Castiza, pero trendy

Calle de Fuencarral en Madrid. Historia de Madrid

Calle Fuencarral en Madrid, 2025 ©ReviveMadrid

La calle Fuencarral: Memoria viva del Madrid que fue y que será

La calle Fuencarral ha sido testigo de casi todo. Desde sus humildes orígenes como un camino rural que conectaba la villa de Fuencarral con Madrid —una villa que aún no soñaba con convertirse en capital del Reino— hasta erigirse en uno de los ejes comerciales y culturales más dinámicos de la ciudad, su trazado ha acogido siglos de historia viva. Por ella han desfilado levantamientos populares, vaquerías que surtían de leche a la capital, cafés frecuentados por la modernidad de cada época, una profusión de cines hoy desaparecidos y hasta el primer mercado cubierto de Madrid. En tiempos recientes, el paisaje urbano se ha visto salpicado por una avalancha de tote bags por metro cuadrado, símbolos de una nueva estética urbana. Si las piedras que la pavimentan pudieran hablar, acaso pedirían una tila y algo de espacio personal: tanto cambio vertiginoso no se digiere de la noche a la mañana.

De fuentes, carros y coronas_

La que hoy es una de las arterias comerciales más transitadas de Madrid fue, durante siglos, un camino polvoriento flanqueado por campos, que unía la ciudad con el entonces independiente pueblo de Fuencarral. Esta antigua villa, que en 1951 se incorporó oficialmente a la capital, conforma hoy el distrito más extenso del municipio madrileño. Como un eco de tiempos pasados, la vecina y paralela calle de Valverde recuerda a la Virgen homónima, advocación mariana que desde 1242 es venerada como patrona de Fuencarral. Su santuario, todavía en pie, se alza a escasos cinco kilómetros del antiguo núcleo urbano de aquella localidad que, en otros tiempos, tuvo alcalde propio y presumía de un reloj centenario que marcaba el ritmo de la vida local.

La versión más difundida sobre el origen del topónimo "Fuencarral" —y por extensión, del nombre de la calle— se remonta a un manantial que brotaba cerca del camino de Francia. En aquel punto estratégico, los arrieros que transitaban hacia el norte o regresaban de la ciudad solían detenerse con sus carros para descansar y abrevar a sus bestias. Aquella fuente, humilde pero esencial en el devenir de los viajeros, habría dado nombre a un lugar de paso que acabaría dejando profunda huella en el mapa de Madrid.

Durante siglos, Fuencarral no solo fue lugar de tránsito, sino también de residencia habitual de los monteros del Rey, lo que atrajo la atención de numerosas cabezas coronadas. La realeza encontró allí no solo devoción —casi todos los monarcas manifestaron fervor por la Virgen de Valverde—, sino también placer. Felipe II, en particular, ejerció el patronazgo del santuario y mandó construir un convento dominico que, por su majestuosidad, acabaría siendo conocido como "el pequeño Escorial". Pero no fue solo la fe lo que condujo a los reyes hasta estas tierras: la fertilidad de sus campos y la abundancia de caza ofrecían un entorno idóneo para entregarse a las pasiones cinegéticas, tan del gusto de la nobleza. Así, entre oraciones y monterías, Fuencarral fue durante siglos un rincón querido por la realeza, un enclave entre lo devoto y lo agreste, entre lo rural y lo cortesano.

Camino, puerta y calle_

De la fertilidad de sus tierras y la generosidad de su ganado no solo se beneficiaron los habitantes de Fuencarral, sino también, y durante siglos, los madrileños. Cada amanecer, la ciudad se despertaba al son de las voces de las fuencarraleras que, a pie o montadas en burros, recorrían los escasos diez kilómetros que separaban su pueblo de la capital para ofrecer productos frescos en los mercados y calles. Huevos recién puestos, higos dulces y nabos jugosos eran algunos de los manjares más demandados. Aquella imagen cotidiana —la de mujeres curtidas por el sol y el camino, cargadas de cestas rebosantes— fue tan común que acabó calando en el imaginario popular, hasta inspirar un dicho cuyo tono oscilaba entre la sorna y la blasfemia, según el interlocutor y la época: «¡De Fuencarral y lloras… ¡Copón!». Una sentencia que subrayaba, con ironía castiza, la contradicción de lamentarse viniendo de un lugar tan próspero.

A lo largo del tiempo, aquel recorrido por campos y sembrados fue consolidándose como una vía de comunicación esencial entre Fuencarral y la villa de Madrid. Ya en el célebre plano de Texeira, fechado en 1656, aparece mencionado como «camino o calle de Fuencarral», señal de su creciente relevancia. Con la expansión urbana del siglo XVIII y la mejora progresiva de las infraestructuras, el tramo más cercano al centro de la ciudad comenzó a urbanizarse, adoptando la fisonomía de calle que hoy conocemos.

En ese contexto se erigió la Puerta de Fuencarral, una de las varias que formaban parte de la cerca de Felipe IV, levantada en 1725 para controlar el acceso a la ciudad. Este acceso, del que dejó testimonio el ilustrado Antonio Ponz en su Viage de España (1776), desempeñó durante décadas un papel clave en la regulación de mercancías, impuestos y movimientos de población. Sin embargo, con la llegada de nuevos tiempos y el derribo de la vieja muralla en 1865 —junto con otras puertas como la de los Pozos de Nieve—, el símbolo de frontera dio paso al Madrid moderno, en plena transformación hacia una urbe más abierta y expansiva.

El costumbrista Mesonero Romanos, atento cronista del alma madrileña, describió la calle Fuencarral en el siglo XIX como una arteria de casi 3.700 pies de longitud, flanqueada en sus primeros tramos por huertas, palacetes y casas solariegas. Entre ellas destacaban las residencias de los marqueses de Torrecilla y Navahermosa, o el majestuoso Hospicio de San Fernando, edificio barroco que acoge hoy el Museo de Historia de Madrid.

La calle también ha sido morada de figuras ilustres que dejaron su impronta en la historia y la cultura hispánica. En el número 8 residió Leandro Fernández de Moratín, dramaturgo de la Ilustración; en el número 2 vivieron María Teresa del Toro y su esposo, el Libertador Simón Bolívar, en una etapa poco conocida de su vida. Más arriba, en el 125, falleció el poeta y dramaturgo romántico Antonio García Gutiérrez, autor de El trovador. La soprano Adelina Patti, una de las voces más admiradas del siglo XIX, también tuvo su residencia en esta vía, al igual que Pepita Tudó, amante del todopoderoso Manuel Godoy. Así, Fuencarral no solo ha sido camino y comercio, sino también escenario íntimo de vidas que marcaron el rumbo de España y América.

¡A las armas!_

La proximidad de la calle Fuencarral al barrio de Malasaña ha hecho que su historia quede irremediablemente ligada a uno de los episodios más conmovedores y heroicos de la ciudad de Madrid: los levantamientos del 2 de mayo de 1808, cuando el pueblo se alzó contra la ocupación napoleónica en un estallido de dignidad y furia popular.

Aquella mañana, la Puerta de Fuencarral se convirtió en un punto estratégico: por allí accedieron a la capital las brigadas francesas del general Lefranc, procedentes de su base en El Pardo, con el objetivo de reforzar a las tropas ya desplegadas en el centro de la ciudad. Su llegada fue decisiva, pero también sangrienta. En las inmediaciones del cuartel de Monteleón, los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde organizaban la defensa con un coraje desesperado. Sacaron piezas de artillería al exterior y emplazaron cañones apuntando hacia las calles colindantes, entre ellas Fuencarral, desde donde se acercaban los refuerzos enemigos. Las balas, disparadas desde estas improvisadas posiciones, fueron la primera línea de resistencia contra los destacamentos que avanzaban por la calle, decididos a someter la insurrección.

El asalto fue brutal, y la represión posterior no menos despiadada. Muchos de los que empuñaron un arma improvisada —un cuchillo, una azada, una herramienta de carpintero— no vivieron para ver el día siguiente. Pero su gesto no fue inútil. Aunque la jornada acabó teñida de sangre, el sacrificio de los vecinos de Fuencarral, junto con el del resto de los madrileños, se convirtió en un símbolo imborrable de valentía frente al opresor.

Desde entonces, el nombre de esta calle no solo evoca tránsito y comercio, sino también la memoria de una lucha popular que marcó el inicio de la Guerra de la Independencia. Allí donde hoy resuenan pasos apresurados y voces urbanas, un día sonaron gritos de rebelión y disparos de artillería. La historia, a veces, se escribe en las aceras que pisamos sin pensarlo.

El primer crimen mediático_

El verano de 1888 asfixiaba a Madrid con un calor insoportable... y con rumores que corrían como el fuego. El 2 de julio, en el número 109 de la calle Fuencarral —hoy renumerado como el 95, en la esquina con la calle Divino Pastor— se descubrió el cadáver calcinado de Luciana Borcino, una viuda acomodada. Lo que en un primer momento parecía un trágico incendio doméstico pronto se reveló como algo mucho más siniestro: antes de arder, la mujer había sido estrangulada. Aquel crimen no solo sacudió a la sociedad madrileña por su violencia, sino que supuso un antes y un después en la historia del periodismo español: fue el primer juicio mediático del país.

El caso lo tenía todo para fascinar a una opinión pública ávida de escándalo: una víctima rica, un entorno familiar turbulento, una criada implicada —Higinia Balaguer, que confesó su participación—, y un hijo problemático, José Vázquez Varela, apodado "el pollo Varela", con antecedentes por violencia y un historial de entradas y salidas de prisión. La escena del crimen estaba plagada de elementos truculentos: sedantes, testimonios contradictorios, relaciones enrevesadas… Una historia con todos los ingredientes del folletín, pero real.

La prensa, por primera vez, asumió un rol central en la construcción del relato. Cada día, los periódicos ofrecían crónicas detalladas del proceso judicial con un estilo entre lo novelesco y lo sensacionalista. Las calles bullían de teorías, los cafés se convertían en improvisados tribunales populares, y las rotativas trabajaban sin descanso. El país entero parecía dividido entre dos facciones irreconciliables: los "higinistas", convencidos de la inocencia de la criada o al menos de su papel secundario, y los "valeristas", que señalaban al hijo como el verdadero culpable. Por primera vez, la justicia se debatía también en la arena pública del papel impreso.

Entre los que cubrieron el caso se encontraba un cronista de excepción: Benito Pérez Galdós. Desde su puesto como corresponsal del periódico argentino La Prensa de Buenos Aires, Galdós escribió con mirada crítica sobre el proceso, el comportamiento del tribunal, la presión social y el papel de una prensa que, a veces, parecía dictar sentencia antes que los jueces. De aquella experiencia nacería El crimen de la calle de Fuencarral, un libro lúcido y afilado en el que el novelista retrata las contradicciones del sistema judicial y denuncia el creciente poder de los medios de comunicación para moldear —y a menudo manipular— la opinión pública.

La historia concluyó con una sentencia ejemplar. Higinia Balaguer fue condenada a muerte. El 19 de julio de 1890 fue ejecutada por garrote vil en la última ejecución pública de este tipo llevada a cabo en España. Miles de personas se congregaron para presenciar el castigo, en un espectáculo macabro que, más que cerrar un caso, clausuró simbólicamente una era en la que la justicia se exhibía como escarmiento colectivo. Así, la calle Fuencarral quedó inscrita no solo en los anales del crimen, sino también en la historia del periodismo, la literatura y la conciencia social de un país que despertaba lentamente a la modernidad.

Sorbos de historia en taza pequeña_

Las modas cambian, los gustos evolucionan, y las calles —como testigos mudos del tiempo— reflejan esos vaivenes en su piel urbana. La calle Fuencarral no fue una excepción. A medida que Madrid crecía, esta vía se consolidó como un eje comercial y residencial de peso, donde comenzaron a proliferar pequeños talleres, tiendas tradicionales y, sobre todo, cafés y teatros que le conferían un aire de efervescencia cultural. Cada local tenía su aroma, su clientela fiel y su colección de anécdotas que aún flotan en la memoria colectiva como el vapor de una taza recién servida.

Uno de los pioneros fue el Café del Brillante, que abrió sus puertas en 1871 en el número 20. A pesar de su nombre, su brillo fue fugaz. No alcanzó la fama ni la longevidad de otros, pero quedó como uno de los primeros intentos de dotar a la zona de un espacio para la tertulia y el descanso. Un poco más arriba, en el número 127, el Café de las Columnas ofrecía una fachada solemne, muy en consonancia con el aire burgués que iba ganando el barrio. Era un punto de encuentro para vecinos y curiosos, aunque también sucumbió al desgaste del tiempo.

En el número 122 floreció brevemente el Café del Príncipe Alfonso, decorado con cortinas rojas y cuadros que le daban un aire distinguido. Fue uno de los primeros locales en incorporar mesas de billar, atrayendo a los jóvenes deseosos de ocio refinado. Sin embargo, el más peculiar —por lo menos en su itinerancia— fue una temprana versión del Café de Fornos, sí, el mítico de la calle Alcalá, que antes de alcanzar su fama definitiva hizo una breve escala en Fuencarral. Allí, en medio del bullicio diario, comenzaba a escribirse la leyenda de un café que marcaría época.

Pero si hay un establecimiento que merece mención aparte —aunque, estrictamente, se ubique en la glorieta de Bilbao, justo donde comienza el trazado de Fuencarral— ese es sin duda el Café Comercial, abierto en 1887. Sobrevivió a dictaduras, guerras, cambios de siglo y hasta a varios cierres y reaperturas. Durante décadas fue santuario de escritores, periodistas, estudiantes y bohemios, todos ellos buscando inspiración, conversación o simplemente un café con leche y churros al abrigo de su inconfundible interior. El Comercial es más que un café: es un fragmento vivo de la historia de Madrid, un lugar donde el tiempo parece detenerse entre taza y taza.

Hoy, muchos de aquellos cafés han desaparecido, sepultados por el vértigo inmobiliario y la transformación del paisaje urbano. Pero como sucede con el buen café, su recuerdo permanece: deja poso, aroma persistente de una ciudad que también se soñó a sí misma entre sorbos, humo y palabras cruzadas.

De mercado cubierto a templo de la moda alternativa_

Pocas calles en Madrid pueden presumir de haber sido escenario de tantos comienzos como la calle Fuencarral. Mucho antes de que las tiendas rompieran moldes o de que la Movida la encumbrara como epicentro creativo, esta vía ya marcaba hitos. Uno de ellos, de gran trascendencia para la vida cotidiana del siglo XIX, fue la inauguración, en 1835, del primer mercado cubierto de la ciudad: el Mercado de San Ildefonso.

Situado en pleno barrio de Maravillas, este recinto representaba una idea avanzada de urbanismo: cobijar a vendedores y compradores bajo techo, protegiéndolos del sol, la lluvia y el caos de los mercados al aire libre. Durante más de un siglo, el mercado fue punto neurálgico para la compra de frutas, verduras, carnes y pescados en el corazón de una ciudad que crecía a pasos agigantados. En 1970, sin embargo, el edificio fue derribado, víctima de las transformaciones urbanísticas de la época. Pero su espíritu, como tantas veces ocurre en Fuencarral, no desapareció del todo: en 2014, el mercado resurgió con una nueva cara —estética industrial, aire cosmopolita y una propuesta pensada más para el tapeo gourmet que para la compra diaria—. Aunque su segunda vida fue breve, dejó claro que esta calle sabe reinventarse sin perder su instinto comercial.

También en el terreno de la innovación cotidiana, Fuencarral fue pionera: el primer supermercado de Madrid abrió allí en los años cincuenta, de la mano de Galerías Preciados. Con su concepto de autoservicio —una revolución para la época— transformó la forma de comprar de los madrileños, adelantando la llegada de una sociedad cada vez más acelerada y autónoma.

Pero si hubo un espacio que encarnó como ningún otro el espíritu inquieto y vanguardista de la calle, ese fue el Mercado de Fuencarral. Abierto en 1998, en el número 45, este no era un mercado tradicional. Nada de frutas ni embutidos. Lo suyo era otra cosa: moda urbana, cultura visual y rebeldía empaquetada en locales diminutos y provocadores.

El concepto era insólito para el Madrid de finales del siglo XX: un centro comercial fuera de norma, laboratorio de tendencias, escaparate de diseñadores emergentes, vinilos, piercings, zapatillas exclusivas y camisetas con mensaje. Aquel lugar, a medio camino entre el Soho londinense y el viejo Camden, ofrecía tres plantas palpitantes donde convivían tribus urbanas, miradas periféricas y una efervescencia creativa difícil de clasificar.

El éxito fue inmediato. Acudían adolescentes con sed de diferencia, turistas en busca de autenticidad y una generación post-Movida que necesitaba nuevas formas de expresarse. El Mercado de Fuencarral no solo vendía ropa o discos: vendía identidad, pertenencia, estilo de vida. Era el símbolo de una ciudad que apostaba por lo distinto. Tan popular se volvió, que no era raro que visitantes despistados confundieran el “mercado de Fuencarral” con el pueblo homónimo, y acabaran en una galería de alimentación en lugar del vibrante centro comercial alternativo del centro madrileño.

Sin embargo, como todo lo que es hijo de su tiempo, el mercado también tuvo fecha de caducidad. Lo alternativo dejó de serlo, los precios subieron, el centro se transformó en un escaparate para el turismo global y la competencia de las grandes cadenas hizo mella. En julio de 2015, el Mercado de Fuencarral bajó la persiana para siempre. Su cierre marcó el fin de una era. Pero en la memoria de muchos madrileños —y no pocos visitantes— perdura como un símbolo de aquel Madrid que supo abrirse al mundo sin perder su carácter, un rincón donde cupo lo raro, lo nuevo, lo distinto. Un Madrid efervescente que, como algunos buenos recuerdos, ya no volverá... aunque a veces, al caminar por la calle Fuencarral, uno tenga la sensación de que sigue ahí, en algún pliegue del aire.

Luces, cámaras y mucha acción_

Hoy, la calle Fuencarral deslumbra con el brillo cambiante de sus escaparates, pero hubo un tiempo en que su verdadero resplandor venía del interior de los cines, cuando las marquesinas iluminaban la noche madrileña y las colas serpenteaban por las aceras. Entre los años 60 y 90, Fuencarral fue un auténtico santuario para los cinéfilos, un corredor donde se concentraba buena parte de la cartelera más esperada de la ciudad.

Uno de los pocos supervivientes de aquella época dorada es el Cine Paz, inaugurado en 1943 y aún en funcionamiento. Por sus salas pasaron clásicos imperecederos como Doctor Zhivago, Regreso al futuro o Lo que el viento se llevó. A lo largo de las décadas, el Paz ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos sin perder su esencia, apostando por el cine independiente, proyecciones especiales y eventos como óperas en directo o coloquios cinematográficos que le han dado nueva vida. En un mundo de pantallas múltiples y visualización acelerada, sigue siendo un refugio para los amantes del cine con pausa y sentido.

Pero no todas las salas corrieron la misma suerte. El Cine Bilbao, con sus imponentes 1.400 butacas, fue durante años uno de los más concurridos. Sin embargo, su historia se tiñó de tragedia el 27 de enero de 1993, cuando su marquesina —una estructura de más de cuatro toneladas— se desplomó sobre los espectadores que hacían fila en la calle. Aquella tarde se proyectaba Sister Act, una monja de cuidado, una comedia familiar en el día del espectador. El derrumbe causó seis muertes y una decena de heridos, varios de ellos niños. El impacto del suceso conmocionó a la ciudad entera y abrió un intenso debate sobre las deficiencias en las obras de reforma urbana. El cine volvió a abrir más tarde bajo el nombre de Bristol, pero nunca volvió a ser el mismo. Hoy, el local alberga una tienda de moda, y pocos transeúntes adivinan la historia silenciada tras esos muros.

Frente a él, otro gigante del celuloide madrileño cerró sus puertas para siempre: los Cines Roxy, que fueron dos —el Roxy A y el Roxy B— y cuyas pantallas se apagaron para dar paso a supermercados. También desaparecieron los entrañables Minis de Fuencarral, conocidos por sus sesiones matinales que comenzaban a las once de la mañana y ofrecían una opción asequible para ver cine entre semana o en familia.

El declive comenzó de forma sigilosa con la irrupción de los videoclubs en los años 80, se aceleró con la llegada de las plataformas digitales y terminó de confirmarse con las sucesivas crisis económicas que vaciaron las salas. Sin embargo, algunos templos del séptimo arte resisten. El Cine Proyecciones, inaugurado en 1932 y ubicado en un elegante edificio de estilo art déco, sigue proyectando estrenos. Y los Paz, firmes en su rincón de la calle, aún abren sus puertas con la misma vocación de siempre: ofrecer a cada espectador un lugar donde la realidad pueda, durante hora y media, transformarse en historia.

Fuencarral ya no es la calle del cine, pero su memoria pervive en quienes la vivieron entrando a oscuras, en silencio, con una entrada doblada en el bolsillo y la promesa de emoción proyectada en la pantalla. Como en el cine, todo cambia. Pero algunas escenas se quedan grabadas para siempre.

Tiempos de gentrificación_

En las últimas décadas, la calle Fuencarral ha atravesado una metamorfosis silenciosa pero implacable: la de la gentrificación. Lo que un día fue corredor de mercados populares, cafés centenarios y cultura alternativa, es hoy territorio codiciado por grandes marcas de moda y escaparates que hablan el lenguaje global del consumo. La remodelación del Mercado de Fuencarral en 2015 marcó un punto de inflexión: con ella se selló el paso definitivo de la calle al mapa de lo trendy, y con ello, el comercio independiente se vio obligado a adaptarse —o desaparecer— ante las nuevas lógicas del capital y la estética.

Sin embargo, como tantas veces en su historia, Fuencarral no se dejó borrar del todo. A pesar de los cambios, sigue albergando espacios culturales, librerías resistentes, estudios de tatuaje con historia y bares donde aún se puede conversar sin prisa. La calle no ha muerto: simplemente ha aprendido a posar mejor para Instagram. Ha domesticado su rebeldía, pero no la ha olvidado.

Hoy, Fuencarral es un escaparate de contradicciones: entre el pasado que asoma en los balcones de hierro forjado y las fachadas de otro siglo, y el presente que se vende en locales minimalistas bajo rótulos en inglés. Es una pasarela urbana donde conviven los tatuajes vintage con las franquicias, los cafés con nombre italiano y los últimos posados virales de TikTok. Un lugar donde el reflejo de los escaparates —si se mira con atención— revela tanto de quien pasa como de lo que se exhibe.

Porque si algo ha sabido hacer siempre Madrid, y en especial esta calle, es disfrazarse una y otra vez sin perder del todo su esencia. Como una actriz veterana que cambia de papel sin renunciar a su personalidad, Fuencarral sigue caminando entre luces y sombras, reinventándose a cada paso, sin dejar de ser escenario de una ciudad que nunca termina de decir su última palabra.


Fotografía de Benito Pérez Galdós. Historia de Madrid

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)

Ay, qué Madrid este, todo apariencia. Dice un caballero que yo conozco, que esto es un Carnaval de todos los días, en que los pobres se visten de ricos
— Benito Pérez Galdós


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