Una espina clavada
Concha Espina: la memoria del olvido
¿Qué se necesita para convertirse en una figura admirada, merecedora de que una calle lleve su nombre, de ser citada en los manuales de Historia o de que su estatua corone una plaza concurrida? Talento, esfuerzo, valentía, determinación o una creatividad desbordante son, sin duda, atributos comunes a muchos de los personajes que la posteridad ha elevado a la categoría de ilustres. Sin embargo, durante siglos, hubo una condición tácita que, por encima de todas, parecía imprescindible para hacer historia: ser hombre. Porque si labrarse un nombre no ha sido nunca tarea sencilla, para las mujeres en la historia ha supuesto, casi siempre, una gesta heroica.
La historia de la literatura española, como la de la cultura en su conjunto, ha tendido a ignorar o silenciar a muchas de las autoras que merecieron figurar entre sus voces más destacadas. Las páginas de nuestros libros de texto quedaron empobrecidas por esa omisión, privadas de la mitad de sus protagonistas… acaso de la mitad más valiosa. Escritoras como Concha Espina, que en su tiempo gozaron de reconocimiento y prestigio, han sido relegadas con el paso de los años al rincón del olvido, a ese lugar donde la memoria colectiva se disipa y sólo perdura el eco de lo que fue.
Una voz silenciada por la historia_
El siglo XIX fue, para muchas mujeres con un talento literario desbordante, una época especialmente ingrata. Pese a la calidad y profundidad de su obra, su producción apenas encontró el eco que merecía. Eran tiempos adversos para quienes, siendo mujeres, se atrevían a destacar en un mundo que había sido concebido por y para los hombres.
Como en tantos otros ámbitos de la sociedad española de finales del siglo XIX, el entorno literario estaba firmemente controlado por voces masculinas, y no por cualquieras, sino por escritores de enorme talla y repercusión. Era la época dorada de la llamada Generación del 98, formada por nombres de peso como Azorín, Baroja, Antonio Machado, Valle-Inclán o Ramiro de Maeztu, entre otros. Ellos marcaron el canon y ocuparon los espacios de prestigio y visibilidad.
Frente a este panorama, las voces femeninas luchaban por abrirse paso, pero muchas quedaron sepultadas por el olvido o la indiferencia de su tiempo. Escritoras como Carmen de Burgos, conocida como “Colombine”, Consuelo Álvarez Pool, que firmaba como “Violeta”, o aquellas brillantes creadoras que conformaron el grupo de “las sinsombrero”, no encontraron el reconocimiento que su obra merecía. La suya fue una voz silenciada por las circunstancias, un talento eclipsado por una sociedad que aún no estaba dispuesta a concederles un lugar entre sus grandes nombres.
El talento ignorado de la Edad de Plata_
Afortunadamente, en los últimos años se ha iniciado un lento pero firme proceso de recuperación de la memoria literaria de aquellas mujeres que, pese a su talento y aportaciones, fueron condenadas al olvido o relegadas a un papel secundario en la historia de nuestras letras. Gracias al tesón de investigadores comprometidos y al esfuerzo de pequeñas editoriales especializadas, hemos comenzado a reconstruir el mapa incompleto de la Edad de Plata de la cultura española, dándole por fin voz a quienes durante demasiado tiempo permanecieron en la sombra.
Sin embargo, en ese necesario ejercicio de reparación histórica, es probable que hayamos pasado por alto a una de las figuras femeninas más relevantes y singulares de la literatura española: Concha Espina. Escritora pionera, independiente y de una personalidad arrolladora, no solo se enfrentó a las mismas barreras que tantas otras mujeres de su tiempo, sino que lo hizo cargando con responsabilidades que habrían hecho tambalear a muchos: criar sola a sus hijos y sostener económicamente a su familia. Y, a pesar de ello, escribió con firmeza, publicó con regularidad y alcanzó una notoriedad que hoy resulta inconcebible que se haya desvanecido.
Concha Espina: pionera entre sombras_
María de la Concepción Jesusa Basilisa Rodríguez-Espina y García-Tagle —quien pasaría a la historia con el nombre más breve y resonante de Concha Espina— vino al mundo el 15 de abril de 1869 en Santander, en el seno de una familia acomodada, profundamente católica y de firmes convicciones tradicionales. Aquellos valores, sembrados desde la cuna, acompañarían a Concha a lo largo de su vida, marcando tanto su pensamiento como buena parte de su obra.
La infancia de Espina, inicialmente plácida y desahogada, dio un brusco giro cuando apenas tenía trece años. La quiebra de los negocios de su padre obligó a la familia a desprenderse de su hogar santanderino y a buscar refugio en Mazcuerras, un apacible pueblo del interior cántabro. Allí, en la casa de su abuela materna, establecieron su nueva residencia, lejos del bullicio urbano, rodeados por la quietud del campo y el ritmo pausado de la vida rural.
Fue en ese entorno sereno donde floreció la vocación literaria de Concha. Inquieta, sensible y autodidacta, encontró en los libros un mundo al que entregarse con pasión. La lectura se convirtió en refugio y maestra; la escritura, en un juego íntimo y revelador. Animada por su madre, comenzó a escribir sus primeros versos, abriendo con ellos una senda que no abandonaría jamás. En el silencio de Mazcuerras, bajo la sombra de los árboles y con la mirada puesta en los montes de Cantabria, germinó la semilla de una escritora excepcional.
Una vida entre letras, retos y renuncias_
En 1891, Concha Espina sufrió un golpe devastador: la muerte de su madre. Aquel vacío fue mucho más que una pérdida afectiva. Su madre había sido su guía, su refugio emocional y, sobre todo, el principal estímulo en su incipiente desarrollo intelectual. Para una joven de apenas veintidós años, sin formación académica reglada ni medios económicos propios, aquella ausencia dejó un horizonte incierto y sombrío.
La única salida posible parecía entonces el matrimonio. Dos años más tarde, en 1893, contrajo nupcias con Ramón de la Serna y Cueto, un hombre de posición acomodada, heredero de un próspero negocio familiar establecido en Chile. Apenas celebrada la boda, la pareja emprendió viaje al país sudamericano, donde esperaban iniciar una vida próspera y sin sobresaltos.
Sin embargo, las expectativas pronto se vieron truncadas. La estancia en Chile distó mucho de ser el comienzo de una nueva etapa dorada. La falta de responsabilidad de Ramón, unida a una gestión imprudente y despilfarradora de sus bienes, provocaron en pocos años la ruina del patrimonio familiar. Aquello que prometía ser un destino de estabilidad se convirtió en el preludio de una vida marcada por las dificultades… pero también por la determinación creciente de una mujer que estaba aún por descubrir todo su poder creador.
Escribir para resistir: la pluma como sustento_
Mientras los negocios de su marido se tambaleaban al borde del abismo, Concha Espina no se resignó al papel pasivo que la época reservaba a las esposas. Lejos de quedarse de brazos cruzados, comenzó a colaborar con diversos diarios chilenos, utilizando su pluma como herramienta de subsistencia. Sus textos, firmes y sensibles, le permitieron aliviar —aunque solo en parte— la creciente precariedad económica de la familia.
Pese a sus esfuerzos, la ruina fue inevitable. En 1898, el matrimonio regresó a España acompañado por sus dos hijos, con poco más que la voluntad de empezar de nuevo. De vuelta en Cantabria, Espina retomó su labor periodística con mayor ímpetu. La prensa se convirtió en su primer espacio de visibilidad y supervivencia, y pronto empezó a cosechar los primeros reconocimientos. Ganó su primer certamen literario, un hito que avivó su confianza y la impulsó a emprender una empresa más ambiciosa: la escritura de su primera novela.
Así nació La niña de Luzmela, publicada en 1909, una obra que fue acogida con entusiasmo tanto por la crítica como por el público lector. A través de su prosa elegante y cargada de emoción, Espina retrató con delicadeza y profundidad el universo femenino y rural que tan bien conocía, y se consolidó de inmediato como una voz narrativa de peso en el panorama literario del momento.
Su incipiente prestigio no pasó desapercibido. Marcelino Menéndez Pelayo, figura de indiscutible autoridad intelectual en la España de entonces, elogió públicamente su talento y la animó a trasladarse a Madrid. En la capital, le aseguró, encontraría un entorno más propicio para desplegar plenamente su vocación literaria. Concha Espina, ya madre, periodista, novelista y luchadora incansable, se preparaba para ocupar un lugar propio en el mundo de las letras.
el merecido Reconocimiento literario_
De forma tan sorprendente como dolorosa, los éxitos literarios de Concha Espina comenzaron a resquebrajar su matrimonio. Lejos de convertirse en motivo de orgullo compartido, su creciente prestigio despertó en su esposo un amargo sentimiento de celos profesionales, una herida de ego que terminaría por abrir un abismo insalvable entre ambos. Para Concha, aquello fue el punto de inflexión. Harta de arrastrar un vínculo conyugal que asfixiaba su desarrollo personal y limitaba su libertad creativa, decidió dar un paso audaz e inusual para una mujer de su tiempo: separarse y tomar las riendas de su vida.
Con una determinación infrecuente, gestionó el futuro de quien ya no podía acompañarla en el suyo: gracias a sus contactos internacionales, logró asegurar a su aún esposo un puesto de trabajo en México. Mientras tanto, ella, cargando con el peso de su decisión y la responsabilidad de sus cuatro hijos, se instaló en Madrid. Era 1909. Con ella llevaba tan solo el éxito reciente de La niña de Luzmela y una voluntad férrea de abrirse camino.
A partir de ese momento, los únicos ingresos del hogar serían los que ella misma lograra generar con su pluma. En una España profundamente patriarcal, donde incluso los varones más brillantes encontraban dificultades para abrirse paso en el mundo literario, las posibilidades de una mujer sola, madre y escritora, eran poco menos que una quimera. Pero Concha Espina no era una mujer cualquiera. Con una disciplina inquebrantable, una intuición narrativa aguda y una voz singular que conectaba con el alma del lector, se empeñó en vencer todos los obstáculos.
Su esfuerzo titánico dio sus frutos: comenzó una fecunda y brillante carrera literaria, tanto en España como en América. Contra todo pronóstico, Concha Espina logró algo que hasta entonces parecía imposible: convertirse en la primera mujer española capaz de vivir de la literatura, no como una afición respetable, sino como una verdadera profesión. Lo hizo sin renunciar a su identidad, ni a sus responsabilidades, ni a sus ideales. Y lo hizo, como siempre, contra viento y marea.
El eco internacional de su obra_
Aunque incursionó en distintos géneros —el ensayo, el estudio histórico, la poesía— fue en la narrativa, especialmente en el cuento y la novela, donde Concha Espina alcanzó su verdadera consagración. Su talento narrativo traspasó fronteras, y no pasó mucho tiempo antes de que sus obras comenzaran a traducirse a varios idiomas, otorgándole una proyección internacional poco común para una autora española de su época. Durante los años dorados de su carrera, Concha Espina fue, sin exageración, una figura de fama continental: leída, comentada y admirada tanto en Europa como en América.
Su estilo literario, notable por su riqueza expresiva, escapaba a las clasificaciones rígidas. Fluctuaba con naturalidad entre las corrientes del realismo y el romanticismo, se impregnaba del costumbrismo y regionalismo de su tierra cántabra, pero también incorporaba elementos del modernismo y una clara sensibilidad social. Era una voz versátil, capaz de describir con igual destreza los paisajes del alma y los conflictos del entorno.
Detrás de esa pluralidad de registros se encontraba una constante: la experiencia personal. Las novelas de Espina eran, en el fondo, proyecciones íntimas de su propia vida. De ahí que sus protagonistas fuesen, casi siempre, mujeres enfrentadas a dilemas profundos: divididas entre las exigencias de una sociedad que las encorsetaba y los deseos genuinos que palpitaban en su interior. Concha Espina narraba esas luchas con una autenticidad desgarradora, porque no escribía desde la observación externa, sino desde la vivencia. Ella misma había recorrido ese camino de renuncias, desafíos y afirmación.
Gracias a esta fusión entre vida y literatura, su obra adquirió una fuerza emocional y una verdad humana que aún hoy resulta conmovedora.
Tertulias, premios y candidaturas al Nobel_
Concha Espina fue, ante todo, una trabajadora infatigable. A lo largo de su vida, mantuvo un ritmo de producción literaria admirable, publicando una media de un libro cada dos años, en una constancia que solo puede entenderse desde la férrea disciplina y la pasión por su oficio. Algunas de sus obras más destacadas fueron reconocidas por instituciones de renombre: La esfinge maragata y Tierras del Aquilón recibieron premios de la Real Academia Española, mientras que Altar mayor fue galardonada con el prestigioso Premio Nacional de Literatura, confirmando su posición como una de las grandes voces narrativas de su tiempo.
Espina no limitó su influencia al ámbito nacional. En una época en la que viajar al extranjero era una rareza, especialmente para una mujer, cruzó el Atlántico en tres ocasiones para impartir conferencias en diversas universidades de Estados Unidos. Allí fue honrada con cargos de alto prestigio: nombrada vicepresidenta de la Hispanic Society y miembro de honor de la Academia de las Letras y las Artes de Nueva York. Su figura, ya entonces, trascendía las fronteras españolas y se consolidaba como emblema de la cultura hispana en el exterior.
El reconocimiento a su obra no se detuvo ahí. Fue propuesta como candidata al Premio Nobel de Literatura en tres años consecutivos —1926, 1927 y 1928—, un hito al alcance de muy pocos. Sin embargo, la Academia Sueca declinó concederle el galardón. También la Real Academia Española, pese a los elogios que tantos de sus miembros le habían dedicado, se negó a abrirle las puertas como académica, perpetuando así el muro invisible que tantas veces se alzó contra las mujeres intelectuales de su tiempo.
Pero Concha Espina encontró el más sincero y emotivo de los reconocimientos no en las grandes instituciones, sino en el corazón de su tierra natal. El pequeño pueblo cántabro de Mazcuerras, donde pasó parte de su infancia y al que había bautizado literariamente como Luzmela en su primera novela, decidió adoptar oficialmente ese nombre en su honor. Aquel gesto, nacido del afecto popular y de la gratitud profunda, quizá valiera para ella más que cualquier premio: era la confirmación de que su literatura había calado hondo, que su voz no se había perdido en el ruido de los tiempos, y que su memoria, al menos allí, seguiría viva para siempre.
Los planes de ‘la espina’_
Concha Espina, siempre fiel a su carácter independiente, no se conformó con los moldes establecidos, ni siquiera en el ámbito de la sociabilidad literaria. A pesar de ser una autora versátil que exploró con soltura casi todos los géneros —desde la novela al ensayo, pasando por la poesía y el cuento—, también incursionó, de forma discreta pero efectiva, en el terreno de la tertulia literaria, ese espacio tan esencial para la vida intelectual española de comienzos del siglo XX.
Sin embargo, a diferencia de tantos escritores de su generación, no fue habitual de cafés ni de salones literarios públicos, donde el humo y el bullicio eran casi exclusivamente masculinos. En lugar de adaptarse a ese entorno, decidió crear el suyo propio. En su primer domicilio madrileño, en la calle Goya, instauró una tertulia semanal. En el reverso de sus tarjetas de visita o en su correspondencia personal figuraba, de forma sobria y directa, la invitación permanente: “Calle Goya 77, miércoles”.
Así nacieron los célebres ‘miércoles de Concha Espina’, una cita ineludible para la élite cultural de la capital. Por su salón desfilaron hombres y mujeres de la alta burguesía y de la intelectualidad madrileña: críticos literarios, poetas noveles, artistas, periodistas, novelistas, pensadores… y, muy especialmente, un nutrido grupo de escritoras y poetisas emergentes que hallaban en ella una figura de referencia, una mentora generosa y un modelo de lo que una mujer podía llegar a ser.
Entre los asistentes a su tertulia figuraban nombres de la talla de Antonio Maura, José Ortega y Gasset, Ricardo León, Antonio Machado, Gerardo Diego, Federico García Lorca y Pilar Valderrama, entre otros muchos. Aquel salón de la calle Goya se convirtió en un auténtico laboratorio de ideas y sensibilidades, un espacio de diálogo libre en el que Concha Espina —con su lucidez, su discreta autoridad y su espíritu acogedor— tejía redes, cruzaba caminos y hacía de puente entre generaciones.
Concha Espina frente a la República_
El 14 de abril de 1931 se proclamaba en España la Segunda República, y Concha Espina la recibió, en un primer momento, con esperanza. Aquella nueva etapa política traía consigo avances largamente esperados, entre ellos la posibilidad de acceder al divorcio, algo que Espina llevaba décadas deseando. Separada de hecho desde hacía más de veinte años, pudo al fin legalizar su situación gracias a la ley impulsada por su amiga y defensora de los derechos de las mujeres, Clara Campoamor.
Sin embargo, aquel entusiasmo inicial no tardó en desdibujarse. Con el paso de los meses, la escritora fue mostrando cada vez más reservas hacia el rumbo político que tomaba la República. Las tensiones sociales, los conflictos ideológicos y la deriva del país hacia un clima de creciente polarización acabaron alejándola de un régimen que, pese a haberle ofrecido una forma de liberación personal, ya no representaba sus valores más íntimos ni su visión del orden y la cultura.
Cuando en 1936 estalló la Guerra Civil, Concha Espina se alineó con el bando sublevado. Su posicionamiento, como el de tantos otros intelectuales de la época, respondía a una mezcla compleja de convicciones morales, temores, lealtades personales y lecturas de la realidad. Fue una decisión que, con el tiempo, tendría consecuencias profundas en su legado.
Porque la política, en tiempos convulsos, rara vez perdona. Y la cultura, aun pretendiendo ser refugio de lo universal, no escapa a sus redes. En el caso de Concha Espina, aquella toma de partido marcaría su recepción posterior: su obra, tan reconocida y celebrada durante décadas, comenzó a desdibujarse en el imaginario colectivo. Como tantas veces sucede, la historia literaria terminó castigando no tanto la calidad de los libros como las posiciones ideológicas de sus autores.
Ceguera y últimas obras de Concha Espina_
En 1938, Concha Espina comenzó a perder la vista. Dos años más tarde, la ceguera era total. La oscuridad que se había ido cerrando lentamente sobre sus ojos no consiguió, sin embargo, apagar su voluntad creadora. Con la ayuda de varias secretarias y una falsilla de madera —una guía que le permitía mantener la línea recta al escribir—, siguió dictando textos, corrigiendo manuscritos y elaborando artículos. Su mente, lúcida y tenaz, se resistía a dejar de alumbrar palabras, aunque ya no pudiera verlas.
En esta etapa final, su obra adoptó un tono más introspectivo, marcado por un catolicismo fervoroso y una visión del mundo cada vez más tradicionalista. Aquel viraje temático y estilístico, alejado de la complejidad narrativa y social que había caracterizado sus mejores novelas, llevó a muchos a considerar que lo más brillante de su producción literaria ya había quedado atrás. Pero incluso entonces, en medio de la sombra, seguía latiendo la pasión de una mujer que había hecho de la escritura su destino.
Concha Espina trabajó hasta el último aliento. La muerte la sorprendió escribiendo, sentada en la mesa de su despacho, en su hogar de la calle Alfonso XII de Madrid, el 19 de mayo de 1955. Allí se apagó su vida, con la misma discreción y firmeza con la que la había construido. Sus restos descansan en el Cementerio de la Almudena, entre los grandes nombres de la historia cultural de España, aunque su memoria, como tantas veces ocurre con las pioneras, haya sido empañada por el tiempo y por los silencios de la posteridad.
Una memoria injustamente apagada_
Tras su muerte, el silencio cayó lentamente sobre la figura de Concha Espina. La niebla del olvido envolvió sus logros y su legado, como si el país que tanto la leyó y admiró hubiera decidido dejar atrás su nombre sin explicación ni homenaje. Esta amnesia histórica puede atribuirse, en parte, a los vaivenes del gusto literario —a la irrupción de nuevas corrientes y sensibilidades—, pero también, inevitablemente, a su posicionamiento político durante los años más oscuros de la historia reciente de España. Una sombra que pesó, injustamente, más que el brillo de sus páginas.
Sin embargo, si nos atenemos a los méritos puramente literarios, su valía es incuestionable. La obra de Concha Espina, su estilo sensible y poderoso, su capacidad para retratar el alma femenina, el paisaje del norte y los dilemas morales de su tiempo, la convierten, sin lugar a dudas, en la escritora más importante de la literatura española en la primera mitad del siglo XX. Su influencia fue real, su prestigio palpable, y su figura, faro para muchas que vinieron después, merece un lugar central en nuestra historia literaria.
Recuperar hoy su memoria —biográfica, literaria, humana— no es solo un ejercicio de justicia, sino también un acto de reconciliación con nuestro propio pasado. Es volver la mirada hacia aquella niña autodidacta que, entre los silencios de Mazcuerras, comenzó a escribir sus primeros versos sin saber que algún día viviría de sus palabras. Es honrar a la madre que, sola y a contracorriente, sostuvo un hogar con el fruto de su trabajo. Es, finalmente, reconocer que Concha Espina no solo fue autora de grandes novelas, sino protagonista de la más difícil y admirable de todas: la suya propia.
“Yo necesito un mundo que no existe, el mundo de mis sueños.”