Un río de letras
Cuesta de Moyano: cien años de libros callejeros
Permitidme que me presente: soy la Cuesta de Moyano. Aunque, entre nosotros, podéis llamarme simplemente Moyano o ‘la cuesta’… como hacen los amigos de toda la vida. Y sí, soy una calle, pero no una cualquiera: soy la calle más leída de Madrid. Que así me bautizó Paco Umbral.
En 2025 cumplo cien años, pero que nadie me venga con tartas ni bastones. Me miro en los espejos de mis casetas y me veo estupenda: fresca, pizpireta y lista para una buena fiesta literaria. Las arrugas no van conmigo; salvo las páginas arrugadas, que son mucho más interesantes y no necesitan bótox. A veces me digo a mi misma: “Moyano, estás de buen ver… y de mejor leer”. Qué queréis que os diga, hay calles nuevas que matarían por tener este encanto vintage.
Por mis adoquines han desfilado generaciones de escritores, estudiantes, poetas con más cafeína que sueño y lectores con la paga recién cobrada, listos para perderse entre mis casetas como quien se adentra en un bosque encantado. Mis favoritos son los que revuelven pacientemente pilas infinitas de libros, como arqueólogos del saber.
He visto de todo en este siglo: dictaduras, revoluciones tecnológicas, premios Nobel, pandemias… y aquí sigo, firme como un buen tomo de enciclopedia, con mis casetas y mis libreros al pie del cañón. Que algunos me llamen vieja si quieren: yo me siento joven, chispeante y con mucho por contar. Porque no solo guardo libros: guardo historias, recuerdos y pequeños milagros de papel. Me siento más viva que nunca y estoy segura de que me quedan, al menos, otros cien años para seguir dando guerra y compartiendo lecturas.
Mis raíces regias (siglo XVII – XVIII)_
No os equivoquéis: yo no nací librera. Antes de que me llenaran de casetas y ediciones de bolsillo a euro, fui terreno regio, un auténtico patio de recreo para reyes. Sí, señor: bajo mis adoquines aún late el recuerdo del Palacio del Buen Retiro, esa residencia descomunal que el conde-duque de Olivares mandó levantar para un Felipe IV aburrido de tanta pompa en el Alcázar. El pobre necesitaba un palacio nuevo donde darse sus festines y montar espectáculos con fuegos artificiales, comedias palaciegas y batallas fingidas con más extras que una superproducción de Hollywood.
¡Ay, aquellos tiempos! Yo, tan jovencita, recién salida del cascarón, rodeada de jardines, fuentes y lagos de pega, viendo a Felipe pasearse entre mis sombras con artistas, validos y alguna que otra amante bien colocada. Mientras tanto, yo pensaba: “Majestad, menos posar para Velázquez y más pensar en alimentar al pueblo”. Pero claro, nadie me preguntaba.
Años más tarde, di un giro inesperado —como buena madrileña— y me convertí en el primer zoológico de la ciudad. Fue cosa de Carlos III, ese rey tan ilustrado y tan de “ciudad bien organizada”, que en 1774 me llenó de fauna como parte de su gran proyecto de Ciencias Naturales. Imaginad el cuadro: jirafas, monos, hasta osos… todo a un paso de donde hoy mis libreros venden “Lopes” por cuatro duros. Imaginaros: yo, que ahora presumo de culta, fui primero vecina de leones.
Eso sí, el plan era serio. Carlos III soñaba con un espacio de saber, conectado con el Real Jardín Botánico, el Gabinete de Historia Natural (que acabaría convirtiéndose en el Museo del Prado) y el Observatorio Astronómico. Vamos, que yo nací con vocación de empollona. Mi ADN está hecho de ciencia, estrellas y naturaleza. Por eso, cuando me rodearon de libros, no me sorprendí. Era lo lógico. El destino.
Con el tiempo, el zoológico se mudó —primero junto a la Puerta de Alcalá y luego al Retiro, en la famosa Casa de Fieras— y yo me quedé sola, despejada y buscando mi propósito en el mundo. Pero no sufráis: una, cuando es lista, se reinventa. He pasado de palacio a zoo, de zoo a feria de libros… y de feria de libros a icono cultural. Soy una superviviente nata, mucho antes de que se pusieran de moda los manuales de autoayuda.
En resumen: mientras otras calles servían para coches de caballos o desfiles militares, yo empecé mi vida codeándome con reyes, animales exóticos y sabios ilustrados. Decidme, ¿qué otra cuesta puede presumir de eso?
Mis primeros aires feriales (Edad Media – siglo XIX)_
Antes de convertirme en la cuesta literaria de renombre que soy hoy —con mis casetas ordenadas y mi aroma a libro viejo—, tuve un pasado mucho más callejero. Aprendí lo que era el negocio del libro entre fritangas, gallinas y baratijas, porque en esta ciudad, amigos, antes de vender letras, había que sobrevivir entre zanahorias. Mi linaje literario es humilde: vengo de familia de tenderetes y pliegos de cordel, de esos que se colaban entre las cebollas y los cacharros.
Ya en plena Edad Media, Madrid organizaba ferias que tenían su aquel, gracias a un tal Juan II de Castilla que, allá por 1447, decidió que dos veces al año se montaran ferias francas sin impuestos. Y claro, con tal ganga, aquello era un festival: zapatos, reliquias, chacinas, cabras… y algún que otro librito mal doblado que resistía como podía el olor a chorizo frito. Yo me imagino aquellos tenderetes torcidos, con los libros codo con codo con quesos rancios y pienso: “Ay, Moyano, qué poquito glamur tenían tus ancestros”.
Pero, como todo en la vida, las cosas fueron evolucionando. En el siglo XIX, cerca de la estación de Atocha, mis futuros libreros empezaron a levantar sus primeros puestos. Aquello no tenía nada de elegante: cuatro maderas viejas, lonas rotas y un caos de papel que daba más lástima que otra cosa. Pero oye, entre polvo y humedad, empezó a germinar algo bonito. La semilla de lo que yo acabaría siendo: una cuesta literaria con todas las letras.
Eso sí, mis pobres libreros de entonces lo tenían complicado. Tenían que convivir con vendedores de gallinejas, trileros, cacharreros y algún timador aprovechado. Normal que se quejaran: “¡Queremos un sitio digno, un espacio para la cultura, por el amor de Cervantes!”. Y yo, que ya notaba que algo se cocía, pensaba: “Tranquilos, que algún día me plantaréis en el mapa y no tendréis que pelearos con los asados ni con las peonzas de feria”.
Porque sí, aunque aún no me llamaban “Cuesta de Moyano” ni tenía casetas azuladas, ya me rondaba el espíritu de las letras. Yo sabía que mi destino no era quedarme en el recuerdo del Palacio del Retiro ni en el eco de los rugidos de la vieja fauna. Mi vocación era clara: ser feria permanente de libros. Ya entonces, entre salmueras y papel acartonado, comenzaba a perfilarse lo que estaba por venir. Vaya si vino.
De Atocha al Botánico (finales del XIX – 1919)_
Si algo he aprendido en estos cien años es que los libreros madrileños son tercos como mulas. Pero, oye, ¡bendita terquedad la suya! A finales del siglo XIX, hartos de vender libros entre humaredas de churros y gritos de “¡barato, barato!”, decidieron plantarse. Que ya estaba bien de tener a Quevedo oliendo a aceite requemado y a Zorrilla empolvado entre muñecos de feria. Querían dignidad, querían su espacio… y se lo empezaron a pelear con paciencia de santo.
Por entonces, sus puestos se desperdigaban alrededor de la estación de Atocha y a lo largo del Paseo del Prado, justo frente a las verjas elegantes y estiradas del Real Jardín Botánico. Eran tenderetes precarios, sí, hechos con más ilusión que estabilidad: cuatro maderas torcidas, lonas que se caían a cachos y un caos de papel que habría hecho llorar a cualquier bibliotecario. Pero ellos lo tenían claro: no vendían baratijas, vendían ideas. Y las ideas, escuchadme bien, siempre reclaman su sitio.
Claro, los del Botánico, guardianes de sus helechos y sus geranios, no lo veían igual. “¡Nos mancillan la verja, parecen traperos!”, se quejaban. Y a ver, un poco de razón sí tenían: aquello era más naufragio de biblioteca que feria literaria. Pero, ¡ay!, en ese desorden glorioso se escondían verdaderos tesoros. Ediciones raras, libros antiguos, manuales perdidos... todo al alcance de estudiantes sin un duro y lectores empedernidos con ojo de halcón.
Los libreros, orgullosos hasta la médula, no se quedaban callados. Respondían con ironía castiza: “Será feo, sí, pero gracias a nosotros los chavales leen. Y leer, señores, siempre es más importante que decorar una verja”. Y ahí es donde yo sonrío, porque incluso antes de nacer como cuesta, ya me estaban soñando: un lugar donde los libros no discriminaran por bolsillo ni por etiqueta.
Ese tira y afloja entre la sabiduría y el paisajismo fue subiendo de tono. En 1919, hartos de compartir escenario con feriantes y trastos varios, los libreros se plantaron con más fuerza que nunca junto al Botánico. Fue su forma de decir: “Aquí estamos y no nos mueve ni el viento ni el alcalde”.
No estuvieron solos. Escritores, intelectuales y lectores habituales se pusieron de su lado, defendiendo que Madrid merecía su propia feria de libros permanente, como la que ya lucía en París. Porque sí, entre casetas deslucidas y páginas amarillentas, palpitaba algo mucho más grande que un simple mercadillo: latía una ciudad con sed de lectura y ganas de sacar los libros a la calle.
Y yo, que aún no tenía nombre ni dirección fija, ya empezaba a sentir el cosquilleo de la vocación. Aquellos años fueron mi adolescencia rebelde: sin casetas de verdad, sin papeles oficiales, pero con sueños enormes. Los libreros, obstinados y poéticos, ya escribían los primeros renglones de mi historia. Y aunque la verja del Botánico bufara, yo me iba preparando para lo que venía: abrir los brazos, hacer sitio a los libros… y convertirme, por fin, en el hogar literario de Madrid.
Nacimiento oficial: 1925_
Ay, 1925… ¡qué año!, ¡qué bautizo!, ¡qué subidón literario! Después de años dando tumbos entre verjas indignadas y tenderetes desastrados, por fin el Ayuntamiento se apiadó y dijo: “A estos libreros hay que darles un sitio en condiciones”. Y así, con toda la pompa que permite una calle empinada, nací yo: flamante, ordenada y con nombre propio, como la Feria Permanente del Libro de Madrid, instalada en esta mi gloriosa pendiente de la calle Claudio Moyano.
El encargado de darme forma fue don Luis Bellido, arquitecto municipal de postín, que ya había puesto su firma en lugares tan poco literarios pero muy madrileños como el Matadero o el cementerio de la Almudena. Fue él quien diseñó mis primeras casetas: treinta en total, de 15 metros cuadrados cada una, pintadas en un gris azulado discreto, elegante, muy "biblioteca de exterior". No tenían ni luz ni calefacción —ya sabéis, austeridad castiza—, pero qué queréis que os diga, yo me sentía la París del Retiro. Porque sí, la inspiración venía de los buquinistas del Sena, aunque en vez de río yo tuviera a los patos del Estanque.
¿Que el canon municipal era de cuarenta pesetas al mes? Pues sí, pero para mis libreros aquello era como alquilar un mini-palacio donde los libros dormían bajo llave y los lectores soñaban con tesoros encuadernados. Por fin tenían su rincón digno, lejos de las aglomeraciones y el griterío de las ferias ambulantes. Allí se vendían ediciones raras, manuales de todo pelaje y bibliotecas enteras, con la naturalidad con la que otros compraban una barra de pan.
Y para rematar el estreno, me regalaron dos padrinos de lujo. Al pie de mis peldaños, la estatua de Claudio Moyano, el político que allá por 1855 impulsó la Ley de Instrucción Pública. Vamos, el hombre que enseñó a leer a medio país. Y en el otro extremo, casi tocando el Retiro, un vecino que daba categoría: don Pío Baroja, que venía a verme como quien visita a una sobrina querida. ¿Qué más se puede pedir? ¡Si parecía que las letras me salían por las baldosas!
Desde el primer día fui un hervidero. Estudiantes con el presupuesto justo, señoritos cazadores de rarezas, escritores husmeando entre estantes como sabuesos de metáforas. Pero lo que de verdad me hincha el lomo de orgullo es que, por primera vez, dejé de ser “el mercadillo de los libros” para convertirme en algo serio: la calle literaria de Madrid. Y, qué queréis que os diga, no hay piropo más grande para una cuesta que se ha pasado la vida viendo pasar ríos de tinta y mareas de lectores.
Fue entonces cuando Ramón Gómez de la Serna, ese genio del absurdo que me miró con cariño, entre carcajada y greguería, me bautizó como la “feria del boquerón”. Porque sí, por aquel entonces un libro de segunda mano costaba lo mismo que ese humilde pescadito: quince céntimos. Yo todavía me río al recordarlo. Cultura a precio de tapa. ¿Qué puede haber más madrileño que elegir entre un soneto y un boquerón?
La verdad es que aquel mercadillo de libros tenía un desorden encantador. Se vendían bibliotecas de difuntos, ediciones raras que se escondían entre manuales de gramática ilegibles y montones de papel sin clasificar esperando una segunda vida.
Así que sí, nací oficialmente en 1925. Y lo hice con todos los honores: arquitecto ilustre, estatua en la entrada, padrinos de altura y casetas robustas. Desde ese día, soy lo que veis: una señora de las letras, con los pies en la tierra, las puertas abiertas y los libros listos para conquistar Madrid, página a página.
Entre guerras y dictadura (1930 – 1970)_
Yo no tuve una juventud tranquila, ni de lejos. Apenas me había estrenado en 1925 con mis casetas recién pintadas cuando ¡zas! me cayó encima el huracán de los años 30. Qué década, chico: huelgas, políticos tirándose de los pelos, bandos enfrentados y, para rematar, la Guerra Civil. A mí me pilló con mis treinta casetas alineadas como soldaditos de papel… y creedme, no fue un juego de niños.
Durante la contienda, no me abandonaron del todo. No, yo seguí funcionando, aunque a medio gas: menos libreros, menos clientes y mucho más miedo. Entre páginas y estantes, a veces en lugar de versos se escuchaban silbidos de balas. Y yo, firme, con mis casetas maltrechas, me repetía a mí misma: “He nacido para resistir… y resistiré”. Porque si algo me define, es que soy más terca que una mula con aires de chulapa.
Acabada la guerra llegó la posguerra… y con ella otro tipo de silencio, el silencio impuesto. Pero aquí, entre mis casetas, el murmullo de las páginas nunca se apagó. Al contrario: me volví refugio de libros prohibidos. Había complicidad en el aire: un guiño, una palabra en voz baja… aquel Machado, aquel Ortega o aquel Marx pasando de mano en mano como si fuera dinamita de bolsillo. Qué emoción, ver a un estudiante guardar un libro bajo el abrigo como el que esconde un secreto de Estado.
Lo confieso: fui peligrosa, fui rebelde y fui cómplice. Y no me arrepiento ni un segundo. Prefiero mil veces ser recordada como aliada de la libertad que como calle obediente y gris. Mientras en el Retiro rugían los leones de la Casa de Fieras, yo rugía también, pero con versos, con ideas y con ensayos que se negaban a ser silenciados.
Luego vinieron los 50 y 60, con España desperezándose a medias. Yo seguía ahí, veterana pero viva, viendo turistas curiosos, estudiantes incansables y escritores buscando inspiración entre mis casetas ya algo desvencijadas. Eso sí, en 1969 por fin me dieron un lavado de cara. El Ayuntamiento encargó a los arquitectos Joaquín Roldán y José Ángel Rodrigo un nuevo diseño. Yo lo agradecí, claro… pero no nos engañemos: más que reforma fue un apaño, un “ya iremos viendo”. Seguía teniendo pinta de provisional, como si nadie terminara de creer en mí del todo.
Pero ojo: en esos años eché raíces de las buenas. Me consolidé como lo que soy, una calle literaria con carácter rebelde. Aquí seguían vendiéndose manuales baratos, sí, pero también se mantenía vivo el pulso intelectual de Madrid. Yo veía bajar a jóvenes con los bolsillos llenos de filosofía prohibida y pensaba: “Estos me van a devolver la libertad un día”. Y, vaya si lo hicieron.
Así que, entre guerras, silencios y reformas a medias, me curtí. Pasé de adolescente literaria a adulta con carácter, con cicatrices y mucho orgullo. Porque yo, queridos, soy de esas calles que no se rinden. Y si no pudieron conmigo ni las bombas ni la censura, ¿creen de verdad que me van a asustar ahora los ebooks o la inteligencia artificial? ¡Ja! Que vengan, que aquí les espero, con mis casetas bien puestas y mi espíritu indomable.
Crisis, derribos y resurrecciones (1980 – 2000)_
Siempre pensé que, después de sobrevivir a una guerra y a una dictadura, iba a poder disfrutar de una jubilación tranquila ¡Ilusa! Lo peor me vino después, en plena democracia, cuando ya soñaba con envejecer rodeada de libros y lectores. Fue entonces, en los años 80, cuando me dieron la puñalada.
Lo recuerdo como si fuera ayer: 5 de agosto de 1986, a las diez y diez de la mañana. Una retroexcavadora se plantó frente a mis casetas y, en cuestión de minutos, redujo a astillas lo que había sido mi hogar desde 1925. Los libreros, pobres míos, miraban con lágrimas en los ojos cómo se desplomaban las tablas que habían resistido guerras, censuras y temporales. Yo pensaba: “¿De verdad era necesario traerme la guillotina mecánica? ¿No bastaba con una mano de pintura?”.
El derribo fue un drama, sí, pero también un sainete muy madrileño: lágrimas, rabia y un punto de tragicomedia castiza. Prometieron que algunas casetas se guardarían para el Museo Municipal o que se subastarían en apoyo a los libreros… pero ya saben cómo van esas promesas políticas: se deshacen en el aire más rápido que un suflé. Yo, resignada, tuve que aceptar mi exilio provisional en el Paseo del Prado. Vamos, como si me hubieran mandado a una residencia, con las maletas medio hechas y sin saber si volvería a mi casa.
Pero yo soy dura de pelar. En 1987 me reconstruyeron imitando las casetas originales: mismas medidas y mismos materiales, aunque con algún extra del siglo XX: luz, agua y hasta teléfono. Vamos, un lifting discreto: por fuera parecía la misma de siempre, pero por dentro ya podía enchufar una lámpara o recibir llamadas sin tener que gritar desde la verja. Aun así, miraba al cielo con desconfianza: “A ver cuánto me dura esta juventud prestada…”.
Los 90 me trajeron algo de calma, aunque siempre con la sombra de lo provisional. Mis libreros seguían al pie del cañón, soportando los fríos de enero y los calores de agosto, pero con la pasión intacta. Yo, como buena señorona madrileña entrada en años, me hacía la fuerte.
Hasta que llegaron los 2000… y otra vez las obras. En 2004 me levantaron entera para meter una subestación eléctrica bajo mi suelo. “Otra mudanza, otra vez a hacer cajas… a mis años”, suspiré, ya viéndome como una abuela que no deja de cambiar de casa.
Por suerte, en 2007 regresé a mi sitio de siempre: reformada, peatonalizada y con un aire nuevo. Los libreros volvieron a desplegar sus mesas, los lectores a revolver mis estantes y yo a presumir de mi eterna condición de calle literaria. Fue como salir viva de una operación complicada: con mis arrugas, sí, pero arrugas dignas, las de quien ha vivido mucho y tiene mucho por contar.
Así que sí, en esas décadas me demolieron, me reconstruyeron, me mudaron y me rejuvenecieron… pero nunca pudieron conmigo. Porque lo que nunca entendieron ni los políticos ni las excavadoras es que yo no soy madera ni pintura: soy los miles de ojos que me han recorrido buscando historias. Y eso, señores, no hay máquina que lo derribe.
Mi vida cotidiana: libreros, clientes y anécdotas_
Si algo me hace única no son solo mis casetas, ni mis estatuas de padrinos ilustres, ni mi pedigrí histórico. Lo que de verdad me da vida son mis libreros y mis visitantes. Porque, seamos claros: sin ellos yo sería una cuesta cualquiera donde las palomas se sienten dueñas del terreno.
Mis libreros… ¡ay, mis libreros! Esa es mi familia de sangre y tinta. Algunos empezaron de niños, ayudando a sus abuelos a colocar montones de libros que pesaban más que ellos mismos. He visto pasar tres y hasta cuatro generaciones detrás de un mismo mostrador. Pocos gremios en Madrid pueden presumir de semejante lealtad a un oficio. Y es que estos hombres y mujeres han aguantado de todo: lluvias que parecían diluvios, veranos que derretían hasta las portadas de plástico y ese frío de enero que se te mete en los huesos. Pero ahí siguen, dedicados, sonrientes y con un libro adecuado para cada curioso que se asome a preguntar.
¿Y qué me dicen de mi clientela? Por aquí ha pasado de todo: lo más ilustre, lo más pintoresco y lo más inesperado. Ortega y Gasset hojeaba filosofía con gesto severo; Hemingway, entre vermut y vermut, buscaba algo que le entretuviera; María Zambrano paseaba entre casetas con ese aire de pensadora iluminada. Umbral me dejó la frase que más me honra: “la calle más leída de Madrid”. Y por si fuera poco, también me han visitado rockstars como Patti Smith o novelistas de moda como Arturo Pérez-Reverte. Vamos, que tengo más registros en mi libro de visitas que un aeropuerto internacional: de Baroja al punk neoyorquino, todo cabe en Moyano.
Sin embargo, mi verdadero tesoro no son los famosos, sino los millones de anónimos que han subido y bajado mi pendiente con los bolsillos repletos de ilusión. Desde parejas que se compraban su primera novela juntos hasta jubilados que buscaban el tomo que les devolviera recuerdos de juventud. Ellos son mis lectores de verdad, los que me mantienen viva cada día, sin flashes ni titulares.
Mis casetas también han sido escenario de tertulias improvisadas. Un exministro discutiendo con un general retirado, un poeta tímido leyendo en voz baja a una muchacha desconocida, un librero confesando su vida entera a un cliente fiel… Yo lo escucho todo, porque soy calle, pero también confidente de historias que no salen en los periódicos.
Eso sí, no crean que todo es gloria. Tengo mis manías y no las escondo. ¿Era necesario llenarme de graffitis? ¡Por favor! Que no soy un muro del extrarradio, soy la cuesta más literaria de Madrid. Y los skaters… ¡ay, los skaters! Bajando como si fueran a batir un récord olímpico. De verdad, muchachos, dejad de usarme como pista de despegue, que me asustáis a las señoras que solo quieren curiosear los ejemplares de Celia en paz. Yo, con amor y una sonrisa, les cambiaría el monopatín por un manual de urbanidad. Edición de bolsillo, eso sí.
Como veis, entre el polvo del papel y las conversaciones a media voz, yo sigo acumulando anécdotas como quien guarda estampitas. Esa es mi vida cotidiana: un desfile interminable de libros, gentes y sorpresas. Mientras mis casetas sigan abiertas, seguiré siendo lo que siempre he sido: un rincón donde Madrid se lee a sí misma.
Un siglo después: Centenario (2025)_
¿Qué queréis que os diga? ¡Cien años no se cumplen todos los días! Este 2025 he llegado a mi primer siglo oficial y, la verdad, me siento como esas muchachas que lucen con orgullo canas plateadas en lugar de tapárselas, marcando tendencia. Porque sí, soy centenaria, pero sigo estando en plena flor de la vida… literaria, se entiende.
Para celebrarlo me he puesto de gala. No me han colgado faralaes ni guirnaldas (que tampoco me habrían quedado mal, ojo), pero casi: recitales de poesía, rutas literarias, conciertos, ferias infantiles… un festival para todas las generaciones que me han pisado. Y por si fuera poco, me he hermanado oficialmente con mis primos parisinos, los bouquinistes del Sena, que me han mandado felicitaciones desde sus orillas. Ya tocaba: que quede claro que Madrid no tiene nada que envidiar a París cuando de pasear entre libros al aire libre se trata.
Además, me han hecho un regalazo de cumpleaños: la incoación de expediente para declararme Bien de Interés Cultural Inmaterial. Vamos, que ya no soy solo una cuesta cargada de libros, ahora soy patrimonio con papeles y sello oficial. Y aunque a mí los títulos me dan un poco igual, me hace ilusión que las instituciones reconozcan lo que los lectores saben desde hace un siglo: que soy parte inseparable de la memoria de Madrid.
Y en esta fiesta no estoy sola. Por aquí siguen pasando escritores y artistas como mi fiel Pérez-Reverte, Luis Alberto de Cuenca, Carmen Iglesias, Rosa Montero, Christina Rosenvinge, Marwan o Carlos del Amor… que se han unido en la iniciativa ciudadana ‘Soy de la Cuesta’ , de la que tod@s podéis formar parte, para mimarme como me merezco y velar por mi. Y, por supuesto, los de siempre: estudiantes, turistas, jubilados… Ellos son mi savia, los que me hacen sentir más viva que nunca.
Dicen que ahora tengo enemigos modernos: los libros digitales, las compras por internet, la inteligencia artificial que hasta quiere recomendar lecturas. Y yo sonrío con sorna. “¿Resistirás?”, me preguntan. Pues claro. A mí no me tumbaron ni las bombas ni las excavadoras, ¿de verdad creen que me va a derrotar un Kindle? No señor. Lo respeto… que leer siempre es una buena noticia… pero yo soy papel, olor a tinta y conversación cómplice con el librero de confianza. Esa experiencia no la sustituye ningún algoritmo, por muy listo que se crea.
Eso sí, no todo es brindis. Mis libreros lo siguen pasando mal: los márgenes son estrechos, las ventas difíciles y las nuevas generaciones leen de otra manera. Por eso, ya que me toca soplar velas, voy a pedir un deseo: que me sigan cuidando. Que sigan viniendo a comprar, a revolver, a charlar. Que no me conviertan en postal para turistas, porque yo no soy decorado, soy una cuesta viva, una feria que late con cada libro que cambia de manos.
Un siglo después, me gusta pensar que sigo siendo la calle más leída de Madrid, la cuesta pizpireta que se niega a morir de aburrimiento, el último rincón donde el papel aún huele a verdad y cada lector puede encontrar, si se atreve a buscar, su propio tesoro. Y mientras haya alguien dispuesto a perderse entre mis estantes, yo seguiré cumpliendo años con la misma energía de siempre. Que vengan otros cien.
“Sólo hay un olor que puede competir con el olor a tormenta: el olor a madera del lápiz”