Las palabras olvidadas
María Moliner: palabra por palabra
Nadie la vio empezar.
Al acabar, no hubo brindis, ni aplausos, ni promesas de una editorial.
Tampoco tuvo un despacho propio ni subvenciones públicas… tan sólo una mesa en el salón, entre tazas de café y juguetes de niños; un puñado de fichas y un lápiz afilado.
Y, por encima de todo, una mujer decidida a poner orden al caos de las palabras. A darles casa, contexto, compañía. A tenderles la mano para que se entendieran entre ellas… y pudiéramos entendernos entre nosotros.
Así, sin más ruido que el de una máquina de escribir portátil y el susurro del pensamiento articulado, nuestra protagonista comenzó por la A su grandiosa labor.
¿Quién era esa mujer menuda que, sentada cada tarde junto a una ventana cualquiera, decidió construir el que muchos consideran el diccionario más útil, humano y completo de la lengua española?
¿Cómo se explica que, en una época donde el saber estaba vedado a las mujeres y la cultura secuestrada por un régimen autoritario, una bibliotecaria sin recursos, sin tiempo y sin voz pública, lograse una hazaña que no han igualado generaciones de académicos?
¿Cómo se entiende que alguien se encierre voluntariamente durante quince años a clasificar palabras… sin más recompensa que su propio convencimiento de que valía la pena?
María Moliner no solo escribió un diccionario. Lo construyó a mano, a contratiempo, a contracorriente y a contraluz.
Lo hizo en el Madrid silencioso de la posguerra, mientras cuidaba de su marido enfermo, atendía a sus hijos y cumplía, sin brillo ni reconocimientos, sus tareas en una biblioteca olvidada.
Lo hizo en un país que la relegó, que la depuró, que la marginó por no haber abrazado al bando de los vencedores.
En un mundo que no concebía que una mujer pudiera ser autoridad en algo que no fuese la maternidad o la costura. Y sin embargo, ahí estaba ella, cosiendo definiciones con paciencia, precisión y ternura.
Escribir fue para ella la manera de no rendirse. Porque eso fue, también, el Diccionario de uso del español: un acto de resistencia civil, una afirmación de libertad en medio del silencio impuesto.
María no levantó la voz, pero dejó escrita cada sílaba de su pensamiento.
Hoy Madrid, la ciudad que fue testigo silencioso de su gesta, comienza a hacer justicia a su memoria. No solo por lo que hizo, sino por cómo lo hizo. Por lo que representa.
Porque hay obras que no solo enriquecen una lengua, sino que dignifican a quienes la hablan.
Y hay vidas que no solo deben contarse, sino agradecerse.
Recordar su figura a través de estas líneas es el reflejo de nuestra gratitud por enseñarnos a llegar a la Z, sin perdernos en el camino.
INFANCIA TRUNCADA: DE PANIZA A MADRID… Y VUELTA A EMPEZAR_
Nació en Paniza, un pequeño pueblo zaragozano con sabor a viento, viñas y silencio. Allí, el 30 de marzo de 1900, llegó al mundo María Juana Moliner Ruiz, tercera de los siete hijos de una familia con aspiraciones ilustradas y dramas demasiado humanos. De aquellos siete, solo sobrevivieron tres. Una estadística cruel, pero habitual en una España que aún vivía entre el polvo de las veredas y el miedo a la fiebre.
Su padre, Enrique Moliner, era médico ginecólogo; su madre, Matilde Ruiz, una mujer discreta y resiliente, condenada a rehacer su vida una y otra vez sin más brújula que sus hijos.
La familia se trasladó a Madrid cuando María tenía solo cuatro años, buscando un futuro más prometedor que el que podía ofrecerle la vieja provincia. En la capital, la pequeña María respiró por primera vez el aire de los libros, la escuela y la libertad de pensamiento. Y no en cualquier sitio: la Institución Libre de Enseñanza, aquella rareza pedagógica, la recibió como una semilla entre manos pacientes.
Allí aprendió a pensar por sí misma, a leer entre líneas y a no conformarse.
Fue entonces cuando la cultura empezó a colarse en su vida como un lenguaje secreto que solo ella parecía entender. María, excepcionalmente observadora, encontró en las palabras un refugio, pero también una herramienta. Mientras otras niñas bordaban o jugaban a las casitas, ella tomaba apuntes mentales y afinaba el oído a las sutilezas del lenguaje. Porque sabía que un día, eso le haría falta.
Pero la historia, como sabemos, rara vez permite trayectorias rectas…
En 1914, cuando apenas tenía catorce años, su padre —como si fuera uno de esos verbos irregulares que descolocan toda una frase— desapareció. Se embarcó hacia Argentina y ya no regresó.
Ni carta, ni excusa, ni adiós. Solo una familia a medio formar y una esposa desamparada con tres hijos a cuestas. Un abandono que fue económico, sí, pero también emocional, y que María sufriría como una herida muda el resto de su vida.
La familia se vio obligada a regresar a Zaragoza. De la efervescencia madrileña a la rutina silenciosa de la provincia, de los sueños académicos al día a día de la supervivencia. Fue el fin de la infancia y el comienzo de la urgencia.
María, casi una adolescente, empezó a dar clases particulares. El objetivo ya no era aprender por gusto, sino pagar matrículas, ayudar a su madre y sacar adelante a sus hermanos. Así, sin apenas darse cuenta, empezó a escribir su biografía en tiempo de sacrificio.
En paralelo a su adolescencia interrumpida, no dejó de estudiar. Lo hacía por libre, entre horarios imposibles, noches de repaso y exigentes exámenes.
Aun así, se convirtió en una alumna brillante. Dejó atrás los cuadernos escolares para lanzarse de lleno al mundo universitario, algo que entonces era casi insólito para una mujer. La universidad era territorio masculino y entrar en él exigía más que talento: requería determinación, coraje y numerosas renuncias. Ella las asumió todas.
Tras conquistar su licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza con matrícula de honor y obtener el Premio Extraordinario de Licenciatura, llegaron las primeras experiencias profesionales. Gracias a un tío materno, comenzó a trabajar en la Diputación Provincial, participando en la elaboración de un mapa toponímico de Aragón. Era su primer contacto con las fichas, esos pequeños fragmentos de orden con los que, años después, llenaría cientos de cajas de zapatos como parte de su destino.
También colaboró con el Instituto de Filología de Aragón y revisó el Diccionario de la Lengua Castellana para una nueva edición académica. ¿Casualidades? No. Era el germen claro de una vocación que aún no sabía nombrarse, pero que ya comenzaba a florecer. María no coleccionaba palabras. Las cuidaba. Las afinaba. Las trataba con ese respeto que solo tienen los verdaderos amantes de la lengua.
Como vemos, nada en la vida de María Moliner fue fácil, pero todo fue fértil:
De aquel padre ausente aprendió el valor de la autosuficiencia.
De las clases particulares, la pedagogía que luego llevaría a las aldeas.
De sus estudios solitarios, la disciplina que transformaría su casa en una trinchera lexicográfica.
Y de cada pérdida, cada obstáculo, cada limitación, una idea fundamental que marcaría su vida:
“El conocimiento no es un privilegio. Es un derecho. Y debe estar al alcance de todos. Especialmente de quienes no lo han tenido nunca.”
JUVENTUD, VOCACIÓN Y PRIMERAS PALABRAS_
El camino hacia la madurez de María Moliner no fue una travesía adolescente al uso. Para entonces, ella ya no era una muchacha que soñaba con cambiar el mundo… era una joven mujer que lo intentaba todos los días.
En 1922, con apenas 22 años, logró una de las mayores hazañas para una mujer de su época: una plaza por oposición en el Cuerpo Facultativo de Archivos, Bibliotecas y Arqueología. Lo hizo con el número siete de la promoción, en un momento en que ser mujer y funcionaria en España era una excepción dentro de la excepcionalidad. Fue la sexta mujer en acceder a este cuerpo desde su fundación en 1858 y la más joven hasta entonces.
Su primer destino fue el Archivo General de Simancas, en un castillo de niebla perpetua y silencio polvoriento, rodeada de legajos, humedad y monotonía. No era la biblioteca que soñaba ni el destino que anhelaba. Pero allí también aprendió: el rigor de los fondos documentales, la sistematización y el valor de lo no dicho entre papeles antiguos.
No sería la última vez que María convertiría un lugar ajeno en escuela propia.
En Simancas vivió con su madre en una casa sin agua corriente, cargando cántaros desde la fuente y soportando un clima que calaba no sólo los huesos, también los ánimos. Pese a todo, siguió solicitando su traslado a Madrid para poder doctorarse, sin éxito. La primera gran frustración de su carrera académica.
Pero ella no era de las que esperan sentadas.
En 1923 aceptó un nuevo destino: el Archivo de Hacienda de Murcia. Aunque seguía sin ser una biblioteca, al menos le ofrecía un clima más amable, la cercanía de su hermano Enrique y, sin saberlo aún, un encuentro decisivo. Porque en Murcia, entre legajos fiscales y papeles administrativos, conoció a Fernando Ramón y Ferrando.
Él era catedrático de Física en la universidad, nueve años mayor, culto, sobrio, austero. Había estudiado en Alemania y era uno de los introductores de la teoría de la relatividad en España. Un hombre discreto, reflexivo, entregado a la docencia y a las ideas regeneracionistas.
A María le atrajo, quizá, su forma de mirar el mundo sin levantar la voz. Por eso, se entendieron desde el principio.
Se casaron en 1925 con una ceremonia sencilla y pocos invitados, en Sagunto. El amor, para ella, no era un acto de fuegos artificiales, sino un pacto silencioso entre iguales. Y Fernando sería, durante décadas, su compañero, su cómplice y su respaldo.
En paralelo, María no dejó de expandirse. En 1924 fue nombrada profesora ayudante en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia, convirtiéndose en la primera mujer que pisaba como docente aquel centro.
La vocación académica seguía latiendo en ella, aunque la vida ya empezaba a exigirle otra clase de entrega.
Como muchas mujeres de su tiempo, la maternidad le llegó pronto, sin opción de planificación. En 1926 nació su primera hija, que murió a los pocos días. Una herida silenciosa de la que apenas hablaba. La sombra de ese dolor quedó en un rincón de su biografía, como si no hubiera querido permitirle espacio en su discurso… aunque sus ojos lo conservaron siempre.
Después llegaron Enrique (1927), Fernando (1929), Carmen (1931) y Pedro (1933). Cuatro hijos criados con amor y firmeza. María fue madre sin dejar de ser bibliotecaria, ni intelectual, ni mujer. Lo hizo todo… y lo hizo bien. Aunque el precio fue, muchas veces, el cansancio acumulado de quien siempre está en segundo plano.
En 1930, con el traslado de Fernando a la Universidad de Valencia como catedrático, la familia se mudó a la capital del Turia. Ella solicitó entonces la vacante en el Archivo de la Delegación de Hacienda de Valencia, empezando a compaginar su trabajo con las clases en la innovadora Escuela Cossío, vinculada a la Institución Libre de Enseñanza. Allí impartía gramática y literatura.
En ese cruce de educación progresista, pedagogía, maternidad activa y compromiso cultural, María encontró algo que sería crucial: las Misiones Pedagógicas. Un proyecto republicano que casaba a la perfección con su convicción de llevar cultura a los rincones más olvidados del país.
Y es que María siempre huyó del foco y prefirió los márgenes… aquellos desde donde, paradójicamente, supo construir lo esencial.
UNA BIBLIOTECARIA CON MISIÓN: LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LAS MISIONES PEDAGÓGICAS_
Hubo un momento en la historia de España en que la cultura salió de las aulas y de los salones ilustrados para echarse al monte. Un momento breve, pero luminoso, en que los libros hicieron las maletas, se subieron a mulas, camiones o bicicletas y emprendieron camino hacia donde nunca antes habían sido esperados.
Fue la época en la que la palabra dejó de ser un privilegio para convertirse en una promesa de igualdad. Y justo ahí, en ese cruce de caminos, estuvo María Moliner.
La Segunda República había traído muchas cosas nuevas. Para algunos, un soplo de modernidad. Para otros, una amenaza. Para María, una oportunidad moral: por fin se hablaba de cultura como un derecho colectivo y no como un adorno de élites.
En Valencia, donde vivía con su marido y sus hijos, su labor como funcionaria se cruzó con una vocación más grande que su empleo: la alfabetización del país. O, como ella lo entendía, la democratización de la lectura.
Fue nombrada vicepresidenta del Patronato de Misiones Pedagógicas en la provincia, un proyecto tan ambicioso como quijotesco que pretendía llevar teatro, música, arte y —sobre todo— libros, a los pueblos más olvidados de España.
A aquellos que no tenían nada. Ni biblioteca, ni escuela digna, ni esperanza, y a los que, sin embargo, se acercaban maestros, bibliotecarios y voluntarios con cajas repletas de palabras.
María no fue una burócrata de despacho. Fue una bibliotecaria de campo.
Se montaba en coches de alquiler o trenes locales y recorría pueblos polvorientos, caminos de tierra y casas sin luz eléctrica. Entraba a escuelas humildes, hablaba con los maestros —muchas veces mujeres también— y con los niños. Escuchaba más que ordenaba. Y cuando se sentaba con los alcaldes o con los vecinos, no hablaba de teoría ni de estadísticas… hablaba de libros, de hijos y de futuro.
Entregaba cajas con cien ejemplares cuidadosamente seleccionados: 50 libros para adultos y 50 para niños. Clásicos de aventuras, cuentos, manuales de agricultura, poemarios, novelas... lo que cupiera en una caja.
Pero este gesto no era solo una entrega. Era una pedagogía del entusiasmo.
María les enseñaba cómo organizar la biblioteca, cómo hacer préstamos, cómo registrar ejemplares. A veces incluso les leía en voz alta fragmentos de las obras, para despertar el deseo de lectura.
En otros pueblos organizaba sesiones públicas con cine, música o chocolatadas improvisadas.
En Pinet, las mujeres del pueblo la recibieron de pie mientras trenzaban palma para hacer cestos. En Salem, niños y ancianos se agolparon alrededor de la caja como si fuera una piñata. En Alfarrasí, el alcalde tuvo que intervenir para que todo el pueblo pudiera escuchar la explicación de “la señora de los libros”.
Ella veía más allá del polvo del camino. Entendía que el acceso a la cultura no era solo una cuestión de números, sino de dignidad. Que un niño de la España rural debía poder leer a Cervantes, a Dumas o a Galdós no por caridad, sino por justicia social. O que una mujer analfabeta en un pueblo perdido no era una cifra en un informe, sino una ciudadana con derecho a entender el mundo.
Por eso no le bastaba con dejar los libros y marcharse. Creó redes bibliotecarias, envió cuestionarios, recopiló datos, levantó un plan integral para reorganizar el sistema bibliotecario desde abajo, con bibliotecas centrales, comarcales, rurales, mixtas y escolares, coordinadas entre sí.
Su proyecto era tan moderno que, de haberse aplicado, hubiera adelantado en décadas la alfabetización real del país. Pero la historia —esa que tantas veces tropieza consigo misma— tenía otros planes.
Todo esto lo hizo mientras seguía trabajando en el Archivo de Hacienda, cuidando a sus cuatro hijos, manteniendo una vida familiar que nunca fue excusa ni coartada. No se quejaba. Solo se entregaba.
En 1935 presentó sus propuestas en el II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía, celebrado en Madrid y Barcelona. Su ponencia, Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España, fue recibida con respeto, aunque su nombre no saldría en los titulares.
María no se movía bien en el autobombo. Le incomodaba. Lo suyo era el trabajo, no el reconocimiento. Y sin embargo, con cada intervención, con cada visita, con cada ficha y cada libro entregado, iba dejando su huella imborrable en la historia silenciosa del país.
Hoy resulta casi imposible imaginar lo que significaba llevar una biblioteca a un pueblo en los años treinta del siglo pasado. No era solo abrir una puerta a la lectura. Era quebrar siglos de aislamiento, ignorancia impuesta y resignación heredada.
Y María lo sabía. Por eso insistía:
“No será buen bibliotecario quien no crea en la capacidad de mejoramiento espiritual de su pueblo”.
No lo decía como una consigna vacía.
Lo decía porque lo había visto. Porque había sido testigo del brillo en los ojos de un niño que encontraba su primer libro. De una madre que pedía llevarse un cuento para leerle a su hija al acostarla. De un jornalero que devolvía un ejemplar de aventuras con la promesa de devolver también, algún día, lo que había recibido gratis: una historia que le hizo volar.
Aquella bibliotecaria no llevaba uniforme, ni galones, ni discursos memorables. Llevaba zapatos cómodos, una voz clara y una convicción profunda de que la cultura salva… no de golpe, pero sí palabra a palabra.
GUERRA CIVIL: LIBROS FRENTE A LAS BOMBAS_
El 18 de julio de 1936, el golpe de Estado sacudió España como un temblor que lo partió todo: las calles, las casas, los afectos… y también los libros.
La cultura, como tantas otras cosas, se convirtió en trinchera, consigna y campo de batalla.
Mientras los frentes se organizaban con fusiles, María Moliner seguía confiando en la fuerza silenciosa de las palabras. Y lo hizo, como siempre, sin grandes discursos, sin uniformes ni arengas. Pero con una claridad de propósito asombrosa.
Cuando estalló la guerra, María y su familia estaban de vacaciones en Manzanera (Teruel). Volvieron enseguida a Valencia, ciudad que, tras la caída de Madrid en manos sublevadas, se convertiría en capital de la República. Allí, en plena convulsión, le llegó un encargo crucial: gestionar la Biblioteca Universitaria de Valencia.
Era una misión compleja. La biblioteca albergaba no solo los fondos generales de la universidad, sino también los archivos y bibliotecas de las facultades de Derecho, Medicina, Ciencias y Filosofía y Letras. Y, además, estaba en el epicentro del nuevo gobierno.
Mientras los tanques avanzaban, María organizó, protegió y sostuvo una de las estructuras bibliotecarias más importantes del país.
Y eso no fue todo.
Aquel periodo bélico no detuvo su impulso por democratizar el acceso al saber. Muy al contrario. Desde el Ministerio de Instrucción Pública, que se instaló en la universidad valenciana, comenzó a asumir nuevas responsabilidades de coordinación bibliotecaria a nivel nacional.
Porque sí, incluso en plena Guerra Civil, se creaban bibliotecas.
Se organizaban préstamos. Se enviaban lotes de libros a hospitales de sangre, batallones, colonias infantiles, pueblos evacuados… Y detrás de muchas de esas decisiones, detrás del reparto de libros y de la organización de los catálogos, estaba ella.
María redactó el Reglamento para el funcionamiento de las bibliotecas populares en zona republicana, clasificándolas en tres tipos:
Escolares (gestionadas por maestros)
Mixtas (impulsadas por docentes y vecinos),
Y rurales (propuestas directamente por ciudadanos con aval del alcalde y el consejo local).
Era una arquitectura del conocimiento en plena tormenta. Una red pensada para sobrevivir al caos. Un sistema logístico de palabras frente al ruido de la pólvora.
En 1937 María publicó el documento más hermoso, generoso y conmovedor de toda su carrera pública: Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas. Un manual dirigido a bibliotecarios no profesionales, donde les explicaba con ternura y precisión cómo mantener viva una biblioteca en contextos adversos.
No hablaba de estanterías. Hablaba de esperanza.
No hablaba de préstamos. Hablaba de emancipación.
A esos bibliotecarios improvisados —vecinos, maestros, mujeres con hijos, soldados heridos, funcionarios locales— les decía:
“Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren… cómo responden: “¡Eso es lo que nos hace falta: cultura!”.”
María no sólo se limitó a escribir reglamentos. Coordinó directamente el envío de libros a zonas rurales, visitó instituciones, diseñó catálogos y, sobre todo, defendió el derecho a leer incluso cuando las bombas hacían temblar las ventanas.
En Madrid, por ejemplo, muchas bibliotecas públicas cerraron sus salas, pero mantuvieron el servicio de préstamo.
Cuando la artillería franquista arrasó Cuatro Caminos o La Latina, los libros se trasladaban a barrios más seguros y se seguían prestando desde colegios, mercados o parroquias.
Las bibliotecas se convirtieron en refugios alternativos, en lugares donde la población civil podía, por un rato, olvidar el estruendo de los partes de guerra y sumergirse en la lectura de Quevedo o Julio Verne.
En Valencia, ella misma supervisó la protección de los fondos universitarios, organizando el traslado de volúmenes valiosos para evitar su destrucción.
Su compromiso no era simbólico. Era físico, operativo y urgente. Y todo eso, sin dejar de atender a su familia.
Cada día, mujer y bibliotecaria se fundían en una sola figura, que apenas descansaba, apenas se permitía un respiro.
Había una guerra afuera. Pero también una lucha interior: la de sostener la cultura en pie cuando todo parecía derrumbarse… y sin embargo, no se rindió.
Aunque sabía que aquel proyecto moderno de bibliotecas públicas —gestado desde las Misiones Pedagógicas y perfeccionado en la guerra— tenía los días contados, siguió escribiendo informes, planificando redes, enviando cajas de libros y animando a los bibliotecarios.
Era consciente de que, quizás, nunca se aplicarían del todo sus propuestas. Pero también sabía que, en medio de la barbarie, la lectura podía ser el único gesto de humanidad que le quedaba a mucha gente.
Años más tarde, cuando todo esto ya era apenas un eco enterrado bajo la censura y el miedo, ella no habló de sí misma. No presumió ni buscó protagonismo.
La mayoría de las publicaciones oficiales ni siquiera recogieron su nombre como autora del plan bibliotecario de la República. Pero ella sabía lo que había hecho.
Y eso bastaba.
Porque en plena guerra, mientras unos escribían listas negras, ella escribía listas de libros para enviar a los frentes.
Mientras otros bombardeaban teatros, ella organizaba lecturas colectivas en hospitales.
Mientras había quien firmaba sentencias, ella firmaba registros de préstamo.
María Moliner demostró, en aquellos años oscuros, que defender la cultura no es un acto pasivo. Es un compromiso activo. Y a veces, heroico.
Y no lo hizo desde una tribuna. Lo hizo desde una biblioteca.
No con gritos. Con palabras.
POSGUERRA Y DEPURACIÓN: EL PRECIO DE HABER DEFENDIDO LOS LIBROS_
La guerra terminó. Pero la paz no llegó.
En 1939, tras la victoria franquista, España se convirtió en un país en ruinas físicas, pero sobre todo morales.
La devastación no solo alcanzó las ciudades, las familias o las economías. También se cebó con la inteligencia, la cultura y la memoria.
Y entre los muchos nombres silenciados, humillados o borrados, estuvo el de María Moliner.
Ella, que había sido piedra angular del proyecto bibliotecario de la República, no fue juzgada en un tribunal militar. No fue condenada a prisión. Ni siquiera fue expulsada del cuerpo de funcionarios.
Pero sí fue depurada. Y con saña.
Porque la posguerra no castigaba solo a quienes habían alzado el puño o empuñado un arma, sino también —y quizá más aún— a quienes habían alzado libros, quienes habían enseñado a leer y quienes habían pensado por cuenta propia.
María y su marido Fernando, también comprometido con los valores republicanos, decidieron quedarse en España.
Lo fácil —lo cómodo— habría sido marcharse al exilio. Pero eligieron resistir, con dignidad, en un país donde ya no cabían… y el castigo no tardó.
Fernando fue apartado de su cátedra.
María, degradada sin contemplaciones: perdió dieciocho puestos en el escalafón y fue destinada a un nuevo puesto en Madrid, alejado de la vida cultural y de cualquier posibilidad de influencia.
Su nuevo destino: la biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Un lugar modesto, funcional, discreto. Una esquina sin ventanas en la gran maquinaria del franquismo.
Podría parecer solo un traslado. Pero era algo más. Era una condena sin barrotes. Un castigo sin nombre, pero con consecuencias.
Porque aquel nuevo puesto le cortaba las alas. No podía desarrollar proyectos, ni coordinar redes, ni participar en debates. Pasó de diseñar planes nacionales de bibliotecas… a sellar carnés de préstamo en un centro técnico.
No lo dijo nunca en voz alta, pero sí lo dejó escrito con una honestidad desarmante:
“Sentía una melancolía profunda… la melancolía de las energías no aprovechadas.”
Ahí estaba todo.
El régimen no necesitaba expulsarla. Bastaba con condenarla al olvido. Reducirla a una funcionaria más, en un rincón más, de un país que había dejado de mirar hacia delante.
Borrar su voz sin necesidad de borrarla del todo.
Y sin embargo, incluso en ese escenario de derrota, María no se desmoronó. Cuidó de su familia. Cumplió con su trabajo con profesionalidad impecable… y, sobre todo, empezó a rumiar un proyecto que cambiaría su vida… y nuestra lengua.
Desde aquella pequeña biblioteca, con tardes enteras por delante tras las rutinas matinales, algo empezó a bullir en su interior.
No era nostalgia, era una intuición. La necesidad —o tal vez el anhelo— de hacer algo útil, algo grande, algo suyo. De devolverle al idioma lo que el país le había arrebatado. De construir algo que no pudiera ser censurado ni relegado ni confiscado: un diccionario.
Pero eso vendrá después.
Por ahora, lo que importa es entender que la depuración franquista no la venció, pero sí la marcó.
La María que llega a Madrid tras la guerra ya no es la mujer expansiva de las Misiones Pedagógicas. Es una figura contenida, silenciosa, disciplinada pero no derrotada. Una mujer que reorganiza su vida sin perder la coherencia con sus principios.
Decía María Zambrano que “la cultura es lo que queda cuando todo se ha perdido”. María Moliner encarnó esa frase sin necesidad de proclamarla.
Cuando todo parecía derrumbarse, ella siguió firme entre los escombros, con una biblioteca a medio gas, una familia a cuestas y un país que no quería escucharla.
Pero con una determinación intacta: transformar la tristeza en conocimiento. La melancolía en método. Y el silencio en palabras.
Y es que a veces el coraje no consiste en resistir en el frente, sino en volver cada día al mismo escritorio, sabiendo que nadie te espera.
Que nadie te va a premiar ni a recordar.
Y aun así, hacerlo.
María lo hizo. Y eso la convirtió, ya entonces, en una gigante discreta.
EL DICCIONARIO: LA CONQUISTA SILENCIOSA DE LA LENGUA_
Si en tiempos de guerra María Moliner había resistido con libros, en tiempos de posguerra decidió construir uno.
No un libro cualquiera. No un ensayo, ni unas memorias, ni un manual para bibliófilos…
Lo que empezó a escribir —ficha a ficha, palabra a palabra, desde el salón de su casa madrileña— fue algo más audaz, más improbable, más descomunal: un diccionario entero.
Y lo hizo sola.
Nadie se lo pidió. No había encargo institucional, ni editor que esperase resultados. No existía un plazo de entrega, ni un sueldo asociado, ni una subvención bajo la mesa…
Sólo había una mujer convencida de que la lengua necesitaba una nueva brújula, y de que los hablantes merecían una herramienta más clara, más útil, más viva que la que ofrecía el diccionario oficial.
María no quería hacer sombra a la Real Academia. No buscaba polémicas, ni venganza, ni revancha. Simplemente veía lagunas donde otros veían normas, y quiso poner luz en esas zonas grises.
Quiso tender puentes entre el que habla y el que escribe, entre el que piensa y el que duda, entre la idea y la palabra justa.
La escena inicial fue tan sencilla como grandiosa: una tarde cualquiera de 1953, María sacó un papel, un lápiz y empezó a anotar vocablos.
Lo hizo en su salón de la calle Moguer, junto a la mesa de comedor, con sus hijos ya mayores, su marido jubilado y el murmullo cotidiano de una casa sin lujos.
Aquella mesa no era un escritorio. Era un cruce de caminos: por la mañana servía para desayunar, por la tarde para estudiar y por la noche para cambiar la historia de la lexicografía en español.
María trabajaba con una concentración asombrosa.
No tenía despacho, ni secretarios, ni ordenador. Sólo una máquina de escribir portátil, dos atriles, varios diccionarios de referencia, un tintero, una goma de borrar y miles de fichas de cartulina hechas a mano, que guardaba en cajas de zapatos.
Y aún así, con ese instrumental doméstico, se dispuso a redactar una obra titánica.
¿En qué se diferenciaba su diccionario del oficial? En todo.
Porque no era un diccionario para lingüistas, sino para personas reales.
Estaba pensado para quienes querían decir algo y no sabían cómo.
Para quienes tenían una palabra en la punta de la lengua… pero no acababan de encontrarla. Para los que escribían cartas, artículos, discursos o redacciones. Y también para aquellos que, simplemente, querían entender mejor lo que oían y lo que leían.
No era una obra normativa ni académica, sino de uso, como ella misma lo tituló.
No se limitaba a dar definiciones frías, sino que ofrecía sinónimos, matices, ejemplos de uso y equivalencias.
Cada entrada era como una minilección de estilo, una guía invisible para orientarse entre los pliegues del idioma.
Además, atendía al lenguaje vivo, no al ceremonial. Se alimentaba de periódicos, de conversaciones reales, de expresiones corrientes.
Ella lo decía sin tapujos:
“Es en los periódicos donde habita el idioma vivo. Las palabras que se usan, las que se inventan al vuelo… Ahí está el español que importa.”
Por eso su diccionario no excluía términos por clasismo, ni por purismo, ni por esnobismo.
Incluía, por ejemplo, “maruja”, “bluf”, “marimandona” o “cotilleo”, junto a “cosmogonía”, “metonimia” o “paradoja”.
Para María, todas las palabras tenían dignidad, siempre que alguien las usara con sentido.
Lo que empezó como un proyecto de seis meses, se alargó durante quince años.
Quince años de tardes de trabajo, de revisión incansable, de reescritura.
Tres lustros sin apenas vacaciones ni más compañía que las palabras.
Cuando algo no le cuadraba, lo tachaba, lo reescribía y volvía a empezar. Era artesana y arquitecta a la vez.
No se conformaba con una definición correcta. Buscaba la más precisa. La más justa. La más clara.
Y un día, el trabajo estuvo terminado: dos tomos; tres mil páginas; más de doscientas mil entradas.
Todo escrito a mano, en soledad y con una devoción palpable.
En 1967, la Editorial Gredos publicó el Diccionario de uso del español con asombro y entusiasmo.
Era un hito. Una proeza. Un monumento invisible… y el mundo empezó a darse cuenta.
Gabriel García Márquez —nada menos— dijo que era “el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”, y que superaba con creces al de la Real Academia.
Otros escritores, filólogos, profesores y lectores anónimos empezaron a citarlo, a consultarlo, a defenderlo.
María, sin embargo, no cambió sus rutinas. No salió de gira ni concedió entrevistas. Tampoco se sentó a disfrutar del éxito. Simplemente siguió afinando definiciones desde la mesa de su casa.
Porque para ella, el diccionario no era una obra maestra. Era una responsabilidad.
Ese mismo año, 1967, falleció su madre.
Un golpe silencioso.
Pero en lugar de detenerse, redobló su disciplina, como si el trabajo fuera una forma de mantenerse firme, de no venirse abajo.
Su marido, Fernando, seguía a su lado. Sus hijos ya hacían su vida. Y ella, desde esa nueva vejez activa, se había convertido, sin quererlo, en la lexicógrafa más importante de su tiempo.
Pero todavía faltaba el reconocimiento institucional… aquel que le sería negado con la misma frialdad con que tantas veces la habían querido ignorar.
Aun así, María había logrado lo que nadie nunca imaginó: conquistar la lengua, sin alzar la voz.
EL SILLÓN QUE NO FUE: LA RAE, EL SILENCIO Y LA PARADOJA_
A veces, la historia tiene sus ironías. Y pocas tan lacerantes como esta.
Porque la mujer que dedicó más de una década a ordenar las palabras del español, a explicarlas con claridad, a conectarlas con la vida real de los hablantes, jamás tuvo el derecho de sentarse en la institución que las representa.
María Moliner nunca fue académica de la RAE. Y no porque no lo mereciera, sino porque no se lo permitieron.
En 1972, cinco años después de la publicación de su Diccionario de uso del español, su nombre empezó a sonar con fuerza para ocupar el sillón “b” de la Real Academia Española, vacante tras la muerte del historiador Manuel Ballesteros Gaibrois.
Fue una propuesta impulsada por varios miembros del mundo académico y editorial, admiradores sinceros de su trabajo.
Se trataba de una candidatura revolucionaria por el fondo y por la forma: por el fondo, porque era una mujer; y por la forma, porque no provenía de las esferas oficiales de la filología académica, sino del campo aplicado, de la lexicografía práctica, de ese terreno “impuro” que los puristas siempre han mirado con recelo.
Pero sobre todo, su candidatura era incómoda porque ponía un espejo delante de la propia RAE: ¿cómo justificar que una mujer que había escrito el diccionario más útil, moderno y humano del idioma, no formara parte de la institución que velaba por la lengua?
La Academia, sin embargo, no quiso verse en ese espejo… Y el 28 de diciembre de 1972, votó.
El resultado fue una de esas derrotas que no hacen ruido, pero dejan cicatriz: en lugar de ella, fue elegido el dramaturgo Antonio Buero Vallejo.
Un gran escritor, sin duda. Pero la elección tenía algo de gesto evasivo. Un modo elegante de no enfrentarse al dilema: qué hacer con una mujer como María Moliner.
Ella no protestó ni dio portazos. Tan sólo se quedó en su casa y continuó corrigiendo fichas, puliendo sinónimos.
Pero quienes la conocían bien, supieron leer entre líneas. Sabían que aquel rechazo —tan sutil, tan elegante, tan académico— le dolió más que muchos silencios anteriores.
Porque no era sólo una cuestión personal. Era un gesto simbólico: la lengua, esa que ella había querido abrir, explicar, acercar a todos… volvía a cerrarse desde dentro.
Lo cierto es que la Real Academia Española no había tenido nunca una mujer académica de número. La primera, Carmen Conde, no sería elegida hasta 1978... y María, por edad, ya no tendría ocasión.
Nunca sabremos qué hubiera dicho en su discurso de ingreso.
Quizá habría hablado de la necesidad de un idioma hablado con responsabilidad y oído con generosidad… de lo que cuesta encontrar la palabra justa y de lo fácil que resulta, a veces, herir con una que no lo es.
Lo cierto es que su sillón fue el de su mesa de trabajo, el de su exilio doméstico.
Y desde ahí, sin placa ni título, construyó la obra más monumental que ha salido de manos particulares en la historia de la lengua española.
Una obra sin membrete, solo suya.
Cuando se le preguntaba por la RAE, respondía con cortesía.
Pero un día dejó entrever su decepción, con una frase de esas que resumen toda una vida:
“Quizá lo que molesta es que una mujer haya hecho sola lo que no ha sido capaz de hacer una institución.”
Y era cierto. Porque lo que ella escribió no fue un diccionario, sino una revolución tranquila, una pedagogía invisible.
María Moliner no necesitó sentarse en la RAE para pasar a la historia de la lengua española.
La historia la sentó en la memoria de millones de lectores.
Y eso —con todos los respetos— vale mucho más que cualquier butaca tapizada en terciopelo.
EL OLVIDO: LA ENFERMEDAD, LA AUSENCIA Y LA PALABRA PERDIDA_
Durante toda su vida, María Moliner tejió con las palabras una red invisible que abrazaba al mundo.
Definió, ordenó, explicó. Trazó caminos entre significados haciendo del idioma un lugar más amable, más claro y más compartido.
Por eso resulta tan dolorosamente simbólico que fueran precisamente las palabras las que empezaran a abandonarla en el último tramo de su vida.
Fernando había fallecido en 1974. Sin su gran apoyo a su lado, la luz radiante de María comenzó a apagarse.
A finales de los años setenta, cuando ya había cruzado el umbral de los setenta años, María empezó a mostrar los primeros signos de arteriosclerosis cerebral, una enfermedad implacable y silenciosa que va desconectando la mente como si alguien apagara, una a una, las luces de una casa.
Primero fueron los lapsus.
Después, los olvidos cotidianos.
Y más tarde, la desorientación…
El lenguaje, su viejo aliado, comenzaba a escapársele como arena entre los dedos.
Quienes la rodeaban empezaron a notarlo con prudencia, con miedo, con dolor.
No es difícil imaginar la conmoción. María —la mujer que había escrito más de 200.000 definiciones, que había levantado sola un diccionario entero— comenzaba a no encontrar las suyas propias.
La mente, ese vasto archivo donde ella clasificaba matices, sinónimos, verbos transitivos y adjetivos exactos, comenzaba a cerrarse por dentro.
Su familia, siempre discreta, la acompañó en ese tránsito hacia la espesa niebla con todo el amor posible.
Sus hijos y nietos la cuidaron con ternura, rodeándola de gestos que ya no pasaban por las palabras, pero que seguían diciendo lo esencial: el cariño.
Permanecía su mismo salón en silencio, una silla junto a la ventana y una mujer que había sido gigante… y que ahora se volvía frágil.
Y sin embargo, incluso en ese silencio, seguía siendo María.
Aunque ya no escribiera. Aunque ya no corrigiera definiciones. Aunque no recordara el orden de las letras.
Porque el legado de María no estaba en su biografía. Ni siquiera —y esto es lo más hermoso— en su memoria.
Estaba en la nuestra.
El 22 de enero de 1981, María Moliner falleció en Madrid, a los 81 años.
No hubo discursos de Estado. Ni obituarios en primera plana. La RAE no emitió ningún comunicado. Ni se decretaron minutos de silencio.
Pero muchos, muchísimos hispanohablantes, guardaron un silencio más hondo, más real, más íntimo.
El que se hace cuando muere alguien que te ayudó a entender el mundo sin pedir nada a cambio. El que acompaña a los sabios discretos y a las madres del lenguaje.
Hoy, cuando abrimos su diccionario, no leemos solo una entrada. Leemos resistencia, ternura y un esfuerzo titánico por poner orden donde otros sembraron jerarquía. Por poner empatía donde otros impusieron norma.
María Moliner no lo olvidó todo.
Porque hay cosas que, cuando se dan con amor, no se pierden.
Pasan a otros. Y permanecen.
Por eso, sus definiciones siguen ahí.
No como monumentos fríos.
Sino como hilos invisibles que nos ayudan a entendernos mejor. A explicarnos y a nombrar lo que sentimos.
Y eso, en este mundo tan lleno de ruido, es un acto de amor imperecedero.
EL LEGADO: UNA LUZ QUE NO SE APAGA
Algunas vidas no se apagan con la muerte. Simplemente cambian de forma.
Dejan de ser cuerpo y voz para convertirse en ejemplo, en memoria y en huella.
Y eso es exactamente lo que ocurrió con María Moliner.
Porque lo que ella dejó no fue solo un diccionario, ni solo una gesta intelectual. Fue una manera de estar en el mundo, de trabajar con rigor sin perder la ternura y de decir sin gritar.
Hoy, su Diccionario de uso del español sigue siendo una referencia imprescindible.
Miles de estudiantes, docentes, escritores, periodistas y curiosos lo consultan a diario, sin saber quizás que fue escrito por una sola mujer, desde el salón de su casa, a contracorriente de su tiempo.
Y, sin embargo, ahí está.
Edición tras edición, sigue hablándonos con la misma claridad luminosa con la que fue concebido.
No hay palabra huérfana en sus páginas, ni sinónimo perezoso o definición sin alma. Todo está hecho con una mezcla exacta de amor, precisión y humildad.
Y es que el verdadero legado de María Moliner no cabe solo entre cubiertas. Su obra es mucho más que un libro… es una herencia ética, feminista, cultural y ciudadana.
Porque fue una mujer que se atrevió a hacer lo que nadie esperaba de ella, sin pedir permiso, sin alzar la voz y sin esperar medallas.
Porque fue una trabajadora pública que entendió la cultura como un derecho común y no como un privilegio elitista.
Porque creyó en la educación como motor de emancipación y de justicia, desde las bibliotecas rurales hasta las fichas clasificadas por campos semánticos.
Y porque demostró que el talento, la inteligencia y el compromiso no dependen del cargo que ocupas, ni del título que ostentas, ni del sillón en el que te sientas. Dependen de lo que haces… y de cómo lo haces.
En los últimos años, su nombre ha empezado a ocupar, con justicia, el lugar que le corresponde:
En institutos, bibliotecas y centros educativos que ahora llevan su nombre.
En documentales, ensayos y novelas que recuperan su figura.
En premios literarios que celebran la labor silenciosa de las mujeres cultas, las que no aparecen en los libros de texto pero los escriben entre líneas.
Y, sobre todo, en el respeto emocionado de quienes, al hojear su diccionario, sienten que están entrando en una casa donde todas las palabras tienen cabida.
Hoy, cuando abrimos su obra, María sigue ahí.
No como una autora lejana, sino como una anfitriona cálida que nos recibe en su diccionario con una sonrisa tímida y un lápiz en la mano. Nos dice:
— Pasa.
— Busca.
— Encuentra.
El diccionario María Moliner no se cierra. Su legado tampoco.
Porque las palabras, cuando se siembran con amor, no mueren.
Y quien las cuida… tampoco.
“A mi marido y a nuestros hijos les dedico esta obra terminada en restitución de la atención que por ella les he robado”