Inmortal
Miguel de Cervantes: el secreto de la vida eterna
Un extraño caso de resurrección literaria_
— Sancho, ¿has notado tú que llevamos días cabalgando sin rumbo y sin molino que se nos cruce?
— Lo que yo noto, señor mío, es que ni hay polvo en el camino, ni moscas en las orejas del rucio , ni cansa vuesa merced como de ordinario. Y eso me da qué pensar.
— ¿Y qué piensas, escudero mío?
— Que estamos muertos. O peor… ¡que estamos en un artículo de blog!
Así comienza esta historia, o más bien este experimento alquímico de letras, que consiste en un diálogo imposible entre dos personajes tan inmortales como desubicados.
Porque, si vuesas mercedes están leyendo esto, es que Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza han vuelto a cabalgar, no por los campos manchegos ni por la ínsula Barataria, sino por los caminos de la memoria histórica.
Y esta vez no buscan entuertos ni gigantes, sino una respuesta: ¿quién fue Miguel de Cervantes, ese tal que los inventó?
Porque resulta —y no deja de ser irónico— que pocas veces los hijos conocen tan mal a su padre.
Don Quijote, siempre altivo, supone que su creador fue un sabio caballero, erudito y con buena renta. Sancho sospecha que más bien fue un pícaro con poca salud, menos dinero y mucha calle. Y ambos, entre refranes, arrebatos y trotes literarios, deciden averiguarlo. Porque si hay algo que todo caballero y todo escudero merecen, es saber de dónde vienen, aunque sea desde el otro lado del tiempo y el papel.
No teman vuesas mercedes. No estamos ante una biografía al uso —seca, académica y con más notas que gracia—. Aquí se contará la vida de Miguel de Cervantes como se merece: con humor, con épica, con ternura y a través del espejo roto de sus propias criaturas. Un espejo que devuelve no solo el rostro de un hombre, sino el reflejo de un siglo entero: el del oro, la miseria, el genio, la censura, las galeras, la Corte y el hambre.
Cervantes no fue un héroe de bronce, sino un hombre con callos en las ideas.
Peleó más con el azar que con enemigos visibles.
Y sobrevivió —¡vaya si sobrevivió!— gracias a la imaginación.
Don Quijote lo sospecha.
Sancho lo comenta.
Y nosotros, humildes cronistas de su cabalgata, les seguiremos a lo largo de estas líneas mientras revuelven archivos, sacan punta a viejas verdades y hurgan en los entresijos de una existencia que, si no fue justa, sí fue memorable.
Vengan, pues.
Súbanse al lomo de Rocinante —o del rucio, si lo prefieren más mullido— y acompañen a nuestros dos protagonistas en este viaje fabuloso por la vida real de quien les dio alma, nombre y destino: Miguel de Cervantes Saavedra.
El manco, el preso, el buscavidas, el genio.
El hombre que escribió para no morir.
De cómo nació nuestro autor entre cirujanos y pobres letras_
— Dígame, señor mío, ¿usted cree que un hombre puede llegar a ser famoso en el mundo entero naciendo pobre, viajando a pie y con un padre que sacaba muelas a navaja?
— Sancho, si se diera el caso —que se da—, tal hombre ha de ser un prodigio o un loco… o ambas cosas a la par.
Corría el año del Señor de 1547 cuando en la noble y universitaria villa de Alcalá de Henares, aún embriagada del humanismo renacentista, vino al mundo un niño al que pusieron por nombre Miguel. Lo demás —el Saavedra, el Cervantes, los apellidos y glorias venideras— llegarían con el tiempo, como todo en su vida: tarde, con esfuerzo y entre sobresaltos.
La infancia de Cervantes no fue pródiga en lujos, sino más bien en traslados. Su padre, Rodrigo de Cervantes, ejercía de cirujano barbero, que es como decir: lo mismo afeitaba barbas que trepanaba cráneos, curaba calenturas o aplicaba sanguijuelas, todo sin título oficial ni diploma colgado en pared alguna. No era un médico, pero tampoco un simple barbero. Era una figura intermedia y como tal, cobraba lo justo, vivía de alquiler y debía dinero a más gente de la que conocía.
Por eso, la familia Cervantes fue nómada desde el principio. De Alcalá a Valladolid, de allí a Córdoba, luego Sevilla, más tarde Madrid… una itinerancia de pobre decente, que dejó huella en la mente del joven Miguel, expuesto desde pequeño a los contrastes de la vida urbana y rural, al habla de las calles, al teatro de las plazas, al mendrugo compartido y a la voz altisonante del pregonero.
— ¿Y qué estudió el tal Miguel, señor?
— Lo que pudo, Sancho. Que no siempre es lo que uno quiere.
No hay constancia de que Miguel pasara por la universidad —aunque en su obra hay más sabiduría que en muchos claustros juntos—. Lo que sí sabemos es que en Madrid encontró su primer maestro: Juan López de Hoyos. Humanista y profesor del Estudio de la Villa, en sus escritos llamó al joven Miguel “nuestro caro y amado discípulo”, lo cual indica aprecio, si no título.
Lo que más estudió Cervantes fueron las vidas ajenas. El pueblo, la nobleza en decadencia, los comediantes ambulantes, los clérigos, las criadas, los pícaros y los caballeros arruinados… todos esos tipos humanos con los que convivió desde niño, serían más adelante el caldo de cultivo de su literatura.
Cervantes no aprendió el mundo en libros de latín, sino en portales y mesones.
Y si alguna vez soñó con una vida estable y ordenada, bastaba mirar la cara cansada de su padre para entender que en su estirpe no venían las rentas por herencia, sino que había que buscarlas entre espadas, versos o cuentas de la administración.
Por eso, y porque la vida aprieta más que convence, Miguel miró hacia Italia y hacia el oficio de las armas. Que también era de pobres sin futuro, pero prometía honor y pan.
— ¿Y no hubiera sido más provechoso, señor don Quijote, quedarse a vivir en Alcalá, cerca de los libros y sin meterse en guerras?
— Sancho… si todos se quedaran en casa, nunca se escribirían aventuras.
Así comenzó el viaje. La infancia de Cervantes terminó pronto. Lo que venía después eran puertos lejanos, batallas, cárceles, manuscritos, miserias y milagros. Pero en aquel niño curioso, criado entre deudas y refranes, ya latía algo indomable: el deseo de contar el mundo, aunque no lo comprendiera del todo.
Y así, vuesas mercedes, nació no sólo un hombre, sino una mirada. La de quien, aun antes de tener voz literaria, ya había comprendido que el verdadero escenario de la vida no está en los palacios, sino en la plaza, en la venta, en la calle empedrada… y en la mente del que imagina.
De cómo quiso ser soldado y perdió una mano para ganar la gloria_
— ¿Decís, Sancho, que nuestro autor se embarcó en galera por su voluntad?
— Pues por gusto no creo, señor. Que ya sabe vuesa merced lo que aprieta el mareo y lo poco que paga el rey.
— Entonces lo hizo por honra, escudero. Que más vale brazo ausente por la patria que dos que se cruzan por holgazanería.
— O por evitar la justicia, que también se dice, señor…
Corría el año de 1570 y la Europa del Mediterráneo olía a pólvora y fanatismo. España, bajo el mando de un monarca sobrio y absolutista como Felipe II, se batía por mantener su imperio de fe y fuego. Fue entonces cuando Miguel de Cervantes, aún joven y sin más pertenencias que una pluma inquieta y un apellido sin peso, decidió tomar las armas.
¿Idealismo? ¿Necesidad? ¿Huida?
Tal vez un poco de todo. Algunos rumores —que no vamos a desmentir ni confirmar— apuntan a que Cervantes salió de España para evitar una condena por herir en duelo a un tal Antonio de Sigura. Otros prefieren pensar que simplemente buscaba aventuras. Lo que está claro es que en Roma encontró asilo y empleo al servicio del cardenal Acquaviva, pero el alma le pedía lanza y no incienso.
— Se alistó en cualquier caso, amo.
— Así fue. En la compañía del capitán Diego de Urbina, al servicio de don Juan de Austria, el hermano bastardo más legítimo que ha dado la historia.
Y entonces, el mundo estalló. Lepanto, 7 de octubre de 1571.
Un mar encabritado de velas, galeras, arcabuces y oraciones. Una de esas fechas que la Historia graba con letras doradas aunque los hombres la paguen con sangre. Allí estuvo Miguel de Cervantes, enfermo de calentura, pero negándose a quedarse en la retaguardia.
Y luchó. Y recibió tres arcabuzazos, uno de ellos en el pecho, otro en la mano izquierda que quedaría inútil para siempre.
— Le llamaron el “Manco de Lepanto”, ¿verdad, señor?
— Sí, Sancho. Y él, lejos de quejarse, se honró de esa herida como si fuera un blasón.
Porque Cervantes entendía el heroísmo a la manera antigua: no como el ruido del triunfo, sino como el silencio del sacrificio.
Y aunque los médicos no pudieron devolverle la movilidad de la mano, él la celebró como quien ha sido tocado por el rayo de la Historia: “la perdió en la más alta ocasión que vieron los siglos”.
Pero ni siquiera la gloria basta para alimentar la mesa. Tras Lepanto, Cervantes siguió embarcado por el Mediterráneo, participó en las campañas de Túnez y La Goleta, y pasó años en cuarteles, galeras y misiones menores, tan lejos del laurel como del sueldo.
En 1575, ya licenciado y con cartas de recomendación en el bolsillo, emprendió el regreso a España, soñando con ser recibido como un héroe. Pero el destino, que en la vida de Cervantes siempre llevó antifaz, le tenía preparada una última vuelta de tuerca.
En el trayecto marítimo hacia casa, su galera fue atacada por corsarios berberiscos cerca de la costa de Cataluña. Y así fue como Miguel, ya soldado veterano y mutilado, fue capturado y vendido como esclavo en Argel.
Cinco años pasó allí. Cinco.
Cinco años tramando fugas, escribiendo versos en la arena, ayudando a otros prisioneros, soportando amenazas, privaciones y traiciones. Su ingenio le salvó más de una vez de la muerte. Su obstinación hizo que, aunque fracasó en cuatro intentos de fuga, jamás le quebraran el espíritu.
— Cinco años de cautiverio… y aún así, no dejó de escribir.
— Más admirable que un caballero, Sancho, es un hombre que resiste.
Cuando finalmente fue rescatado en 1580 por los frailes trinitarios, Cervantes regresó a su patria… no como héroe, sino como otro veterano tullido, pobre y olvidado.
Pero algo había cambiado.
Había visto la sombra humana en los reinos de la guerra, la codicia en la fe, la compasión entre esclavos, el valor de la palabra cuando todo lo demás se ha perdido.
Y con todo ese bagaje —la sangre, el miedo, la paciencia, la esperanza—, empezó a forjar la literatura moderna.
Años después, en su Viaje del Parnaso, Cervantes escribiría:
“Fui soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendí a tener paciencia en las adversidades.”
Y así, vuesas mercedes, no se forjó una leyenda, sino un carácter. El de un hombre que perdió la mano… pero ganó la voz con la que hablaría a los siglos.
De cárceles y otras estrechezas_
— Decidme, señor, ¿es cierto que el tal Cervantes gustaba tanto de la cárcel que entraba en ella como quien entra en su casa?
— Más cierto es, Sancho, que si la fortuna lo metió entre rejas, él convirtió los barrotes en renglones y la desesperanza en papel pautado.
De entre todas las estancias que habita un hombre a lo largo de su vida —hogares, posadas, campamentos, conventos, alcobas— hay una que Miguel de Cervantes frecuentó con inquietante regularidad: la cárcel.
Y no por vocación delictiva, sino por el retorcido sentido del humor de su tiempo.
Porque si la gloria lo tocó en Lepanto, la vida civil le reservó solo contabilidad, pleitos, embargos y mazmorras. El antiguo soldado, inválido y sin ingresos estables, debía buscar su pan donde se pudiera, y lo halló —mal hallado— en un oficio tan ingrato como peligroso: recaudador de impuestos.
— ¿Cobrar tributos, señor? ¡Con razón le apalearon más veces que a mí por confundir gigantes!
— Así es. Porque quien pide maravedíes para el rey no suele cosechar limosnas, sino piedras.
Cervantes fue enviado a recorrer Andalucía —Écija, Castro del Río, Sevilla, Vélez-Málaga— con el cometido de exigir a campesinos, labradores y clérigos los atrasos fiscales. La tarea, ya de por sí ingrata, se complicó cuando faltó dinero en sus cuentas… o, mejor dicho, cuando alguien sustrajo fondos y la responsabilidad cayó sobre él.
¿Injusticia? ¿Mala administración? ¿Sabotaje?
El caso es que acabó en la Cárcel Real de Sevilla, alrededor de 1597, donde pasó meses encerrado.
Pero aquella estancia no fue del todo baldía.
Allí —se cree— comenzó a tomar forma en su imaginación la figura de un hidalgo seco, de rostro avellanado, que enloquecía leyendo libros de caballería y salía a ajustar el mundo con una lanza rota y una armadura vieja.
— Luego, Sancho, ¿ves tú cómo hasta los calabozos pueden ser cuna de caballeros?
— Si lo llego a saber, me encierro yo también y me invento a mí mismo.
Y no fue la única vez que visitó prisión. Años después, problemas similares con sus recaudaciones volvieron a llevarlo a rejas —esta vez en Castro del Río— y aún se rumorea que pasó por alguna más, aunque los archivos sean huidizos y las versiones, contradictorias.
Pero lo cierto es que el presidio fue, para Cervantes, más que castigo: fue escuela. Allí observó las miserias humanas sin retórica, escuchó los discursos del hambre y el ingenio, trató con pícaros, fanfarrones, putas redimidas, frailes caídos, jueces torcidos y pobres de solemnidad.
Y de ese barro hizo personajes.
Porque la cárcel, en su tiempo, no era solo para asesinos y bandidos: era una prolongación de la calle, un espejo oscuro de la sociedad. Y Cervantes, que siempre escribió desde la realidad cruda, encontró entre grilletes el material más puro para su obra.
No se quejó mucho —o si lo hizo, lo disfrazó de sátira—. Y aunque la cárcel no dio para comer, sí dio para escribir.
En el prólogo del Quijote, sin ir más lejos, dejó escrito:
“Y si bien considero, no soy el primero a quien la cárcel ha hecho poeta.”
Lo dice con ironía, pero también con cierto orgullo. Porque no hay mejor laboratorio para la literatura que el encierro involuntario con la conciencia propia.
Y en esos años de precariedad, papeleo, contadurías, arrestos y libertades a medias, fue pariendo lentamente su estilo: burlón, sabio, compasivo, aguerrido y humano.
— ¿Y nunca pudo evitar tales infortunios, señor?
— Querido Sancho: bastaba con nacer rico. Pero eso, como bien sabes, no estaba en el libreto.
Así que vuesas mercedes sabrán ahora que Cervantes no escribió desde un torreón de mármol ni desde un despacho iluminado por velas de cera virgen.
No.
Escribió desde el polvo del camino, la sombra del presidio y la penumbra de los que no tienen patronos. Y esa experiencia —lejos de debilitarlo— hizo de él un narrador tan fiel a la vida como escéptico de la grandeza.
Porque, al final, ¿qué otra cosa es don Quijote sino un loco que busca justicia en un mundo que solo ofrece contabilidad, hambre y grilletes?
Del arte de no triunfar en el teatro… cuando Lope está en cartel_
— ¿Y dice vuesa merced que nuestro Cervantes también quiso ser comediante?”
— No, Sancho. Peor: quiso ser dramaturgo. Es decir, escribir comedias sin garantías de que nadie las riera.
— Pues para eso ya estaba yo, que siempre reía cuando no tocaba…
Entre cárceles, recaudaciones y heridas mal curadas, Miguel de Cervantes aún tuvo el descaro —y la fe— de querer triunfar en el teatro del Siglo de Oro, que no era cualquier teatrillo de aficionado, sino una jungla de corrales, repleta de autores, actores, empresarios, censores y públicos hambrientos de emoción rápida.
Y lo intentó. Vaya si lo intentó.
Ya desde sus años jóvenes, cuando aún no se le había acartonado la pluma con tantas desgracias, escribió tragedias, entremeses, comedias y loas, con la esperanza de ver su nombre en los papeles y sus versos en boca de algún rufián vestido de príncipe. Pero, ay, el escenario no se le rindió como la página en blanco.
— ¿Y eso por qué, señor? ¿No eran buenas las comedias del autor?
— Eran, Sancho, pero no eran… lopes.
Porque cuando Cervantes quiso pisar las tablas, ya reinaba en ellas Lope de Vega, el “Fénix de los ingenios”, el “monstruo de la naturaleza” —como lo llamó el propio Cervantes, con una mezcla de asombro y rencor—. Lope publicaba comedias como quien amasa panes: a docenas, frescas, brillantes, con ritmo, en verso fluido, con enredos amorosos, duelos de honor y moralejas de andar por casa.
El público madrileño, que era exigente en lo superficial y superficial en lo exigente, no quería filosofía, sino acción. No deseaba reflexiones, sino peleas, amores contrariados y un buen monólogo en medio de un tablado endeble.
Cervantes, por el contrario, nunca supo ni quiso escribir al dictado del gusto popular.
Sus comedias, como El trato de Argel, La Numancia o Los baños de Argel, eran densas, sobrias, de fondo histórico o moral. Tenían humanidad, dolor, alegoría, crítica…
Pero no tenían éxito.
Ni risas.
Ni taquilla.
Ni empresarios interesados.
— Pues qué injusto, señor: que un soldado cautivo, manco y poeta no hallase hueco en el teatro de su patria.
— Así es, Sancho. Porque el arte, como las tabernas, no siempre da mesa a quien más hambre tiene.
Hubo, sí, un intento postrero de resarcirse. En 1615, ya en la recta final de su vida, publicó Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. El título ya era un epitafio.
Nunca representados.
Y lo decía él mismo, con resignación elegante, como quien se quita el sombrero antes de abandonar el escenario sin que nadie lo llame.
Sus entremeses, eso sí, son joyas breves, cargadas de vida callejera y mordacidad. El viejo celoso, La cueva de Salamanca, El retablo de las maravillas… Aquí brilló su vena más cercana al público, más cervantina, más aguda.
Pero llegaron tarde.
Lope ya lo había devorado todo: el aplauso, los corrales, las compañías, los mecenas...
Y si eso no bastara, Lope se volvió contra él. Le dedicó dardos venenosos en cartas y poemas, ridiculizó su estilo y hasta se sospecha que inspiró el Quijote apócrifo de Avellaneda, como venganza por los ataques de Cervantes al teatro del momento.
— ¿Y por qué se atacaban, señor? ¿No podían vivir cada uno en su estante?
— Porque donde hay dos genios, Sancho, no cabe más que una envidia.
El caso es que mientras Lope de Vega vivía como estrella, reverenciado por reyes y devorado por amantes, Cervantes sobrevivía.
Con menos comisiones, menos vino, menos aplausos. Pero con más verdad.
Y si el teatro no lo quiso, la novela lo abrazó.
El pueblo no recitó sus versos, pero repitió las andanzas de un loco manchego y su escudero hasta el día de hoy.
— Al final, vuesa merced y yo tuvimos más representaciones que todas las comedias juntas.
— Y sin necesidad de autor teatral, Sancho. Bastó con un alma honesta… y mucha paciencia.
Porque en el arte, como en la vida, hay triunfos que no hacen ruido.
Y derrotas que terminan en inmortalidad.
Y un día, parió un hidalgo seco, flaco y de buena voluntad_
— Señor, ¿cómo fue que vuesa merced acabó saliendo de la pluma de un hombre sin fortuna?
— Fue sencillo, Sancho. Bastó con que aquel hombre no tuviera ya nada que perder y un mundo entero que imaginar.
Casi al filo de los sesenta años, con más heridas que monedas en el zurrón, Miguel de Cervantes decidió jugar su última carta. Ya había probado suerte en casi todo: soldado, cautivo, recaudador, autor teatral... Y en todas, la fortuna le había dado la espalda con el mismo gesto altivo. Pero quedaba un camino: el de la palabra libre, la prosa sin corsé, el relato sin artificio.
Y fue entonces cuando nació él: un hidalgo manchego, seco de carnes, enjuto de rostro, más fantasioso que cuerdo y más noble que práctico.
Un loco, un iluminado, un soñador anacrónico que aún creía en la justicia, en los encantadores, en el amor ideal y en la posibilidad de arreglar el mundo con una lanza mellada.
Don Quijote de la Mancha.
— No me negará vuesa merced que salió raro.
— Raro, sí. Pero también eterno.
Es difícil explicar cómo un hombre que vivía sin rentas, perseguido por pleitos y sumido en el olvido editorial, fue capaz de alumbrar una novela que cambiaría para siempre la historia de la literatura.
La idea no fue fruto de una inspiración divina, sino el destilado de toda una vida observando el absurdo humano.
La España que Cervantes conocía —la de las ruinas del Imperio, la honra inflada, la pobreza maquillada de nobleza — estaba llena de quijotes reales, aunque sin caballo ni escudero. Y él supo ver en esa contradicción la semilla de una historia universal.
Corría el año 1604 cuando terminó el manuscrito de la primera parte. Lo presentó a Francisco de Robles, librero del rey, quien encargó la impresión a la modesta imprenta de Juan de la Cuesta, en la calle Atocha de Madrid. El libro salió de las prensas en diciembre —aunque lleva fecha de 1605—, con errores tipográficos, sin lujos, como suelen nacer los milagros: sin que nadie se entere.
— ¿Y gustó, señor? ¿No se rieron de vuesa merced?
— ¡Claro que se rieron, Sancho! Pero rieron bien, rieron hondo. Y ahí empezó todo.
El Quijote fue un éxito inesperado. No una explosión, sino una marea.
Se leyó en plazas, en mesones, en universidades y barberías.
Gustó al letrado y al labrador. Fue traducido en tiempo récord al francés, al inglés, al italiano.
Y lo que nació como una sátira de los libros de caballerías, se convirtió en un espejo donde se miraba toda una época: su locura, su nobleza inútil, su pueblo sufridor, su fe grotesca y hermosa.
Cervantes había hecho algo insólito: crear un personaje que se sabía ficticio y, aun así, se sentía más real que los propios lectores.
Don Quijote, en su delirio, hablaba con lucidez.
Sancho, en su rusticidad, filosofaba con más verdad que los letrados.
Y juntos, sin saberlo, fundaban la novela moderna: no como relato de hazañas, sino como observación del alma humana.
— ¿Y qué sentisteis, señor, al veros entre páginas?
— Como quien se mira en un charco turbio y, sin entender el reflejo, decide amarlo.
Pero ni el éxito editorial —ni las múltiples ediciones, muchas de ellas pirata— llenaron los bolsillos de Cervantes. Vendió los derechos a bajo precio y fue robado por editores sin escrúpulos, mientras otros se enriquecían a su costa.
Eso no le impidió seguir. Porque cuando uno ha logrado que el mundo se reconozca en sus propias ficciones, ya no necesita oro ni favores de la Corte.
Necesita tiempo. Y Cervantes ya sabía que no le quedaba mucho.
Así que siguió escribiendo, con la urgencia de quien no quiere morirse sin cerrar el círculo.
Y lo haría. Pero eso es materia de otro capítulo.
Porque aquel día en que un hombre derrotado imaginó a un loco que quería arreglar el mundo, no se escribió una novela.
Se encendió una llama que, aún hoy, sigue alumbrando nuestras propias locuras.
De imitadores, impostores y un tal Avellaneda_
— Señor mío, vuesa merced sabrá disculpar mi atrevimiento, pero… ¿quién demonios fue ese Avellaneda?
— Una sombra, Sancho. Un nombre falso, una mano temblona. Un fantasma que se atrevió a disfrazarse de padre ajeno y escribir por boca mía… sin tener mi alma.
— ¿Y no se vengó vuesa merced con una lanzada?
— Peor, Sancho: nuestro creador se vengó escribiendo mejor.
La historia literaria tiene muchos misterios, pero pocos tan jugosos —y tan humanos— como este. Cuando la primera parte del Quijote ya había conquistado imprentas, caminos y corazones, cuando el nombre de Cervantes comenzaba por fin a sonar con reverencia entre libreros y lectores, apareció un impostor.
Una continuación apócrifa, firmada por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, publicada en 1614 en Tarragona, con un prólogo lleno de veneno y arrogancia.
Y aquí, vuesas mercedes, no hablamos de un simple plagio.
Hablamos de una intromisión en lo más íntimo: el alma de un autor, sus criaturas y su obra viva.
Avellaneda no solo imitó mal; se burló de Cervantes, lo insultó, lo acusó de envidioso, de viejo inútil y de escritor fracasado.
Y lo peor: se atrevió a escribir su propio don Quijote, su propio Sancho, su propia segunda parte… sin entender nada.
— Pues qué desatino, señor: si uno ha de suplantar, al menos que lo haga con decoro.
— Lo dicho, Sancho: no hay mayor afrenta que querer robar un alma ajena sin saber sostenerla.
El Quijote de Avellaneda no era más que un eco desvaído. Sus personajes eran muñecos sin espíritu. Don Quijote no deliraba con nobleza, sino con torpeza. Sancho no tenía gracia, solo gordura. La pluma era bastarda, las intenciones, mezquinas.
Pero, ay, no todos los lectores lo notaron al principio.
Y Cervantes, dolido pero sereno, entendió que no bastaba con indignarse. Había que responder… escribiendo.
Así lo hizo. Con 68 años, cansado, pobre y consciente de que la muerte le rondaba con paso corto, Cervantes se sentó a la mesa y comenzó a escribir la verdadera Segunda Parte del Quijote, la que el mundo estaba esperando… aunque aún no lo supiera.
Y lo hizo con una claridad prodigiosa.
La novela no solo continúa la aventura: dialoga con el impostor, se burla de él, lo ningunea, lo desmantela en público y lo entierra en silencio.
Lo hace con ironía, con inteligencia, con una maestría de quien sabe que la mejor venganza es escribir mejor.
En un momento glorioso de la novela, don Quijote se encuentra con personajes que han leído la versión de Avellaneda. Y se indigna. Y jura no poner un pie en Zaragoza —ciudad donde transcurre la versión apócrifa—, solo por no pisar el terreno imaginado por un impostor.
Y entonces se va a Barcelona.
Y allí, en esa ciudad real, Cervantes planta su ficción más viva que nunca.
Y así, sin aspavientos, sin querellas, sin espadazos, deja claro quién es el verdadero autor.
— ¿Y qué fue del tal Avellaneda, señor?
— Lo que ocurre con todo lo que nace sin alma, Sancho: se olvida.
A día de hoy, nadie sabe con certeza quién fue ese Avellaneda.
Algunos piensan que fue Jerónimo de Pasamonte, un escritor menor, compañero de armas de Cervantes, al que este había retratado con sorna en la figura del galeote Ginés de Pasamonte.
Otros sugieren que fue un aliado de Lope, o incluso parte de una conjura literaria de los “lopistas”, heridos por los dardos cervantinos contra el teatro de moda.
Pero lo cierto es que la historia no lo ha absuelto.
Ni lo ha recordado.
Porque mientras el Quijote de Cervantes sigue vivo —leído, citado, amado—, el de Avellaneda apenas es una nota al pie, una sombra torpe, una anécdota que refuerza la luz del original.
— Y pensar que, gracias a él, vuesa merced volvió a vivir… y a volar más alto.
— A veces, Sancho, hasta el agravio más ruin puede ser combustible de gloria.
Así que si alguna vez vuesas mercedes tropiezan con un impostor, recuerden a Cervantes.
No gritó.
No demandó.
No insultó.
Escribió.
Y dejó que el tiempo dictase sentencia.
De ejemplos y parnasos, delicias y trabajos_
— Señor, si el buen Cervantes ya estaba viejo y cansado, ¿por qué seguir escribiendo?
— Porque, Sancho, cuando uno ha descubierto que la tinta es la única forma de vencer al olvido… no se deja de escribir. Aunque tiemble la mano.
Tras la publicación de la Segunda Parte del Quijote en 1615, Miguel de Cervantes podía haber cerrado el tintero, colgado la capa y retirado sus huesos a algún rincón de sombra y silencio. Tenía, por fin, la admiración de lectores, los elogios de los ilustrados y el respeto ganado a pulso.
Pero no tenía paz. Ni tiempo. Ni freno.
Porque la creación, para él, no era un oficio, sino una necesidad fisiológica. Y porque el mundo —tan absurdo, tan humano, tan contradictorio— seguía brindándole personajes, historias, burlas y verdades.
Así que escribió. Escribió como quien limpia la casa antes de irse. Como quien pone orden en el alma para marcharse con dignidad.
Y lo hizo con una lucidez que asombra.
Primero llegaron las Novelas ejemplares (1613), una colección de doce relatos breves que parecían querer demostrar al mundo que la prosa española podía ser muchas cosas más que caballerías.
Aquí hay picaresca, sátira, misterio, costumbrismo, tragedia, comedia… Un abanico de tipos humanos, de situaciones increíbles contadas con la naturalidad de quien las ha escuchado muchas veces en la calle, en la taberna o en la rebotica.
Entre ellas, La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, La ilustre fregona o El coloquio de los perros son piezas maestras de observación social y del alma humana, con un humor amable pero implacable.
Cervantes las llamó “ejemplares” no porque fuesen moralizantes, sino porque invitaban a pensar, a no juzgar, a mirar con piedad lo grotesco y con ironía lo solemne.
— ¿Y esos perros que hablaban, señor? ¿No serían parientes del rucio? Él a veces también me cuenta sus desventuras.
— Sancho, si tú escucharas mejor a las bestias, tal vez aprenderías más que con los bachilleres.
Luego vino el Viaje del Parnaso (1614), una obra híbrida, en verso burlesco, donde Cervantes se retrata a sí mismo entre poetas, en una especie de travesía imaginaria hacia el Olimpo literario.
Es, en realidad, una despedida en clave de farsa, donde se ríe de sus contemporáneos, se critica a sí mismo, y se reserva —como siempre— el papel de observador marginal, nunca del protagonista altivo.
El Viaje del Parnaso es un juego erudito, pero también un testamento:
“Yo soy aquel que en la azarosa vida
todo lo hallé sin hallar un puerto.”
Es decir: no llegué a donde otros llegaron, pero navegué con honestidad.
Y todavía le quedaba una última bala en la cartuchera: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, novela de aventuras publicada póstumamente en 1617.
Cervantes la presentó como su obra más cuidada y ambiciosa, escrita “para competir con el Heliodoro griego”.
Una novela bizantina, de estructura compleja, llena de pruebas, disfraces, viajes imposibles, y una historia de amor que lo atraviesa todo.
Tal vez hoy no sea su obra más leída, pero tiene el valor inmenso de ser la última palabra escrita por un hombre que sabía que iba a morir.
En el prólogo —una joya estremecedora— Cervantes se despide del lector con una mezcla de humor, gratitud y temblor:
“Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo estas líneas. Tiempo me falta, pero voluntad me sobra.”
— ¿Y no lloró, señor?
— No. Sonrió. Porque no hay mayor victoria que cerrar los ojos con una historia terminada.
Porque Cervantes, pese a todo, murió escribiendo.
No se retiró, no se apagó, no se conformó con el Quijote.
Siguió tejiendo personajes, sembrando ironías, regalando compasión a través del papel.
Y así, cuando exhaló su último suspiro, no se fue del todo.
Porque había dejado tras de sí no solo libros, sino una mirada nueva, una forma de contar la vida, una voz que todavía hoy nos habla como si nos conociera.
Y así fue como un hombre cansado, sin títulos ni glorias, sin mecenas ni honores, entregó sus últimos días a seguir entendiendo a los hombres… y escribiéndolos.
Con humor.
Con ternura.
Con dignidad.
Y un día se fue… y sin embargo, se quedó_
— Señor, ¿es cierto que a nuestro autor lo enterraron en silencio?
— Sí, Sancho. Pero también es cierto que su nombre aún se pronuncia cada día en todas las lenguas. ¿Y no es eso vivir?
El viernes 22 de abril de 1616, Miguel de Cervantes Saavedra cerró los ojos por última vez en su humilde casa de la calle del León, en el corazón del barrio de las Letras de Madrid.
No hubo cortejos reales, ni exequias de pompa, ni campanas doblando por todo el reino.
Fue una muerte discreta, casi invisible, como tantas cosas en su vida.
Él mismo la esperaba, como dejó redactado con la tinta aún fresca de la conciencia:
“Puesto el pie ya en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo.”
Cervantes murió como había vivido: con dignidad silenciosa y con pluma en mano.
Al día siguiente fue enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas, en la actual calle Lope de Vega (ironías del destino), en un nicho humilde, sin lápida ni alarde.
Y allí, durante siglos, reposó en el anonimato, mientras su obra cruzaba fronteras, generaciones y continentes.
— ¿Y nadie le hizo monumento, señor?
— Ni falta que hacía, Sancho. Porque ya vivía en las voces de quienes leían sus páginas.
Porque lo insólito de Cervantes no fue solo su literatura, sino la extraña permanencia que brotó de su fracaso.
Murió sin fortuna, sin honores, sin saber que su criatura —ese loco adorable y trágico que confundía molinos con gigantes— iba a convertirse en símbolo de la humanidad entera.
Don Quijote era él.
Sancho era él.
Todos los cautivos, mendigos, poetas, mozas, pícaros y jueces absurdos que pueblan su obra eran, de algún modo, partes dispersas de su biografía.
Y por eso, cuando se fue, no se fue del todo.
Se quedó en cada calle de Madrid por la que alguna vez caminó con la capa raída y el pensamiento errante.
Se quedó en el barrio de las Letras, donde vivió, escribió y murió, rodeado de vecinos que apenas sospechaban que tenían un genio a un palmo de sus portales.
Se quedó, incluso, entre los muros mudos del convento trinitario, donde durante siglos se perdió su rastro físico pero nunca su memoria.
Y sobre todo, se quedó en el idioma.
Porque nadie como él supo moldear la lengua castellana hasta hacerla carne, ternura, risa, crítica, poesía y consuelo.
Lope tuvo el teatro.
Góngora, la metáfora.
Quevedo, la agudeza.
Pero Cervantes tuvo la voz. La voz de todos.
Y así, sin buscarlo, sin planearlo, se convirtió en el escritor más universal que ha dado nuestra lengua.
— ¿Y sabe vuesa merced lo que dice la gente hoy?
— Decid, Sancho.
— Que el día 23 de abril es el Día del Libro, porque nuestro inventor y un tal Shakespeare murieron casi a la vez.
— Pues mira qué buena coincidencia, Sancho: uno murió siendo teatro, y el otro, siendo novela.
Y desde entonces, cada vez que alguien abre el Quijote, Miguel de Cervantes vuelve a nacer.
Y cada vez que alguien ríe con Sancho, se conmueve con Dulcinea o se rebela contra el mundo como aquel hidalgo flaco, Cervantes resucita.
Porque, al final, la muerte no pudo con él.
Dejó escrita la vida de todos… Y esa vida, vuesas mercedes, no hay muerte que la detenga.
Y así seguimos, cabalgando con él_
— Señor, ¿cree vuesa merced que aún hoy, sea cual sea la fecha, nos leen?
— Más que nunca, Sancho. Porque cuando el mundo se llena de ruido, siempre hay quien busca la verdad en una buena historia.
Y es cierto. Hoy seguimos leyendo a Cervantes como quien conversa con un amigo de otro siglo.
Porque si algo nos ha enseñado esta travesía, es que Cervantes no fue un héroe glorioso ni un sabio retirado, sino un hombre con hambre, con deudas, con dudas, con heridas —físicas y del alma—, pero también con un amor feroz por la vida, incluso cuando esta lo trató con descortesía.
Fue un hombre al que no le salieron las cuentas ni los planes, pero sí las palabras.
Un autor sin suerte, pero con mirada.
Un creador sin mecenas, pero con fe.
Y eso —visto en perspectiva— es más admirable que todos los honores que nunca recibió.
Hoy, su rastro sigue latiendo en Madrid, donde su espíritu —más que en bronce— se conserva en las palabras grabadas en los adoquines de la calle Huertas.
Pero más allá de piedras y placas, Cervantes está en nosotros.
En cada lector que alguna vez se ha sentido desplazado, incomprendido, quijotesco.
En cada persona que, pese a todo, sigue creyendo que vale la pena defender la bondad, el amor, la locura y la imaginación.
Está en quienes se saben reír de sí mismos, llorar con los demás y leer el mundo con ironía y compasión.
Porque Cervantes no solo nos dio al Quijote.
Nos enseñó a mirar la realidad sin resignación.
A perder con elegancia.
A escribir aunque nadie escuche.
A vivir aunque nadie aplauda.
A entender que la derrota puede ser, si se cuenta bien, una forma secreta de victoria.
— ¿Y qué haremos ahora, señor?
— Lo de siempre, Sancho: seguir cabalgando. Que siempre hay nuevos molinos por desafiar.
Gracias, Cervantes.
Por haber nacido sin fortuna y habernos dejado la más valiosa.
Por haberte ido… sin irte.
Y por recordarnos, cada vez que abrimos tus libros, que la verdadera locura no es soñar imposibles, sino dejar de intentarlos.
“Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos (...); el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies”