La vuelta al cole

Colegio Imperial. Madrid. Historia de Madrid

Colegio Imperial. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

colegio imperial: El lugar donde el saber fue poder

La vuelta al cole siempre ha sido una experiencia traumática en cualquier siglo. Ya lo era cuando había que ponerse el babi de cuadros, dejar los cromos en casa y asumir que las vacaciones no duraban toda la vida, y lo era también —aunque de otra manera— en pleno Siglo de Oro. Porque una cosa es que te duela madrugar para ir a clase de matemáticas y otra muy distinta es que lo hagas para memorizar el De Bello Gallico en latín, con un cura vigilando que no copies y un compañero de pupitre que no solo te roba la merienda, sino que además escribe mejores versos que tú.

¿Imaginas empezar el curso en el colegio y descubrir que tu compañero de banco es un tal Francisco de Quevedo? Con bigote precoz, lengua viperina y el gesto altivo de quien se sabe el más listo del aula. ¿Y que en la fila de al lado está un jovencísimo Lope de Vega, con cara de no haber roto un pergamino en su vida… aunque ya llevara escritas tres comedias y dos escapadas amorosas? Pues eso, más o menos, es lo que podría haberte pasado si hubieras tenido la suerte —o la condena, según se mire— de estudiar en el Colegio Imperial de Madrid en los albores del siglo XVII.

Aquí no había recreo con balón de reglamento, pero sí disputas en latín, sermones de teología y castigos que hacían llorar al más pintado. Las mochilas eran cartapacios y las tablets, cartillas donde se practicaba caligrafía... o penitencia. El saber no ocupaba lugar, pero sí exigía estómago: ayunos obligados, habitaciones frías y raciones tan escasas que los alumnos miraban el pan de misa como si fuera un manjar caído del cielo.

Pero no te equivoques: pese a la rigidez del sistema, aquel colegio fue una auténtica fábrica de talento, un laboratorio de pensamiento, arte y poder. Allí no solo se estudiaban las declinaciones y las tablas de multiplicar, sino que se forjaban las mentes que acabarían dirigiendo el imperio… o escribiendo versos que aún hoy recitamos con admiración.

El Colegio Imperial no era solo un centro de estudios: era un experimento social, una declaración de intenciones, un espacio donde se moldeaba a los futuros ministros, teólogos, diplomáticos, sabios y, de vez en cuando, algún poeta gamberro. Nació en pleno centro de Madrid, creció con la Corte y marcó a fuego la historia de la educación en España.

Así que sí: la vuelta al cole puede ser dura. Pero si tienes que sufrirla, mejor hacerlo rodeado de historia, de retablos barrocos, de libros prohibidos escondidos entre las sotanas… y de compañeros capaces de ganarse el cielo (o al menos, la inmortalidad literaria) con solo un verso.

Bienvenidos al Colegio Imperial de Madrid, el lugar donde el saber se enseñaba a base de vara, pero también con pasión. Donde no solo se formaban estudiantes, sino también memorias. Donde la historia no es cosa del pasado sino del presente que aún late entre sus muros.

1. Educación en la España del Siglo de Oro – No apta para todos los públicos –

Si hoy hablamos de brecha educativa, en el Siglo de Oro la palabra brecha se quedaría corta: lo que había era un abismo. Aprender a leer era un privilegio. Estudiar latín, un lujo. Y sentarse en un aula con pupitre y maestro, una puerta reservada casi en exclusiva para los hijos varones de las clases altas. No había colegio público, ni becas de comedor, ni inclusión, ni conciliación. La educación no era un derecho. Era un filtro. Una criba social. Una carrera con salida... solo para algunos.

Y aún así, ¡vaya carrera! Porque la educación en la España de los siglos XVI y XVII no era precisamente un camino de rosas. Era más bien un sendero de rosarios, castigos, cánticos gregorianos y largas jornadas de memorización.

¿Educación universal? ¡Ni por asomo!_

La educación en aquella época distaba mucho de ser universal, gratuita o igualitaria. Y desde luego, no aspiraba a “fomentar la creatividad” ni a “estimular el pensamiento crítico”, como solemos exigir hoy.

Era un privilegio reservado a una élite muy concreta: hijos de nobles, alta burguesía y clero. Es decir, aquellos que contaban con recursos, apellidos ilustres y sangre “limpia”, según los cánones discriminatorios del momento. Porque sí, la limpieza de sangre —ese imaginario certificado de pureza hereditaria— era un requisito habitual en colegios mayores y universidades. Funcionaba como un filtro invisible que apartaba del saber a conversos, moriscos o cualquiera cuya ascendencia se considerase “impropia”. Los méritos o las vocaciones apenas contaban. Aquí, lo primero era el linaje. Y lo segundo… también.

La noción de una “escuela inclusiva” habría sonado entonces a disparate o, peor aún, a herejía. Hoy la ley garantiza educación gratuita y obligatoria entre los 6 y los 16 años. Pero en el siglo XVI, más del 90 % de la población jamás cruzaría el umbral de una escuela. La alfabetización era un lujo, el acceso nulo y las expectativas inexistentes.

Los campesinos enseñaban a sus hijos a sembrar antes que a leer; los artesanos, a manejar herramientas antes que plumas.

Y las niñas, directamente, ni siquiera estaban invitadas. Su educación, si llegaban a recibir alguna, se limitaba a las labores domésticas: costura, bordado, oración y obediencia. El ideal femenino oscilaba entre la doncella recogida y la esposa devota. Así que muchas aprendían lo justo para bordar su apellido en el ajuar.

Solo en contadas excepciones, alguna joven noble podía recibir formación de un ayo privado, siempre que sus padres mostraran alma de mecenas o espíritu ilustrado antes de tiempo. Pero lo habitual era claro: a los varones se les preparaba para mandar… y a las niñas, para ser mandadas.

La educación era, en efecto, un trampolín social… pero solo para quienes ya habían nacido con flotador.

Primeras letras: el peldaño inicial_

Hasta los siete años, la infancia transcurría en el ámbito familiar. En los hogares acomodados, entre ayos, nodrizas y preceptores, con juegos de salón y rezos pautados. En las casas humildes, en cambio, los niños se criaban entre cántaros de agua, hermanos mayores y labores domésticas.

La educación formal comenzaba —para quien podía costearla— en aquel momento, con la llamada “edad de la discreción”. Se trataba de un umbral simbólico: del juego se pasaba al deber, coincidiendo con la primera comunión y con el ingreso en la vida “de provecho”. En otras palabras: a esa edad, el niño ya podía pecar… y, por tanto, aprender.

El programa era claro: las llamadas primeras letras. Lectura, escritura, cálculo elemental y, sobre todo, doctrina cristiana. El catecismo era la piedra angular de todo el aprendizaje, mientras que el castigo físico se erigía como su más fiel acompañante. La vara no era una metáfora, sino parte indispensable del mobiliario escolar. La letra con sangre entraba… y entraba de verdad.

Los maestros —mal pagados y, no pocas veces, vilipendiados por sus propios alumnos— ejercían más de domadores que de pedagogos. Sus métodos harían hoy sonar todas las alarmas del Ministerio de Educación: azotes por distraerse, castigos de rodillas sobre garbanzos e interminables repeticiones cantadas de tablas de multiplicar. Si un niño no lloraba en clase, era porque estaba dormido, sordo… o había escapado.

La pedagogía se reducía a tres pilares: repetición, disciplina y doctrina. Ni rastro de trabajos en grupo, proyectos cooperativos o aprendizajes significativos. Y cuando fallaban los tres, volvía a hablar la vara.

Los materiales de enseñanza eran escasos y caros: catones, silabarios, gramáticas, cartillas y catecismos. Un libro era un tesoro, raro y preciado, cuidado casi como un relicario. Aunque la imprenta llevaba más de un siglo asentada en España, todavía no había democratizado el acceso al saber.

Eso sí, no servía cualquier lectura. Nada de novelas pícaras ni versos licenciosos. Solo textos moralizantes, teológicos o de estricta utilidad gramatical. Y si algún alumno era sorprendido con un “libro de doctrina sospechosa” … podía arder más que las cejas de San Lorenzo.

Enseñanza de la gramática: solo para elegidos_

A los diez años, quienes lograban superar —física y económicamente— el primer peldaño de las letras podían aspirar al siguiente nivel: el estudio de la gramática. Aquí comenzaba la verdadera carrera educativa y, con ella, la gran criba social.

Pero conviene aclararlo: cuando en el siglo XVI se hablaba de gramática, no se pensaba en ortografía, sintaxis o redacción, sino en un único idioma: el latín.

El latín no era entonces una asignatura más, sino la llave maestra del saber. Era la lengua de la Iglesia, del Derecho, de la Administración, de la diplomacia y de la Medicina. Dominarlo no solo distinguía al docto del vulgo, sino que marcaba el acceso —o la exclusión— de los círculos donde se decidía el destino de los demás. Quien hablaba latín no era ya un simple ciudadano: se convertía en parte de la élite intelectual.

Las clases se organizaban, como en todo colegio respetable de la época, en seis niveles: desde la gramática baja hasta la retórica alta, con una parada intermedia en las llamadas humanidades. Nada de matemáticas modernas, ciencias naturales o educación artística. El currículo se resumía en declinar verbos, leer a Cicerón, recitar a Virgilio y debatir si Catón fue, o no, un orador ejemplar.

Tras seis u ocho años de este entrenamiento filológico (con suerte), el alumno podía aspirar a cursar filosofía o teología. Y, más adelante, si contaba con recursos y padrinos, llegar a la universidad como bachiller. Allí le esperaba otro calvario: disputas escolásticas interminables, sermones sin fin y un estilo de vida tan austero que más de un estudiante debió preguntarse si, en lugar de a la universidad, no había ingresado por error en un seminario.

Disciplina y encierro: más convento que colegio_

La vida del estudiante distaba mucho de ser alegre. Y menos aún para los internos, aquellos pensionados que, desde los diez años, vivían literalmente entre muros bajo una disciplina férrea que haría palidecer a más de un cuartel moderno.

Las puertas se cerraban a las nueve de la noche, momento en que el portero entregaba las llaves al rector. La misa era diaria, la vigilancia constante y las jornadas se marcaban al ritmo de las campanas: misa, lección, refectorio, recreo (cuando lo había)… cada cosa a su hora. Pasar un mes entero sin visitar el hogar era lo normal. Los libros profanos estaban prohibidos y las habitaciones eran registradas periódicamente para asegurarse de que ningún alumno ocultaba textos de doctrina sospechosa, armas o tentaciones más mundanas.

Los testimonios de época resultan elocuentes. El protagonista de Francion (1623) resumía su experiencia con una frase lapidaria: “Estaba más encerrado que un religioso en el claustro”. Y en una España saturada de claustros, la comparación no era precisamente ligera.

La pedagogía del sufrimiento se imponía como norma: el frío se entendía como prueba de fortaleza, el silencio como ejercicio de virtud y el ayuno como camino hacia la humildad.

El hambre, de hecho, formaba parte del currículo. Los administradores de muchas pensiones escatimaban al máximo en la comida. Algunos relatos cuentan que ocho alumnos compartían un único muslo de pollo; otros, que los estudiantes no podían apartar la vista del pan durante la misa. En invierno, la falta de leña obligaba a estudiar con los dedos entumecidos. Para muchos, la auténtica vocación no era intelectual, sino de pura supervivencia.

Y sin embargo, aquellos colegios eran espacios privilegiados. No tanto por sus claustros o por sus bibliotecas, sino porque en ellos se tejían los lazos sociales que marcarían el futuro. El muchacho que compartía pupitre contigo podía convertirse mañana en obispo… o en virrey.

¿Y para qué servía todo esto?_

El objetivo de aquella educación era nítido: formar a quienes debían gobernar, juzgar, predicar o legislar. Hombres destinados a ocupar cátedras, púlpitos o sillones en el Consejo Real. Hombres útiles al Estado y a la Iglesia. El saber, más que un valor en sí mismo, era una herramienta de poder.

Por eso, cuanto más alto se ascendía en el sistema educativo, más angosto se volvía el círculo. La universidad representaba el último peldaño, pero solo para quienes podían costear los estudios y la vida académica —nada barata, por cierto—. Y aun así, muchos hijos de hidalgos o segundones de la nobleza no aspiraban tanto a ejercer como a ennoblecerse mediante el título. El conocimiento funcionaba, en esos casos, como un ornamento de prestigio.

No era, en definitiva, una educación para formar ciudadanos. Era una educación diseñada para consolidar élites. Mientras el pueblo llano aprendía lo poco que podía de oído en los sermones o a golpe de imágenes en las procesiones, unos pocos privilegiados cruzaban las puertas de colegios como el Imperial. Entraban siendo niños; salían convertidos en eruditos, soldados de la fe… o poetas de lengua afilada.

Y ahora sí: con ese contexto, con esas condiciones y con esa idea del saber como herramienta de poder, estamos listos para cruzar el umbral de uno de los grandes templos de la educación del Siglo de Oro. Un colegio que no era simplemente un colegio…

Era el Colegio Imperial.

2. El nacimiento del Colegio Imperial – Una idea con padrinos de lujo –

En una ciudad como Madrid, donde los conventos brotaban en cada manzana como si fueran champiñones bendecidos, fundar un colegio podía parecer cosa fácil. Pero levantar el colegio más prestigioso del Siglo de Oro, en pleno corazón de la Villa y con vocación de moldear las mentes que sostendrían el Imperio… eso no se hacía sin padrinos. Ni sin tensiones palaciegas.

Y es que el Colegio Imperial no nació de la nada. Nació con nombre, con poder y con intención. Fue el resultado de una intriga santa, un deseo imperial y una maniobra política de precisión quirúrgica. Porque, en Madrid, hasta las fundaciones piadosas tienen algo de novela cortesana.

La fundación que nació con veto real_

Corría el año de gracia de 1559 y la Corte de Felipe II acababa de mudarse a Madrid. Entre maletas, candelabros y cronistas, también llegaron las grandes órdenes religiosas, buscando sitio para plantar su cruz y sus ladrillos. Los jesuitas, recién llegados a España, no fueron una excepción. Como buenos estrategas, sabían que para entrar en el corazón del Imperio necesitaban estar cerca del Rey. Literalmente.

Y ahí entra en escena una mujer clave: doña Leonor de Mascareñas. Portuguesa de noble cuna, dama de honor de Isabel de Portugal y aya personal de Felipe II. Fervorosa, poderosa y, sobre todo, con contactos en el cielo… y en la tierra. Fue ella quien promovió la idea de fundar en Madrid un colegio para la Compañía de Jesús. Y no en cualquier lugar: en las inmediaciones del Alcázar Real. Porque la fe, pensaba doña Leonor, debía tener vistas a Palacio.

Pero Felipe II, tan meticuloso en lo urbanístico como en lo teológico, no lo vio claro.

—¿Un colegio jesuita justo debajo de mi ventana? No, gracias.

El rey no quería clérigos demasiado cerca ni fundaciones que pudieran distraer la solemnidad cortesana. El proyecto se paralizó. Pero ya sabemos que cuando una mujer como Leonor se empeña… es solo cuestión de tiempo.

De casas particulares a Casa de Estudios_

Un año después, en 1560, doña Leonor encontró una solución. Compró —con discreto intermediario— unas casas situadas no tan cerca del Alcázar, pero lo bastante céntricas como para seguir en la órbita del poder: una propiedad en la actual calle de la Colegiata, justo detrás del monasterio de la Concepción Jerónima. Allí se instalaron los primeros padres jesuitas.

En aquel momento aún no se hablaba de Colegio Imperial. Aquello era simplemente una casa profesa, una base desde la cual comenzar la labor educativa, pastoral y estratégica. Pero los planos ya se estaban trazando en papel y en mente. El objetivo era claro: convertir aquella discreta casa en el núcleo de un gran colegio jesuita en la capital del reino. La semilla estaba plantada.

Apenas instalados, los jesuitas empezaron a construir lo esencial: una iglesia y un convento. En 1563 adquirieron solares anexos y levantaron un primer templo bajo la advocación de San Pedro y San Pablo, consagrado en enero de 1567. Era una iglesia modesta, de una sola nave, sin gran aparato barroco. Pero servía de centro espiritual y anclaje simbólico del proyecto. Una iglesia con nombre de apóstoles fundadores para una Compañía que venía a fundarlo (casi) todo.

Paralelamente, entre 1578 y 1581, se levantó el primer pabellón residencial: el llamado “Cuarto Viejo”, donde se alojaban los primeros miembros de la comunidad. Estaba adosado al templo y formaba escuadra con él, como si el espíritu y la materia necesitaran abrazarse desde el primer plano.

Desde ese rincón de la manzana, que por entonces parecía más una colcha de retales urbanos que una unidad arquitectónica, comenzó la lenta pero imparable expansión jesuita. Las adquisiciones de casas, huertas y patios colindantes se sucedieron a ritmo sostenido. Entre 1590 y 1620, los padres de San Ignacio fueron sumando parcelas, como piezas de un rompecabezas, hasta formar lo que acabaría siendo el conjunto educativo más ambicioso de la Villa.

El impulso de una emperatriz_

Y entonces, en 1603, llegó el empujón definitivo. Moría en Madrid la emperatriz María de Austria, hija de Carlos V y esposa de Maximiliano II, retirada desde hacía años en el convento de las Descalzas Reales. En su testamento, María legó una generosa cantidad de dinero a los jesuitas para fundar un colegio con rentas perpetuas bajo su patronazgo. No fue una donación menor. Fue el gesto que transformó la Casa de los Estudios en el germen del Colegio Imperial.

A partir de ese momento, el centro adquirió un nuevo estatus. Se oficializó como “Colegio Imperial de San Pedro y San Pablo”, y se convirtió en referencia educativa de la Compañía en todo el mundo hispánico. Madrid, que hasta entonces miraba con recelo a los colegios de Alcalá o Salamanca, empezaba a tener su propio faro de saber.

El nuevo estatus exigía una nueva imagen. La iglesia inicial fue demolida y, sobre sus restos, se erigió un templo acorde al nuevo rango del colegio. La obra se prolongó durante décadas, y culminó en 1651. El modelo arquitectónico era claro: la iglesia madre de los jesuitas, Il Gesù de Roma. Planta de cruz latina, lenguaje barroco contenido pero solemne, capillas laterales y un retablo —obra de Francisco Bautista— que recordaba al de la Fuencisla en Segovia.

El colegio ya no era un proyecto. Era una realidad monumental, educativa, política y simbólica. Un emblema de poder espiritual… al servicio del poder terrenal.

El nacimiento del Colegio Imperial de Madrid no fue un accidente ni un capricho de mecenazgo. Fue una operación cuidadosamente orquestada, con apoyo aristocrático, financiación imperial, vocación evangelizadora y una fe inquebrantable en la educación como herramienta de dominio. En una ciudad que se reinventaba como capital, este colegio nacía con una misión: formar a los hombres que debían pensar, predicar y gobernar un mundo en expansión.

Y así, entre ladrillos, tratados de gramática y capillas consagradas, se puso la primera piedra —real y simbólica— de un colegio que marcaría para siempre la historia educativa de Madrid.

3. Auge del Colegio Imperial – De casa de estudios a fábrica de élites –

A comienzos del siglo XVII, lo que había empezado como una discreta Casa de Estudios en la madrileña calle de la Colegiata se había transformado ya en uno de los centros educativos más prestigiosos de Europa. El Colegio Imperial no solo había madurado: había alcanzado su apogeo. Y lo hizo, como muchas otras cosas en la historia de este país, entre exequias, reformas, favores reales y la incombustible ambición pedagógica de la Compañía de Jesús.

En pleno Madrid de los Austrias, rodeado de monjes, escribanos, espaderos, aguadores, poetas, cortesanos y algún que otro trilero del verbo, el Colegio Imperial brillaba con luz propia. No era un colegio cualquiera: era la cantera intelectual del Imperio.

Durante las décadas centrales del XVII, el colegio creció a ritmo de imperio. Las sucesivas adquisiciones de solares y propiedades dieron lugar a un complejo urbano perfectamente articulado, con su iglesia monumental, su claustro, sus aulas, su biblioteca y su residencia jesuítica. La fachada principal se reorientó hacia la calle de Toledo, donde hoy aún se alza —con vida propia— el Instituto de San Isidro.

Aquello no era solo una escuela. Era un centro de poder espiritual, cultural y político en pleno centro de Madrid. Por sus aulas pasaban los hijos de las grandes casas nobiliarias, pero también jóvenes ambiciosos de la burguesía letrada y clérigos en formación que venían desde todos los rincones del Imperio con la esperanza de aprender y ascender.

La Ratio Studiorum: el método que lo cambió todo_

El éxito del colegio no se debía únicamente a su localización, ni a sus mecenas, ni siquiera a sus ilustres alumnos. El verdadero secreto estaba en el método. Un método riguroso, ordenado, obsesivamente estructurado: la famosa Ratio Studiorum, el plan de estudios que los jesuitas habían implantado —con notable éxito— en sus centros de toda Europa.

La Ratio era más que un programa: era una máquina pedagógica diseñada para formar no solo mentes, sino también conciencias. Su eje era la disciplina, entendida como virtud suprema. A través del estudio de las humanidades clásicas, la retórica, la gramática, la lógica, la filosofía y la teología, los alumnos aprendían a razonar, argumentar, escribir con precisión… y obedecer. Siempre obedecer.

Pero también había espacio para las matemáticas, la astronomía, la geografía, las lenguas clásicas e incluso la incipiente ciencia moderna. Lo más brillante del pensamiento europeo de la Contrarreforma encontraba eco entre estos muros.

Los ejercicios no eran memorísticos: eran de emulación, de competición controlada, con premios simbólicos, debates públicos, desafíos retóricos… Los mejores ascendían. Los mediocres eran redirigidos. Y los rebeldes… corregidos.

Felipe IV y los Estudios Reales: educación para mandar_

En 1625, Felipe IV, con la mano visible del Conde-Duque de Olivares detrás, convirtió el Colegio Imperial en algo todavía más ambicioso: los Reales Estudios de San Isidro. La intención era clara: formar, en un solo espacio, a la élite política, intelectual y militar del reino. Una Universidad en miniatura, sí, pero con carta de nobleza y vocación de cantera cortesana.

El Conde-Duque sabía que el Imperio no se sostenía solo con ejércitos ni con confesores. Se necesitaban ministros capaces, juristas bien formados, administradores leales y militares con cabeza. Y para ello, nada mejor que formarlos desde la base, bajo control, con método y fe. ¿Dónde? En el colegio que ya era símbolo del saber y del buen gobierno: el Imperial.

Así nació uno de los experimentos más audaces del reformismo olivarista: un centro de estudios superiores en el corazón de la Villa, vinculado directamente a la Corona, confiado a los jesuitas, con currículo adaptado a las necesidades del Estado. Lo llamaron “Estudios Generales”, pero todos lo conocían por lo que era: el colegio de los futuros poderosos.

La biblioteca: el cerebro del colegio_

Un centro de esta magnitud necesitaba un pulmón de saber. Y ese pulmón fue su biblioteca.

Los jesuitas sabían que el conocimiento se transmitía, sí… pero también se archivaba. Por eso, desde las primeras décadas, comenzaron a formar un fondo documental impresionante: obras de consulta, tratados de teología, filosofía, ciencia, derecho, gramáticas, manuscritos, donaciones privadas, ediciones críticas, correspondencias…

A mediados del siglo XVIII, poco antes de la expulsión de los jesuitas, se calcula que el colegio albergaba entre 30.000 y 35.000 volúmenes, lo que la convertía en la biblioteca más importante de Madrid hasta entonces. Su fondo era tan extenso que muchos ejemplares llevaban el exlibris grabado con el sello de la Compañía y una nota manuscrita indicando su procedencia: “De la librería del Colegio de la Compañía de Jesús de Madrid”.

Era una biblioteca moderna, rica, viva, con conexiones por toda Europa. No era un archivo muerto: era un centro de investigación donde se escribía, se copiaba, se debatía… y se controlaba lo que podía y no podía leerse.

Formación integral: espíritu, cuerpo y jerarquía_

Porque el Colegio Imperial no solo formaba intelectuales. Formaba jerarquías. Desde el orden de los pupitres hasta la dirección de los ejercicios espirituales, todo estaba pensado para que el alumno se supiera parte de una cadena de mando. Aquí se enseñaba a mandar y a obedecer. A discernir y a actuar. A escribir con elegancia y a argumentar con firmeza. A ser útil al Imperio. Y si se podía, a dejar legado.

Las clases eran en latín, las oraciones diarias, los castigos silenciosos, y los premios… escasos, pero valiosos. No se estudiaba para ganar dinero. Se estudiaba para ocupar un lugar en el engranaje social, en la administración real, en la diplomacia, en la Iglesia… o, en el mejor de los casos, en la historia.

Durante medio siglo, el Colegio Imperial de Madrid fue la fábrica intelectual del imperio hispánico. Un espacio donde el saber no solo se enseñaba, sino que se disciplinaba, se vigilaba y se proyectaba hacia el poder. Fue el orgullo de la Compañía de Jesús, el espejo de la reforma educativa olivarista y el hogar temporal de muchos nombres que acabarían firmando comedias, tratados, bulas, cartas reales o sentencias.

El Colegio Imperial no fue solo una institución educativa: fue una pieza clave en la construcción simbólica del Madrid moderno. Desde su planta se ordenó un barrio. Desde sus muros se educó a una élite. Desde su fachada se proclamó un poder. Y desde sus piedras aún se puede leer —si uno sabe mirar— el eco de un proyecto total: espiritual, pedagógico, urbano y monumental.

Una escuela que enseñaba incluso antes de entrar.

4. Figuras ilustres – Aquí estudió medio Parnaso –

En algunas escuelas se presume de logros académicos. En otras, de campeonatos deportivos. El Colegio Imperial de Madrid, en cambio, puede presumir de algo mucho más literario: media Real Academia Española habría podido montarse solo con sus antiguos alumnos. Y no es hipérbole. Es historia.

Por sus aulas pasaron algunos de los nombres más brillantes —y temidos— de las letras del Siglo de Oro. No hay placa conmemorativa en la pared que lo resuma, pero si uno se sienta en el claustro, cierra los ojos y aguza el oído, todavía puede imaginar el eco de versos mordaces, de disputas en latín, de carcajadas mal disimuladas… o de insultos en endecasílabos.

Aquí no solo se aprendía gramática. Aquí se afilaban talentos.

Francisco de Quevedo: el genio con daga en la lengua_

Estudiar con Francisco de Quevedo debía de ser una mezcla entre asistir a un espectáculo de ingenio y temer por tu integridad emocional. Conocido por su lengua afilada y su mirada implacable, Quevedo pasó por el Colegio Imperial cuando aún era un jovencito miope y algo cojo, pero ya mostraba esa mirada de “sé más que tú y además puedo demostrarlo en verso”.

No era buen compañero de pupitre —nada en él era suave—, pero sí un obseso del estudio. Destacaba por su dominio del latín, su capacidad memorística y, por supuesto, por su afición a la sátira. Se decía que podía improvisar insultos en verso antes de que tú terminaras tu saludo. Algunos profesores lo admiraban; otros lo temían; muchos lo sancionaban.

Fue en estas aulas donde se templó el carácter de un Quevedo que saldría de allí para enfrentarse —a golpe de pluma— con políticos, poetas, clérigos y con todo aquel que cometiera la osadía de escribir sin saber lo que hacía.

Lope de Vega: el niño prodigio con pluma precoz_

Antes de ser el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega fue simplemente “ese chaval que ya escribía comedias mientras los demás repasaban las declinaciones”. También estudió en el Colegio Imperial y, aunque su paso fue más breve y menos documentado, dejó huella. Y no solo por sus versos: según las crónicas, era encantador, vivaz, pasional y… algo inestable. Lope lo vivía todo como si estuviera ya en escena.

A diferencia de Quevedo, no destacaba por la mordacidad, sino por la imaginación desbordante. Cuentan que en las horas libres, mientras otros copiaban textos, él ya trazaba estructuras dramáticas como quien traza planes para escaparse al río. El colegio moldeó su latín y le dio referentes clásicos, pero su verdadera educación estaba fuera: en la calle, en los corrales de comedia y en las pasiones humanas que luego llevaría al teatro.

Lope no necesitaba aprender a escribir. Solo necesitaba que no le estorbaran mientras lo hacía.

Calderón de la Barca: el teólogo del drama_

Pedro Calderón de la Barca, otro egresado ilustre del colegio, fue quizá el más equilibrado de todos. Ni tan díscolo como Quevedo, ni tan impulsivo como Lope. Calderón representaba la seriedad intelectual del barroco, con una formación sólida en teología, filosofía y humanidades. Su paso por el Colegio Imperial fue brillante y metódico.

Era disciplinado, profundo, introspectivo… Donde Quevedo incendiaba, Calderón analizaba. Donde Lope improvisaba, él estructuraba. No es casual que fuera el dramaturgo favorito de la Contrarreforma: pensaba como un moralista, escribía como un poeta y construía sus obras como un arquitecto del alma.

En el colegio no era el más ruidoso, pero sí el más respetado. Y eso, en una clase llena de futuros genios, no era poco.

Otros alumnos menos famosos… pero igual de importantes_

Aunque los grandes nombres literarios son los más conocidos, no conviene olvidar que el Colegio Imperial también formó a juristas, teólogos, científicos y políticos. Hombres que no salieron en los libros de texto, pero que definieron la historia del imperio. Algunos llegaron a ser rectores universitarios, obispos, ministros, cronistas mayores, inquisidores y miembros del Consejo de Castilla.

Muchos de ellos, tras pasar por el colegio, continuaban sus estudios en universidades como Alcalá, Salamanca o Roma. Pero el germen, la raíz, el nervio formativo… estaba en Madrid. Estaba aquí.

Personajes como Mariano José de Larra, Manuel Tamayo y Baus, José de Echegaray y Eizaguirre, Jacinto Benavente, Pío Baroja, Antonio y Manuel Machado, Vicente Aleixandre, Miguel Mihura, María Zambrano, Camilo José Cela y escritores extranjeros como Víctor Hugo, forjaron, en los siglos posteriores, parte de su educación entre los muros del Colegio Imperial.

En definitiva, el Colegio Imperial de Madrid fue mucho más que un edificio con pupitres. Fue una fragua de talentos, un hervidero de vocaciones, una incubadora de ingenios. Y también, por qué no decirlo, una especie de “Hogwarts” barroco donde el saber, la pluma y la ambición compartían claustro.

5. La expulsión de los jesuitas – El día que se apagaron las luces –

Todo lo que sube, baja. Y todo imperio, por brillante que sea, tiene su noche. Para el Colegio Imperial de Madrid, esa noche llegó con sigilo… pero con sentencia.

Fue un 3 de abril de 1767, cuando Carlos III firmó un decreto que recorrería Europa como un relámpago:

“He venido en mandar se extrañen de todos mis dominios los regulares de la Compañía de Jesús...”

No hubo marcha atrás.

Ese mismo día, sin previo aviso, las puertas del colegio más prestigioso de Madrid se abrieron… para no volver a ser las mismas.

Razones políticas, consecuencias educativas_

La expulsión de los jesuitas fue una decisión de Estado. No era solo una cuestión religiosa, sino una operación de cirugía política. Carlos III, influido por el despotismo ilustrado, veía en la Compañía de Jesús un poder paralelo, con demasiada influencia, demasiadas redes y demasiada autonomía.

En palabras más claras: los jesuitas no obedecían del todo… y eso a un Borbón no le gustaba nada.

El colegio, que durante más de siglo y medio había sido un bastión del saber, del control doctrinal y de la educación de élites, fue de pronto intervenido por la autoridad real. Los padres fueron notificados sin aviso previo. Tuvieron que abandonar sus aulas, sus habitaciones, sus bibliotecas y a sus alumnos.

No hubo despedidas. Solo inventarios.

Las consecuencias fueron inmediatas.

La biblioteca, una de las más importantes del país, fue sellada por funcionarios reales. Sus más de 30.000 volúmenes pasaron a formar parte del fondo incautado a la Compañía. Muchos de ellos acabarían dispersos en otras instituciones, y otros —los más delicados o incómodos— desaparecieron.

Las aulas quedaron vacías. Los claustros, mudos. La iglesia, sin liturgias.

La educación madrileña perdía en una sola noche su columna vertebral.

Algunos alumnos fueron reubicados. Otros se marcharon. Y los que se quedaron lo hicieron con una sensación clara: el colegio había cambiado para siempre.

Nacimiento de los Reales Estudios de San Isidro_

Pero la vida —y la instrucción— continuaron. En un gesto a medio camino entre la recuperación y el expolio, la Corona reorganizó el complejo, transformando la iglesia en Colegiata —para trasladar allí desde San Andrés el cuerpo incorrupto del patrón de la Villa— y rebautizando el colegio con una denominación, “Reales Estudios de San Isidro”, que buscaba ser símbolo de continuidad… aunque fuera solo aparente.

Los Reales Estudios asumieron parte de las funciones que el colegio había desempeñado: enseñanza secundaria, formación eclesiástica, estudios filosóficos y científicos. Pero el espíritu ya no era el mismo.

Donde antes había rigidez jesuítica, ahora entraban los aires —a veces caóticos— de la Ilustración borbónica.

El claustro seguía en pie, pero la pedagogía había cambiado.

Los profesores ya no eran religiosos, sino funcionarios del Estado.

Los alumnos no rezaban en latín, sino que aprendían geometría, dibujo técnico o física experimental.

Y en lugar de ejercicios espirituales, se organizaban pruebas de acceso, oposiciones y cátedras públicas.

6. Un centro a la deriva – luces y sombras de los siglos XIX y XX –

A lo largo del siglo XIX, el antiguo Colegio Imperial vivió etapas muy distintas:

  • Fue colegio y Primer Instituto oficial de segunda enseñanza del país.

  • Fue cuartel durante la invasión francesa.

  • Fue sede de reformas educativas, cambios ministeriales y guerras ideológicas.

  • Y fue también refugio de saberes antiguos en un mundo cada vez más turbulento.

Ya no era un foco de poder, pero tampoco una simple escuela.

Era una institución resiliente, un testigo de su tiempo.

Y aunque muchos lo daban por acabado, seguía formando a generaciones enteras de madrileños.

Entre sus muros se escuchaban nuevos acentos: vio pasar la instrucción pública de la Constitución de Cádiz, la ley Moyano, las reformas de la Institución Libre de Enseñanza y los vaivenes del siglo XX.

Y, a veces, el de los susurros que hablaban de aquel tiempo en que todo había sido más solemne.

La noche del 3 de abril de 1767 fue, sin duda, el día que se apagaron las luces del Colegio Imperial.

Pero como en toda buena historia madrileña, la llama nunca se extinguió del todo.

Y aunque el colegio cambió de nombre, de maestros y de métodos, siguió en pie. Siguió enseñando. Siguió contando. Porque cuando un edificio ha enseñado tanto, enseña incluso cuando guarda silencio.

San Isidro no era ya un colegio imperial. Pero seguía siendo una fábrica de pensamiento crítico, de vocaciones cívicas, de pasiones adolescentes con ganas de cambiar el mundo.

Historia viva, ciudad que aprende_

Hay edificios que enseñan más que muchas bibliotecas. No por lo que contienen, sino por lo que han vivido. El Colegio Imperial —hoy Instituto San Isidro— es uno de esos lugares.

A veces nos olvidamos de que las ciudades no solo educan en las aulas. También educan en sus plazas, en sus calles, en sus muros con cicatrices… y Madrid, en ese sentido, ha sido alumna y maestra a partes iguales.

Durante siglos, este colegio fue un laboratorio de saber y de poder, pero no solo aprendieron los alumnos. También aprendió la ciudad.

Aprendió que la educación puede ser herramienta de dominio… o de libertad.

Aprendió que el saber tiene precio, pero también memoria.

Aprendió que quien construye un colegio, construye un futuro.

Hoy, cuando uno pasea por la calle de Toledo, puede cruzar frente a esa fachada sin saber lo que esconde. O puede detenerse, mirar al portón y escuchar. Escuchar los pasos de Quevedo… la zalamería de Lope de Vega… la risa de un joven Calderón...

El susurro de un maestro de 1768 que, tras la expulsión, repite en silencio su última lección. O la voz de una alumna de San Isidro que, en pleno siglo XXI, lee a Platón con los pies en un claustro del Siglo de Oro.

Porque eso es lo que queda.

Quedan los ecos.

Queda el aire lleno de ideas.

Y queda Madrid, ciudad que también se educa cada vez que recuerda… y revive.


Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 1887-1960). Historia de Madrid

Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 1887-1960)

Toda la obra de la educación no es más que una superación ética de los instintos
— Gregorio Marañón


¿cómo puedo encontrar el antiguo colegio imperial en madrid?