrales. Si no, se llenaban de paseantes por el Prado Viejo, de timadores en los soportales y de damas en mantilla camino del confesionario.
Y por la noche, taberna, copla, y si había suerte… algo más. El honor se perdía y se recuperaba con la misma facilidad que una pulga.
A todo esto, el gobierno andaba más pendiente de los enredos cortesanos que de la miseria creciente. Felipe III delegaba, Felipe IV se dejaba llevar y el Conde-Duque de Olivares intentaba reformar costumbres mientras las costumbres se le reían en la cara. Y, entre decreto y decreto, las comedias seguían llenando los corrales.
Madrid, musa y escenario_
Tirso de Molina no escribió sobre Madrid desde la nostalgia o la distancia. Lo hizo desde dentro. Conocía sus calles, sus acentos, sus contradicciones. En Los cigarrales de Toledo, en La villana de Vallecas, en Los balcones de Madrid… la ciudad se cuela una y otra vez en sus obras. No como postal, sino como personaje vivo, con voz propia.
Y es que el Madrid del Siglo de Oro no es solo el decorado de sus comedias. Es su alma.
Ese Madrid de extremos, de oropel y mugre, de santos y bribones, de bailes y autos de fe… es el que formó a Tirso. Es el que alimentó su mirada crítica, su lengua mordaz, su ternura por los personajes humildes y su defensa —tan poco clerical— de las mujeres fuertes y los hombres frágiles.
En resumen: el Madrid que conoció Tirso era una tragicomedia colectiva. Y él supo escribirla como nadie. Entre la picaresca y la procesión. Entre el convento y la taberna. Entre la carcajada y el juicio final.
3. La comedia del Siglo de Oro – “Ríe el pueblo, tiembla el poder”–
En tiempos convulsos, el pueblo no pide explicaciones. Pide pan… y función.
Y si el pan escasea —como escaseaba en el Madrid del siglo XVII—, al menos que no falte la risa. Porque si algo aprendieron los madrileños del Siglo de Oro es que reír puede ser un acto de resistencia. Una carcajada en el patio del corral valía más que mil sermones y, a veces, más que una arenga militar. Mientras los Austrias se debatían entre guerras, validos y bancarrotas, el pueblo encontraba en la comedia su particular forma de escape. Y también de protesta.
¿Qué era exactamente “la comedia” en el Siglo de Oro?_
Empecemos por explicar que no era lo que hoy entendemos como "comedia" de situación o stand-up. En realidad, el término “comedia” se usaba de forma amplia y abarcaba todo tipo de obras teatrales, desde la comedia de enredo más ligera hasta tragedias revestidas de sátira y humor. Era un género mestizo, libre, híbrido, que lo mismo mezclaba a reyes con rufianes que a vírgenes mártires con mancebas del arrabal. Y todo en verso. Que eso sí: hasta la mentira más descarada, si se decía rimando, colaba mejor.
Estas comedias se organizaban en tres actos (llamados “jornadas”), y solían seguir un esquema más o menos claro:
En el primer acto, se presentaba la situación, los personajes, el conflicto.
En el segundo, se liaba la cosa: enredos, disfraces, secretos, amores imposibles, malos entendidos.
Y en el tercero, se deshacía la madeja… o se la cortaba de golpe con un giro divino, un duelo a espada o una confesión inesperada. Lo importante era que el público saliera con el alma satisfecha y el corazón entretenido.
Pero no todo era risa superficial. La comedia del Siglo de Oro era también un campo de batalla ideológico. Se hablaba del honor, de la justicia, del poder, de la Iglesia, del amor, del sexo o del dinero… siempre con una capa de picardía que permitía decir mucho sin decirlo del todo. O, dicho en términos actuales: se hacía crítica social en clave de meme barroco.
El poder del escenario_
Piénsalo: en una época en la que no existía la libertad de prensa, ni Twitter, ni viñetas satíricas, el único lugar donde se podía cuestionar a los poderosos sin acabar en un calabozo era el corral de comedias. Allí, delante de todo Madrid, los dramaturgos se atrevían a señalar los abusos del poder, las miserias de los nobles o los excesos del clero. Eso sí, envuelto todo en capas, ripios y carcajadas.
Y es que la comedia permitía reírse del mundo sin que el mundo lo notara demasiado. O sí lo notaba, pero no podía reaccionar sin quedar en evidencia. Como cuando el gracioso de turno soltaba una pulla contra los impuestos y el público —desde la cazuela hasta los balcones de los marqueses— se reía con una mezcla de alivio y complicidad. Reírse era como firmar un manifiesto, pero sin tinta.
El pueblo como protagonista y espectador_
A diferencia del teatro renacentista europeo, que se reservaba para cortesanos y nobles o se representaba en salones privados, el teatro español del Siglo de Oro era popular en el mejor sentido de la palabra. Se escribía para todos: para la criada y para el conde, para el estudiante y para el sacristán, para el sastre y para el soldado. Y todos se reconocían en sus personajes.
Porque sí: había príncipes y damas, pero también buscones, prostitutas, graciosos, lacayos, beatas, soldados heridos, alcaldes corruptos, doncellas valientes… La comedia ofrecía una galería de tipos que funcionaban como un espejo deformante y revelador de la sociedad.
Y dentro de esta galería, había un personaje que no podía faltar: el gracioso. Ese criado ingenioso que, con su lengua afilada, decía lo que nadie se atrevía a decir. El que desnudaba las hipocresías, el que rompía la solemnidad con una carcajada, el que representaba al espectador dentro del escenario. El que, con un guiño o una pulla, nos hacía cómplices.
Tirso de Molina: más allá de la risa fácil_
Y aquí es donde entra nuestro fraile dramaturgo.
Porque si Lope de Vega había estructurado el género y lo había elevado a fenómeno nacional, Tirso supo tensarlo hasta sus límites. Fue el que se atrevió a meter el dedo en la llaga con más descaro, el que dio profundidad psicológica a los personajes femeninos, el que convirtió al gracioso en voz crítica y el que no se cortó a la hora de mostrar los pecados del alma... aunque vistieran sotana.
Sus comedias estaban impregnadas de humor, sí. Pero también de ironía amarga, de observación punzante, de denuncia moral. En Don Gil de las calzas verdes, por ejemplo, convierte a una mujer en maestra del disfraz, del engaño y de la seducción, dándole más poder que a todos los hombres que la rodean. En El condenado por desconfiado, plantea un dilema teológico con aroma de thriller. Y en El burlador de Sevilla, se anticipa al castigo divino con una estatua que arrastra al libertino al infierno. Poca broma.
Y aún así, o precisamente por eso, sus obras llenaban los corrales. Porque el público no era tonto. Entendía lo que había detrás del chiste. Captaba el subtexto. Y celebraba que alguien —aunque fuera vestido de fraile— le hablara en verso, pero sin tapujos.
¿Por qué era tan necesaria la comedia?_
Porque vivir en la España del Siglo de Oro no era fácil. El país se caía a pedazos, los impuestos subían, las guerras se eternizaban y el pan escaseaba. Pero el teatro ofrecía algo que ningún decreto podía prohibir: el alivio de la risa.
Una risa que no era evasión, sino revelación. Que no era conformismo, sino catarsis. Que no distraía… iluminaba.
Y ahí, en esa trinchera del verso y la rima, estaba Tirso. Con su pluma afilada, su oído callejero y su capacidad para decir lo que no se podía decir… haciéndonos reír.
4. Un fraile incómodo – “La Junta de Reformación no se ríe”–
Hasta ahora todo suena muy divertido: un fraile dramaturgo, comedias populares, carcajadas en los corrales… pero no todos se reían.
En 1625, mientras en los corrales se ovacionaba a Don Gil de las calzas verdes y el rumor del Burlador de Sevilla ya corría de boca en boca, alguien en Palacio fruncía el ceño. Concretamente, en las salas de la Junta de Reformación de las costumbres, un grupo de hombres —más severos que santos— se reunía para discutir un asunto que, según ellos, estaba minando la moral del reino:
“Un fraile mercedario que escribe comedias profanas y de malos incentivos.”
Se referían, por supuesto, al Maestro Téllez. A nuestro Tirso. Y no les hacía ni pizca de gracia.
¿Pero qué era exactamente la Junta de Reformación?_
Una especie de comité de vigilancia moral creado por el Conde-Duque de Olivares, obsesionado con "limpiar" las costumbres del pueblo —eso sí, sin tocar los vicios de la Corte. Se trataba de controlar la vida pública: desde la longitud de las capas hasta la decencia de las obras teatrales. En resumen: querían gobernar las conciencias y, de paso, silenciar a los que decían demasiado entre risa y verso.
Y es que, aunque Tirso usaba la rima como escudo, sus comedias estaban lejos de ser inocentes. Ridiculizaba a nobles, ponía en entredicho la figura del clero, daba voz a mujeres astutas que burlaban el sistema y, por si fuera poco, inventaba personajes como Don Juan, que no era precisamente un modelo de virtud eclesiástica. La carcajada tirsiana tenía colmillos, y eso —en una España que se tambaleaba entre guerras exteriores y crisis interiores— era dinamita.
El escándalo del fraile dramaturgo_
Para la Junta, la idea de un religioso escribiendo comedias de capa, enredo y deseo, era sencillamente intolerable. Aquello era “un escándalo público”, un mal ejemplo para el vulgo, una amenaza contra el decoro… y quién sabe si hasta contra el dogma.
En marzo de 1625, se redactó el acta donde se proponía que Tirso fuera expulsado de Madrid, enviado a “uno de los monasterios más remotos de su religión” y, si reincidía, castigado con excomunión mayor latae sententiae. Así, en latín, para que sonara aún más grave. “No haga más comedias ni otro género de versos profanos”, rezaba el documento.
En otras palabras: silencio. Que no escriba, que no critique, que no entretenga y, sobre todo, que no haga reír a costa de los poderosos.
¿Destierro o promoción? La jugada inesperada_
La orden se cumplió... a medias. Tirso fue efectivamente alejado de la Corte, pero lo mandaron como comendador al convento mercedario de Trujillo, un destino que estaba lejos de ser un castigo. Con habitación propia, autoridad interna y más tiempo que nunca para escribir, el fraile incómodo convirtió su “destierro” en un retiro creativo.
Allí, en la tranquilidad extremeña, compuso una de sus etapas más fértiles. Nacieron comedias como Todo es dar en una cosa, Amazonas en las Indias o La lealtad contra la envidia —parte de su Trilogía de los Pizarro—, donde combinaba la épica de la conquista americana con una crítica muy sutil al poder y a sus abusos. Porque si algo tenía Tirso era que, aunque lo desplazaran, seguía diciendo lo que pensaba.
Y, por supuesto, también circulaban por los escenarios sus éxitos previos, como El vergonzoso en palacio, El amor médico, La celosa de sí misma o El burlador de Sevilla, que en esa época comenzaba a ganar fuerza como la obra fundacional de un nuevo mito literario: Don Juan, el hombre que burlaba a todos… menos al juicio final.
El fraile que no se calló_
La Junta había intentado silenciarlo. Pero Tirso —que conocía como nadie la hipocresía institucional— supo bordear la censura con inteligencia, astucia y talento. No era un rebelde a gritos, sino un saboteador de versos. Un infiltrado en el sistema. Un fraile que hablaba desde dentro… para ponerlo todo en duda desde fuera.
Y ojo: no lo hacía por escándalo. Lo hacía por convicción. Creía en el poder de la comedia como espejo moral, como instrumento pedagógico, como canal para “deleitar aprovechando”, como él mismo decía. Y si tenía que asumir consecuencias, las asumía. Pero no pensaba dejar de escribir.
Porque al final, como él mismo declaró:
“Tempestades y persecuciones invidiosas procuraron malograr los honestos recreos de mis ocios.”
Un verso que suena a confesión… y a desafío.
Mientras el poder intentaba censurarlo, el público lo aclamaba. Los corrales de comedias seguían llenos, los textos se copiaban y representaban, los versos se aprendían de memoria en las tabernas. Y Tirso se convertía, poco a poco, en una de las grandes voces del teatro español, junto a Lope y Calderón, pero con un sello propio: más crítico, más agudo, más humano.
Un fraile incómodo, sí. Pero imprescindible. Porque si el teatro era el espejo del alma de una nación, Tirso no se conformó con pulirlo. Lo sacudió. Lo llenó de reflejos incómodos. Y lo iluminó con una risa que no pedía permiso.
5. La obra de Tirso – “Un fraile con más pluma que miedo”–
Se dice pronto, pero no es cualquier cosa: casi 400 comedias escritas. De esas, unas 80 firmadas, unas 60 conservadas y muchas otras atribuidas, discutidas o directamente robadas a golpe de imprenta. Porque si algo provocaba la pluma de Tirso, además de carcajadas, eran envidias, censuras… y plagios.
Pero ni los tribunales, ni la moral de sacristía, ni las puñaladas literarias impidieron que el fraile de la Merced se convirtiera en uno de los grandes arquitectos del teatro español. Un dramaturgo mayúsculo que no solo dominaba el arte del verso, sino que sabía lo más difícil de todo: captar la verdad humana y convertirla en espectáculo.
Un teatro para todos los públicos (y para todos los pecados)_
Tirso no escribía para la Corte. Ni para la Iglesia. Ni siquiera para la crítica. Escribía para la calle. Para el corral. Para el pueblo. Y por eso su teatro respira vida, contradicción, deseo, miedo, risa y culpa.
Su fuerza no está solo en el qué, sino en el cómo: dominio absoluto del diálogo, manejo prodigioso del ritmo dramático, una imaginación escénica sin límites y una galería de personajes que parecen sacados de una novela coral o de una película británica de enredos… pero escrita con sonetos.
Y, por si fuera poco, se atrevió a lo que muchos no se atrevían:
Dotó de voz —y qué voz— a las mujeres.
Reivindicó a los humildes sin caer en condescendencia.
Criticó el poder con humor afilado.
Jugó con la moral sin escupirle a la fe.
Y dejó en herencia un mito que aún hoy sigue seduciendo teatros y conciencias.
Un breve paseo por su universo dramático_
Para no perdernos en los títulos, vamos a hacer algo mejor: viajar por algunos de sus escenarios, colándonos entre bastidores, como espectadores privilegiados del ingenio tirsiano:
Don Gil de las calzas verdes:
La comedia que se adelantó al feminismo… con calzas prestadas.
¿Una mujer que se disfraza de hombre para recuperar a su amado, engañar a todos y salir ganando? Eso no era nada común en 1615. Pero Tirso lo escribió. Y no solo lo escribió: lo bordó.
Doña Juana, disfrazada de Don Gil, es una de las heroínas más fascinantes del teatro barroco. Astuta, libre, decidida, juega con los hombres como quien reparte cartas marcadas. Y el público, claro, la adora.
Una comedia de enredo, sí. Pero también una lección de inteligencia dramática y de mirada empática hacia la mujer. Y todo sin moralinas ni castigos finales.
Tirso: 1 – Patriarcado: 0
El vergonzoso en palacio:
Cuando el honor y el deseo se cruzan en la antesala del poder.
Aquí el protagonista es un hombre de origen humilde que se enamora de una dama noble. Pero ojo: ella también le corresponde y no se anda con rodeos. Los dos ocultan, fingen, avanzan… y el enredo crece hasta estallar.
Una reflexión elegante sobre la apariencia, la ambición y las clases sociales. Y también una prueba más de que Tirso nunca fue amigo de los finales cómodos ni de las etiquetas fáciles.
¿Qué es más vergonzoso? ¿Desear o disimular el deseo?
La celosa de sí misma:
La locura del amor… llevada al extremo (y al diván).
Una mujer tan celosa que se espía a sí misma. Literalmente. Se hace pasar por otra para probar su fidelidad. Lo que empieza como comedia de enredo deriva hacia una auténtica radiografía del delirio amoroso.
Aquí, Tirso roza el esperpento psicológico… y acierta. Nos presenta una protagonista tan absurda como real, tan exagerada como reconocible. Porque ¿quién no ha sido alguna vez su peor enemigo?
Spoiler: no hay antídoto contra los celos, ni siquiera disfrazarse de uno mismo.
Los cigarrales de Toledo:
Una colección de relatos misceláneos entre lo culto, lo popular y lo desvergonzado.
Más que una comedia es un libro de cuentos dramáticos, escenas breves, poemas y reflexiones, con un tono festivo y de retiro literario. Ambientado en los famosos “cigarrales” (casas de recreo toledanas), es una oda a la amistad, al ocio bien aprovechado y al arte de narrar.
El prólogo es oro puro: Tirso se presenta como madrileño, hijo de la Villa, amante del teatro… y del ingenio.
Una especie de “Black Mirror” barroco, pero con vino de la tierra y guitarra al fondo.
El condenado por desconfiado:
Un thriller teológico a lo barroco.
Un campesino piadoso, Paulo, que vive obsesionado con su salvación, y un bandolero maldito, Enrico, condenado por sus crímenes. La gran pregunta: ¿Quién se salva al final?
Tirso le da la vuelta al dogma de la predestinación y plantea un dilema moral brutal: ¿se condena quien vive con miedo a pecar? ¿Se salva quien se arrepiente en el último segundo?
Obra honda, sombría, filosófica… pero sin perder el pulso dramático. Una joya.
Si crees que sabes cómo acaba, probablemente te equivoques.
El burlador de Sevilla:
Don Juan, capítulo I: el canalla original.
De esta obra hablaremos en detalle a continuación, porque lo merece. Pero aquí basta con decir que Tirso creó un personaje arquetípico, universal, replicado hasta el infinito: el seductor amoral, el cínico encantador, el que vive como si nunca fuera a rendir cuentas… y al final las rinde todas.
El burlador de Sevilla es mucho más que una comedia. Es una tragedia vestida de fiesta, una sátira envuelta en galanteo, una advertencia con capa y espada.
“Tan largo me lo fiáis”... pero al final llega la factura.
6. El burlador de Sevilla – “Aquí empieza el mito”–
—¿Tan largo me lo fiáis?
Esa pregunta, lanzada al aire por un noble descarado, seductor en serie y experto en escapismo moral, no era solo una frase. Era un aviso. Un resumen de vida. Una filosofía. Y también, sin saberlo, el inicio de uno de los mitos literarios más universales jamás escritos.
Porque si hoy todo el mundo conoce a Don Juan, si ha cruzado siglos, idiomas y continentes, si ha pasado del teatro a la ópera, del verso al cine, de Mozart a Zorrilla y de Francisco Rabal a Johnny Depp… es porque aquel fraile madrileño, Gabriel Téllez, Tirso de Molina, lo inventó.
¿Qué es El burlador de Sevilla?_
Una comedia, sí. Pero también una tragedia, una farsa moral, una crítica social, una meditación teológica, una historia de terror… y una bomba dramática de relojería.
Tirso la escribió hacia 1616–1620, y nadie había visto nada igual hasta entonces. El protagonista era un noble joven, apuesto, cínico, amoral, brillante en palabra y temerario en obra, que recorría Europa acumulando seducciones, mentiras y huellas de barro en la conciencia, sin que nada ni nadie pudiera detenerlo. Ni el rey. Ni Dios. Ni el sentido común.
Hasta que una estatua se levantó de su tumba… y le pidió cuentas.
“¡Sí, soy yo! ¡El convidado de piedra! El que no traga bromas. El que no acepta desplantes. Y tú, Don Juan, hoy cenas conmigo.
—¿Con vino?
—Con juicio.”
Así nace la leyenda del burlador que fue burlado. Y así Tirso inventa un arquetipo universal: el hombre que desafía todas las normas, pero no puede escapar de la última —la de la muerte.
Porque puedes mentir, fingir, seducir, huir, disfrazarte, negar… pero al final, la parca no olvida.
Pero… ¿Quién es Don Juan?_
¿Qué quien es? Preguntémosle a él:
—¿Yo? Soy el deseo sin freno. La lengua afilada. El galán que no cree en el “mañana te llamo”. Soy la sombra en el callejón y el perfume tras la misa. Soy… tú, si nadie te viera. Y por eso me adoras.
Don Juan Tenorio, en esta versión tirsiana original, no es aún el romántico arrepentido que vendría después con José de Zorrilla. No. El de Tirso es otra cosa. Más cruel. Más descarado. Más inquietante. Es un espejo deformado de los poderosos que usan su posición para burlar leyes y personas (¿os suena a actual?).
Es el noble que se esconde tras la capa de la impunidad. Es el hijo díscolo del privilegio. Es, en cierto modo, la suma de los vicios de su época… y de la nuestra.
Tirso lo construye con precisión quirúrgica. No lo condena de entrada: lo muestra en acción. Lo deja hablar, actuar, seducir, mentir, escapar… Y cuando el lector/espectador casi se rinde a su encanto, ¡zas!: le cae el mármol encima.
—¿Y quién dijo que el infierno no tenía encanto?
El teatro como juicio final_
El burlador de Sevilla no es solo una historia de enredos y galanteo. Es, ante todo, una comedia moral. Una lección escénica. Un juicio a cielo abierto.
Tirso no se conforma con retratar a Don Juan: lo condena en escena. Y lo hace como nunca antes se había hecho en el teatro europeo: con intervención sobrenatural. Una estatua que camina. Una cena espectral. Un alma arrastrada a los infiernos sin redención posible. Ni Lope se atrevió a tanto. Ni Shakespeare lo imaginó así.
El final es claro. La última palabra no la tiene el burlador. La tiene el juez eterno.
“Esta es la justicia de Dios. Quien tal hace, que tal pague”
Y el público… aplaude. Aplaude a rabiar. Porque por fin alguien —aunque sea de mármol— pone orden donde los hombres no lo hacen.
Don Juan ha sido muchas cosas: héroe, villano, libertino, mártir, símbolo del exceso, del deseo, de la rebeldía… Pero su versión más cruda, más real y más punzante, sigue siendo la de Tirso. Porque es la más honesta. La más desnuda. La más implacable.
El Don Juan de Tirso no se disculpa. No se arrepiente. No llora por amor. Muere como vivió: de cara al abismo, sonriendo con cinismo.
Y precisamente por eso, su historia sigue interpelándonos. Porque todos —en algún momento— hemos querido ser Don Juan. Y todos —en algún momento— tememos convertirnos en él.
Un antes y un después_
Con El burlador de Sevilla, Tirso no solo creó una obra maestra. Cambió el rumbo del teatro universal. Creó un mito. Y con él, inventó una forma de mirar el deseo, el poder y la impunidad. Un mito que ha inspirado a autores como:
Molière (Dom Juan ou le Festin de pierre)
Mozart (Don Giovanni)
Zorrilla (Don Juan Tenorio)
Lord Byron (Don Juan)
José Saramago (Don Giovanni o el disoluto absuelto)
Y cientos de directores, compositores y guionistas que siguen reinventándolo hasta hoy.
Todo eso… empezó aquí. Con un fraile madrileño, una pluma sin miedo y una idea brillante: "Si la justicia humana no alcanza… que hable la venganza divina.”
7. El legado de Tirso – “¿Por qué lo necesitamos hoy?”–
La historia de Tirso de Molina no es solo la de un escritor del Siglo de Oro. Es la de un hereje del ingenio, un francotirador con hábito, que conocía las reglas del teatro, de la Iglesia y del poder… y eligió dinamitarlas con versos. Un fraile que se atrevió a reír donde otros solo callaban. Y eso —entonces, ahora, siempre— es un gesto de insólito coraje. Un acto casi suicida. Pero profundamente necesario.
Porque, aunque vivamos entre algoritmos y pantallas, seguimos atrapados en las mismas preguntas que chispeaban en sus comedias como espadas afiladas:
¿Quién nos gobierna realmente? ¿A quién aplaudimos sin pensar? ¿A quién le celebramos las gracias… aunque en el fondo no tengan ninguna? ¿A quién le regalamos impunidad solo porque luce impecable, habla con destreza o tuitea con ingenio? ¿Puede el poder —ayer, hoy— seguir burlándose sin pagar precio alguno?
Tirso creó a Don Juan no solo como seductor de mujeres, sino como un seductor del sistema. Un encantador de serpientes que juega con las normas, que desafía el deber, que transgrede con sonrisa de mármol. Y lo hizo sin aspavientos, sin sermones: con el filo sutil de la ironía, con el pulso de un dramaturgo lúcido y el alma de un poeta con conciencia.
Se atrevió a ponerle nariz a la hipocresía. A reírse de lo sagrado sin perder el respeto por lo profundo. A crear arte donde muchos solo veían peligro. Y lo hizo en un tiempo donde reírse de lo serio no solo era mal visto: era delito. Era castigo. Era destierro.
Hoy, cuando las máscaras abundan más que los rostros… ¿Tendríamos el valor de hacer lo mismo? ¿De reírnos —con arte, con verdad— del nuevo poder, del nuevo dogma, del nuevo Don Juan?
“Aumenta la soberbia el buen vestido”