Hijos del hambre

Cartilla de racionamiento. Calle del Prado. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Calle del Prado, 14. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

cartillas de racionamiento, pan para hoy… hambre para mañana

¿Eres de los que siempre apartan el pico de la barra de pan? ¿De los que se sirven en el plato más cantidad de la que acaban comiendo? ¿De los que tiran a la basura la comida sobrante por no repetir receta al día siguiente? Si encajas en cualquiera de estas situaciones debes saber que, de haber vivido la posguerra española, cualquiera de esas “sobras” que hoy desprecias habrían sido manjares a los que nunca habrías podido acceder al margen de tu cartilla de racionamiento.

Sobrevivir en España en los años posteriores a la Guerra Civil, en los años 40 y 50 del siglo XX, se convirtió en una lucha diaria contra el hambre y la desolación.

La España que se había declarado en guerra el 18 de julio de 1936 era tan sólo un espejismo de la que la concluyó el 1 de abril de 1939: más de 500.000 muertos en el frente, cerca de 100.000 exiliados y miles de represaliados en las cárceles nacionales configuraban un panorama estremecedor.

Nuestro país afrontaba una posguerra marcada por la escasa natalidad y unas tasas de desempleo alarmantes. Quien podía trabajar lo hacía en condiciones muy precarias y por sueldos miserables.

Tristemente, muchos niños se vieron obligados a abandonar el colegio y comenzar a trabajar antes de la edad permitida para sacar adelante a sus familias, aumentando en muy poco tiempo el nivel de analfabetismo de una sociedad en decadencia que, poco a poco, hipotecaba su futuro.

El conflicto había arruinado multitud de campos de cultivo y fábricas, por lo que los datos de producción eran desastrosos. Por si fuera poco, la falta de recursos en el resto de Europa a causa de la Segunda Guerra Mundial y el aislamiento comercial impuesto por el régimen franquista impidieron que pudiéramos recibir ayuda del exterior.

La miseria rebosaba en una España deprimida que comenzó a pasar hambre… mucha hambre… hasta que la hambruna se convirtió en epidemia, algo que hoy en día a muchos nos cuesta siquiera imaginar.

Se impusieron una vigilancia y un control férreos sobre la agricultura, la ganadería y la pesca. Por un precio ínfimo, el gobierno adquiría estos recursos a los productores y los disponía para la venta pública a través de un sistema de reparto “equitativo”: nacían las cartillas de racionamiento.

Inicialmente estas cartillas fueron distribuidas a las familias españolas en base a un censo. Cada tarjeta se componía de una serie de cupones en los que figuraban los productos y la cantidad a que tenía derecho una familia por semana: carne, patatas, legumbres, arroz, algo de aceite, leche y pan negro… ya que el blanco era considerado un artículo de lujo por la escasez de trigo. Los cereales, las legumbres y las hortalizas se alternaban según la semana. También se incluían otros productos, como el jabón o el tabaco.

Al poco tiempo se comprobó que este sistema hacía aguas y que era imposible hacer un seguimiento efectivo de los suministros entregados, por lo que comenzaron a repartirse cartillas individuales… una nueva vuelta de tuerca que generó una total discriminación en el reparto de alimentos.

Las cartillas pasaron a ser de primera, segunda o tercera categoría en función del nivel social, el estado de salud y el trabajo del cabeza de familia. Los hombres adultos podían acceder al 100% de los alimentos, según su empleo; las mujeres adultas y las personas mayores de 60 años obtenían el 80% y los menores de 14 años, el 60%.

Pero ya sabemos que la teoría y la práctica no suelen ir de la mano y no siempre se podían adquirir ni las cantidades ni los productos que marcaban las cartillas. A las puertas de los centros de reparto, como el que estuvo situado en el número 14 de esta Calle del Prado, solían formarse enormes colas donde los robos y las peleas, motivadas por la desesperación de los infelices concurrentes, eran tristemente habituales.

La escasez y el hambre dieron lugar, como en tantos otros momentos de nuestra historia, a multitud de artimañas para conseguir más alimentos: se falsificaban las cartillas de los hombres adultos para obtener el total de las provisiones; se borraban con migas de pan los sellos en los cupones para reutilizarlos; si fallecía algún familiar, se ocultaba su muerte a las autoridades para poder seguir teniendo derecho a sus provisiones e incluso eran frecuentes las falsas embarazadas, que escondían bajo su ropa multitud de productos.

Sin embargo, además de la picaresca, la necesidad también despertó la avaricia en algunos españoles, que aprovecharon la miseria de los más pobres para lucrarse.

En el campo y las fábricas algunos trabajadores comenzaron a ocultar parte de los recursos destinados a la distribución para revenderlos de forma clandestina. Incluso los funcionarios responsables del control de producción hacían muchas veces la vista gorda, recibiendo a cambio de su silencio pagos en metálico o en especie.

El estraperlo aparecía en escena. En este mercado negro, paralelo al oficial, los más pudientes podían encontrar alimentos de primera necesidad y medicamentos, pero a un coste desorbitado: el pan blanco aumentó un 800% su precio y el del aceite, los huevos o el azúcar creció hasta cuatro veces.

De ser descubiertos, los estraperlistas podían acabar con sus huesos en la cárcel o en un campo de trabajo. Aun así, muchos de los que no fueron arrestados y lo practicaron a gran escala, consiguieron enriquecerse.

Lo cierto es que el racionamiento no alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de muchas familias, que debían sacarle el máximo partido a lo poco que recibían con la cartilla: se freía sin aceite, se tomaba leche aguada, se hacían guisos de bellotas, achicoria en lugar de café e incluso tortilla sin huevo… una receta inaudita que merece la pena investigar.

Mondas de patata y de naranjas, hierbas del campo, raíces, cardos, palomas, pájaros, ratas, lagartos e incluso gatos (en lugar de liebres) configuraron el menú diario de los madrileños más miserables durante la posguerra.

Pero si hubo un colectivo que sufrió especialmente en estos años aciagos fueron los niños… una vez más, los que más sufren las secuelas de cualquier guerra. La escasa y deficiente alimentación motivó carencias en la nutrición infantil que enseguida se tradujeron en muertes, enfermedades, problemas de desarrollo y retraso mental… especialmente en niños de las zonas rurales menos desarrolladas.

A partir de los años 50, España comenzó a vivir cierta apertura al exterior en su política y su economía. Las ayudas recibidas de otros países comenzaron a llegar y el racionamiento de alimentos concluyó en 1952, dejando una huella de angustia que aún hoy perdura entre quienes vivieron una niñez marcada por la etapa más dura de nuestra historia moderna.

Muchos de aquellos niños son hoy nuestros mayores… esos ancianos que en nuestros días parecen abocados a seguir sufriendo en residencias, hospitales o en la soledad de sus propias casas. Hoy más que nunca tenemos la obligación de admirarles, protegerles, cuidarles, escucharles, consolarles y aprender de ellos… supervivientes de una época horrible que marcó sus vidas… héroes que nunca dejaron de luchar para que nosotros nunca tuviéramos que pasar hambre.

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En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
— Último parte de guerra del 1 de abril de 1939


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