Un alto en el camino

Plaza de las Ventas en Madrid

Barrio de las Ventas. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Las ventas: TECHO, COMIDA… Y CHINCHES

¿Recuerdas aquellos interminables viajes de la infancia, en coche junto a tu familia, camino a tu lugar de vacaciones? Eran otros tiempos… cuando las autovías aún no existían y se viajaba en gran parte por carreteras nacionales. Aunque es cierto que se tardaba mucho más en llegar al destino, a cambio era posible degustar la gastronomía propia de cada localidad gracias a los entrañables bares y restaurantes que nutrían nuestra red de carreteras.

Durante siglos, y hasta principios del XX, la existencia de lugares de descanso y avituallamiento jalonando los caminos de España hizo posible la existencia de las esenciales rutas de viaje. Entonces denominadas ventas, la acumulación de estos negocios a las afueras de Madrid acabó dando nombre a uno de los barrios más conocidos de la capital.

Debemos pensar que los viajes y las motivaciones de los españoles para viajar entre los siglos XVI y XIX eran muy diferentes a las actuales.

Para empezar, hasta el siglo XVIII los viajes por España se efectuaban casi exclusivamente por una necesidad comercial o de comunicación.

Los arrieros, trajineros y carreteros que, cargados de trigo o cebada, llegaban a la capital para realizar sus transacciones, fueron una constante en los caminos madrileños. De vez en cuando también era posible encontrar algún jinete o mensajero, portador de correos entre distintos puntos del reino.

Las ventas solían ofrecer servicio de cuadra, comida, postas y alojamiento, aunque no todas contaban con dormitorios… a lo máximo uno o dos. En cuanto a la comida, en 1560 Felipe II autorizó a los venteros el comercio de alimentos y bebidas para viajeros y animales.

Estos negocios siempre estaban localizados a un lado del camino, en la proximidad de una fuente, pozo, cisterna o aljibe que garantizara el suministro del agua necesaria para el mantenimiento de su actividad.

Durante los siglos XVI y XVII se desarrollaron las primeras rutas de viajeros, motivo por el cual comenzaron a publicarse guías de caminos que servirían para preparar con seguridad los desplazamientos.

El Repertorio de Caminos, de Pedro Juan Villuga, fue la primera publicación de este tipo en Europa. Editada en 1546, describía cada itinerario expresando el número de leguas que mediaban entre el principio y el final del mismo, la relación de los lugares y las ventas en el camino y el número de leguas o medias leguas que las separaba.

Ya en la segunda mitad del XVIII, el nuevo gobierno de los Borbones decidió mejorar la red viaria nacional, proyectando la construcción de calzadas reales o carreteras que unirían Madrid con la periferia española.

Sin embargo, no sería hasta finales del XVIII cuando comenzaría a considerarse el viaje con un fin de ocio y aventura. Muchos extranjeros comenzaron a sentir curiosidad por nuestro país y se adentraron en nuestras fronteras, convirtiendo el viaje a España en una moda pintoresca y costumbrista.

El objetivo de estos primeros turistas no era otro que salir de su país de origen en busca de algo diferente y desconocido, alejado de su rutina cotidiana, para empaparse de una nueva y exótica cultura.

Para los foráneos se trataba de viajes duros y dificultosos, en condiciones pésimas y precarias. Las vías solían ser imposibles de transitar, ni siquiera a pie, durante días y a veces semanas, con estrechos caminos de tierra, polvorientos en verano y cubiertos de barro en invierno.

A las penosas condiciones del trayecto había que añadir la inseguridad del viaje, con caminos plagados de bandidos y bandoleros.

Inexplicablemente, estas dificultades suponían una motivación añadida para los viajeros europeos, especialmente para los ingleses. Y es que, al contrario que al viajero ilustrado, el viajero romántico, intrépido por naturaleza, consideraba ese peligro y falta de modernización uno de los atractivos del viaje.

En sus libros de viajes los viajeros extranjeros describían las tierras, costumbres y paisajes españoles. Detallaban los sitios que habían visitado y los itinerarios más transitados, añadiendo sus opiniones sobre el estado de los caminos y la incomodidad de los albergues en los que se habían hospedado.

En estos largos recorridos adquiría una importancia esencial la presencia de construcciones en las que se permitiera el descanso y refresco de viajeros y tiros, motivo por el que muchas ventas y posadas, llegaron a ser tan importantes, o más, que los propios caminos o los medios de transporte.

La jornada de viaje era la pauta que marcaba la ubicación de estos albergues a lo largo del recorrido. También se ubicaban, en mayor medida, en lugares donde el recorrido se complicaba, como los puertos de montaña o los vados de un río, o en los puntos donde se unían caminos de relevancia.

La importancia social y económica de estos establecimientos llegó a ser tal que, desde el último tercio del siglo XVIII, el diseño de sus trazas fue una de las pruebas para acceder a los títulos de arquitecto o maestro de obras en las distintas Academias de Bellas Artes surgidas en España tras la regulación del ejercicio de la Arquitectura.

No obstante, la realidad era bien distinta. Por lo general, y en la práctica, estos establecimientos se limitaban a un tipo de arquitectura popular, anónima y con acabados pobres y descuidados.

Su edificación solía seguir el esquema constructivo clásico de una casa de labor, empleando los materiales propios de su entorno inmediato: mampostería, adobe o tapial para la elaboración de los muros y madera para las cubiertas y los entramados de las plantas.

Por lo general, las ventas estaban constituidas por una pieza principal de dos plantas, abiertas sobre un gran patio, elemento fundamental en torno al que se disponían el resto de las dependencias.

A él accedían los tiros directamente desde el camino, a través de un amplio portón. Este patio debía tener grandes dimensiones con el fin de albergar en su interior el mayor número de carros y que estos pudieran maniobrar para entrar y salir.

En torno a este patio se ubicaban la cocina, los almacenes, el horno y los dormitorios. De estos últimos hacían uso los viajeros adinerados, mientras que el resto de la clientela solía dormir junto a sus animales en el pesebre o las cuadras, en el porche o incluso en la cocina.

La cocina era otro de los elementos indispensables en las ventas y ventorrillos ya que, además de para cocinar, era el lugar donde se reunían los huéspedes para calentarse. De grandes dimensiones, el “hogar” se ubicaba bajo una gran chimenea, unas veces en el centro de la estancia y otras adosada al muro.

Según el caso, la venta podía contar, además, con otras dependencias como un palomar, bodega, pajar, corrales para animales, granero, capilla y estancia para los venteros.

A pesar de la importancia de cumplir una importante función, como era proporcionar seguridad y cobijo al viajero, el mal estado de estos alojamientos era habitual y sus servicios casi siempre escasos.

Los inquilinos solían quejarse de la mala acogida que se encontraban, de las incomodidades y suciedad del alojamiento y de la carencia de provisiones que se vendían, hasta el punto de que el hospedado muchas veces debía proveerse de comida, ropa de cama y hasta del mismo colchón.

Como remate a la escasez de servicios que ofrecían, las ventas solían ser centro de reunión de gitanos, prostitutas y contrabandistas. Y es que el contrabando de tabaco o de pólvora era habitual en estas ventas, por ser lugares ideales para su distribución.

A pesar de todas las penurias, las ventas fueron establecimientos estratégicos, indispensables para el funcionamiento del sistema de comunicaciones español, al menos hasta finales del siglo XIX.

Las más destacadas solían encontrarse a las afueras de los principales núcleos urbanos. El motivo es que antiguamente existían diferentes impuestos para entrar a las ciudades, entre otros el llamado “portazgo”, que debía pagar todo aquel que accediera al recinto amurallado que limitaba la urbe con la intención de vender mercancías. Este “peaje” se cobraba en los llamados “fielatos”, que eran pequeñas casetas situadas en los principales accesos.

Por este motivo, era habitual que en las afueras de las ciudades se concentraran un buen número de ventas y posadas donde era posible alojarse y alimentarse a un precio mucho menor que intramuros.

En el caso de Madrid, estos negocios se agruparon más allá de la antigua cerca de Felipe IV, en el punto donde el camino real hacia Alcalá de Henares se cruzaba con el arroyo Abroñigal, cuyo cauce se encuentra actualmente soterrado por la M-30.

De todas estas posadas, la más famosa fue la llamada Venta del Espíritu Santo, que con el tiempo daría nombre no sólo a la actual plaza de toros sino también al castizo barrio de las Ventas.

Ubicada muy cerca de la actual plaza de Manuel Becerra, la famosa venta tomó su nombre de una ermita cercana, hoy desaparecida.

La Venta del Espíritu Santo empezó a funcionar en julio de 1630, para dedicarse exclusivamente al servicio de aquellos pasajeros, arrieros y carruajes que utilizaran el camino real.

En 1772 la famosa venta fue reconstruida y se convirtió en un negocio pujante. Alrededor de ella comenzaron a surgir otras, acompañadas de viviendas y edificaciones, hasta formarse un pequeño núcleo de población que más adelante se conocería como las Ventas del Espíritu Santo.

A principios del siglo XIX en aquel lugar era posible encontrar numerosas ventas y casas de hospedaje, figones y merenderos levantados en destartalados barracones, punto de reunión y ocio preferido de las clases más populares.

Pero, con el tiempo, este lugar comenzó a adquirir mala fama… y es que, a la humildad de sus edificaciones, muchas auténticas chabolas, se unía un entorno no mucho más agradable e higiénico.

Por el cauce del arroyo Abroñigal, seco la mayoría del año, tan solo corrían algunos regueros de aguas insalubres que formaban charcas pestilentes.

Este persistente mal olor se veía potenciado por el que desprendían los numerosos hornos de ladrillos y tejares de la zona, que empleaban estiércol como combustible. A todo ello se unían la polvareda que levantaba el constante trasiego del camino y el humo que desprendían las casas de comidas y merenderos.

Por si fuera poco, el continuo trasiego de cortejos fúnebres que iban o volvían del cercano Cementerio del Este (precursor de La Almudena), que habitualmente se detenían en este punto para ahogar sus penas en alcohol, completaba una imagen dantesca de la zona.

El estado de dejadez y abandono de estos suburbios fue muy criticado por los periódicos madrileños y las corrientes higienistas de finales del siglo XIX y principios del XX, obligando al Ayuntamiento de la capital a tomar cartas en el asunto.

En 1929, el consistorio madrileño decidió revitalizar esa zona de la periferia construyendo una nueva plaza de toros. El nuevo coso atraería nuevos negocios a la zona y ensancharía los límites de Madrid con modernas edificaciones y comunicaciones, cambiando por completo la fisonomía del barrio.

Pocos años, la generalización del automóvil entre los madrileños ocasionó una revolución en las vías de comunicación que supondría la mejora de los antiguos caminos y la apertura de carreteras. Desde aquel momento fue posible alcanzar el destino de una manera más rápida y cómoda, acelerando la desaparición de muchos negocios vinculados al camino y al viaje.

Muchas ventas y posadas desaparecieron, absorbidas por el ensanche de las carreteras y el crecimiento de la ciudad. Otras se transformaran para adaptarse a nuevos usos, reconvertidas en casas de labranza o en los modernos restaurantes de carretera que hoy conservan parte de su función primigenia, gracias a su estratégica ubicación.

Aunque hoy no es común encontrar este tipo de construcciones en nuestras carreteras, debemos reconocer la importancia que tuvieron en el desarrollo de las vías de comunicación entre territorios. Sin duda hoy forman parte no sólo del patrimonio cultural de nuestras ciudades sino también de nuestra memoria.

Retrato de Miguel de Cervantes

uMiguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares,1547-Madrid, 1616)

Mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba
— Capítulo II del Quijote. Miguel de Cervantes


¿cómo puedo encontrar el lugar en el que se ubicaron las ventas del espíritu santo en madrid?