Vivir del cuento

Antiguo edificio de la Editorial Calleja. Historia de Madrid

Antigua Editorial Calleja. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Saturnino Calleja: el editor que educó soñando


“¡Niño, que tienes más cuento que Calleja!”

¿Quién, en su niñez, no escuchó alguna vez esta frase de boca de sus padres o abuelos, como reprimenda ingeniosa al intentar zafarse de una culpa con una excusa inverosímil? Desde hace generaciones, este dicho popular ha perdurado en el imaginario colectivo de los españoles, convirtiéndose en una de las expresiones más entrañables y reconocibles del acervo sentimental nacional. Una sentencia vivaz que evoca de inmediato un apellido —Calleja— sin el cual es difícil concebir la historia de la educación y la literatura infantil en España.

Saturnino Calleja fue, sin lugar a dudas, una de las figuras más singulares y adelantadas de nuestro siglo XIX. Editor, pedagogo y soñador, logró transformar radicalmente el universo editorial destinado a los más pequeños, insuflando nueva vida a los libros infantiles ilustrados mediante una combinación de imaginación, accesibilidad y vocación didáctica. Su apuesta por renovar los contenidos y los métodos pedagógicos marcó un antes y un después, hasta el punto de que puede considerársele, con pleno derecho, el fundador de la literatura infantil española tal como hoy la entendemos.

El analfabetismo y la educación infantil en la españa del siglo XIX_

Aunque el anhelo de extender la escolarización básica en España ya se manifestaba de forma explícita en la Constitución de Cádiz de 1812 —aquella pionera carta magna que aspiraba a sentar las bases de una nación moderna—, lo cierto es que la voluntad legislativa no se tradujo en una aplicación efectiva hasta bien avanzado el siglo XIX. No sería hasta la promulgación de la Ley Moyano, en 1857, cuando el país daría su primer paso firme hacia la educación universal, al establecer la obligatoriedad de la enseñanza primaria para los niños y niñas de entre 6 y 9 años.

Sin embargo, la letra de la ley rara vez encontró eco en la realidad social del momento. Su aplicación fue, en muchos casos, más simbólica que efectiva, especialmente en las zonas rurales, donde la falta de recursos, la escasez de infraestructuras educativas y la persistencia de modelos económicos tradicionales mantuvieron a la mayor parte de la población al margen del acceso al conocimiento. El analfabetismo, como una sombra tenaz, siguió afectando de forma desproporcionada a las clases populares.

Dentro de ese panorama desigual, fueron el campesinado y las mujeres quienes soportaron el peso más severo de la exclusión educativa. Los datos del censo de 1860 resultan especialmente elocuentes: de los 7,7 millones de hombres que vivían en España, nada menos que 5 millones eran analfabetos. En el caso de las mujeres, la situación era aún más alarmante: 6,8 millones no sabían leer ni escribir, de un total de 7,9 millones. En otras palabras, solo el 30% de los varones y un escaso 9% de las mujeres podían acceder al mundo de la palabra escrita.

Estos porcentajes no solo ilustran una carencia estructural, sino que reflejan las profundas desigualdades de género y clase que caracterizaron a la sociedad española del siglo XIX. Un contexto en el que la alfabetización se convirtió en una frontera simbólica y real entre la posibilidad de ascenso y la perpetuación de la marginalidad.

Primeros pasos hacia una pedagogía ilustrada_

Las elevadas tasas de analfabetismo situaban a España a la cola de Europa en lo que respecta al nivel cultural y educativo de su población. No era casual: la enseñanza primaria, precisamente la más urgente y necesaria para asentar las bases del desarrollo intelectual de una sociedad, se había visto duramente afectada por los vaivenes políticos y económicos del siglo XIX. Entre los factores más determinantes figuraban los procesos de desamortización, que privaron a muchas comunidades de los recursos necesarios para mantener escuelas funcionales. Como resultado, la educación se impartía a menudo en condiciones precarias: con aulas improvisadas, docentes escasamente formados y un alarmante déficit de materiales didácticos adecuados.

En este contexto tan adverso, las primeras editoriales dedicadas específicamente a la educación infantil en España comenzaron a surgir de manera paralela a la consolidación de un sistema escolar organizado, intentando llenar el vacío de herramientas pedagógicas que dificultaba la enseñanza más elemental.

Si bien durante el Antiguo Régimen ya se publicaban algunos libros con fines educativos —como catecismos, silabarios o abecedarios—, estos no eran fruto de una industria editorial escolar propiamente dicha, sino más bien de una producción limitada y de carácter confesional o memorístico, centrada más en la instrucción moral o religiosa que en un aprendizaje metódico y progresivo.

Los primeros intentos verdaderamente estructurados de ofrecer materiales pedagógicos de calidad pueden rastrearse en las últimas décadas del siglo XVIII. Un ejemplo notable fue la labor del Colegio de San Ildefonso, que emprendió un esfuerzo sostenido por dotar a la enseñanza primaria de textos coherentes con una visión científica y racional del aprendizaje. Del mismo modo, los libros elementales inspirados en la pedagogía ilustrada de Enrique Pestalozzi —impulsados entre 1806 y 1808 en el Real Instituto Militar Pestalozziano de Madrid— representaron un hito en la incorporación de métodos modernos en el aula. En ambos casos, fue la Imprenta Real la encargada de dar forma material a estas obras, lo que muestra el papel decisivo del Estado ilustrado en los primeros pasos de la modernización educativa.

No obstante, no es sino a partir del siglo XIX —y, de forma más significativa, en su segunda mitad— cuando podemos hablar con propiedad de editoriales escolares en sentido pleno: instituciones especializadas en la producción sistemática de manuales, libros de lectura y materiales didácticos dirigidos a los primeros años de formación. En ese horizonte emergente, figuras como Saturnino Calleja brillarían con luz propia, sentando las bases de una verdadera literatura infantil pedagógica en lengua española.

Los primeros libros infantiles: cuando la imprenta se volvió maestra_

La consolidación progresiva del sistema escolar, especialmente en los entornos urbanos, supuso una transformación no solo en el ámbito educativo, sino también en el panorama editorial. Si bien su implantación en las zonas rurales avanzaba con mayor lentitud, en las ciudades el aumento de la población escolar alimentó nuevas expectativas entre los profesionales de la enseñanza. Muchos de ellos, conscientes de las carencias materiales del aula y de la creciente demanda de textos adaptados a los nuevos métodos pedagógicos, vieron en la edición de libros una vía no solo para mejorar la calidad educativa, sino también para obtener mayores ingresos que los que proporcionaba el magro salario docente.

Fue así como, poco a poco, comenzaron a surgir en distintos puntos de España —aunque con especial pujanza en Madrid y Barcelona— las primeras editoriales infantiles en sentido estricto. Estas iniciativas no solo respondían a una oportunidad económica, sino que también revelaban una voluntad de intervención cultural: contribuir a la modernización del país mediante la renovación de los contenidos escolares y la creación de materiales de lectura atractivos, instructivos y adaptados a las capacidades del público infantil.

Los primeros libros infantiles concebidos en este nuevo contexto respondían tanto a necesidades prácticas como a ideales pedagógicos. Se trataba de obras breves, ilustradas, redactadas con un lenguaje accesible y centradas en valores como el esfuerzo, la obediencia, la higiene, la cortesía o el amor a la patria. Aunque no exentos de moralismo, estos libros marcaban un cambio radical respecto a los textos tradicionales, más áridos y distantes de la sensibilidad infantil. Por primera vez, se tenía en cuenta al niño no solo como un futuro ciudadano, sino como un lector con identidad propia.

Este despertar editorial no solo transformó las aulas, sino también el modo en que la sociedad española comenzó a concebir la infancia, el aprendizaje y la lectura como herramientas esenciales para el progreso colectivo. En este clima de efervescencia cultural, editores como Saturnino Calleja supieron interpretar el momento histórico y canalizarlo hacia un proyecto pedagógico y empresarial que marcaría una época.

La revolución editorial: libros escolares y cuentos infantiles_

Las editoriales escolares —aquellas dedicadas a la producción de textos didácticos, libros infantiles y juveniles, así como a la elaboración de diverso material pedagógico— se convirtieron, durante buena parte del siglo XIX y principios del XX, en verdaderas agencias de formación para generaciones de españoles. En una época en la que los medios de comunicación de masas aún no habían hecho su aparición y donde el acceso al saber dependía, en muchos casos, de la palabra del párroco o del maestro rural, el papel de estos editores pioneros resultó fundamental para democratizar el conocimiento y ampliar los horizontes culturales de un país en transformación.

La labor de aquellos impresores y pedagogos fue mucho más que un ejercicio editorial: fue un compromiso con la educación como motor de cambio. Gracias a ellos, millones de niñas y niños pudieron acceder por primera vez a materiales adaptados a sus capacidades y necesidades, alejados del tono severo y memorístico de las enseñanzas tradicionales. Cuentos con moraleja, libros de lectura graduada, manuales ilustrados… todo un universo impreso que contribuyó a forjar una conciencia colectiva y una alfabetización funcional en amplios sectores de la población.

Entre todas estas iniciativas, si hubo una editorial que encarnó con especial intensidad el espíritu regenerador de la época, esa fue, sin lugar a dudas, la Editorial Calleja. Su proyecto fue mucho más que una empresa comercial: fue una cruzada pedagógica en favor de la renovación moral, intelectual y social de España. Bajo la dirección de Saturnino Calleja, esta editorial se propuso modernizar la enseñanza, dignificar la figura del maestro, acercar los libros a todos los rincones del país y cultivar una ciudadanía ilustrada desde la infancia. A través de sus textos, Calleja aspiraba a regenerar la nación por medio de la educación: una educación que no solo enseñara a leer, sino también a pensar, a imaginar y a construir un país más justo.

Saturnino Calleja, librero y emprendedor del saber_

Saturnino Calleja Fernández vino al mundo en 1853, en la localidad burgalesa de Quintanadueñas, un pequeño pueblo castellano que poco hacía presagiar el alcance que tendría su nombre décadas más tarde en el mundo editorial. En 1868, con apenas quince años, se trasladó junto a su familia a Madrid, una ciudad que comenzaba a abrirse al dinamismo cultural de la época. Allí, en el bullicioso corazón de la capital, Calleja se formó en los diversos oficios del libro: desde la edición y la impresión hasta la encuadernación y el arte del grabado. Esta formación integral no solo le proporcionó las herramientas técnicas necesarias, sino también una sensibilidad particular hacia la materialidad y el poder transformador del texto impreso.

En 1876 —el mismo año en que se fundaba la Institución Libre de Enseñanza, símbolo del nuevo pensamiento pedagógico— su padre abrió una modesta librería con taller de encuadernación en el número 7 de la madrileña calle de la Paz. Aquel pequeño local se convertiría en el germen de una de las aventuras editoriales más influyentes del mundo hispano.

Impulsado por un espíritu emprendedor y una visión clara del potencial educativo de la imprenta, Saturnino Calleja no tardó en tomar las riendas del negocio familiar. Tan solo tres años después de su apertura, en 1879, adquirió la librería a su padre, transformándola progresivamente en una empresa ambiciosa, orientada a la producción masiva y accesible de literatura infantil y textos escolares. En apenas una década, la Casa Editorial Calleja había dejado de ser un pequeño taller artesanal para convertirse en la editorial más popular y reconocida del ámbito hispanohablante.

Su éxito no se debió únicamente a una intuición comercial afortunada, sino también a una auténtica vocación pedagógica y a su profundo convencimiento de que la educación era el camino hacia una sociedad más justa, libre y cultivada. Calleja no solo vendía libros: ofrecía herramientas de futuro.

Instruir deleitando: la pedagogía del asombro_

En sus primeros años, la Casa Editorial Calleja centró su producción en el ámbito estrictamente escolar, con el firme propósito de dotar a las aulas españolas de materiales didácticos modernos, accesibles y cuidadosamente elaborados. Su catálogo abarcaba una amplia gama de contenidos: desde métodos de lectura progresiva hasta tratados elementales de geometría, geografía o historia de España, pasando por catecismos, enciclopedias, manuales de urbanidad y buena crianza —que incluían nociones básicas de higiene personal—, así como textos de apoyo dirigidos a los maestros.

Uno de sus productos más innovadores y celebrados fueron los abecedarios iconográficos, libros ilustrados que combinaban imágenes y letras para facilitar el aprendizaje de la lectura de forma visual y amena. Estos recursos gráficos, pioneros en su tiempo, respondían a una concepción didáctica avanzada, que entendía la educación no solo como transmisión de contenidos, sino como una experiencia atractiva y significativa para el alumno.

Todo este ingente esfuerzo editorial respondía a una consigna clara, que Saturnino Calleja convirtió en lema de su casa: instruir deleitando. Enseñar, sí, pero hacerlo con encanto, con belleza, con inteligencia narrativa. Calleja comprendió que el aprendizaje es más profundo y duradero cuando va acompañado del placer de descubrir, cuando la letra impresa no es una carga, sino una invitación al asombro. Bajo esa premisa, su editorial no solo publicó libros: creó puentes entre la infancia y el conocimiento.

Una educación progresiva: del asombro al razonamiento_

Los libros de texto publicados por la Editorial Calleja respondían con coherencia y convicción al principio pedagógico de la educación progresiva, un enfoque metodológico que proponía un aprendizaje estructurado de forma gradual, lógica y armónica. Se trataba de guiar al niño desde lo simple hacia lo complejo, respetando su ritmo cognitivo y fomentando una comprensión profunda y significativa del contenido.

Frente a los métodos tradicionales —a menudo basados en la mera repetición mecánica y el aprendizaje memorístico—, Calleja apostó por un modelo que estimulaba la capacidad analítica del alumno. El objetivo no era que memorizara datos sin más, sino que aprendiera a discriminar lo esencial de lo accesorio, a comprender el sentido de lo leído y a desarrollar una autonomía intelectual desde los primeros años de escolarización.

Esta filosofía educativa se plasmaba con claridad en la estructura de sus libros: cada capítulo comenzaba con un extracto introductorio en cursiva que sintetizaba la idea principal del contenido; cada página incluía cuestionarios intercalados que invitaban a la reflexión y al diálogo en el aula; y al final de cada unidad se ofrecían resúmenes esquemáticos que facilitaban la fijación de conceptos clave. Así, cada texto operaba en tres niveles de aprendizaje: abreviado (resúmenes), intermedio (extractos) y completo (texto íntegro), permitiendo a alumnos y maestros adaptar el uso del libro a distintas capacidades, edades y necesidades pedagógicas.

Este enfoque —innovador para su tiempo— no solo buscaba transmitir conocimientos, sino formar mentes críticas, capaces de pensar con orden y rigor. Y es en esa voluntad de educar con método y sensibilidad donde radica uno de los mayores legados de Saturnino Calleja.

La educación femenina en el siglo XIX: abrir horizontes desde las páginas_

Uno de los aspectos más notables —y a menudo menos resaltados— de la labor editorial de Saturnino Calleja fue su firme compromiso con la educación de las niñas, en un tiempo en el que la formación femenina era escasa, marginal y relegada casi exclusivamente al ámbito doméstico. En la España del siglo XIX, marcada por una estructura social profundamente patriarcal, la instrucción de las mujeres quedaba reducida, en la mayoría de los casos, a rudimentos de lectura, costura y doctrina cristiana.

Frente a esta realidad, Calleja supo ver en la educación de las niñas no solo una cuestión de justicia, sino también de progreso. Por ello, sus publicaciones dedicaron una atención especial a la alfabetización y formación intelectual de las mujeres, promoviendo libros pensados específicamente para ellas, tanto desde el punto de vista temático como metodológico. El editor burgalés insistió reiteradamente en la importancia de que las niñas aprendieran a leer y escribir correctamente, no como adorno social, sino como herramienta para acceder a una capacitación laboral digna, especialmente en profesiones vinculadas a la enseñanza y el cuidado, como la de institutriz.

Lo más innovador, sin embargo, fue su empeño en dirigir estos textos no solo a las niñas de clase media urbana, sino también a aquellas procedentes del medio rural, tradicionalmente olvidadas por las políticas educativas. A través de sus libros, Calleja les transmitía una idea poderosa y transformadora: que era posible aspirar a una vida más allá de las fronteras del hogar, que el conocimiento podía abrir puertas insospechadas y ofrecer una identidad propia en un mundo que apenas comenzaba a reconocerlas.

En este sentido, su labor editorial se convirtió también en una silenciosa, pero eficaz, forma de emancipación. Porque entre las páginas de sus libros no solo se enseñaban letras: se sembraban esperanzas.

El boom de los cuentos infantiles: la imprenta que despertó la fantasía_

Más allá de su incuestionable aportación a la renovación pedagógica en España, el auténtico éxito popular de la Editorial Calleja llegó a partir de 1884, año en que Saturnino Calleja tomó una decisión que marcaría para siempre su legado: incorporar cuentos infantiles a su catálogo editorial. Con ese gesto aparentemente sencillo, no solo transformó el rumbo de su empresa, sino que inscribió su nombre —con tinta indeleble— en la historia de la literatura infantil en lengua española.

En el panorama europeo del siglo XIX, países como Alemania, Dinamarca o Rusia ya contaban con figuras consagradas en el ámbito de la literatura para niños: los hermanos Grimm recopilaban cuentos del folclore germano, Andersen cultivaba la fábula moderna con delicadeza poética, y Afanásiev recogía relatos del imaginario popular ruso con afán etnográfico y narrativo. En contraste, España carecía de una tradición sólida y continuada en este género. Los pocos autores que se aventuraban a escribir para niños lo hacían de manera esporádica, como un apéndice menor a su obra principal. La literatura infantil seguía bebiendo, en su mayoría, de los clásicos grecolatinos adaptados o de la rica tradición oral, pero aún no había encontrado su propia voz editorial.

Saturnino Calleja, con una intuición afilada y una mirada empresarial aguda, detectó esa carencia como una oportunidad. Entendió que la infancia española —y, por extensión, la hispanoamericana— carecía de libros atractivos, accesibles y específicamente diseñados para su disfrute y formación. Así, se propuso llenar ese vacío con una propuesta ambiciosa y popular: cuentos breves, ilustrados, de venta económica y con valores pedagógicos integrados en la narración.

Gracias a esta visión, Calleja no solo se convirtió en el editor infantil más exitoso de su tiempo, sino también en un referente cultural capaz de transformar el imaginario de generaciones. A partir de entonces, en miles de hogares y escuelas, los cuentos dejaron de ser un privilegio oral para convertirse en un objeto tangible, ilustrado y asequible: un pequeño tesoro de papel que hacía soñar, aprender y crecer.

Adaptaciones ‘a la española’: cuentos universales con alma castiza_

Buena parte del inmenso catálogo de cuentos infantiles publicado por la Editorial Calleja consistía en adaptaciones de relatos de tradición popular o de obras firmadas por grandes fabulistas y cuentistas clásicos, como Esopo, Perrault, Samaniego o Iriarte. A ellos se sumaban versiones de autores extranjeros que el propio Saturnino Calleja —o su equipo de colaboradores— traducía y reescribía con notable libertad: Daniel Defoe, Jonathan Swift, los hermanos Grimm o Hans Christian Andersen, entre otros.

Sin embargo, estas no eran meras traducciones literales. Calleja aplicaba con audacia un proceso de “españolización” de los cuentos, en el que modificaba títulos, nombres de personajes e incluso tramas, para adaptarlos al gusto, los valores y la sensibilidad del público infantil español. El resultado era una literatura infantil que mantenía la esencia fabuladora del cuento clásico, pero la revestía con un inconfundible toque castizo y pedagógico, propio de la ideología regeneradora de la época.

Así, Los viajes de Gulliver se transformaban en El país de los enanos, Hansel y Gretel se convertían en Juanito y Margarita, y el célebre Barón Munchausen renacía como El Barón de la Castaña, en una versión que no escatimaba en humor y en giros folclóricos. Esta estrategia no solo facilitaba la identificación del joven lector con los personajes y escenarios, sino que contribuía a forjar un imaginario infantil fuertemente enraizado en la cultura nacional.

Además del relato principal, muchos ejemplares incluían al final una sección complementaria con pasatiempos, adivinanzas, juegos de palabras, chistes e incluso pequeños fragmentos históricos o geográficos. Con ello, la lectura se ampliaba en una dimensión lúdica y didáctica que integraba placer, conocimiento y entretenimiento, cumpliendo así la máxima callejiana de “instruir deleitando”.

Los cuentos se organizaban en colecciones temáticas y de distintos formatos, según su extensión, presentación o público destinatario. En apenas una década, la editorial logró reunir más de ochocientos títulos, convirtiéndose en un fenómeno editorial sin precedentes en el mundo hispánico. Los libros de Calleja no eran solo lectura: eran universos portátiles que cabían en un bolsillo y abrían las puertas a mundos fantásticos con sabor local.

Un producto atractivo: libros que sabían seducir_

Saturnino Calleja no fue solo un editor brillante y un empresario con visión de futuro: fue también un profundo conocedor de la psicología infantil, un observador atento de los deseos, temores y curiosidades que habitan en la mente de los más pequeños. Su genialidad residía en comprender que, para atraer a los niños a la lectura, el libro debía cautivar desde el primer vistazo, incluso antes de que se abriera la primera página.

Al igual que los dulces, que seducen por sus colores vivos y envoltorios brillantes, Calleja entendió que el libro debía presentarse como un objeto tentador, cercano, amigable. Tenía que parecer más un juguete que una obligación. Su ambición era clara: lograr que los niños miraran sus libros con la misma ilusión con la que tomaban entre las manos una peonza, una muñeca o un caramelo, sin el desdén, la pereza o el temor que muchas veces inspiraban los textos escolares tradicionales.

Para alcanzar ese objetivo, Calleja apostó decididamente por una edición visualmente cuidada, en la que las ilustraciones jugaran un papel central. Todos sus ejemplares —fuesen manuales escolares o cuentos para el mero deleite— incluían abundantes imágenes, elaboradas por ilustradores de gran talento, que dotaban a cada obra de un universo propio. La iconografía no solo embellecía las páginas, sino que ayudaba a comprender el texto, a fijar ideas y a estimular la imaginación de los jóvenes lectores.

El resultado fue un producto editorial irresistible, que conjugaba pedagogía, estética y entretenimiento con una naturalidad desarmante. En manos de Calleja, el libro dejó de ser un instrumento frío de instrucción para convertirse en un objeto de deseo, en un aliado del juego, en una puerta abierta al asombro.

La magia de las ilustraciones: cuando el arte entró en la infancia_

Antes de la irrupción de Saturnino Calleja en el panorama editorial, los cuentos infantiles eran, en su mayoría, austeros cuadernos sin alma visual, con escasa o nula presencia de imágenes, y cuando las había, solían ser de pobre calidad, monocromáticas y sin encanto. El niño lector se enfrentaba a un texto seco, sin apoyos, que no despertaba la imaginación ni invitaba a soñar.

Calleja cambió radicalmente esa concepción. Desde el inicio, se preocupó por dotar a sus ediciones de una estética cuidada y envolvente, en la que cada detalle —desde las tipografías ornamentales hasta los motivos florales, diseños geométricos y arabescos de inspiración mudéjar— aportaba belleza y personalidad a la obra. Las portadas se convertían en pequeñas joyas gráficas, auténticas ventanas al mundo narrativo que aguardaba en su interior.

Pero más allá del envoltorio, la gran revolución residió en las ilustraciones interiores, concebidas no solo como adorno, sino como complemento pedagógico y narrativo. Las imágenes ayudaban a comprender el argumento, daban vida a los personajes y permitían que incluso los lectores más jóvenes o con dificultades de lectura pudieran seguir la historia. En este sentido, Calleja no solo embelleció sus libros: los transformó en experiencias visuales integrales.

Su lema, “A la infancia por la ilustración”, no era una fórmula vacía, sino un compromiso real que se tradujo en la contratación de los mejores ilustradores de la época. Figuras como Manuel Ángel, Rafael de Penagos, Salvador Bartolozzi, Tono, Federico Ribas, Picolo, Corona, Méndez Bringa, entre otros, encontraron en la editorial una plataforma única para desplegar su talento. Muchos de ellos, hasta entonces desconocidos, saltaron al reconocimiento popular gracias a su colaboración con Calleja, llegando incluso a figurar en las portadas con la misma relevancia —o más— que los propios autores de los textos.

El estilo visual de Calleja dejó una huella indeleble. No solo fue imitado por otros editores de libros infantiles, sino que inspiró también a la prensa ilustrada, que comenzó a incorporar elementos decorativos y narrativos similares en sus publicaciones. Con él, el libro infantil dejó de ser un producto menor para convertirse en una obra de arte accesible, una sinfonía de letras e imágenes pensada para educar, emocionar y maravillar.

Precios populares: democratizar la lectura, libro a libro_

Consciente de las alarmantes tasas de analfabetismo que asolaban el país y de las graves carencias del sistema educativo español, Saturnino Calleja asumió su labor editorial como una misión cultural y social, más allá del simple negocio. Su propósito no era solo formar lectores, sino hacer que el acceso al libro dejara de ser un privilegio de las élites para convertirse en un derecho al alcance de todos.

Lejos de perseguir el máximo beneficio económico, el editor burgalés tomó una decisión audaz y profundamente revolucionaria para su tiempo: renunciar a grandes márgenes de ganancia con tal de multiplicar la difusión de sus publicaciones. Implementó un sistema de producción industrial basado en las grandes tiradas, que le permitía reducir de forma drástica los costes por ejemplar. Así, sus cuentos y libros de lectura comenzaron a venderse a precios irrisorios: entre cinco y diez céntimos de peseta, lo justo para ser adquiridos incluso por las familias más humildes.

Esta estrategia rompió con la idea, hasta entonces dominante, de que el libro era un bien suntuario, reservado a las clases acomodadas. Gracias a Calleja, el libro pasó a ser un objeto cotidiano, familiar y entrañable, que podía encontrarse en las manos de un niño de ciudad o en la alforja de una escuela rural. Fue una verdadera democratización de la lectura, silenciosa pero efectiva, que sembró miles de pequeñas bibliotecas populares en hogares y aulas de todo el país.

El gesto de Calleja fue, al mismo tiempo, visionario y solidario. Supo ver que el libro barato no era sinónimo de libro pobre, sino la clave para cambiar una sociedad desde la base. Y así, con tinta, papel y precios populares, contribuyó a que generaciones enteras crecieran con un cuento entre las manos y el deseo de saber en los ojos.

El estímulo del coleccionable: cuentos de bolsillo y de ilusión_

Saturnino Calleja, siempre atento a los hábitos y deseos de los niños, comprendió muy pronto que el éxito de un libro no dependía solo de su contenido, sino también de cómo se presentaba, cómo se tocaba, cómo se guardaba. Por ello, además de cuidar el fondo, innovó en la forma, convirtiendo cada cuento en un objeto entrañable, manejable y deseable.

Sus ejemplares se publicaban en dos formatos: uno llamado “corriente”, impreso en papel normal, y otro aún más accesible, el “económico”, elaborado en papel cartón. Para los cuentos de mayor calidad, incluso ideó una presentación aún más sofisticada: se vendían en pequeños estuches metálicos, lo que no solo los protegía, sino que estimulaba su conservación y colección. Así, el libro se acercaba al universo del juego y el coleccionismo, conquistando un lugar privilegiado en la vida cotidiana de los niños.

Consciente del valor de la portabilidad y del afecto que los más pequeños desarrollan hacia los objetos que pueden llevar consigo, Calleja redujo el tamaño de sus cuentos a apenas cinco centímetros de ancho por siete de alto. Eran tan compactos que cabían en cualquier bolsillo, como un tesoro secreto que podía acompañarlos al colegio, al parque o al hogar. Se transformaban así en pequeños talismanes de papel, fáciles de intercambiar, de leer en voz baja o de hojear con amigos, casi como si fueran cromos.

Para los niños de cualquier estrato social, comprar un cuento de Calleja se convirtió en un ritual diario. Lo primero que hacían al salir de la escuela era correr a la tienda de ultramarinos más cercana —el colmado del barrio o del pueblo—, donde, junto al chocolate de la merienda, podían adquirir por unos pocos céntimos las aventuras de Barba Azul, El Gato con Botas o La Cenicienta. No era raro ver a los pequeños salir del establecimiento con una sonrisa en los labios y un cuento recién comprado apretado contra el pecho.

Gracias a los bellísimos dibujos que acompañaban al texto, la lectura se hacía más comprensible y atractiva, generando un doble placer inédito: el de entender la historia y el de disfrutarla. Para miles de niños españoles, los cuentos de Calleja no fueron simples libros: fueron juguetes instructivos, ventanas a mundos imaginarios que los educaban sin castigar, que los entretenían mientras los formaban.

Precursor del marketing editorial: vender sueños con ingenio_

Mucho antes de que la expresión marketing editorial existiera como tal, Saturnino Calleja ya practicaba con maestría sus principios fundamentales. Fue un auténtico pionero en el arte de promocionar libros como si se tratara de tesoros accesibles, productos deseables cargados de valor emocional y simbólico. Su capacidad para conectar con el público lector —especialmente con los más pequeños— no residía solo en la calidad de sus publicaciones, sino también en su asombroso talento para difundirlas.

Calleja supo rodear sus libros de un aura de recompensa, de premio merecido, diseñando campañas promocionales que hoy asombrarían incluso a los creativos más experimentados. En sus catálogos y boletines de propaganda, cada cuento era presentado como un objeto elegante, útil, bello… un regalo que los padres podían ofrecer con orgullo y los maestros entregar como distinción. Su publicidad no apelaba únicamente al contenido del libro, sino a la emoción que generaba recibirlo: el orgullo de tenerlo, la ilusión de leerlo, el deseo de conservarlo.

Pero su genio no terminaba ahí. En su afán por hacer llegar sus publicaciones al mayor número posible de hogares, Calleja rompió con las rigideces comerciales de la época y ofreció fórmulas de compra absolutamente novedosas para el mercado editorial español. La Editorial Calleja puso en marcha modalidades de venta a plazos, ofreció descuentos por volumen, permitió el pago mediante envíos y giros postales, cheques, letras de cambio e incluso, en tiempos más avanzados, transferencias bancarias. Estas facilidades democratizaban aún más el acceso al libro y multiplicaban su presencia en librerías, colegios y hogares de todos los rincones de España e Hispanoamérica.

Calleja no solo vendía libros: vendía experiencias, ilusiones, posibilidades. Entendió antes que nadie que el éxito editorial no reside únicamente en el contenido, sino también en la forma en que ese contenido se presenta, se distribuye y se hace desear. En este sentido, su legado no fue únicamente literario o pedagógico, sino también empresarial. Fue, sin duda, un visionario de la comunicación comercial del libro, un precursor que supo convertir la cultura en algo cercano, entrañable y, sobre todo, compartible.

Un éxito sin precedentes: cifras que hicieron historia_

El impacto de las propuestas editoriales de Saturnino Calleja no tardó en hacerse sentir. Desde sus primeros años, la acogida fue entusiasta, pero sería a finales del siglo XIX cuando su proyecto alcanzaría cifras que hoy resultan casi difíciles de imaginar. En 1899, su editorial vendió 3,4 millones de ejemplares correspondientes a 875 títulos diferentes distribuidos por todo el mundo hispano. Una cifra asombrosa que, para poner en perspectiva, triplica la media de ventas de las 25 mayores editoriales españolas en el año 2004, en pleno auge del mercado editorial moderno.

Este éxito monumental no solo confirma el acierto de su modelo —popular, asequible, pedagógico y visualmente atractivo—, sino que revela también la profunda sed de lectura y conocimiento que comenzaba a despertar entre las clases populares, incluso en un país donde, en aquel momento, casi el 75 % de la población era analfabeta. Calleja, en definitiva, no solo supo detectar una necesidad: contribuyó activamente a crear un nuevo público lector.

El crecimiento vertiginoso de la firma no tardó en exigir un cambio estructural. La sede original, situada en el número 7 de la calle de la Paz —el modesto local donde todo comenzó—, pronto se quedó pequeña. Fue entonces cuando la editorial se trasladó a un nuevo edificio, construido ex profeso en la calle de Valencia, muy cerca de lo que hoy es La Casa Encendida. Aquel inmueble, de cuatro plantas, albergaba oficinas, talleres de impresión, encuadernación y almacenes, todo ello diseñado para sostener una producción masiva que no dejaba de crecer año tras año.

El traslado no fue solo una ampliación física: fue la consolidación de un imperio editorial, un símbolo del lugar que Calleja había conquistado en la historia de la cultura española y latinoamericana. Sus libros cruzaban fronteras, lenguajes y clases sociales. Su nombre, impreso en millones de portadas, ya no pertenecía solo a un editor: se había convertido en un emblema de infancia, educación y fantasía compartida.

Un nuevo impulso educativo: libros para regenerar un país_

Pocos empresarios de su tiempo entendieron tan bien como Saturnino Calleja que el verdadero progreso de una nación no se construye solo desde la política o la economía, sino también —y sobre todo— desde la educación. Su labor al frente de la editorial no fue únicamente una gesta empresarial, sino una auténtica cruzada pedagógica al servicio del pueblo. Gracias a su empeño, millones de niños de habla castellana —en España y en América— tuvieron por primera vez acceso a libros de lectura, manuales escolares y materiales didácticos adaptados a su edad, a su realidad y a sus posibilidades.

No es exagerado afirmar que la Editorial Calleja se convirtió en uno de los pilares del movimiento regeneracionista que, a finales del siglo XIX, aspiraba a modernizar un país sumido en el atraso estructural, las desigualdades y el desaliento tras la pérdida del imperio colonial. Frente al pesimismo reinante, Calleja ofrecía libros, cuentos y mapas: instrumentos de luz, de conocimiento y de esperanza.

Convencido de que el bien común debía estar por encima del beneficio particular, no dudó en anteponer el progreso de la sociedad al lucro de su empresa. Fue un editor con conciencia social, dispuesto a sacrificar parte de sus ingresos en aras de un objetivo mayor: formar ciudadanos ilustrados, capaces de pensar y construir un país mejor. Su generosidad no se limitó a palabras. En numerosas ocasiones, distribuyó a su costa libros y material escolar —pizarras, mapas, tinta, cuadernos, abecedarios— entre las escuelas más humildes, especialmente aquellas olvidadas por el Estado en zonas rurales o periféricas, donde la figura del maestro se sostenía apenas con vocación y escasos medios.

En ese gesto silencioso y repetido se encierra el verdadero espíritu de Calleja: el de un impresor que quiso ser también sembrador, que creyó en el poder transformador de las letras y que puso su fortuna, su talento y su energía al servicio de una causa que trascendía cualquier cuenta de resultados. Porque, como él mismo demostró, educar es también una forma de amar al país.

El papel fundamental del maestro: dignificar la vocación de enseñar_

Saturnino Calleja no solo revolucionó la enseñanza a través del libro: también fue un decidido defensor del maestro, ese eslabón esencial —y tantas veces olvidado— de la cadena educativa. En una época en la que la figura del docente español se hallaba sumida en el abandono, desprestigiada por el poder público y asfixiada por condiciones laborales miserables, el editor burgalés emergió como una voz clara y firme en defensa de su dignidad y su función social.

A finales del siglo XIX, la situación del magisterio español era, sencillamente, lamentable. La formación pedagógica era deficiente, los medios didácticos escasos, los salarios paupérrimos y el reconocimiento social, prácticamente inexistente. La desconsideración hacia el maestro era tan habitual que incluso dio origen a una amarga expresión popular que resumía su penuria con crudeza: “pasar más hambre que un maestro de escuela”.

Consciente de que ninguna reforma educativa podía prosperar sin la revalorización de quienes enseñaban, Calleja dedicó parte de sus esfuerzos a promover un regeneracionismo pedagógico centrado en el maestro como agente del cambio. No se limitó a mejorar los libros que llegaban al aula: quiso también empoderar a quienes los utilizaban.

Entre 1884 y 1888, fundó, editó y dirigió la revista mensual La Ilustración de España, una publicación consagrada a la defensa de los intereses del magisterio. Desde sus páginas, difundía contenidos pedagógicos modernos, denunciaba las carencias del sistema y animaba a la formación continua de los docentes. La revista fue distribuida gratuitamente por la editorial entre maestros de toda España, incluidas las posesiones ultramarinas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, extendiendo así su influencia más allá de la península.

A esta se sumaba El Heraldo del Magisterio, un boletín que adoptó un formato más participativo: los maestros eran considerados colaboradores activos, con derecho a enviar sus opiniones, quejas, propuestas y demandas. Por primera vez, la voz del docente no solo era escuchada, sino también publicada y respetada.

Pero Calleja fue más allá. Impulsó la creación de la Asociación Nacional del Magisterio Español y promovió la Asamblea Nacional de Maestros, instancias que permitieron por primera vez que los docentes tuvieran representación y presencia en el debate público y parlamentario. Gracias a esta labor incansable, Saturnino Calleja se convirtió en el líder natural del magisterio español, el interlocutor de confianza de miles de educadores que veían en él no solo a un editor, sino a un aliado, un defensor y un igual.

Su compromiso con el maestro fue, en definitiva, un acto de justicia y de visión: entendió que sin dignidad para enseñar no podía haber dignidad para aprender.

Una huella imborrable: el legado de un editor con alma de maestro_

Después de cuatro décadas dedicadas por entero a la educación de los niños y niñas españolas, Saturnino Calleja falleció en Madrid el 7 de julio de 1915, dejando tras de sí una de las trayectorias más fecundas y generosas de la historia editorial en lengua castellana. Sus restos reposan hoy en el Cementerio de San Isidro, donde descansa no solo un editor, sino un sembrador de sueños, un artesano del saber, un maestro sin aula que enseñó a todo un país a leer… y a imaginar.

Tras su desaparición, su legado no se detuvo. Fueron sus hijos quienes continuaron la labor con igual entusiasmo y compromiso, llegando incluso a incorporar como director literario, desde 1916, a un joven poeta que acabaría marcando época: Juan Ramón Jiménez. Bajo su dirección, la editorial vivió una segunda etapa de esplendor, adaptándose a los nuevos tiempos sin renunciar al espíritu fundacional que su padre había impreso a cada página.

La compañía logró sobrevivir a las convulsiones del siglo XX, incluida la Guerra Civil, pero no pudo resistir las dificultades derivadas del aislamiento internacional del franquismo, la escasez de papel y el fin del mercado hispanoamericano, que había sido uno de sus pilares. Finalmente, en 1959, la Editorial Calleja cerró sus puertas. Lo que nunca se cerró fue su legado: pervive en la memoria colectiva, en la cultura popular y, sobre todo, en los corazones de quienes crecieron con sus cuentos entre las manos.

Hoy, la célebre expresión “tener más cuento que Calleja”, reconocida oficialmente por la Real Academia Española desde 2001, no solo alude a la verborrea o la imaginación desbordante. Es también —aunque muchos no lo sepan— una frase heredada del afecto, de la infancia, de la gratitud hacia un hombre que regaló historias para formar personas. A través de ella, Calleja sigue vivo: en cada clase, en cada biblioteca escolar, en cada lector que alguna vez soñó con sus portadas de colores y sus mundos fabulosos.

Y no hay mejor forma de cerrar este humilde homenaje que con la frase con la que él solía despedir sus cuentos, siempre con una sonrisa escondida entre líneas:

“Y fueron felices y comieron perdices… pero a mí no me dieron porque no quisieron.”

P.D.: Dedicado a Fermín, por habernos educado no solo con cuentos —y chistes— sino, sobre todo, con su ejemplo. Tu corazón, aunque maltrecho, nunca ha dejado de rebosar nobleza, cariño y generosidad. Gracias a él, dejas cada día una huella profunda en mi. Papá, te quiero.


Retrato fotográfico de Saturnino Calleja. Historia de Madrid

Saturnino Calleja Fernández (Burgos, 1853-Madrid, 1915)

El verdadero editor es el que además de lo sensacionalista y lo editorial publica lo nuevo, lo que ignora su posible éxito, lo que según su buen olfato tiene originalidad escondida
— Ramón Gómez de la Serna


¿cómo puedo encontrar el lugar donde se ubicó la editorial calleja en madrid?