La mala educación

Monumento a Claudio Moyano. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Monumento a Claudio Moyano. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Claudio Moyano, el acuerdo es posible

LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE, LOMLOE… aunque no te lo creas, no estoy tratando de comunicarme con vida inteligente en Marte, ni tampoco dictándote la clave de mi Wifi… muy al contrario, estas aburridas siglas corresponden a cada una de las leyes educativas promulgadas en España desde 1980, ocho reformas aprobadas por diferentes partidos políticos en cuarenta años que nos llevan a preguntarnos… ¿por qué es tan difícil conseguir un Pacto Educativo estable en nuestro país?.

Como podrás intuir, la polarización ideológica de la política española hace inexplicablemente difícil la negociación y el consenso de Estado necesario para pactar los desacuerdos educativos que arrastramos desde la Transición… siempre los mismos temas que se reabren cada cuatro años y se cierran en falso en función del partido (o partidos) ganadores de las elecciones. Cada vez que se produce un cambio de Gobierno en España, nuestro sistema educativo gira como una veleta.

Sin embargo, por más que hoy nos cueste creerlo, en 1857 un político zamorano fue capaz de conseguir lo imposible: un pacto entre partidos por el bien de la educación en España. Su nombre, Claudio Moyano, y su obra, una ley que ordenaría nuestro sistema educativo durante más de cien años, hasta 1970, fundada en las bases de la concordia, el consenso y el servicio público.

Para poder entender lo que supuso la promulgación de la Ley Moyano, debemos comprender cuál fue el recorrido de la educación en España hasta llegar a ella, un camino que comenzaría con las primeras luces de la Ilustración.

Entre 1760 y 1808, la enseñanza en España tuvo que enfrentarse a numerosos problemas. En primer lugar, tan solo una minoría social ilustrada se preocupaba por la educación, el resto de la población despreciaba la cultura y tan sólo se preocupaba por conseguir un oficio y mantenerse ociosa.

Por otro lado, en España no existía un sistema educativo propiamente dicho en los niveles controlados por el Estado: la educación elemental y la secundaria. Esta situación reflejaba la despreocupación de la Monarquía Absoluta española por la formación de la población, pues un pueblo culto podría llegar a desestabilizar una sociedad basada en el privilegio… prebendas de las que también disfrutaba la Iglesia al mantener el monopolio de la educación, principalmente de las universidades.

La educación primaria elemental se encontraba en una situación muy precaria, financiada por ayuntamientos poco dispuestos a velar por su calidad e impartida en escuelas ruinosas, con maestros ignorantes, mal pagados y mal vistos por la población.

La escasa asistencia de los alumnos a estas escuelas públicas era alarmante mientras que, por su parte, los hijos de la alta nobleza estudiaban en colegios religiosos privados, donde adquirían una educación elitista.

La educación secundaria no existía de forma independiente a la universitaria, ya que su única finalidad era preparar a los estudiantes para cursar estudios superiores.

Finalmente, las universidades, a las que accedía una ínfima parte de la población, eran las únicas instituciones que disponían de un método ordenado de enseñanza.

Ante esta lamentable situación, la minoría ilustrada española animó a Carlos III a modernizar el sistema educativo español, con el objetivo de conseguir dinamizar la economía del país.

Este primer intento de reforma de la instrucción pública española fracasó por la falta de compromiso por parte de la Monarquía y por la desconfianza de una sociedad estamental, temerosa ante la posibilidad de perder sus privilegios. No obstante, aunque parcial e incompleto, este primer proyecto sentaría las bases del sistema educativo público que se consolidaría a lo largo del siglo XIX, a partir de los ideales liberales y el Estado constitucional.

Los liberales de principios del XIX coincidieron con aquellos ilustrados en parte de su programa de reformas educativas, pero partiendo de una base diferente, mucho más práctica: construir un nuevo Estado y una nueva sociedad en la que las reformas se basaran en la soberanía nacional, evitando así que prevalecieran los intereses de las élites.

La sociedad española del siglo XIX se componía de una aristocracia y nobleza que constituían el quince por ciento de la sociedad, una débil clase media que no abarcaba más allá del cinco por ciento de la población activa, un sector obrero que ocupaba más del sesenta y dos por ciento y un clero poderoso y muy receloso ante todo cambio.

La invasión napoleónica de 1808 y la ausencia de la familia Real española, recluida en Bayona, brindaron a los liberales la ocasión perfecta para lograr su objetivo: aprovecharon las Cortes de Cádiz de 1812 para formular una Constitución que proclamara la soberanía nacional, la división de poderes y la educación universal.

A pesar de las buenas intenciones constitucionales, el litigio permanente entre las dos corrientes políticas dominantes en la España de la época, conservadores y liberales, motivó que a lo largo del siglo XIX se sucedieran los planes educativos: el Plan del Duque de Rivas de 1836, el Proyecto de Someruelos de 1838, el Proyecto Infante de 1841, el Plan Pidal de 1845 y, sobre todo, el Proyecto de Ley de 1855 del liberal progresista Manuel Alonso Martínez.

Sería necesario esperar hasta 1857 para ver nacer un pacto entre partidos capaz de aportar estabilidad al sistema educativo español por más que los gobiernos cambiaran. y durante más de cien años Una ley basada en el consenso y la concordia, dos de las virtudes que siempre adornaron a su promotor: Claudio Moyano.

Nacido en 1809 en Fuentelapeña o en Bóveda de Toro, provincia de Zamora, en el seno de una familia de ricos terratenientes, Claudio Moyano y Samaniego se convertiría, sin duda, en uno de los personajes más importantes de la España del siglo XIX.

Llegó a atesorar muchísimo poder: económico, ya que fue un gran terrateniente; burocrático, pues llegó a ser alcalde de Valladolid y Rector de su Universidad, así como de la Universidad Central de Madrid; y político, evolucionando, como era común entre los liberales de la época, de posiciones progresistas a moderadas, y convirtiéndose en 1853 en Ministerio de Fomento con el gobierno de Ramón María Narváez.

Uno de sus principales objetivos como ministro fue impulsar la instrucción pública, con el objetivo fundamental de dotar a los españoles de los medios necesarios para que pudieran conducir su vida. Para conseguirlo se propuso desarrollar un Pacto de Estado que estabilizara la enseñanza y sobreviviera a cualquier cambio de gobierno.

Precisamente una de las razones que permitieron el consenso y por tanto la estabilidad de la Ley de Instrucción Pública, conocida como Ley Moyano, fue su elaboración a partir de una Ley de bases. En un primer momento no se pactaron los artículos de la ley, sino las bases sobre las que debía fundamentarse el articulado. Posteriormente, y de manera legítima, el Gobierno redactó el articulado concreto del proyecto de ley para remitirlo a las cámaras.

Con este consenso previo sobre las líneas maestras de la reforma, Moyano consiguió evitar discrepancias inútiles y no enredarse con aspectos menores que pudieran acabar con el consenso, para enfocarse en el objetivo común: el bien de la sociedad española.

Además, esta Ley se caracterizaba porque no pretendía innovar, sino recapitular cuanto se había venido trabajando en favor de la regulación de la enseñanza en tiempos pasados, aprovechando los puntos en los que conservadores y liberales habían conseguido aproximarse.

El 17 de agosto de 1857, Isabel II firmaba la Ley de bases, autorizando al Gobierno para formar y promulgar una Ley de Instrucción Pública que fue sancionada en menos de un mes gracias a su flexibilidad, que consiguió agradar a la mayoría de grupos políticos. Claudio Moyano había conseguido un gran consenso, dotando a la educación de estabilidad jurídica.

Gracias a la Ley Moyano, por primera vez en la Historia de España se garantizó la enseñanza obligatoria a los niños de entre seis y nueve años, se dispuso la gratuidad limitada de la enseñanza primaria, se diseñaron y organizaron todos los niveles educativos, se ordenó la carrera docente, se fijó el uso de los mismos libros de texto en todas las escuelas, se centralizó la administración educativa, se reguló la libertad de enseñanza, se articularon los acuerdos escolares con la Iglesia y se estableció la atención a alumnos sordo-mudos y ciegos en centros especiales y con un profesorado adecuado a sus capacidades.

A pesar de todos estos logros, a corto plazo la Ley Moyano fue un evidente fracaso porque sus disposiciones no se llevaron del todo a la práctica, especialmente en el ámbito en el que era más importante: la educación primaria elemental.

A las élites locales no les interesaba que los niños y las niñas comenzaran sus estudios obligatorios porque suponían una mano de obra barata, los niños para el trabajo en el campo y las niñas para servir como doncellas en las casas de los burgueses.

Además, la pésima situación económica en la España de la época impedía a muchos padres, a pesar de las sanciones establecidas, a llevar a sus hijos a la escuela y a prescindir de su trabajo… una ayuda que resultaba vital para la maltrecha economía familiar.

Por contra, si bien esta Ley no favoreció en gran medida el acceso de las clases bajas a la educación más allá de la básica, si consolidó el de las clases medias, que se convirtió en el grupo mejor formado del momento.

En el medio y largo plazo, la Ley Moyano fue todo un éxito, reduciendo de manera sorprendente las tasas de analfabetismo en nuestro país. Si en 1860, tres años después de la promulgación de la ley, este índice alcanzaba niveles abismales, superando el setenta y cinco por ciento, a lo largo del siglo XX las tasas se redujeron drásticamente, hasta situarse en menos del veinte por ciento en 1940, y en poco más del ocho por ciento en 1970, cuando se promulgó la nueva Ley General de Educación.

El 11 de noviembre de 1890, Claudio Moyano fallecía en Madrid tras haberlo sido todo en la política española durante décadas y dejando como legado una de las bases más importantes de la educación en nuestro país.

Hoy, la capital recuerda y homenajea al político zamorano no sólo con la calle que lleva su nombre, la Cuesta de Moyano, uno de los lugares con más solera de Madrid en el que los libros son protagonistas, sino también con esta estatua esculpida por Agustín Querol e inaugurada por el ministro Antonio García Alix el 11 de noviembre de 1900.

Resulta extraño pensar cómo en el convulso siglo XIX español, plagado de constantes levantamientos y revueltas civiles, una ley educativa consiguiera tener carácter de Estado… y que hoy, siglo y medio después, y disfrutando de un sistema democrático pleno, la educación se haya convertido en arma parlamentaria e instrumento de poder.

Actualmente, como en el siglo XIX, el consenso político sigue siendo fundamental para mejorar la educación de nuestro país y permitir su desarrollo en un futuro, especialmente tras los efectos devastadores que la actual pandemia sin duda dejará en nuestro país. Esperemos que esta vez los políticos y legisladores españoles estén a la altura para conseguir que, de una vez por todas, nuestra educación sea motivo de orgullo para la ciudadanía y verdadero motor de desarrollo.

Claudio Moyano y Samaniego (Fuentelapeña, actual provincia de Zamora, 1809-Madrid, 1890)

Claudio Moyano y Samaniego (Fuentelapeña, actual provincia de Zamora, 1809-Madrid, 1890)

Esta ley ha durado y durará muchos años porque, y eso puedo decirlo muy alto, fue una ley nacional, no de partido
— Claudio Moyano y Samaniego


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