La casa de las palabras

Real Academia de la Lengua. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Real Academia de la Lengua. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Real academia de la lengua, protectora de nuestra herencia

¿Sabías que el diccionario de la RAE se compone de unas 88.500 palabras? Teniendo en cuenta que Miguel de Cervantes, uno de los mejores escritores de todos los tiempos, empleó en su Quijote 8.000 diferentes… ¿cuántas crees que podrías emplear tú sin consultar un glosario como hizo el escritor alcalaíno?

Cuando consultamos un diccionario no nos paramos a pensar en su importancia ni en quién, cómo, ni por qué se establecieron las definiciones que sirven de referencia a los hablantes de una lengua… sin embargo, su resultado no sólo es fruto de siglos de evolución lingüística sino del esfuerzo de quienes decidieron velar por la conservación de nuestro idioma. En el caso del castellano, debemos a Sebastián de Covarrubias y la Real Academia Española su compilación y preservación, desde el siglo XVII hasta nuestros días.

Durante el Renacimiento se despertó en nuestro continente el interés por las hablas vulgares, apareciendo los primeros diccionarios de lenguas europeas, denominados “tesoros” por las riquezas que encerraban.

En 1494, el humanista sevillano Elio Antonio de Nebrija publicaba su Vocabulario español-latino, que explicaba el significado de las palabras españolas a través de sus equivalentes latinas.

Sin embargo, este primer glosario no aclaraba en qué situaciones se usaban los vocablos o las razones de su empleo, algo que sí resolvería un siglo después el Tesoro de la lengua castellana o española del erudito toledano Sebastián de Covarrubias… un diccionario apasionante que no sólo puede consultarse sino leerse como cualquier obra literaria de nuestro Siglo de Oro.

Covarrubias fue uno de los mayores sabios del siglo XVII español: estudió Teología, Leyes y Cánones en Salamanca. Llegó a ser capellán de Felipe II, fue consultor del Santo Oficio y canónigo de la catedral de Cuenca. También fue políglota y humanista, interesado en muchos aspectos de la cultura de su época, entre ellos el lenguaje, motivo por el cuál decidió ponerse manos a la obra y elaborar un diccionario en su escaso tiempo libre.

Comenzó a trabajar en su Tesoro en 1605, a los sesenta y un años de edad, y consiguió publicarlo en 1611, justo entre la publicación de las dos partes del Quijote... un hito fundamental en nuestra Historia al tratarse del primer diccionario monolingüe del castellano.

Los diccionarios del siglo XVII no eran como los actuales. Por aquel entonces aún no existía la objetividad en las definiciones y el autor incluía en sus descripciones anécdotas, citas, historietas, chistes o comentarios personales. En su Tesoro, Covarrubias nos explica cómo eran él y su mundo, lo que supone uno de los mayores atractivos de su obra.

En el Siglo de Oro tampoco existían los diccionarios generales ni las enciclopedias, de manera que Covarrubias estaba inventando, a su modo, un nuevo género: la lexicografía.

Sebastián de Covarrubias trabajó en su diccionario cinco años, lo que implica que redactó unas seis entradas por día, auxiliado por su biblioteca, una de las mejores de la época.

Planeó la obra de una forma lineal comenzando por la “A”, pero al llegar a la “C” comenzó a reducir la extensión de las entradas por una razón muy sencilla… le quedaba poca vida y mucho diccionario.

En paralelo a su obra, el erudito toledano fue redactando un suplemento manuscrito recogiendo las notas y materiales que ampliarían la edición impresa. Ya en los últimos años, la enfermedad le impedía escribir, pero él continuó ampliando esta adenda al dictado.

La obra de Covarrubias tiene hoy para nuestra lengua una importancia decisiva, no sólo porque el Tesoro está en la base de prácticamente todos los diccionarios del castellano sino también porque proporciona una información esencial para comprender los textos clásicos españoles.

El saber que contiene supone un viaje único por las palabras y las costumbres de nuestro Siglo de Oro pero, como tantas veces ocurre en España, esta magna obra pasó desapercibida entre sus contemporáneos. Hubo que esperar más de cien años para que se le hiciera justicia… algo que sucedió con el nacimiento del primer diccionario de la Real Academia Española: el Diccionario de Autoridades.

En el Madrid del siglo XVIII muchos humanistas, escritores y poetas se reunían periódicamente en tertulias y academias. Algunas no fueron más que reuniones únicas en ocasiones importantes como festividades religiosas o nacimientos de príncipes para discutir de lenguas, literaturas y otros temas intelectuales.

En una de ellas, la organizada por el ilustrado Juan Manuel Fernández Pacheco, VIII marqués de Villena y duque de Escalona, sus miembros advirtieron que, a diferencia de Francia, Italia y Portugal, España era el único país de la Europa avanzada que no contaba con un diccionario moderno, por lo que se propusieron desarrollar el mejor diccionario de su época.

Esta vocación de utilidad colectiva se convirtió en la principal seña de identidad de la Academia Española, cuyo objetivo era fijar el idioma en el estado de plenitud que había alcanzado durante los siglo XVI y XVII.

La primera sesión oficial se celebró el 6 de julio de 1713 en la biblioteca del palacio madrileño del marqués de Villena, ubicado en la plaza de las Descalzas Reales de Madrid, y se afirmó la costumbre de que cada nuevo director acogiera las reuniones de los Académicos en su casa.

El núcleo inicial lo formaron ocho intelectuales humanistas, destacados miembros de la sociedad madrileña de le época:

  • El propio Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena.

  • Don Juan Ferreras, párroco de la iglesia de San Andrés.

  • Don Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer, Bibliotecario del rey.

  • Don Andrés Gonzáles Barcia, Consejero de Castilla y del supremo de Guerra.

  • Fray Juan Interián de Ayala, catedrático de hebreo de la Universidad de Salamanca.

  • P. Bartolomé Alcázar, S. I., maestro de erudición del Colegio Imperial.

  • P. José Casani, S. I., calificador del consejo Supremo de la Inquisición.

  • Don Antonio Dongo Barrionuevo, Bibliotecario del rey y oficial de la Secretaría de Estado.

Lo que animaba a estos proto-académicos era un objetivo moral común, la voluntad de crear algo de interés colectivo, nacional, que restableciera el prestigio exterior del castellano, por lo que juntos acordaron la redacción del Diccionario de Autoridades. También convinieron la necesidad de pedir al rey, Felipe V, un reconocimiento oficial.

Este reconocimiento tuvo lugar un año más tarde, en 1714, por Real Cédula de Felipe V, quien acogió a la Academia bajo su “amparo y Real Protección”. Esto significaba que, desde entonces, los académicos gozarían de las ventajas y exenciones concedidas a la servidumbre de la Casa Real. Nacía así, de manera oficial, la Real Academia Española.

Como emblema, sus miembros eligieron un crisol puesto en el fuego con la leyenda: “Limpia, fija y da esplendor”. Ambos símbolos continúan representando hoy día a la institución.

Para comenzar su labor, los académicos tuvieron que enfrentarse a una cuestión inicial obvia: cómo definir el nombre de la lengua, español o castellano. La Academia elegiría este último término, al señalar a Castilla como árbitro del idioma.

Decidieron incluir en su diccionario todas las voces españolas, con excepción de las “indecentes”, incluyendo los provincialismos, los arcaísmos, el vocabulario técnico y científico y todos aquellos proverbios y refranes que aportaran una enseñanza moral.

En cuanto a la redacción de las definiciones de cada término, se repartió cada letra del abecedario entre los miembros de la Academia. Cada redactor tendría que hacer una lista de las palabras correspondientes a su letra, definirlas y buscar las autoridades pertinentes.

La publicación del volumen primero, que contenía las letras “A” y “B”, tardó trece años en completarse. Este retraso se debió, por un lado, a las diferentes ocupaciones privadas o públicas de los miembros académicos, a su pereza, a sus enfermedades o incluso a su muerte. Pero por otra parte, la dilación también fue causada por la poca homogeneidad que había entre los artículos… unos largos y extensos… otros cortos y concisos… dependiendo de los redactores.

Esta falta de homogeneidad en las definiciones obligó a los académicos a cambiar el método de trabajo: dos se ocuparían de unificar los estilos de las entradas, otros dos cumplirían con el oficio de revisores y otro más cuidaría de la impresión.

Llegado el momento de la impresión, el rey concedió a la Real Academia 60.000 reales de vellón anuales para sus publicaciones y para pagar el sueldo de sus académicos, que ya ofrecían una dedicación total a la empresa.

El 29 de junio de 1723, el marqués de Villena, mecenas y fundador de la Academia, moría sin llegar a ver los frutos de su esfuerzo… una labor que cristalizaría tres años después, el 11 de abril de 1726, con la impresión del primer volumen del Diccionario de autoridades de la lengua castellana.

Como impresor y librero de la Academia se eligió a Juan Pérez que tenía su tienda en la Puerta del Sol.

El primer volumen estaba listo para la venta y la demanda inicial fue tan alta que no dio tiempo siquiera a encuadernarlo. Su precio en papel era de cuarenta y cinco reales, mientras que la edición en pergamino costaba cincuenta. El precio era el del coste de la obra, porque la Academia no quería ganancia en una obra que se había elaborado para el beneficio común de la nación.

La obra completa, compuesta por seis volúmenes, se finalizó en 1739, siendo director de la Real Academia Don Andrea, tercer Villena, nieto del Villena fundador.

Terminado el Diccionario de Autoridades, los académicos se concentraron en la redacción de dos nuevas obras con las que regular el buen uso del léxico, el dominio de las reglas gramaticales y la correcta escritura del castellano. En 1741, la Academia publicaba su Ortografía y, en 1771, su Gramática.

Previamente, en 1755, el rey Fernando VI había concedido a la Academia un espacio en la Real Casa del Tesoro, anejo al nuevo Palacio Real, en el que los académicos se reunieron hasta 1794.

Ese año la Academia trasladó su sede al edificio del antiguo Estanco del Aguardiente en la Calle de Valverde, actual sede de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, por concesión del rey Carlos IV.

Un siglo permaneció la Academia en esa ubicación, hasta el 1 de abril de 1894, cuando se inauguró este edificio, en el Barrio de los Jerónimos, construido expresamente para la Academia y en el que los académicos continúan celebrando sus reuniones semanalmente.

Desde su creación, la RAE está formada por miembros de número, con cargo vitalicio. Los primeros estatutos, del año 1715, fijaron en 24 las plazas, designadas con letras mayúsculas del alfabeto. Las minúsculas vinieron después, con la ampliación del número de miembros, que actualmente es de 46.

En toda su historia, tan sólo once mujeres han conseguido el honor de convertirse en académicas de la RAE. En 1784, María Isidra de Guzmán, primera mujer doctora por la Universidad de Alcalá, fue admitida como académica honoraria y, aunque pronunció su discurso de agradecimiento, no volvió a comparecer más.

En 1853 Gertrudis Gómez de Avellaneda solicitó su ingreso, lo que planteó un largo debate tras el cual se llegó al acuerdo de no aceptar mujeres como académicas de número, resolución que la Academia mantendría hasta principios del siglo XX.

En 1912 las reiteradas peticiones de ingreso por parte de Emilia Pardo Bazán fueron rechazadas, a pesar de los apoyos de diferentes instituciones, en virtud del acuerdo de 1853.

La candidatura de Concha Espina fue igualmente rechazada en dos ocasiones, si bien en 1928 la Academia admitió la de Blanca de los Ríos que llegó a someterse a votación, no resultando elegida.

También fue aceptada y sometida a votación la candidatura de María Moliner en 1972, autora de uno de los diccionarios más completos de la lengua española, quien también perdería la votación de ingreso.

Habría que esperar hasta el año 1978, casi 300 años después de su fundación, para que Carmen Conde inaugurara la presencia femenina en la Real Academia… una lista que, posteriormente, se ampliaría con nombres de mujeres tan excepcionales como Ana María Matute, Carmen Iglesias o Margarita Salas.

Curiosamente, autores tan destacados como Azorín o Benito Pérez Galdós tuvieron que esperar más de tres lustros para ser admitidos… y otros, como Ortega y Gasset, rechazaron de motu propio incorporarse a la institución.

Desde su fundación, la Real Academia ha velado por la unidad de nuestro idioma, utilizando todos los recursos a su alcance hasta llegar a la era digital actual, manteniendo y preservando el valor de la palabra, ya sea sobre una hoja de papel o sobre una pantalla.

Hoy en día, la RAE continua trabajando por cuidar y normalizar la lengua que compartimos 580 millones de personas en todo el mundo. En una época en la que las redes sociales pueden cambiar usos de palabras en minutos, la tecnología “maquillar” nuestras faltas de ortografía con auto-correctores y los hispanohablantes vernos fácilmente convertidos en ciberanalfabetos, nuestra Academia debe, más que nunca, seguir limpiando, fijando y dando esplendor a nuestro maravilloso idioma.

Fernando Lázaro Carreter (Zaragoza, 1923 – Madrid, 2004)

Fernando Lázaro Carreter (Zaragoza, 1923 – Madrid, 2004)

El lenguaje nos ayuda a capturar el mundo, y cuanto menos lenguaje tengamos, menos mundo capturamos. O más deficientemente. Una mayor capacidad expresiva supone una mayor capacidad de comprensión de las cosas. Si se empobrece la lengua se empobrece el pensamiento
— Fernando Lázaro Carreter


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