Genio y figura
Quevedo y El Buscón: el alma satírica de Madrid en el Siglo de Oro
¡Ea, pues! Que se sepa de una vez por todas y quede escrito para escarnio de listillos y desmemoria de las academias: yo fui criatura de don Francisco de Quevedo y, más que criatura, reflejo suyo en el espejo quebrado de esta España nuestra, que tanto ama al pícaro mientras lo persigue con la vara.
Porque si yo, Pablos, hijo de Clemente Pablo (barbero de navaja suelta y manos largas) y de doña Aldonza de San Pedro (mujer de oraciones torcidas y pócimas sin receta), fui el Buscón más conocido de Segovia a las Indias, fue por arte de su pluma, que de tan afilada no dejaba ni honra viva ni vicio oculto.
Y no vengo hoy a dar lástima ni a contar de nuevo mis desventuras, que ya las sabéis de sobra: de la escuela del licenciado Cabra al presidio, pasando por el hambre, los disfraces, las coces de la fortuna y las cuchilladas de la vida. No. Hoy vengo a hablar de quien me inventó, de quien me miró y me entendió mejor que todos los curas y alguaciles juntos. Vengo a hablar de mi amo Quevedo, el más cojo de cuerpo y más ágil de mente que vio el Siglo de Oro —que más bien fue de oropel, porque hambre no faltaba—.
Le conocí —si me queréis creer— en la Corte de Madrid, allá por los años en que se confundía uno si entraba en una tertulia o en una celada. Él vestía de negro y hablaba en plomo fundido, con esa lengua suya que parecía espada y azote. No me dirigió palabra al principio, pero me miró como quien reconoce a un pariente bastardo. Y ahí supe que éramos del mismo linaje: yo, de tinta; él, de carne.
Desde entonces, me dio cobijo entre sus letras. Me prestó su genio, su bilis, sus latines y hasta sus burlas más despiadadas. Me vistió de palabra vieja y me soltó por el mundo para que hiciera de las mías con su voz. Él ponía el verbo, yo ponía el hambre. Él la sátira, yo la miseria. Hicimos buen trato.
Pero la justicia no es justa si solo se acuerda del pícaro y olvida al maestro. Así que me he propuesto contar su vida —la de don Francisco— como buenamente sé, con algo de cronista, algo de alcahuete y bastante de deslenguado. No esperéis solemnidad, que para eso están los retratos de busto y los manuales con polvo. Aquí habrá verdades sin barniz, anécdotas de posada y palacio, traiciones cortesanas, versos que sangran y enemigos que muerden.
Porque mi amo no fue santo ni quiso serlo. Fue espía, preso, poeta, duelista, cortesano, exiliado y hasta marido por un rato. Amó las letras y odió al Conde-Duque con el mismo fervor. Mordió donde dolía y escribió donde más escocía. Y eso no se hace sin pagar precio.
Y si alguno duda que un pícaro como yo sea digno de narrar la vida de un genio como Quevedo, le respondo como respondía mi madre al inquisidor: “¿Y quién mejor para hablar del fuego que quien duerme en la ceniza?”
Así que, pasad y leed, que yo os contaré cómo vivió, escribió, combatió y murió el hombre que se atrevió a decirle la verdad al poder… y le costó la vida y la gloria.
Yo os contaré a Quevedo: el que me parió en papel, el que maldijo al mundo y le sacó los colores. El Quevedo que aún respira en cada insulto bien dicho y en cada verso que duele.
Y si no os gusta, os lo cuento dos veces.
I. MADRID, 1580: NACER COJO, MIope Y GENIAL_
“Diole la villa y corte su cuna, y una cojera para andar derecho”
Yo nací pobre, como nacen los higos en rama seca; pero mi amo nació en cuna alta, de esas con sábanas y con libros. Aunque bien pronto supo que la nobleza, si no va escoltada de talento, es solo una forma elegante de la ruina.
Madrid le dio la vida —que no es lo mismo que la alegría— un 14 de septiembre de 1580, cuando la villa ya olía a imperio en descomposición y a caldo de mendrugo. Su madre, doña María de Santibáñez, era dama de la reina Ana de Austria. Y su padre, don Pedro Gómez de Quevedo, un señor que se escribía de corrido con la princesa María y que firmaba documentos como quien reparte mandamientos. Vamos, que el pequeño Francisco mamó protocolo y secretos palaciegos desde la cuna.
Pero también mamó desgracia: a los seis años quedó huérfano de padre y a los once, sin hermano. Lo crió un pariente del Consejo de Aragón que, por más títulos que tuviera, no era ni sombra del afecto. De ahí que mi amo, desde niño, hiciera de la soledad su escuela y del estudio su refugio.
Y qué estudios, señora mía. Que mientras otros rapaces se sacaban mocos y hacían la culebra con la pluma, él se enredaba en griegos, estoicos y teólogos, con el tesón de un cojo que quiere ganar una carrera. ‘Quevedito’ —así le llamaban algunos con sorna— se formó en el Colegio Imperial de los jesuitas y luego en la Universidad de Alcalá, donde aprendió más de lo que después quiso enseñar.
Era flaco, miope y con las piernas retorcidas, como si la naturaleza le hubiera querido poner difícil el camino solo para ver si lo recorría igual. Y lo recorrió. Con gafas de culo de vaso y la lengua como daga. Si no veía a tres pasos, bien que miraba al alma de la gente. Y si no podía correr, bien que le alcanzaba el ingenio para adelantar a todos.
Decían de él que era un niño raro. No se juntaba con otros, y si lo hacía, era para afilar el ingenio a costa de su dignidad. Ya por entonces era más temido que amado y más leído que comprendido. Un alma vieja encerrada en un cuerpo maltrecho.
Y sin embargo, Madrid le dio materia prima para toda su obra: el espectáculo humano. Desde la corte hasta los figones, desde los sermones hasta los cuchicheos de esquina. Observaba y anotaba, escuchaba y mordía. Tenía ya entonces un ojo para los vicios del prójimo que haría temblar a confesores y validos por igual.
Madrid, por aquel entonces, era un teatro: con sus tramoyistas de sotana, sus actores de pluma, sus nobles de cartón y sus bufones con título. En ese escenario nació mi amo y desde niño supo que la risa, cuando es certera, es más temible que la espada. Y vaya si la usaría.
Así empezó todo. Con un niño cojo, miope y cabreado con el mundo, en una ciudad donde el oro brillaba solo en los balcones del poder. Un niño que pronto aprendería que la lengua, bien usada, podía ser látigo, refugio y venganza.
Y eso, amigos míos, ya olía a gloria... o a hoguera.
II. EL MUNDO EN QUE VIVIÓ: EL SIGLO DE ORO Y SUS SOMBRAS_
“Entre pícaros de pluma y validos de verbo torcido”
Yo he vivido mucho, señores, pero os juro que pocas veces se ha visto tanta miseria junta tan bien vestida como en el llamado Siglo de Oro. Oro, sí... pero para unos pocos. Para el resto, lo más brillante que veíamos era la calva de los frailes.
Mi amo, don Francisco, creció y escribió en el corazón mismo del Imperio español, justo cuando empezaba a deshacerse como soguilla vieja. Decían que no se ponía el sol en los dominios de Su Majestad, pero tampoco se ponía la olla a hervir en media Castilla. El oro llegaba de las Indias y se iba derechito a los bancos de Flandes. Y nosotros aquí, rezando por no morir de frío ni de impuestos.
La Corte, tras el vaivén a Valladolid, había regresado a Madrid en 1606 y con ella vino la pompa, los pasillos de terciopelo y las puñaladas de salón. En cada esquina se hablaba de teología, guerra, teatro o traición. Y en algunas tabernas, de todo eso junto.
Fue un tiempo de genios y verdugos, de santos con espada y clérigos con amantes. Estaban Cervantes, Lope, Góngora, Calderón… y cada uno mirándose el ombligo, mientras el pueblo miraba el puchero vacío. Si hubierais paseado por la iglesia de San Sebastián hacia 1610, os habríais cruzado —como quien tropieza en misa— con Tirso de Molina, Quevedo, Lope de Vega y algún verdugo buscando confesión. Una época que rezaba en latín y pecaba en romance.
Por las calles de Madrid corrían dos cosas con soltura: el vino aguado y las ideas afiladas. A los poderosos les preocupaban los herejes, las provincias rebeldes, el precio del trigo y los versos de mi amo. Porque don Francisco no tenía ejército, pero sí pluma. Y en el Siglo de Oro, una pluma podía hundir más honra que cien arcabuces.
Había guerras en Flandes, hambre en Andalucía, revuelta en Cataluña y peste en cualquier parte. Pero la comedia seguía en pie, que para algo teníamos corral. Mientras tanto, en Palacio, el Conde-Duque de Olivares —ese yesquero andante— empezaba a manejar el reino como un tahúr con la baraja marcada.
A mi amo Quevedo, por entonces, ya se le iba endureciendo la mirada y el verbo. Veía a España como una gran comedia sin final feliz. Y él, que nunca fue hombre de medias tintas, empezó a repartir estopa en verso: a los nobles por hipócritas, a los pobres por ignorantes, a los frailes por carnales, a los banqueros por ladrones, a los poetas malos por osados… y a sí mismo, por no callar.
Y no creáis que todo esto era pura sátira. No, no. Había verdad amarga en cada chiste. Mi amo veía cómo se hundía el país mientras la Corte organizaba saraos, y él lo decía. Lo decía en verso, en prosa, en epigrama y en carta sellada. Y eso, claro está, tenía más enemigos que aplausos.
Porque el Siglo de Oro fue una jaula dorada. Dentro de ella, los grandes artistas como mi amo vivían entre dos condenas: la censura y la pobreza. Y fuera, el pueblo... el pueblo jugaba al hambre con las cartas marcadas de siempre.
Y en medio de todo, yo. Yo, Pablos, que vi desde la acera cómo mi amo le sacaba los colores a los ministros y las tripas a los vicios. Lo hacía con tanta rabia como lucidez, porque para entender ese mundo hacía falta haberlo visto desde abajo y haberlo despreciado desde arriba.
Así era el mundo que le tocó vivir a don Francisco: Un imperio sin norte, una corte sin piedad y una ciudad sin descanso.
Y él, como buen madrileño, lo aguantó todo... pero sin callarse una.
III. LA mente MÁS AFILADA DE ESPAÑA_
“Ciego de rostros, pero vidente de vicios”
Yo he conocido a muchos listos —de esos que hablan sin aire y opinan sin haber leído ni los carteles del mercado—, pero genios, pocos. Y más raros todavía los que saben serlo sin perder el alma por el camino. Mi amo, don Francisco de Quevedo, fue uno de ellos: una razón que cortaba más fino que las tijeras de mi padre, el barbero.
Ya desde mozo, lo suyo no fue aprender, sino devorar. Tenía hambre de letras, que es la peor y más duradera de las hambres, porque no se sacia con pan sino con preguntas. Mientras otros se enredaban en devociones o en deudas, él se sumergía entre códices y autores antiguos como quien cava un pozo en busca de fuego. Leyes, teología, filosofía, lenguas, ciencia, poesía… nada escapaba a su ansia. Y no por vanidad, sino por esa necesidad de entender el mundo antes de burlarse de él.
Yo lo vi leer a Séneca con cara de conspirador y copiar a Juvenal con sonrisa de verdugo. De los estoicos aprendió a despreciar la fortuna y a resistir los golpes; de los latinos, el arte de herir sin desenvainar; y de los hombres, aprendió que todo lo alto termina cayendo, aunque sea desde el púlpito o el trono.
Era, sin saberlo, un filósofo disfrazado de bufón. Mas no os engañéis: la suya no era erudición de convento, sino sabiduría callejera pasada por academia. Sabía latín, griego, hebreo, francés, italiano y el idioma universal de la malicia humana. Y tenía ese raro don de los verdaderos escritores: convertir la inteligencia en ironía y la tristeza en metralla.
Su defecto de vista —esa miopía que lo obligaba a pegar la nariz a los libros— se volvió virtud. Don Francisco veía poco de lejos, pero mucho de dentro. Donde otros veían un cortesano, él veía un hipócrita; donde otros a un fraile, él a un glotón; donde otros un noble, él un ladrón con título. Era, digámoslo claro, el más peligroso de los ciegos: el que ve demasiado.
Y lo peor —o lo mejor— es que no sabía callarse. Su lengua, larga como cuaresma, servía para todo: reprender a un ministro, burlarse de un poeta, provocar a un cardenal o confesar al público lo que el público no quería oír.
Decía verdades con tanta gracia que los poderosos reían antes de darse cuenta de que el chiste era contra ellos. Y cuando caían en la cuenta, ya era tarde: el verso había hecho diana. Por eso lo amaban los lectores y lo temían los reyes. Tenía el raro talento de ofender con elegancia. Podía insultarte en latín y que pareciera un cumplido.
Y aun así, bajo esa armadura de sarcasmo, se escondía un hombre profundamente moral. Sí, sí, habéis leído bien. Quevedo, ese que inventó mil formas de decir “necio”, creía en la virtud. Pero una virtud sin pompa ni incienso, la virtud de los que se ríen de la corrupción porque no quieren vivir de ella.
En los corrales y mentideros se decía que Quevedo hablaba como un diablo, pensaba como un sabio y escribía como un arcángel con resaca. Pero lo cierto es que su ingenio no era solo don de Dios: era oficio, sudor y una especie de furia divina. Pensaba rápido, escribía más rápido aún y ofendía a la velocidad del rayo.
Su pluma era espejo y espada. Reflejaba lo que los demás temían mirar y cortaba donde dolía. No buscaba agradar, sino despertar; no buscaba fama, sino justicia —aunque a veces la confundiera con venganza—.
Y así, sin darse cuenta, inventó un modo nuevo de pensar en castellano: breve, agudo, lleno de dobleces y de verdades disfrazadas. Lo llamaron “conceptismo”, pero él lo habría llamado simplemente “decir mucho con poco y bien.”
Sin embargo, entre tanta ironía, había dolor. Porque mi amo era de los que se reían para no llorar. Su humor fue un escudo contra la ruina y el desengaño de España. Mientras unos celebraban la gloria imperial, él escarbaba y encontraba la miseria y la farsa. Donde muchos invocaban la fe, él detectaba fanatismo. Y si se hablaba de virtud, él ya había olido el negocio detrás.
Creedme, nada hay más lúcido que un desengañado. Por eso digo —y me atrevo a jurarlo sobre la cuchillada que llevo en la cara— que si España tuvo un cerebro en su Siglo de Oro, fue el de mi amo Quevedo. Un hombre que pensó lo que otros ni se atrevían a imaginar y lo escribió, sabiendo que le costaría caro.
IV. EL DUELO DE LAS PLUMAS: QUEVEDO CONTRA GÓNGORA_
“Don Luis, tan florido, y yo, tan espinoso”
Si en esta vida hay refriegas que valgan la pena, no son las de espadón ni pólvora, sino las de pluma y bilis. Y yo —que de pendencias sé un rato— os digo que nunca vi cosa igual a la guerra de versos que libraron mi amo Quevedo y don Luis de Góngora, cordobés de alta frente, verbo enjuto y rima empolvada.
Quevedo le sacó punta desde que lo olió. Y os aseguro que eso no es metáfora: lo olió. Porque, según contaban en las tabernas, a Góngora le apestaba el aliento a tocino prohibido y a confesión pendiente, y Quevedo no tardó en decírselo... ¡en verso!:
Éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.
Así empezaba. Y así seguía. Con insultos que eran piezas de orfebrería, pero que te dejaban el ego como un botijo roto.
Pero no penséis que don Luis se quedaba callado. ¡No, señora! Góngora tenía el verbo retorcido como trenza de beata y sabía herir con sonetos en clave. Respondía con arte y desprecio, llamando a Quevedo "Musa que sopla y no inspira", “culo con pluma”, y “rufián de las letras”, entre otras lindezas. Vamos, que la cosa subió de tono más rápido que un coro de eunucos.
¿Y de qué se acusaban? De todo. Quevedo decía que Góngora era un oscuro, un hinchador de palabras, un vendedor de humo culto. Le achacaba escribir “para los que entienden, que son pocos y cobardes”.
Góngora, por su parte, veía en Quevedo un bufón de cloaca, un Don Nadie con diccionario. Uno por culterano, otro por conceptista. Uno por florido, otro por espino. Y así… España entera se partía en dos: los que entendían a Góngora y los que preferían no entenderle.
Mi amo, claro, no dejaba pasar una. El insulto era para él deporte olímpico y forma de justicia. Compuso la famosísima Aguja de navegar cultos, una parodia monumental del estilo gongorino que todavía hoy escuece. Allí, Quevedo receta una fórmula para escribir Soledades como churros:
Quien quisiere ser Góngora en un día
la jeri (aprenderá) gonza siguiente:
fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica, armonía;
poco, mucho, si, no, purpuracía…
¡Toma ya! Y aún le quedaban fuerzas para acusarlo de sodomita, jugador, ladrón y hereje. ¡Y con pruebas! O eso decía mi amo, que guardaba una copia de la partida de bautismo de Góngora con una tinta más negra que su rencor.
Pero no os confundáis: no era esto solo riña de poetas. Era una batalla de visiones del mundo: Góngora representaba el esplendor vacío, la lengua vestida de domingo; Quevedo, en cambio, la calle, el hambre, el desprecio al adorno innecesario. Uno quería deslumbrar, el otro desnudar. Uno hablaba para la corte, el otro para la conciencia.
Y sí, puede que mi amo se pasara tres pueblos. Que insultara de más, que se cebara con un viejo enfermo… Pero también es cierto que sabía que en ese duelo estaba en juego la forma de hablarle a España. Y si algo tenía claro don Francisco, era que la verdad no necesita encaje.
Ahora bien… ¿quién ganó? Góngora murió antes y no precisamente riendo. Su fama se apagó por un tiempo, mientras mi amo —aunque también le llegó el momento del olvido— fue leído y temido hasta en los avisos del reino.
Pero si me lo preguntáis a mí, que algo entiendo de lenguas viperinas y combates sin padrinos, diría que ganamos todos. Porque de esa enemistad nació una de las páginas más sabrosas y brutales de la literatura en castellano. Una disputa que enseñó que se puede pelear con rimas, herir con ironía y dejar cadáveres en verso sin mancharse las manos.
Así que, brindad, señoras y señores, por las guerras que se libran con papel y tinta. Y si alguien os dice que la poesía no sirve para nada, recitadle un insulto de Quevedo y dejadlo pensando en qué parte del alma le ha dado.
V. EL BUSCÓN: UNA VIDA PRESTADA EN PAPEL_
“Mi autobiografía, sin yo saber escribir”
No todos los hombres pueden presumir de tener una vida escrita por otro. Yo sí. Y no por cualquiera, no. La mía fue contada con la tinta amarga de don Francisco de Quevedo, mi amo, mi autor… y mi castigo. Porque me creó para reírse del mundo, sí, pero también para mostrarlo como era: sucio, cruel, hipócrita y castizo.
El título lo dice todo: La vida del Buscón (o Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños). Y yo, como buen pícaro, fui ambas cosas a la vez.
Nací en Segovia, con padre barbero y ratero, y madre bruja y beoda. A los pocos años ya sabía que la vida no se gana con méritos, sino con maña. Quise ser caballero, pero el destino me miró con sorna y me escupió en la cara. Mi infancia fue hambre, mi juventud fue engaño y mi madurez… bueno, eso nunca llegó.
Pero no vengo a contaros la historia que ya leísteis. Vengo a contaros lo que no se suele decir: que El Buscón no es solo una novela, es un espejo deformante de un país entero.
Mi amo me usó —y con razón— como instrumento. Cada paso mío era una crítica a los que tienen hambre de honra pero no de conciencia. Yo quería subir, claro, como todos. Pero cada intento mío por parecer hidalgo era una carcajada más en boca del lector… y en la suya.
Porque no os equivoquéis: Quevedo no me escribió con ternura. Me trató como trataba a los hipócritas: con bisturí, con escarnio y con retranca. Me hizo vivir entre clérigos mezquinos, estudiantes hambrientos, mendigos ladinos, truhanes de medio pelo, galanes de alcantarilla y damas de alquiler. Todos fingiendo ser lo que no eran. Todos reflejos del mismo desengaño: que en España, el disfraz vale más que la virtud.
Mi historia se divide en tres libros, como si fueran tres caídas:
El primero, donde me educo en la picaresca y aprendo que el hambre es mejor maestra que la gramática.
El segundo, donde intento cambiar mi suerte y me doy de bruces con la realidad.
El tercero, donde me hundo definitivamente y decido marchar a las Indias, como si allí pudiera cambiar mi sangre.
Pero ya lo decía el propio don Francisco —cruel y certero— al final de la obra: “Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.” Ahí tenéis la sentencia. Una frase que vale más que mil sermones.
Aunque el libro se publicó en 1626, mi amo jamás reconoció haberme escrito. Circulaba en copias clandestinas, entre guiños y risas de mentidero. Se decía que Quevedo lo negaba por miedo a la Inquisición, porque en mis páginas se decían más verdades que en un auto de fe. Y sí, es cierto que yo —a mi manera— hablaba de frailes corruptos, clérigos libidinosos, nobles de estiércol, prostitutas con misa, verdugos filósofos y colegios donde se enseñaba más hambre que letras
¿Pero sabéis qué es lo más grande? Que nunca fui héroe. Ni lo pretendí. No como los caballeros de novela que mataban moros por devoción y comían perdices por decreto. Yo fui un desheredado, sí, pero también fui un espejo. Mi amo no me dio una redención: me dio una lección.
Si muchos siglos después seguís leyendo mi historia, es porque el mundo sigue pareciéndose demasiado a aquel que narramos. Un mundo donde el que finge suele ganar y el que dice la verdad acaba muerto, preso… o escribiendo sátiras.
Por eso digo, con toda mi cara marcada y mis tripas vacías: que nadie entienda El Buscón como una simple novela picaresca. Es un tratado de sociología encubierto, una sátira bíblica, un retrato feroz del alma española y, sobre todo, el diario íntimo del desengaño nacional.
Don Francisco me creó para mostrar lo peor del hombre y, sin querer, acabó retratando lo más lúcido del escritor.
VI. DIPLOMACIA, ESPIONAJE Y DESGRACIAS_
“Sirvió a reyes, valieron poco sus sueldos”
Si alguien os dice que mi amo solo fue poeta, respondedle con una risotada y una ceja en alto. Porque don Francisco no solo escribió sonetos como quien lanza puñales: también vivió en la sombra del poder, y no como sombra de farol, sino como sombra de daga.
Sí, señores. Mi amo fue espía. Y no de los de capa y antifaz —aunque no le habría faltado estilo—, sino de los que escriben cartas con tinta invisible, tratan con embajadores a escondidas y saben más secretos de Estado que los propios validos.
La historia comienza cuando entra al servicio de don Pedro Téllez-Girón, Duque de Osuna, allá por 1613, en plena efervescencia cortesana. El Duque, que era un personaje ambicioso, valiente y más maquiavélico que Maquiavelo con fiebre, vio en Quevedo algo más que a un literato con mala leche: vio a un operador silencioso con verbo de látigo y lealtad de hierro.
Y ahí lo tenéis: Quevedo cruzando fronteras, reuniéndose con espías, conspirando contra la república de Venecia (aunque luego se desdijo), firmando informes diplomáticos como si fueran sátiras camufladas. Se le encargaron misiones delicadas, su nombre figuró en informes secretos, y su pluma —esa que antes dibujaba pícaros— pasó a firmar informes confidenciales.
Pero la política, amigos, no perdona al ingenioso. Quevedo sabía demasiado. Y lo peor: lo escribía. Así, cuando Osuna cayó en desgracia, a mi amo le cortaron las alas sin preguntarle si sabía volar.
De la noche a la mañana pasó de agente confidencial a molesto testigo. Fue desterrado a la Torre de Juan Abad, tierra seca y alejada, donde solo le acompañaban los grillos y los pleitos por sus derechos de señorío. Allí vivió años de hastío, peleando con papeles por una herencia que apenas daba para comprar tinta.
Y eso no fue todo. Más tarde, ya con el Conde-Duque de Olivares campando por sus fueros, mi amo intentó acercarse al nuevo poder, como quien se arrima a un brasero sabiendo que puede arder. Durante un tiempo, fingieron llevarse bien. Se escribieron cartas, intercambiaron favores y hasta se toleraron. Quevedo incluso le dedicó alguna lisonja disfrazada de alegoría.
Pero eso duró lo que un edicto sin corregidor. Porque don Francisco no supo callar cuando vio lo que olía mal… y Olivares no toleraba bocas sueltas, menos aún si rimaban. Por eso, sin aviso ni defensa, el 7 de diciembre de 1639 fue detenido en Madrid y encerrado en el convento de San Marcos de León, donde pasó casi cinco años entre frailes, enfermedades y desesperación.
No le acusaron formalmente de nada. Bastó con ser Quevedo.
Durante su encierro, no dejó de escribir. Cartas amargas, versos dolientes, reflexiones políticas… y ni un lamento. Que mi amo era de los que, aun podrido de dolor, escribía con la misma elegancia con la que otros se quejan.
VII. EL OCASO DE UN GIGANTE EN VILLANUEVA_
“Murió sin ruido, pero sigue haciéndose notar”
Cuando por fin lo soltaron, en 1643, ya no era el mismo. El cuerpo, gastado. La salud, quebrada.
Después de la cárcel, del olvido de la corte, de los amigos que se esconden y de las traiciones que se pagan en salud, mi amo se retiró a Villanueva de los Infantes, un lugar tan sobrio como su último estilo, tan callado como sus últimos días. Allí, en una casa modesta que no merecía su ingenio ni su gota a gota de alma, vivió sus últimos años sin más compañía que los libros, los achaques y el recuerdo de haberlo dicho todo.
Yo le vi dejar Madrid. No con pompa ni séquito, no con música ni llanto. Se fue como se van los sabios: con resignación y la maleta llena de verdades.
Aquel Quevedo ya cojeaba más, dormía menos y escribía lo justo. Había envejecido como envejecen los robles: torcidos, pero en pie. No blasfemaba, pero tampoco bendecía. Se reía poco, aunque a veces —pocas— sonreía. Y nunca, escuchadme bien, nunca pidió perdón por lo que escribió.
Sus días pasaron entre papeles viejos y visitas escasas. Se ocupaba de gestionar sus pocos bienes —los que la Monarquía no le había quitado ni la enfermedad devorado— y escribía cartas a antiguos amigos que ya no eran ni lo uno ni lo otro.
Y hablaba solo, como hablan los que ya han hablado con todos. Decía que la corte era una jaula de grillos y que en el campo el silencio tenía más sentido que todos los debates de validos. Lo dijo con pena, pero también con alivio.
Se fue el 8 de septiembre de 1645. Nadie lo anunció. No hubo salvas ni epitafios de inmediato. Murió como vivió: con dignidad, con rencor, con lucidez y sin miedo. Dejó este mundo no como un derrotado, sino como un testigo incómodo que nunca pactó con el silencio.
Lo enterraron en la iglesia de San Andrés de Villanueva, como quien guarda un manuscrito sin firmar. Allí quedó su cuerpo, sí, pero su voz… su voz salió caminando por las páginas y no ha parado desde entonces. Porque su muerte fue solo un paréntesis. Su obra —esa lengua que mordía, esa mente que pensaba por los demás, ese verbo que no pidió permiso para existir— sigue viva.
VIII. UN MAR DE LETRAS: OBRA INMENSA Y ETERNA_
“Escribió tanto, que aún no acabamos de leerle”
Si queréis saber quién fue de veras mi amo, no busquéis su rostro en retratos, ni sus pasos en documentos reales. Buscadlo en sus páginas. Porque don Francisco de Quevedo no fue un hombre con obra: fue una obra con hombre dentro.
Y no hablo solo del Buscón, donde yo soy protagonista y penitencia, sino de un universo literario tan vasto que habría mareado hasta a la Real Academia —si hubiera existido—.
Metió la vida entera en su tinta: el amor, la muerte, la fe, el asco, la política, la miseria, el alma, el poder, el vicio y la esperanza. Lo escribió todo, y lo escribió como nadie. Pero pongamos orden, que el mar es bravo y hay que trazar mapa.
1. El poeta del amor y del tiempo
Pocos lo sabéis —porque os quedáis en la risa—, pero don Francisco fue poeta de amor profundo, de esos que escriben al alma antes que al escote.
Sus sonetos amorosos —dirigidos quizá a una Lisi que no existió o que existió demasiado— son de una belleza herida, contenida, a punto siempre de romperse. Porque el amor, para él, no era un juego de galanes ni un banquete de corte. Era deseo, ausencia, fragilidad y, sobre todo, fugacidad.
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día…
Ahí tenéis el amor hecho despedida… y la despedida hecha arte.
2. El látigo de los vicios
Aquí sí lo conocéis más. El Quevedo afilado, sarcástico, cruel por necesidad, burlón por higiene.
La poesía satírica fue su campo de batalla: contra los médicos que mataban más que curaban, contra los falsos nobles, contra los clérigos de tripa gorda, contra los poetas de humo, contra los cojos de alma y los mancos de juicio.
Usó mil voces: la burla, el juego de palabras, el retruécano, la exageración… pero nunca la mentira. Porque su sátira no era gratuita, sino moral. Reía, sí, pero para hacer pensar. Y eso —os lo digo yo, que nací del mismo estilo— es el más serio de los oficios.
3. El moralista y el pensador
Muchos no lo saben, pero Quevedo fue también un pensador riguroso, un hombre de teología y política.
Sus Políticas de Dios y gobierno de Cristo no son sermones, sino tratados sobre la virtud como forma de poder. Y en sus Sueños, especialmente en El juicio de los difuntos o El mundo por de dentro, se mete en lo más oscuro de la condición humana, mezclando visión mística con crítica social, al modo de un Dante en castizo y con más tripas.
Los Sueños son visiones alegóricas que desnudan al mundo con carcajada helada. Ahí es donde mi amo se convierte en profeta indignado, guiando al lector por un infierno que se parece demasiado a nuestra calle.
4. El político y el español desencantado
Quevedo no dejó sin tinta la España que le tocó vivir.
En obras como La cuna y la sepultura o La hora de todos, retrató una nación que iba de imperio en imperio mientras sus calles se llenaban de hambre y mendigos.
Fue patriota, sí, pero no ciego. Amó a su patria sin perdonarle nada. Y ese, quizá, sea el único patriotismo que no se vende.
5. El prosista brillante
Aunque muchos solo le recuerdan por los versos, su prosa es igual o más feroz.
Su estilo conceptista, es velocidad de ideas, agudeza comprimida, pólvora en frase corta.
Mientras algunos se perdían en adornos, él recortaba. Y cuando la mayoría floreaba, él ya había disparado.
Leer a Quevedo en prosa es asistir a un banquete donde cada frase te da un bofetón con guante de seda. Cuando lo lees, sabes que lo hace fácil porque ya lo ha pensado mil veces antes.
6. Un legado vivo
Murió en 1645, pero su obra —como el alma de los que no se rinden— no ha muerto. Sigue editándose, sigue estudiándose, sigue doliendo… porque sus versos no son de época, son de entraña. Y sus sátiras no envejecen, porque la estupidez humana no pasa de moda.
Lo han leído poetas, políticos, filósofos y ladrones. Y todos, de algún modo, se han sentido retratados. Eso es Quevedo: un espejo en el que ninguno salimos ilesos.
Así que, si aún no lo habéis leído con atención, hacedlo. Y si ya lo hicisteis, volved, porque cada lectura revela algo nuevo y porque, aunque creáis que lo conocéis, él siempre va un verso por delante.
IX. EL LEGADO: DE LA PICARESCA A LA RESISTENCIA CULTURAL_
“De los mendigos a los memes, su sombra sigue entre nosotros”
No os engañéis. No penséis que porque don Francisco esté bajo tierra, se ha callado. Quevedo sigue hablando. Y lo hace más claro que muchos que aún respiran.
Su legado no se mide en bustos, ni en citas para opositores, ni en los institutos que llevan su nombre con más polvo que pasión… Su legado es otra cosa. Es la forma en que aún, siglos después, hay quien escribe como quien muerde, sin esperar premio ni aplauso. Como quien, si acaso, espera que no lo encierren por decir la verdad.
Esto dejó mi amo:
• Un espejo de España que no se empaña
Desde El Buscón, con esta cara de pícaro profesional que os habla, hasta sus Sueños, su Vida de Marco Bruto, sus tratados morales o sus sátiras demoledoras, Quevedo nos dejó retratados a todos: a los de arriba, a los de abajo y a los del medio que miran para otro lado.
Y ese retrato no envejece. Porque si abrís sus páginas, veréis que todo sigue ahí: la ambición disfrazada de servicio, la tontería con ínfulas de título, el fraude vestido de decoro, la fe convertida en mercancía, la ignorancia premiada y el talento castigado.
España ha cambiado mucho… y nada. Y por eso Quevedo sigue vigente, como una mala conciencia que no pide disculpas.
• La picardía como forma de crítica
Escuchadme: mi amo fue el padre de muchas cosas. De la sátira moderna, del conceptismo, del verso que duele, del soneto que enseña, del humor como bisturí y también —permitidme el atrevimiento— de la forma más castiza de resistencia: la picardía. Porque en un país donde las estructuras aplastan, el ingenio se convierte en salvavidas y nadie retrató eso como él.
Mi figura —yo, Pablos, el Buscón— no soy un simple personaje, soy un espejo torcido donde se refleja el país entero: el que se ríe de mí, se está riendo de sí mismo sin saberlo… y eso no es solo literatura, eso es crítica social, es cultura viva y memoria incómoda.
• Una voz para los que no tienen voz
Quevedo habló por muchos que no sabían escribir y lo hizo sin condescendencia, sin paternalismo y sin filtros.
Escribió contra la nobleza podrida, sí, pero también contra los hipócritas de abajo.
No idealizó al pueblo: lo entendió y lo retrató. Y eso hace que su voz —esa que a veces truena, otras susurra y otras escupe— no pertenezca a una élite, sino a todos.
Hoy, cuando la cultura se convierte en marca y la crítica en tuit, recordar a Quevedo es recordar que se puede escribir con belleza y con rabia, con altura y con puñetazo.
• Una lección para quienes escriben (y para quienes callan)
Su estilo, su agudeza, su honestidad brutal, siguen siendo escuela y advertencia: escuela para los que aspiran a escribir algo más que frases bonitas, advertencia para los que creen que el poder no se toca. Porque Quevedo tocó todo lo que no se debía tocar… y aún así —o por eso mismo— es eterno.
¿Queréis saber si un país está vivo culturalmente? Ved si aún puede soportar la lectura de Quevedo sin ruborizarse ni censurarlo.
• Y en Madrid… su sombra sigue
No puedo acabar sin deciros esto: Madrid le debe más de lo que cree: las calles que pisó, los mentideros donde murmuró, los conventos donde sufrió, las tabernas donde discutió, las calles donde orinó… siguen ahí.
Y aunque su estatua esté en la plaza de Quevedo, rígida y solemne, su espíritu no está en el pedestal: está en el lenguaje. En la retranca. En el arte de insultar con arte.
Cada vez que dices una verdad a destiempo, cuentas un chiste que desmonta una mentira, escribes una frase bien escrita que hace temblar la ceja al poderoso… Quevedo sonríe. Desde donde esté, o desde donde le hayan echado.
X. Azote de cualquier época_
“Mi amo escribió contra su siglo… y contra el vuestro también”
Decís que Quevedo fue hombre de su tiempo. ¡Y tanto! Lo vivió, lo sudó, lo mordió. Pero no os equivoquéis: también fue hombre del vuestro. Porque si lo que escribió entonces aún escuece, es que su pluma no ha envejecido: ha mutado.
Mi amo criticó la nobleza hueca… ¿Y acaso no hay hoy tronos de cartón disfrazados de líderes de opinión?
Despreció al ignorante arrogante… ¿Y no abundan ahora doctos de Wikipedia con traje de tertuliano?
Escribió contra los validos aduladores, los poetas inflados, los predicadores con más vicios que fe… ¿Y no los veis hoy, con corbata, en prime time o firmando libros que otros escriben?
Llamó por su nombre al hambre, a la hipocresía, al fanatismo, al poder desnudo de vergüenza. Y por eso molestó. Por eso acabó solo, porque decir verdades nunca ha sido rentable. Ni entonces… ni ahora.
Así que cuidad con decir que Quevedo es “clásico”, como quien habla de una estatua. Quevedo es actual. Demasiado actual… tanto, que aún hay quienes quisieran censurarle hoy.
Por eso es imprescindible leer hoy a mi amo, no solo para aprender historia, sino para entender el presente y para prepararos contra lo que viene. Porque mientras haya poder sin escrutinio, idiotas con micrófono y hambre con excusas… don Francisco seguirá teniendo algo que decir.
“Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”