Bautismo de sangre

El 2 de mayo de 1808 en Madrid o "La lucha con los mamelucos". Historia de Madrid

Francisco de Goya y Lucientes. El 2 de mayo de 1808 en Madrid o "La lucha con los mamelucos", 1814 (Detalle) ©Museo Nacional del Prado

2 de mayo de 1808: renacer en la furia

I. Elías Rubio: una sombra entre libros_

Madrid, mayo de 1808.

El taller de encuadernación de Elías Rubio era poco más que una habitación al fondo de un patio sombrío, en una callejuela empedrada que desembocaba en la calle Mayor. El aire allí dentro olía a cuero mojado, a cola hervida, a papel viejo: un olor espeso, como de tiempo detenido.

La luz entraba tímidamente a través de un ventanuco, dejando en el aire haces polvorientos que se posaban sobre la prensa de encuadernación, sobre los cuchillos de entallar, sobre los rollos de cordel encerado apilados junto a la pared.

Y sobre Elías.
Un hombre menudo, de rostro apagado, siempre con la mirada baja y los labios sellados, como si temiera que hasta el eco de su voz pudiera ofender a alguien.

Desde hacía siete años, su vida era aquella: levantarse temprano, calentar la cola en el fogón de ladrillos, mojar el cuero, tensarlo, cortarlo, coserlo. Día tras día, con una paciencia de animal resignado, sin preguntar, sin esperar. Sus manos eran seguras; su alma, un ovillo enroscado de silencios.

No soportaba las tabernas ni las aglomeraciones del mentidero de San Felipe. Tartamudeaba, sudaba, se encogía al menor contacto humano.
Cuando algún cliente entraba en el taller, un bachiller de pocas monedas o un boticario de aire doctoral, Elías bajaba los ojos y respondía apenas con monosílabos.

"¿E-estará p-p-para el viernes?"

"Sí, señor... s-sí."

Y sus mejillas se teñían de rojo como un niño sorprendido robando manzanas.

Era conocido entre los vecinos como "el encuadernador mudo", aunque no fuera exactamente mudo: era, simplemente, invisible para el mundo.

Cuando los soldados franceses comenzaron a llenar las calles de Madrid, su miedo se volvió crónico. Doblaba esquinas para evitar sus patrullas, temblaba si uno de ellos pedía un mendrugo de pan en la tienda de al lado. Se refugiaba en su rincón, amarrado a sus encuadernaciones como un náufrago a su tabla.

Sólo había una excepción.
Un espectador silencioso que a veces, en las tardes quietas, se asomaba a la puerta y lo observaba trabajar: Manuel, el hijo de una vecina viuda del tercer piso, un niño de apenas doce años, flaco, de ojos grandes y manos siempre entrelazadas como si pidiera permiso para existir.

Como Elías, Manuel parecía hecho de sombras. Por eso lo toleraba. Más aún: en secreto, agradecía su presencia muda. No le exigía palabras, no le hacía preguntas.
Esa ausencia de palabras, esa comunión muda, tejió entre ellos un vínculo que Elías jamás habría sabido nombrar.

A veces, mientras cosía un cuadernillo o ajustaba la piel sobre una cubierta, Elías sentía la mirada curiosa del niño como una caricia tibia.
Manuel parecía fascinado por el arte minucioso de ensamblar las hojas, de domar el cuero como quien doma un animal salvaje, de crear algo ordenado y hermoso de la nada.

En esos momentos, Elías se sentía menos solo.
Había alguien que veía su trabajo. Que lo veía a él.

Cuando caía la tarde y el niño se despedía con una pequeña inclinación tímida de cabeza, Elías sonreía apenas, un gesto imperceptible, como un pliegue en un papel demasiado usado.

Luego volvía a su mundo.
Un mundo de hilos, de prensas, de cuchillas afiladas y de un silencio tan denso que parecía que, de tanto en tanto, el propio tiempo se olvidara de pasar allí dentro.

Así vivía Elías Rubio.
Así, hasta que la historia, la ira y la muerte bajaron por la calle Mayor.

Y lo arrancaron de su sombra para siempre.

II. El rumor que agrietó el cuero_

Aquel lunes, 2 de mayo de 1808, Madrid amaneció bajo un cielo encapotado, espeso, como un techo de plomo que aplastaba las calles.

Elías, ajeno a los augurios que otros percibían en el aire, abrió su taller como cada día, empujando la vieja puerta de madera con un chirrido que parecía más ruidoso de lo habitual. En el fogón de ladrillos calentó la cola, con el gesto mecánico de quien se aferra a los rituales conocidos para no pensar demasiado.

Eligió un cuadernillo de papeles en blanco para encuadernar y desplegó sobre la mesa un trozo de badana curtida.
El cuero, húmedo todavía, respiraba un olor agrio, vivo.
Elías acarició su superficie, buscando la elasticidad justa, preparando la lezna para empezar a perforarlo.

Entonces lo escuchó.
Un murmullo, lejano al principio, arrastrado por el viento que reptaba desde la calle Mayor. Voces, muchas voces, solapadas, quebradas, un rumor que no era todavía grito pero que tampoco era simple conversación.

Elías alzó la cabeza, con un gesto casi animal.
La navaja que usaba para entallar el cuero tembló un segundo entre sus dedos.

Se acercó con cautela al ventanuco. A través del vidrio sucio, vio a un grupo de hombres parados en la bocacalle: jornaleros, mozos de taberna, un par de soldados españoles con uniformes desaliñados. Hablaban en susurros ásperos, señalando en dirección al Palacio Real.

"Hoy se los llevan", oyó.

"Al infante... y quizá también a la infanta."

Elías retrocedió. Sintió su corazón golpeando en la garganta.
No comprendía del todo, pero la inquietud era contagiosa, como un olor a quemado que se mete en la ropa.

Volvió a su mesa de trabajo. Cogió el cuero con manos torpes.
Intentó pincharlo, coserlo, tirar del hilo encerado para formar la costura. Pero sus dedos —habitualmente firmes como garras de halcón— temblaban.

La lezna resbaló.

El cuero se rasgó con un sonido sordo, casi un suspiro de agonía.

Elías bajó la herramienta y contempló el daño: una herida abierta e irreparable en la piel curtida.
El mismo cuero que, hasta hacía un instante, era su refugio, su mundo.

Suspiró largamente, cerrando los ojos.

Nunca rompía una pieza. Nunca. La precisión era su único orgullo. Su única seguridad.
Aquella torpeza —pequeña, invisible para cualquiera— fue para Elías una señal. Un mal presagio.

Algo iba a romperse aquel día. Algo mucho más grande que un trozo de badana.

Fuera, el murmullo seguía creciendo.
Ahora llegaban ecos más nítidos:
"Traición..."
"¡Que nos lo llevan!"
"¡A Bayona...!"

Elías apretó los dientes.
De repente sintió el taller demasiado pequeño, el aire demasiado denso.
Se asomó una vez más al ventanuco.
Una columna de soldados franceses avanzaba por la calle, empujando a los curiosos con el asta de sus bayonetas. Rostros cerrados, uniformes brillantes bajo la llovizna.

Entre ellos, un niño de mirada asustada corría para esconderse en un portal: era Manuel.
Elías lo vio, acurrucado como un pajarillo mojado.

Algo, en lo más profundo de su pecho, dolió.

Y, sin saber muy bien por qué, como impulsado por una corriente invisible, Elías soltó la lezna, se secó las manos en el mandil de cuero y salió al umbral.

Por primera vez en mucho tiempo, abandonó la seguridad de su refugio.
Sus zapatos resonaron, tímidos, sobre los adoquines mojados.

Allí fuera, la historia ya había empezado a escribirse.
Y Elías Rubio, aunque aún no lo sabía, estaba a punto de convertirse en parte de ella.

III. El grito que rompió el silencio_

Elías avanzó pegado a las paredes, enredado en su propia torpeza.

La calle Mayor hervía. Grupos de vecinos se arremolinaban en las bocacalles, agitando sombreros y lanzando preguntas al aire. Las miradas eran rápidas, nerviosas, como animales husmeando el peligro.

Elías evitaba el contacto visual, bajaba la cabeza como si pudiera hacerse invisible. Se movía con el sigilo de quien ha pasado la vida entera sin dejar huella.

Al llegar a la esquina desde donde se vislumbraba la explanada frente al Palacio Real, se detuvo, pegado a un portal.
El corazón le golpeaba en las costillas como un martillo desbocado.

Desde su escondite, pudo ver la escena:

Dos carruajes, escoltados por soldados franceses, aguardaban frente a la Puerta del Príncipe.
Gente del pueblo, mujeres, artesanos, ancianos, se agolpaban a prudente distancia, murmurando.
Algunos habían traído palos, cuchillos de cocina, herramientas. Nada que pudiera detener un ejército, pero todo lo que un corazón furioso pudiera empuñar.

Elías reconoció, entre la muchedumbre, al cerrajero Blas Molina: un hombre corpulento de manos enormes, que avanzó hasta las puertas con determinación.

Lo vio hablar con los cocheros. Después, subir a un balcón del Palacio, trepando como un poseso.
Y entonces, escuchó.

—¡Traición! ¡Que nos lo llevan! ¡Nos han quitado al rey y ahora quieren llevarse a todos!

El grito desgarró el aire como un latigazo.

Un silencio denso cayó sobre la plaza.
Durante un instante, Madrid contuvo la respiración.

Elías sintió que el grito le atravesaba, que golpeaba algo dentro de él que ni siquiera sabía que existía.
Era como si, de pronto, todas las pequeñas humillaciones acumuladas —las palabras no dichas, las miradas evitadas, los miedos nunca enfrentados— se tensaran en su interior como las costuras de un libro a punto de estallar.

La muchedumbre rugió.

Se abalanzó hacia los carruajes como una ola desbocada. Mujeres chillaban, hombres empujaban, los soldados franceses empuñaban sus mosquetes.

Elías se encogió aún más contra el muro, temblando, atrapado entre el impulso de correr y la imposibilidad de moverse.
La escena se desdoblaba ante sus ojos: real y al mismo tiempo irreal, como un sueño febril.

Un anciano fue empujado al suelo y pateado. Una madre cubría con su cuerpo a un niño. Un soldado alzó el fusil y disparó al aire.
La chispa había prendido.
Ya no había vuelta atrás.

Elías cerró los ojos.
Su respiración era un jadeo corto, animal.

Cuando volvió a abrirlos, vio algo que se le clavó en la memoria: Manuel, de pie en mitad del tumulto, con los brazos pegados al cuerpo, indefenso, los ojos desorbitados de terror.

No debía estar allí.

No debía.

Pero allí estaba.

Y Elías, incapaz de moverse, incapaz de gritar, solo pudo ver cómo el niño retrocedía, tropezaba, desaparecía entre la marea de cuerpos agitados.

Un remolino de voces, disparos y pasos resonó en sus oídos como un trueno lejano.

Elías apretó los puños hasta hacerse daño.

Por primera vez en su vida, no fue sólo miedo lo que sintió.
Era otra cosa.
Un calor oscuro, hirviente, que le subía desde el estómago hasta la garganta.
Una indignación antigua, muda, que amenazaba con desgarrarlo.

No se atrevió a dar un paso.
Todavía no.

Pero algo, dentro de él, había empezado a romperse.

Algo que ya no podría ser cosido de nuevo.

IV. un cuadernillo roto_

La confusión se extendía como un incendio en la explanada frente al Palacio Real.
La tensión había explotado, y ya no eran solo voces: eran golpes, empujones, gritos desgarrados y disparos que partían el aire como látigos.

Elías Rubio no recordaba cómo sus pies lo habían llevado a la esquina de la calle Mayor, frente a la vieja iglesia de Santa María de la Almudena.
Sólo sabía que estaba allí, encajonado contra un muro, viendo pasar la historia como un fantasma atrapado entre dos mundos: el del miedo y el de la furia.

Un disparo seco le hizo encogerse.
Luego otro.
Gritos de mujeres, de ancianos, de niños.

Sus ojos, todavía empañados de terror, buscaron entre la multitud desbordada.
Y lo vio.

Manuel.

El pequeño Manuel, su silencioso testigo de tantas tardes, corría con torpeza, intentando alcanzar el portal de su casa, justo enfrente de la iglesia, donde su madre lo llamaba desesperadamente desde un balcón, las manos crispadas, la voz rota de terror.

—¡Manuel! ¡Corre, hijo, corre!

Pero era tarde.

Un soldado francés, uno de esos mamelucos de uniforme exótico y turbante blanco, giró a caballo, desenfundó la pistola de chispa y apuntó sin dudar.
Elías sintió que el mundo entero se ralentizaba, como si el aire se espesara de golpe.

El disparo resonó en su cabeza como una campana hueca.

Manuel cayó.
No de golpe, no de forma violenta.
Cayó como cae un cuadernillo mal cosido, desplegándose en el aire, roto, descompuesto, inerte antes de tocar el suelo.

Un hilo de sangre se extendió como una costura fallida sobre los adoquines mojados.

La madre, arriba, gritó un alarido que partió el corazón de la calle.
Su cuerpo se dobló en el alféizar, como si el dolor la hubiera arrastrado físicamente fuera de sí misma.

Elías no pudo moverse.

No pudo gritar.
No pudo llorar.

Sintió, simplemente, que algo dentro de su pecho —algo pequeño, tembloroso y frágil como un brote tierno— se quebraba de un tajo.
No fue solo tristeza.
No fue solo horror.

Fue rabia.

Una rabia caliente, sorda, sucia, que trepó por su garganta y anidó en su pecho como un animal rabioso.

Hasta ese instante, había sido un hombre de manos cuidadosas, de palabras ausentes, de vida diminuta.
Pero ahora, frente a aquel cuerpo pequeño tendido en el suelo, frente a la sangre inocente que manchaba la piedra, ya no había lugar donde esconderse.

Algo había nacido en él.
O quizá se había liberado.

Un torrente oscuro que ya no podría contener.

Elías bajó la mirada.
Vio una pequeña navaja oxidada tirada en el barro, a unos pasos de donde Manuel había caído.
Se agachó, casi sin ser consciente de ello, y la recogió.

Era ligera.
Cálida todavía por la violencia reciente.

La cerró en su puño como cerraba los pliegos de cuero en su taller: con fuerza precisa, con la resignación del que sabe que el daño ya está hecho.

Cuando levantó la cabeza, la ciudad ya no era la misma.

Y Elías Rubio, el encuadernador tímido de la calle Mayor, tampoco.

V. Navaja y cuero_

Elías caminaba sin rumbo definido, la cabeza baja, la navaja cerrada en su puño como un relicario de ira.

A su alrededor, Madrid ardía en un caos de pólvora, gritos y miedo.
Los ecos de los disparos rebotaban en las fachadas como truenos de una tormenta sucia.
El humo de los fusiles y la pólvora de los cañones se mezclaban en el aire con el olor metálico de la sangre y el sudor.

Elías no veía rostros; sólo sombras moviéndose en un teatro grotesco.
Hombres con navajas, con garrotes, con piedras; mujeres llorando, tirando de los soldados enemigos, arañándolos como fieras.
Niños con los ojos vacíos, como muñecos rotos.

El encuadernador caminaba en medio de ellos, invisible, como siempre había sido.
Pero ahora sentía una vibración nueva bajo su piel.
Cada paso resonaba en su pecho como el golpe seco del mazo sobre el cuero tenso.

Pasó junto a un cadáver joven, tendido boca abajo, con una mano abierta, aún extendida hacia nada.
No sintió asco.
No sintió pena.

Solo siguió caminando.

La navaja pesaba más de lo que su tamaño prometía.
Era una extensión natural de su mano, como las leznas con las que perforaba las tapas de los libros.
La apretaba sin darse cuenta, sus nudillos blancos de tensión.

Una imagen fugaz cruzó su mente:
el taller.
La mesa de trabajo.
El cuero húmedo y tenso bajo sus manos, la presión justa para no desgarrarlo, la habilidad precisa para someterlo.

Ahora, la ciudad entera parecía un inmenso cuero tenso, a punto de rajarse bajo la presión de las bayonetas, los caballos y el odio.

Elías se detuvo en una bocacalle.
Delante de él, más allá del enjambre de cuerpos agitados, se alzaba la Puerta del Sol.

Allí, el rumor era más denso, más urgente.
Los jinetes franceses cargaban a sablazos sobre la muchedumbre.
Los mamelucos —con sus turbantes brillantes y sus disciplinados caballos— avanzaban como espectros implacables, cortando, pateando, aplastando todo a su paso.

Elías tragó saliva.
La garganta le ardía. El corazón, golpeaba como un tambor de guerra.

En la distancia, vio un grupo de hombres intentando derribar a un jinete.
Un puñado de desesperados armados con cuchillos de cocina, navajas herrumbrosas, garrotes improvisados.

No era una batalla.
Era una carnicería.

Pero ya no sentía el miedo que, durante toda su vida, había gobernado cada uno de sus movimientos.
Ese miedo se había fundido, licuado, transmutado en otra cosa más fría, más peligrosa: determinación.

Caminó hacia la plaza.
Sus pies ya no temblaban. La navaja latía en su mano como un corazón propio.

En su mente, no había plan, ni estrategia, ni futuro. Sólo una certeza amarga:

Esto no podía quedar impune.

Y él, estaba a punto de escribir con sangre su propia página en aquel libro maldito.

VI. La encuadernación de la rabia_

La Puerta del Sol ya no era una plaza.

Era un torbellino de sangre y acero, de cascos golpeando piedra, de alaridos humanos mezclados con relinchos de caballos desbocados.

Los mamelucos cargaban como fantasmas envueltos en humo, sus turbantes ondeando como banderas de muerte.
Desde la calle Mayor hasta la Carrera de San Jerónimo, las calles se teñían de rojo, de barro, de pólvora.

Elías entró en la plaza sin pensarlo.
No se escondió.
No tembló.

Era como si una fuerza ajena guiara sus movimientos.
Una fuerza que había nacido aquella mañana, al ver el cuerpo pequeño de Manuel caer como un cuadernillo mal cosido, y que ahora empujaba su cuerpo con una urgencia antigua, visceral.

Vio al mameluco.

Un hombre enorme sobre un caballo blanco, sable en alto, girando para ensartar a un grupo de mozos armados de navajas y garrotes.
Su casaca estaba salpicada de sangre.
Su mirada era la de quien ha matado muchas veces y no espera ser detenido.

Elías se lanzó.

No gritó.
No pidió ayuda.

Se impulsó con las piernas, aferrándose a la pierna del jinete como un perro rabioso.
Sintió el cuero de la bota bajo sus dedos, la rigidez del metal, el olor ácido del sudor animal.

El mameluco rugió, intentando zafarse.
Elías clavó la navaja.

Una, dos, tres veces.

No pensó en la sangre caliente que le salpicaba el rostro.
No pensó en el grito del jinete.
No pensó en el caballo encabritado, derrapando en los adoquines resbaladizos.

Sólo pensó en el cuero.

La pierna del mameluco era como un cuero mal curtido, resistiendo la lezna, cediendo después bajo la presión precisa.
El instinto de encuadernador lo guiaba: la misma paciencia minuciosa, la misma destreza de años trabajando pieles difíciles, tensando, cortando, ensamblando.

El jinete cayó del caballo como un peso muerto.

Elías se abalanzó sobre él.

Le montó encima, cerrando las rodillas sobre su pecho, y siguió acuchillando, una y otra vez, hasta que su brazo se cansó, hasta que la carne dejó de ofrecer resistencia, hasta que su mano y la navaja parecieron una sola extensión de su odio.

Cada puñalada era un latido.
Cada corte, una puntada más en la encuadernación final de su rabia.

Por un momento, sólo existió eso: la mano que rasgaba, el cuero que cedía, la sangre que brotaba como un tintero volcado.

Y, en medio del fragor, Elías Rubio sintió algo que jamás habría imaginado:

Satisfacción.

La satisfacción de un trabajo bien hecho.
La vieja, íntima satisfacción del encuadernador al cerrar el último pliegue de un libro, al pasar la palma por la tapa ya domada.

Sólo entonces alzó la cabeza.

Vio los rostros desencajados de los franceses, los gritos mudos de los madrileños.
Vio la ciudad entera, convertida en una encuadernación de sangre y barro.

Y comprendió.

No era él quien había cambiado.
Era el mundo.

El hombre que un día sólo supo coser libros, había quedado sepultado bajo los escombros de la masacre.

Lo que quedaba de él, ahora, era un hombre de sangre, de furia, de heridas.

Un hombre nuevo.

Un hombre que ya no podía regresar.

Epílogo: El eco en el lienzo_

Pasaron los años.

La guerra, como una marea sucia, barrió ciudades, pueblos, sueños.
España sangró durante demasiado tiempo.
Cuando por fin la pólvora se apagó y el barro se asentó, quedaron los huesos, las ruinas y los recuerdos como heridas abiertas.

Francisco de Goya no estuvo en las calles aquel 2 de mayo de 1808.
No oyó el primer disparo.
No vio caer a los niños, ni oler el humo de los mosquetes, ni sentir bajo sus botas el temblor de la tierra manchada de sangre.

Pero las voces llegaron hasta él.

Tardías, fragmentadas, como hojas sueltas arrastradas por el viento de la memoria.
Testigos que aún temblaban al hablar, ancianos que recordaban más los gritos que los rostros, mujeres que aún llevaban el luto de hijos perdidos en alguna esquina anónima de Madrid.

Una tarde silenciosa, en su estudio en la Quinta del Sordo, Goya recibió a un viejo conocido: un antiguo comerciante de papeles de la calle Mayor, que había sobrevivido al infierno.

El hombre habló despacio, con palabras desgarradas, como quien arranca jirones de su propia alma.
Le contó lo que había visto: la carga brutal de los mamelucos, la sangre extendida como un manto sobre la Puerta del Sol...
Y entre los muchos horrores, le habló de un encuadernador.

Un hombrecillo tímido, apocado, casi mudo, que vivía cerca del Palacio Real.
Un ser gris, inofensivo, que pasaba sus días cosiendo libros en la penumbra, temblando ante cualquier altercado.

—Era un hombre que ni a las moscas habría hecho daño —dijo el testigo, su voz quebrada.

Pero aquel día, algo estalló en su interior.

Elías Rubio —aunque pocos recordarían su nombre— se había lanzado contra los mamelucos como una bestia desencadenada.
Se había convertido, ante los ojos horrorizados de quienes lo conocieron, en un torrente de rabia pura.
La furia le había desfigurado el rostro, borrando al hombre que había sido.

—No era él quien mataba, señor Goya —murmuró el anciano, mirando un punto invisible en el aire—.
Era la guerra misma, usando su cuerpo.

Goya escuchó en silencio, su pluma suspendida en el aire.
No preguntó más.
No hacía falta.

En su mente, la imagen de aquel encuadernador perdido ya era nítida: el rostro desencajado, la mirada enloquecida, el brazo que se alzaba una y otra vez, más por desesperación que por odio.

Días después, en su taller, mientras los pinceles recogían formas violentas sobre el lienzo, el rostro de Elías apareció en el primer plano de su cuadro.

Un hombre vulgar, anónimo, atrapado en la vorágine de la historia, convertido en símbolo universal de lo que la guerra hace a los hombres.

La lucha con los Mamelucos.

No sería la última vez que Goya plasmara esa verdad amarga.
Con cada trazo de carbón, con cada mancha de tinta en su serie de grabados Los desastres de la guerra, volvió a pintar a Elías Rubio, y a tantos otros como él: hombres sencillos devorados por un odio que nunca habían buscado, por una violencia que los transformó en espectros.

Goya entendió entonces lo que las palabras no podían decir:

Que en la guerra no hay héroes.
Sólo víctimas.

Algunas mueren.
Otras, como Elías, sobreviven.

Pero todos, sin excepción, pierden algo que nunca volverán a recuperar.

FIN


Fotografía de Benito Pérez Galdós. Historia de Madrid

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)

Así como de la noche nace el claro del día, de la opresión nace la libertad
— Benito Pérez Galdós


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