Y el pueblo gritó ¡basta!

Palacio Real. Madrid. Historia de Madrid

Palacio Real. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

2 de mayo de 1808: Madrid, el alma de España se alza contra el invasor

La historia ha conferido a Madrid un lugar singular como reflejo del alma de España. No en vano, grandes escritores a lo largo de los siglos han dejado constancia de esta idea: Lope de Vega la llamó la “Corte de los Césares de España”; Mesonero Romanos la describió como “España en miniatura”; Benito Pérez Galdós habló de su “confusión y regocijo”; y Antonio Machado la definió como el “rompeolas de todas las Españas”. Cada una de estas visiones subraya cómo la capital no solo ha sido un escenario de los acontecimientos nacionales, sino también un espejo donde se han reflejado los sentimientos, las pasiones y las esperanzas de todo un pueblo.

A lo largo de su historia, Madrid ha sabido captar y adelantar el pulso de la nación, encarnando en sus calles y plazas la voluntad colectiva de España. En momentos de crisis y de gloria, los madrileños han demostrado una profunda sintonía con el resto del país, convirtiendo la diversidad de las Españas en un latido común. Esta unión, fraguada en la convivencia diaria y en los grandes retos colectivos, ha hecho de Madrid un símbolo de la identidad compartida.

Si hay un rasgo que ha definido al pueblo madrileño a lo largo de los siglos —y que pervive aún hoy— es su extraordinaria capacidad para mantenerse unido, tanto en las horas felices como en las más amargas. Un espíritu de camaradería y resistencia que quedó inmortalizado en una fecha que forma parte ya del imaginario colectivo: el Dos de Mayo de 1808.

Aquel día, mientras España yacía bajo la ocupación del ejército napoleónico, el pueblo de Madrid, harto de humillaciones y atropellos, decidió levantarse en armas contra el invasor. Sin liderazgo claro, sin un ejército organizado que los respaldase, hombres y mujeres de todas las condiciones sociales se echaron a la calle impulsados por un impulso irreprimible de dignidad y libertad. Con su sacrificio, inscribieron a sangre y fuego una de las páginas más heroicas e inolvidables de nuestra historia, abriendo así el camino de una resistencia nacional que acabaría por cambiar el destino de toda Europa.

Las raíces del Dos de Mayo: decadencia, traición y ambición_

¿Cuáles fueron las causas profundas que desencadenaron el levantamiento popular de Madrid y la posterior Guerra de Independencia frente a los ejércitos napoleónicos?

A finales del siglo XVIII, España atravesaba una situación política sumamente delicada y padecía una grave bancarrota económica. Su antiguo esplendor como gran potencia europea se había desvanecido, relegándola a un papel claramente secundario en el concierto internacional.

Carlos IV, quien ascendió al trono en 1788, se reveló como un monarca débil y carente de energía para afrontar los desafíos de su tiempo. El peso del gobierno recayó en gran medida sobre su esposa, María Luisa de Parma, y, sobre todo, en su valido y Primer Ministro, Manuel Godoy. Este último, convertido en figura clave de la política española, era objeto de un profundo rechazo popular, tanto por su origen humilde como por las sospechas de corrupción e ineptitud que le rodeaban.

Mientras tanto, en la vecina Francia, Napoleón Bonaparte había protagonizado un fulgurante ascenso al poder. En 1799 se proclamó Primer Cónsul de la República, y en 1804 fue coronado Emperador, inaugurando una nueva era de dominación continental. El "pequeño corso", como muchos lo apodaban, soñaba con reorganizar Europa bajo los principios de la Revolución Francesa, pero subordinados al poder absoluto de Francia y a su propia figura como soberano supremo.

Aplicando una política implacable de expansión, Napoleón fue derrocando a los monarcas absolutos de Europa y sustituyéndolos por regentes de su confianza —en su mayoría, miembros de su familia—, instaurando así gobiernos afines a su causa. Tras una serie ininterrumpida de campañas militares victoriosas y alianzas forzadas, el dominio napoleónico se extendió por todo el continente. Solo Gran Bretaña, amparada en su condición insular y su poderosa armada, resistía tenazmente los designios del emperador francés.

En este contexto de crisis interna y expansión napoleónica, España se vio atrapada en un juego de ambiciones y traiciones que, a la postre, provocaría el estallido de uno de los episodios más heroicos y trágicos de su historia: el levantamiento del Dos de Mayo de 1808.

Una alianza forzada: España bajo el yugo de Napoleón_


Desde enero de 1805, una España debilitada y carente de alternativas se vio arrastrada a firmar una forzada alianza militar con la Francia napoleónica. Este pacto, lejos de ser una relación de iguales, sometía de facto a nuestro país a los designios imperiales de Bonaparte: España no solo debía aportar cuantiosos recursos económicos para sostener las guerras francesas, sino también poner su maltrecha Armada al servicio de Napoleón en su contienda contra la todopoderosa flota británica.

Los resultados de esta sumisión no tardaron en revelarse catastróficos. La marina española, ya en estado precario, sufrió una serie de derrotas que culminaron en el desastre de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805, donde la flota combinada franco-española fue aplastada por el almirante Nelson. Aquella jornada selló la ruina del poder naval español, dejando a España indefensa en los mares y profundamente herida en su orgullo nacional.

Como si no bastaran las pérdidas humanas y materiales, la derrota naval trajo consigo un golpe económico aún más devastador. El bloqueo impuesto por los británicos en las rutas marítimas cortó prácticamente las comunicaciones comerciales entre España y sus colonias americanas, ahogando el comercio ultramarino que era vital para las arcas del Estado. Sin ingresos provenientes de América, la situación económica se tornó crítica, acentuando la decadencia general del país.

Mientras tanto, Napoleón, decidido a doblegar a Gran Bretaña por la vía económica tras su fracaso militar en Trafalgar, instauró el llamado Bloqueo Continental: un decreto que prohibía a todos los países europeos comerciar con las islas británicas. Portugal, histórico aliado de Gran Bretaña y profundamente dependiente de sus vínculos comerciales, se negó a acatar la orden de Bonaparte. Esta desobediencia fue considerada una afrenta intolerable por el emperador francés, quien no estaba dispuesto a permitir el más mínimo desafío a su autoridad y preparaba ya su venganza contra el pequeño reino lusitano.

El Tratado de Fontainebleau: invasión encubierta y traición a la patria_

El 27 de octubre de 1807, con la firma del Tratado de Fontainebleau, Napoleón lograba su objetivo de introducir tropas en territorio español bajo el pretexto de invadir Portugal. El acuerdo, suscrito con el beneplácito de Carlos IV, estipulaba que los ejércitos franceses atravesarían España como aliados, en una operación que, al menos sobre el papel, debía beneficiar también a la monarquía española.

Según las condiciones pactadas, una vez conquistado, el territorio portugués sería repartido en tres partes: una sería anexionada por Francia, otra pasaría a manos de España, y la tercera sería concedida personalmente a Manuel Godoy, el todopoderoso valido, quien sería investido con el título de Príncipe del Algarve. Esta generosa recompensa para Godoy simbolizaba tanto el servilismo de la corte española ante Napoleón como la corrupción moral que corroía las instituciones del país.

La realidad, sin embargo, distaba mucho de lo que figuraba en los documentos oficiales. Incluso antes de que la tinta del tratado se secara, contingentes franceses ya habían comenzado a cruzar los Pirineos. Y no eran los 30.000 soldados autorizados: en poco tiempo, más de 120.000 hombres se desplegaron a lo largo y ancho de la Península, ocupando sin resistencia las principales vías de comunicación y las plazas estratégicas del norte.

A todas luces, se trataba de una invasión encubierta, realizada con habilidad para evitar un levantamiento inmediato. Pero la pasividad de la monarquía española, atrapada en su propia debilidad e intrigas internas, permitió a Napoleón avanzar sin encontrar oposición efectiva. El ejército francés, que había entrado como supuesto aliado, se consolidaba rápidamente como fuerza de ocupación en una España cada vez más desconcertada y humillada.

El Motín de Aranjuez y las Abdicaciones de Bayona: el principio del fin_

Mientras tanto, los acontecimientos en España se precipitaban. Los días 17 y 18 de marzo de 1808, estallaba el Motín de Aranjuez, una revuelta popular que, alentada por sectores descontentos de la nobleza y del ejército, canalizó la creciente indignación contra Manuel Godoy. El odiado valido fue depuesto y arrestado, y la presión popular forzó también la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII. Por primera vez en mucho tiempo, el pueblo español experimentaba el poder de su propia voz, intuyendo que podía influir en el destino de la nación.

Sin embargo, la alegría fue efímera. Apenas unos días más tarde, el 23 de marzo, las tropas francesas del mariscal Joachim Murat entraban en Madrid, instalándose con absoluta tranquilidad en la capital. Gracias a una estrategia hábilmente disimulada, el ejército napoleónico había conseguido ocupar pacíficamente las principales ciudades españolas, apoderándose de los puntos neurálgicos sin disparar un solo tiro ni sacrificar un solo hombre.

Con la ocupación prácticamente consumada, Napoleón desplegó la siguiente fase de su plan. En los días siguientes, mediante maniobras diplomáticas y amenazas veladas, Carlos IV y Fernando VII fueron convocados a Bayona, en territorio francés, para entrevistarse con el Emperador. Allí, en un clima de presión y engaño, ambos monarcas fueron obligados a abdicar de sus derechos al trono. Napoleón, aprovechando la situación, transfirió la corona de España a su hermano mayor, José Bonaparte, quien fue proclamado José I, rey de España.

Así, en un audaz golpe de mano, Napoleón consumaba la sustitución de la dinastía borbónica por una monarquía de corte napoleónico, convencido de que el pueblo español aceptaría sin mayores resistencias a su nuevo soberano. Sin embargo, la reacción popular que se avecinaba demostraría cuán profundamente se había equivocado en sus cálculos.

Madrid en ebullición: la mecha de la rebelión prende_

Mientras tanto, en Madrid, una villa que contaba entonces con unos 175.000 habitantes, la presencia de más de 30.000 soldados franceses, cada vez más arrogantes y desafiantes, iba caldeando progresivamente los ánimos de la población.

El malestar crecía a diario a causa de los abusos y humillaciones que los soldados galos infligían a los madrileños. No contentos con la hospitalidad que se les ofrecía inicialmente, se alojaban por la fuerza en casas particulares, imponiendo su presencia y sus exigencias; se abastecían de víveres y mercancías a voluntad, sin pago alguno, y controlaban rigurosamente los depósitos de armas y municiones, dejando al pueblo español prácticamente indefenso. La sensación de ocupación y sometimiento se hacía insoportable.

A lo largo del mes de abril, la tensión fue en aumento. Los altercados entre civiles y soldados franceses se volvieron cada vez más frecuentes y violentos, lo que llevó a las autoridades, temerosas de un estallido general, a imponer medidas de control social: se prohibió a los madrileños reunirse en corrillos, las tabernas debían cerrar sus puertas a las ocho de la tarde, y los propietarios de fábricas y talleres estaban obligados a informar sobre cualquier oficial o aprendiz que se ausentara de su trabajo. Madrid era ya, en la práctica, una ciudad ocupada bajo vigilancia militar.

El sentimiento de repulsa hacia los franceses se extendió rápidamente por todos los barrios, desde los artesanos y comerciantes hasta los jornaleros y campesinos que habían llegado a la villa en busca de sustento. La indignación bullía en cada esquina, en cada conversación susurrada entre dientes. Pero para que aquella cólera latente se transformara en un levantamiento abierto, aún faltaba una chispa: un hecho concreto, un símbolo capaz de prender la furia acumulada y hacerla estallar en un acto colectivo de rebelión.

Y ese momento no tardaría en llegar.

El levantamiento comienza: el pueblo madrileño desafía al imperio_

El lunes 2 de mayo de 1808 amaneció en Madrid bajo un cielo encapotado y una lluvia fina que humedecía las calles de la villa. Era lunes, tradicional día de descanso para artesanos y comerciantes, quienes solían prolongar su fin de semana, dedicándose al ocio o al reposo.

Desde hacía días, una multitud inquieta se congregaba en los lugares más concurridos de la ciudad —la Puerta del Sol, epicentro del bullicio madrileño, y el mentidero de las gradas de San Felipe—, ansiosa de recibir noticias procedentes de Bayona sobre el paradero de la familia real y las verdaderas intenciones de Napoleón. La incertidumbre era ya insoportable, y cada rumor, cada comentario susurrado, inflamaba aún más los ánimos de la población.

A esa tensión creciente se sumó un nuevo y alarmante rumor: en los alrededores del Palacio Real se decía que las tropas francesas pretendían trasladar en secreto a los últimos miembros de la familia real que aún permanecían en Madrid, entre ellos el infante Francisco de Paula, de apenas catorce años. La idea de que los franceses pudieran secuestrar a los últimos Borbones encendió la indignación popular como la yesca.

Muy temprano, alrededor de las siete de la mañana, dos carruajes salieron de las Reales Caballerizas, avanzando hacia la Puerta del Príncipe del Palacio Real. Su aparición, escoltada discretamente por soldados franceses, no pasó desapercibida para los curiosos que merodeaban por la zona. Aquella visión confirmó los temores del pueblo: la familia real estaba siendo retirada bajo la sombra de la ocupación.

La chispa que tanto tiempo había amenazado con prender, finalmente estallaba.

¡Que nos lo llevan! El grito que encendió la insurrección_

Hacia las ocho y media de la mañana, en uno de los carruajes apostados frente a las Reales Caballerizas, subían, a plena vista de los curiosos, la infanta María Luisa, el ministro de Guerra Gonzalo O'Farril y otros miembros de la corte. Mientras tanto, un segundo coche permanecía en espera, aumentando el clima de sospecha entre los madrileños congregados en las inmediaciones del Palacio Real.

A las ocho y cuarenta y cinco, José Blas Molina, un maestro cerrajero, intrigado por aquella extraña comitiva, decidió acercarse y preguntó directamente a los cocheros sobre el destino de los pasajeros. Sus peores temores se confirmaron: los franceses se disponían a sacar del Palacio al joven infante Francisco de Paula, quizás para trasladarlo a Bayona como habían hecho ya con otros miembros de la familia real.

Sin dudarlo, Molina trepó hasta uno de los balcones del Palacio Real y, dirigiéndose a la multitud expectante que comenzaba a agolparse en la explanada, lanzó un grito que resonaría en la historia:

—¡Traición! ¡Que nos lo llevan! ¡Nos han quitado a nuestro rey y ahora quieren llevarse a todas las personas reales!

Aquel clamor, cargado de angustia y de ira, fue como un chispazo en un polvorín. En cuestión de minutos, los madrileños, inflamados de furia, comenzaron a acudir en masa hacia las puertas del Palacio, increpando a gritos a los soldados franceses, exigiendo explicaciones y clamando por la familia real.

Desde su alojamiento en la cercana Casa de los Ministerios, en la calle Bailén, el mariscal Murat, al percatarse del creciente tumulto y los altercados con las tropas, reaccionó con brutal rapidez: ordenó a la Guardia Imperial que sofocara el motín de inmediato, recurriendo a la violencia si era necesario.

La tensión en Madrid estaba a punto de tornarse en tragedia.

Primeros disparos, primeras víctimas: la sangre corre en Madrid_

Poco después de las nueve y cuarto de la mañana, los granaderos franceses, apostados en las inmediaciones del Palacio Real y apoyados por dos piezas de artillería ligera, abrieron fuego contra la multitud de cerca de dos mil madrileños congregados en las Losas de Palacio y la Plaza de Oriente. El estampido de los cañones y el sonido seco de los fusiles quebraron el aire, dejando tras de sí las primeras víctimas civiles tendidas en el suelo.

Durante unos instantes, el estupor paralizó a la muchedumbre, incrédula ante la violencia desatada. Pero enseguida el horror dio paso a una reacción instintiva y feroz: al grito de “¡Muerte a los franceses!”, la masa enfurecida se lanzó contra los soldados, desatando un enfrentamiento encarnizado.

A la voluntad de impedir la salida del infante Francisco de Paula se sumó ahora el ansia de venganza por los compatriotas caídos. La rabia y el dolor se mezclaban en los corazones de los madrileños, que transformaron su indignación en una resistencia desesperada. Así comenzaba una sangrienta lucha callejera que, como una llamarada incontenible, se extendió pronto a otros rincones de la ciudad.

Espontáneamente, los vecinos formaron partidas de barrio, que se organizaron en torno a tabernas, plazas y calles principales. A su paso, los combates se multiplicaban: emboscadas improvisadas, ataques a bayoneta calada, piedras, navajas y armas caseras se oponían con desesperada valentía al disciplinado ejército imperial.

La noticia del levantamiento de Madrid corría veloz de boca en boca, arrastrando consigo a más ciudadanos. El fervor popular era tal que incluso los presos de la Cárcel de Corte solicitaron al alcalde, Pedro de Mora y Lomas, que les permitiera unirse a la lucha. Lo hicieron bajo solemne juramento: si sobrevivían a la contienda, volverían voluntariamente a sus celdas.

Madrid se convertía así en un campo de batalla improvisado, donde un pueblo indignado se alzaba, casi sin armas ni organización, contra uno de los ejércitos más poderosos de Europa.

La lucha desigual: valor popular frente a la maquinaria imperial_

Por su parte, el mariscal Murat, decidido a recuperar el control de Madrid cuanto antes, desplegó patrullas de refuerzo en los puntos neurálgicos de la ciudad: la Calle de Alcalá, la Puerta de Toledo, la Calle Mayor, la Carrera de San Jerónimo, Montera, Fuencarral, la Puerta del Sol, el Paseo del Prado y los principales cuarteles militares. Cada cruce, cada plaza, cada rincón estratégico fue ocupado por soldados franceses dispuestos a sofocar cualquier foco de resistencia.

Mientras tanto, los ciudadanos, carentes de armas de guerra, se armaron como pudieron. Con palos, piedras, navajas, tijeras, cuchillos y algún que otro trabuco de caza, improvisaron una resistencia desesperada. Cada objeto cotidiano se convirtió en un arma en manos de hombres, mujeres e incluso niños, dispuestos a plantar cara al ejército más poderoso del continente.

La lucha era desigual, brutal. Frente a los mosquetes, los sables y la artillería napoleónica, el pueblo de Madrid ofrecía su valor y su desesperación como único escudo.

Para los rebeldes, la única esperanza de resistir de manera efectiva era conseguir un aprovisionamiento adecuado de armas y el respaldo del ejército regular español. Pero esa ayuda no llegaría jamás. Los altos mandos militares, leales aún a las órdenes de la Corona —una Corona sometida ya a la voluntad de Napoleón—, se abstuvieron de intervenir. Los ciudadanos sublevados quedaron así completamente abandonados a su suerte, enfrentándose solos, con el coraje como única bandera, a las disciplinadas y despiadadas tropas imperiales.

Madrid, ciudad de calles estrechas y plazas abiertas, se convertía en un escenario de heroísmo y tragedia, donde el espíritu de resistencia popular comenzaba a forjar una leyenda inmortal.

Monteleón resiste: Daoíz, Velarde y la dignidad de un pueblo_

A las diez de la mañana, un nutrido grupo de madrileños y madrileñas, movidos por la desesperación y la determinación, se congregaba ante las puertas del Parque de Artillería del Palacio de Monteleón —ubicado en el barrio de las Maravillas, donde hoy se alza la plaza del Dos de Mayo—. Su propósito era claro: obtener armas para defenderse del invasor extranjero.

La tensión se palpaba en el aire. Durante largos minutos, civiles y militares discutieron acaloradamente. Los oficiales sabían que abrir las puertas del parque suponía un acto de insubordinación frente a sus superiores, pero también comprendían que negar auxilio a su propio pueblo era traicionar el honor militar.

Finalmente, en un gesto de heroísmo y desobediencia consciente, los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde, apoyados por el teniente Jacinto Ruiz, tomaron la decisión de actuar. Rompiendo con la pasividad de la jerarquía, ordenaron distribuir armas entre los ciudadanos y permitieron el acceso de la multitud al recinto militar.

Bajo su dirección, soldados y civiles colaboraron para improvisar la defensa del cuartel. Se desplegaron cañones en la entrada principal, se organizaron cargas de munición, y se trazaron planes para resistir el inminente asalto francés. En Monteleón, aquel día, el pueblo de Madrid encontró no solo armas, sino también a sus primeros héroes.

La carga de los mamelucos: la furia del Dos de Mayo_

A las diez y cuarto de la mañana, los madrileños comenzaron a concentrarse masivamente en la Puerta del Sol, uno de los principales objetivos de las tropas francesas. El plan de Murat era claro: hacerse con el control del eje que formaban las calles de Alcalá y Mayor, dividiendo así la ciudad en dos y asfixiando cualquier posibilidad de resistencia organizada.

A las diez y cuarenta, las fuerzas imperiales hacían su aparición en la plaza. Entre ellas destacaban los regimientos de la temible Guardia Polaca, los dragones franceses y el exótico y feroz escuadrón de mamelucos, soldados de origen oriental que combatían bajo bandera francesa. La Puerta del Sol, epicentro de la vida madrileña, se transformó en cuestión de minutos en un brutal campo de batalla.

Sin mostrar la menor piedad, las tropas napoleónicas cargaron contra la población civil. A golpe de carreras, cargas de caballería y salvajes sablazos, arrasaron todo lo que encontraron a su paso. No distinguieron entre combatientes y civiles: hombres, mujeres, ancianos y niños fueron abatidos sin miramientos bajo el filo de las espadas y las pezuñas de los caballos.

La lucha encarnizada en la Puerta del Sol se convertiría en el símbolo más crudo de la brutal represión ordenada por Murat sobre la ciudadanía madrileña. Aquella jornada de sangre y horror quedaría grabada para siempre en la memoria colectiva, y años más tarde sería inmortalizada por Francisco de Goya en uno de sus cuadros más sobrecogedores: El 2 de mayo de 1808 en Madrid, conocido también como La lucha con los mamelucos. En su lienzo, Goya captó con desgarradora maestría el caos, la furia y la tragedia de aquel momento en que un pueblo, inerme pero valiente, se enfrentó al invasor en una desesperada lucha por su dignidad.

La masacre en la Puerta de Toledo: heroísmo ante la brutalidad_

Mientras la batalla rugía en el corazón de Madrid, en la Puerta de Toledo los vecinos intentaban desesperadamente contener el avance enemigo. Con medios precarios, levantaron trincheras improvisadas: carros volcados, muebles destrozados, adoquines arrancados de las calles... cualquier cosa servía para erigir barreras que impidieran el paso de los refuerzos franceses que llegaban desde Carabanchel.

Sin embargo, el esfuerzo fue en vano. La resistencia popular de Madrid, por valiente que fuera, poco pudo hacer frente a la fuerza arrolladora de las tropas imperiales. Cerca de dos mil jinetes franceses, formando una marea de acero y músculo, irrumpieron violentamente en la calle de Toledo, pasando por encima de todo y de todos.

Los vecinos, desarmados y sin formación militar, fueron barridos sin piedad. Bajo los cascos de los caballos, entre el estruendo de los sables y los gritos de los heridos, se consumó una auténtica masacre que tiñó de sangre las calles de Madrid.

Aquella escena de horror no sería sino una de las muchas que aquel 2 de mayo marcarían a fuego la memoria colectiva del pueblo español.

Madrid entero en armas: combate en cada calle y en cada plaza_

A las once y media de la mañana, los terribles combates en la Puerta del Sol llegaban a su fin. La emblemática plaza, que horas antes bullía de vida, quedaba ahora cubierta de cadáveres, testimonio desgarrador de la brutal represión francesa.

Sin embargo, la lucha estaba lejos de concluir. A esa misma hora, los combates continuaban encarnizados en numerosos puntos del centro de Madrid. Desde la plaza de la Paja hasta la de San Luis, desde la calle Ancha de San Bernardo hasta el Portillo de Recoletos —hoy calle Génova—, el pueblo se batía con desesperada fiereza. En la calle Arenal, la refriega alcanzaba incluso las puertas de la iglesia de San Ginés, mientras en la calle de la Bola, en la Corredera de San Pablo y en la calle Silva, los vecinos se amotinaban y levantaban barricadas improvisadas, negándose a ceder ni un solo palmo de terreno al invasor.

Madrid entera se había transformado en un laberinto de resistencia popular. En ningún rincón de la ciudad los franceses hallaban reposo ni cuartel: cada esquina, cada callejón era una emboscada, cada edificio, una fortaleza improvisada defendida con uñas y dientes.

Por otra parte, en las cercanías del Portillo de Atocha, los enfrentamientos eran también encarnizados. Las tropas francesas, decididas a asegurar el control de la zona, intentaron asaltar el Hospital General. Pero los madrileños, atrincherados en el interior del edificio, repelieron una y otra vez los ataques, defendiendo a sangre y fuego no solo sus vidas, sino también el honor de su ciudad.

Madrid resistía. Sin ejército, sin liderazgo, pero con un coraje inquebrantable, su pueblo luchaba por su libertad.

La caída de Monteleón: sacrificio heroico en defensa de la libertad_

A mediodía, alrededor de las doce, cerca de dos mil soldados franceses se concentraban para lanzar el asalto final contra el Parque de Artillería de Monteleón, el último bastión rebelde que aún resistía en Madrid. Aislado, superado en número y mal armado, el pequeño grupo de defensores —soldados, civiles y artesanos— se preparaba para luchar hasta el último aliento.

Durante más de dos horas, se libró una cruenta y desesperada batalla. Las tropas imperiales, bien equipadas y disciplinadas, lograron finalmente romper las defensas y hacerse con el control de la puerta de acceso al cuartel. Una vez dentro, el combate cuerpo a cuerpo fue encarnizado.

Los capitanes Daoíz y Velarde, al frente de sus hombres, cayeron heroicamente en la defensa, convirtiéndose en símbolos eternos de la resistencia y el valor. Junto a ellos destacó la figura civil de Clara del Rey, una valiente vallisoletana que también encontró la muerte en la refriega, inmortalizando su nombre entre los héroes y heroínas del Dos de Mayo.

Hacia la una de la tarde, ya sin fuerzas ni mando, el capitán Rafael Goicoechea, como oficial de mayor graduación que seguía con vida, no tuvo más remedio que rendir Monteleón a los franceses.

La sublevación popular llegaba así a su trágico final. Las tropas napoleónicas recuperaban el control total de Madrid tras cinco largas horas de combates callejeros, de valor desesperado y de sacrificio colectivo. Aunque derrotado, el espíritu de resistencia que ese día encendieron los madrileños cambiaría para siempre la historia de Madrid, de España y de toda Europa.

La brutal represión del Dos de Mayo: sangre, terror y memoria_

La represión ordenada por el mariscal Murat en las horas posteriores al levantamiento de Madrid fue implacable. Bajo un estado de ley marcial impuesto en toda la ciudad, se decretó que cualquier persona encontrada en posesión de armas o reunida en lugares públicos sería ejecutada sumariamente. El miedo se extendió como una sombra oscura sobre Madrid, y numerosos vecinos fueron arrestados de manera indiscriminada, sin importar edad ni condición.

Ya desde las tres de la tarde del mismo 2 de mayo comenzaron las primeras ejecuciones: treinta y dos personas fueron fusiladas en el Salón del Prado y en el recinto del Buen Retiro, mientras que otras once caían en distintos puntos de la ciudad —Cibeles, Recoletos, Puerta de Alcalá y los patios del hospital del Buen Suceso—. El terror era absoluto y el mensaje de las autoridades francesas, inequívoco: ningún acto de insurrección quedaría impune.

A las ocho de la noche, llegaban a la parroquia de San Martín los cuerpos de Luis Daoíz y Pedro Velarde, símbolos ya, incluso en la muerte, del valor y la dignidad del pueblo madrileño.

Al amanecer del 3 de mayo, la represión continuó. Doce personas fueron fusiladas junto a las puertas del Buen Retiro y otras veinticuatro fueron llevadas a la montaña del Príncipe Pío, donde fueron ejecutadas en uno de los actos más dramáticos de la jornada. Esta escena, marcada por la brutalidad y la desesperanza, sería inmortalizada por Francisco de Goya en uno de sus cuadros más célebres: El 3 de mayo de 1808 en Madrid, conocido también como Los fusilamientos del 3 de mayo. En este desgarrador lienzo, que hoy podemos contemplar en el Museo del Prado, el pintor aragonés se convierte en un auténtico cronista de guerra, retratando el horror y el valor de las víctimas, simbolizados en la figura central de un hombre de brazos abiertos que, en un grito mudo, clama por la libertad ante la muerte inminente.

Al concluir aquella infausta jornada, Madrid lloraba a sus muertos: más de un millar de personas, entre madrileños y franceses, habían perecido en las calles, entre ellos sesenta mujeres y trece niños. El precio de la dignidad había sido altísimo, pero el espíritu de rebeldía ya no podría ser sofocado. El Dos de Mayo de 1808 quedaría grabado para siempre como el día en que un pueblo, inerme y olvidado, se alzó en defensa de su libertad y su identidad.

De Madrid a toda España: estalla la Guerra de Independencia_


Pocos días después, las noticias de la sangre vertida en Madrid comenzaron a propagarse por todos los rincones del país. A su paso, prendieron la mecha de la revolución, encendiendo en los corazones españoles un ardor incontenible contra el Imperio que dominaba Europa.

A medida que se conocían los detalles de los heroicos enfrentamientos en la capital, pueblos y ciudades de toda España se alzaron en armas, desafiando tanto al invasor francés como a las autoridades locales que se habían sometido a la voluntad de Napoleón. De esta respuesta popular espontánea y masiva nació la Guerra de Independencia Española, un conflicto largo, brutal y decisivo.

Durante seis años, entre 1808 y 1814, el pueblo español libró una contienda feroz contra el ejército napoleónico, considerado hasta entonces invencible. La lucha se caracterizó por su carácter irregular: la resistencia no se limitó a los campos de batalla convencionales, sino que encontró su fuerza en la guerra de guerrillas, en la emboscada, en la constante erosión del enemigo en todos los rincones del país.

Con la inestimable colaboración del ejército británico, comandado por el duque de Wellington, y gracias a la tenacidad inquebrantable de los españoles, la invasión fue finalmente derrotada. En 1814, con la retirada definitiva de las tropas francesas y el regreso de Fernando VII al trono, concluía una guerra devastadora, pero también gloriosa: la primera gran derrota del ejército de Napoleón, y un precedente que marcaría el principio del fin de su hegemonía en Europa.

Aquella lucha titánica, nacida en las calles de Madrid el 2 de mayo de 1808, transformaría para siempre la historia de España y de todo un continente.

El legado de la guerra: una España herida pero irreductible_

El enorme esfuerzo y los ingentes recursos que Napoleón destinó a sofocar la resistencia en España entorpecieron gravemente sus ambiciones en otros frentes, especialmente en la campaña de Rusia. Allí, el emperador vio cómo su hasta entonces invencible ejército sufría una catástrofe sin precedentes, con la pérdida de más de 380.000 soldados, precipitando así el colapso de su Imperio.

Derrotado y exiliado en la remota isla de Santa Elena, Napoleón reconocería amargamente el peso fatal que tuvo para su caída el conflicto español:

"Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península.” Napoleón Bonaparte.

Pero si bien Francia pagó un alto precio por su aventura en la Península, fue la propia España quien más sufrió las devastadoras consecuencias de aquella contienda.

Se calcula que, entre guerras, hambrunas y represiones, la población española experimentó un descenso demográfico de más de 560.000 personas, afectando de manera especialmente dramática a regiones como Cataluña, Extremadura y Andalucía. El Estado quedó en bancarrota; la agricultura y la industria, pilares de la economía nacional, quedaron prácticamente arrasadas; y el patrimonio cultural español sufrió pérdidas irreparables, entre saqueos, destrucciones y expolios.

No obstante, no todas las consecuencias de la Guerra de la Independencia fueron negativas. De aquel doloroso sacrificio nació también el germen de un sentimiento nacional moderno, que encontraría su expresión más luminosa en las Cortes de Cádiz y en la proclamación de la Constitución de 1812, un hito en la historia del constitucionalismo español.

Aquel lunes 2 de mayo de 1808, Madrid demostró que el pundonor de un pueblo humillado, deshonrado pero unido, puede convertirse en un arma más poderosa que cualquier ejército. Porque el día que nuestra ciudad deje de sublevarse contra la injusticia y la tiranía, en cualquiera de sus formas, ese día Madrid dejará de ser Madrid.

P.D.: Dedicado a tod@s l@s madrileñ@s, y a la huella imborrable de quienes soñaron y pelearon por un Madrid libre.


José Napoleón Bonaparte. Historia de Madrid

José Napoleón Bonaparte (Corte, 1768-Florencia, 1844)

Tengo por enemigo a una nación de doce millones de almas, enfurecida hasta lo indecible. Todo lo que se hizo aquí el dos de mayo fue odioso
— José I Bonaparte


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