Dulce pareja
Chocolate CON CHURROS: Amor a primera taza
Hay amores que nacen con el tiempo y otros que parecen escritos desde el principio de los tiempos. El del chocolate y los churros pertenece a los segundos. Una pareja improbable —ella, espesa, oscura, intensa; él, dorado, crujiente y salado— que, cuando se conocieron, supieron al instante que estaban hechos el uno para el otro. Desde entonces, no han vuelto a separarse.
Porque si Madrid tuviera una historia de amor gastronómica, llevaría su nombre: chocolate con churros. Un romance de otoño que huele a aceite caliente; que se saborea entre risas, bufandas y tazas humeantes. Un flechazo servido en porcelana blanca y papel de estraza.
Su historia empieza siempre igual: alguien entra buscando calor, el vaho del chocolate empaña los cristales y ahí están ellos, esperándose. El churro, coqueto, se estira un poco más, se deja coger por los dedos y se lanza al baño oscuro con la valentía de quien no teme perderse en el placer. El chocolate lo abraza, lo envuelve y en ese instante —justo cuando lo llevas a la boca— ocurre la magia. Cruje el uno, funde el otro y el mundo, por un segundo, parece un lugar mejor.
Quizá por eso, cada otoño, Madrid comienza a llenarse de ese olor familiar que lo envuelve todo. Es el perfume de las churrerías, ese rumor de aceite que se escucha al doblar una esquina y que te invita a entrar, aunque no tuvieras pensado hacerlo. Da igual si llueve, si nieva o si aún no ha amanecido: dentro siempre hay una mesa libre, una taza caliente y una promesa sencilla —la de sentirte, por un momento, como en casa.
El chocolate con churros tiene algo de refugio y de reencuentro. Es el desayuno de los madrugadores, el tentempié de los nostálgicos y el premio de los que sobreviven a una noche larga. Es el abrazo dulce que pone punto final a una verbena, el desayuno del día de Reyes o a la merienda del domingo en familia. Todos tenemos una taza en la memoria: aquella que compartimos con los abuelos, con los amigos o con nosotros mismos, mirando por la ventana cómo se colaba el frío por las calles del centro.
Si hay un lugar donde ese amor eterno se ha hecho tradición, es en el corazón de Madrid, junto las luces de la Puerta del Sol, en un pasaje donde las noches terminan y los días empiezan: San Ginés. Allí, el romance del chocolate con churros sigue intacto, igual de irresistible, igual de madrileño.
Porque hay historias que se leen y otras que, como esta, se saborean.
LOS ANTECEDENTES: LAS “FRUTAS DE SARTÉN” Y EL SABOR MORISCO_
Antes de que el churro existiera tal y como lo conocemos —crujiente, espolvoreado de azúcar y esperando su baño en chocolate—, ya había en las cocinas españolas un universo de masas fritas que harían historia. Se las conocía como “frutas de sartén”, y no, no eran frutas, aunque bien podrían llamarse así por lo tentadoras que resultaban. Eran dulces humildes, nacidos de la mezcla más elemental —harina, agua, aceite y una pizca de ingenio—, que se freían en aceite hasta adquirir ese tono dorado que anuncia la felicidad.
Su origen se remonta a la tradición hispanoárabe, que dejó en la península un legado culinario tan arraigado como delicioso. Los antiguos tratados andalusíes ya recogían recetas de masas fritas endulzadas con miel, antepasadas directas de nuestros buñuelos, pestiños y rosquillas. Aquellos cocineros sabían que el secreto no estaba en los ingredientes, sino en el calor del aceite, ese instante preciso en que la masa se hincha, se dora y empieza a contar su propia historia.
Con el paso de los siglos, estas “frutas de sartén” pasaron de los palacios a las cocinas populares, donde cada familia tenía su propia versión. En los conventos se preparaban para las festividades religiosas; en las casas, como postre de domingos y ferias. La harina era barata, el aceite se reutilizaba y la sartén bastaba para crear magia. Pocas cosas podían ofrecer tanto consuelo con tan poco.
Ya en el siglo XV, aparecen mencionadas en recetarios como el Vergel de señores, y más tarde, en el Arte de cozina (1611) de Francisco Martínez Motiño, cocinero mayor de Felipe III y Felipe IV. En sus páginas, el maestro detalla fórmulas para freír masas de harina y agua, prueba de que esta costumbre ya estaba bien arraigada. Aquellas masas, una vez fritas, se espolvoreaban con azúcar o se bañaban en miel —un gesto que, sin saberlo, marcaba el camino hacia el churro moderno.
La fritura, ese arte humilde, era casi una filosofía de vida. En los pueblos, cuando sobraba un poco de masa de pan, se arrojaba a la sartén y se convertía en bocado festivo. Así nació una costumbre que sobrevivió a guerras, hambrunas y reyes: la de celebrar lo cotidiano con algo tan simple como un poco de masa y aceite.
Pero en este viaje culinario, Madrid jugaría pronto un papel esencial. La ciudad, abierta a todas las influencias, supo acoger las recetas moriscas y transformarlas en tradición. En sus calles se freían buñuelos y cohombros —nombre que, según los cronistas, recibían los churros más bastos antes de refinar su figura—, y el aroma del aceite caliente se mezclaba con el bullicio de las plazas. Era el preludio del churro: aún sin molde, sin churrera, sin nombre… pero con el mismo espíritu.
Y aunque no existían aún los churreros como tal, ya había buñueleros, trabajadores de manos curtidas y oficio callejero que preparaban su mercancía al aire libre, sobre un fuego humeante, con una destreza casi hipnótica. Aquellas masas fritas eran, más que un alimento, una forma de resistencia dulce: el arte de hacer del poco, mucho; del frío, calor; del hambre, merienda.
En cierto modo, los churros nacieron del ingenio popular, como tantas otras delicias españolas. Y en sus primeras formas —torcidas, irregulares, improvisadas— ya se intuía el carácter que los haría inmortales: castizos, sencillos y absolutamente irresistibles.
La “fruta de sartén” había echado raíces y con ella, una costumbre que uniría generaciones. Aún faltaban siglos para que alguien inventara la churrera, o para que un madrileño se acercara a San Ginés en busca de su chocolate, pero el fuego ya estaba encendido. Y, como bien sabemos, cuando en una sartén chisporrotea la historia, es solo cuestión de tiempo que el aroma llegue a toda la ciudad.
DE LA MONTAÑA A LA CIUDAD: LOS OFICIOS CHURREROS_
Antes de conquistar las calles de Madrid, el churro fue un nómada. No nació entre cafés ni mostradores de mármol, sino al calor de las brasas, en medio del campo, junto a rebaños y montañas. Su cuna, más que un obrador, fue una hoguera pastoril y su cuna, una sartén ennegrecida por el humo.
Los pastores fueron sus primeros embajadores. Hombres acostumbrados a la soledad, al frío y al ingenio. No tenían horno ni panadería a mano, pero sí harina, agua, sal y fuego. Con eso bastaba para improvisar un pan frito que les devolviera la energía y el ánimo. Aquel bocado sencillo, caliente y crujiente se convirtió en su compañero de jornada: un desayuno rápido, una cena improvisada y una manera de hacer más llevadero el invierno.
Cuentan algunas versiones que el nombre “churro” viene precisamente de las ovejas churras, una raza de lana gruesa y cuernos retorcidos, muy común en la meseta castellana. Al ver la forma espiralada que tomaban las masas al freírlas, el parecido resultó tan evidente que el nombre quedó para siempre. Y así, lo que empezó siendo un alimento de supervivencia entre montes y majadas, fue tomando identidad y bautismo propio.
Otras teorías, más aventureras, lo relacionan con los mercaderes portugueses que viajaron a China y trajeron de allí una receta de tiras de masa frita salada llamada youtiao. Sea o no cierto, lo que nadie discute es que el churro, como toda buena historia de amor con el pueblo, tiene muchos padres, muchas rutas y una sola verdad: nació de la necesidad y se perpetuó por el placer.
Durante siglos, fue un alimento itinerante. En el zurrón del pastor cabía la masa envuelta en un paño; en la sartén, el futuro de un oficio. Aquel gesto de verter la masa sobre el aceite hirviendo se repetía en cualquier rincón de Castilla, Aragón o La Mancha, con la precisión de quien domina un ritual aprendido por transmisión oral. Porque el churro, antes que receta, fue costumbre.
Cuando esos mismos pastores bajaban a las ciudades, llevaban consigo el sabor del campo. En las ferias y mercados, improvisaban sus puestos y vendían aquel pan frito recién hecho, dorado, chispeante y envuelto en azúcar. Madrid, siempre dispuesta a adoptar lo popular, los acogió con los brazos —y los estómagos— abiertos. Allí, entre pregones y bullicio, el churro cambió para siempre: pasó de alimento pastoril a manjar urbano.
Así, mucho antes de que existieran locales con azulejos y barras de mármol, los buñueleros eran los primeros en “salir a freír masas” —literalmente— por las calles de la capital. Ya en el siglo XVII, estos artesanos ambulantes constituían un gremio independiente, reconocido por el Concejo madrileño, con su propia organización y normas. Su herramienta era la sartén, su taller la calle y su clientela, todo aquel que pasara cerca atraído por el humo y el chisporroteo.
El buñuelero era figura habitual en las madrugadas madrileñas. En el siglo XVIII se les encontraba en las ferias, en los portales o bajo los soportales de la Plaza Mayor, rodeados de curiosos y golosos. Con una habilidad adquirida tras años de práctica, vertían la masa en aceite sin apenas mirar, girando la espumadera con la destreza de un concertista. Y aunque la tecnología brillaba por su ausencia, lo que no faltaba nunca era el arte: freír bien un churro es un acto de precisión poética.
En aquellos tiempos, freír en interiores era impensable: el humo del aceite y el riesgo de incendio obligaban a trabajar al aire libre. Por eso los buñueleros se convirtieron en una especie de termómetro urbano: donde había uno, había vida, bullicio, fiesta o devoción. De hecho, en las grandes celebraciones —como las de San Isidro o las ferias de Lavapiés— su presencia era casi litúrgica. A fuerza de repetirse, el olor a masa frita se convirtió en parte de la banda sonora de la ciudad.
Ya en el siglo XIX, la historia dio un giro. La llegada de nuevas técnicas permitió instalar freidoras en locales cerrados y las antiguas buñolerías ambulantes dieron paso a las primeras churrerías estables. Madrid, que vivía entonces su gran modernización urbana, vio florecer estos pequeños templos del desayuno castizo. Detrás de cada barra había un matrimonio o una familia entera dedicada al negocio: el padre amasando, la madre sirviendo el chocolate, los hijos envolviendo raciones. Era la época dorada del churrero como figura popular.
El oficio se consolidó como una tradición familiar y hereditaria. Ser churrero era casi un linaje: de padres a hijos, de feria en feria, de invierno en invierno. Y aunque el trabajo era duro —horas frente a la freidora, noches al raso, madrugones sin descanso—, tenía algo de romántico: el poder de dar calor y felicidad a la gente con un simple bocado.
El churro, aquel humilde fruto de sartén nacido en la soledad de los montes, se convirtió en un símbolo de encuentro. Donde olía a churros, había gente, conversación y vida. No tardó en encontrar su lugar en las ciudades, sobre todo en Madrid, que convirtió su sencillez en arte. En cada barrio florecieron pequeñas churrerías, algunas fijas, otras ambulantes, donde la mezcla de harina, agua y sal se transformaba en alegría crujiente.
El tránsito del campo a la ciudad fue también una ascensión social. Lo que había sido alimento de pastores se transformó en placer de madrileños. De lo rural a lo urbano, del trabajo solitario al disfrute colectivo. El churro cambió de escenario, pero no de esencia: siguió siendo el sabor del calor compartido.
Y así, casi sin darse cuenta, Madrid lo adoptó como suyo. Porque esta ciudad, que hace patria del mestizaje y la mezcla, reconoció en el churro algo que también la define: su sencillez, su capacidad de reconfortar y su falta de pretensiones. Desde entonces, el churro forma parte de la identidad madrileña con la naturalidad de quien ha nacido aquí, aunque venga de lejos.
El destino, sin saberlo, lo estaba preparando todo. Dos caminos distintos, dos viajes de siglos, que pronto habrían de cruzarse para dar lugar a uno de los romances más dulces —y más madrileños— de todos los tiempos. A un lado, los churros; al otro, el chocolate, nuestro siguiente protagonista.
EL CHOCOLATE LLEGA A EUROPA: EL ORO LÍQUIDO DE AMÉRICA_
Antes de endulzar las mañanas madrileñas, el chocolate fue un secreto divino. Un misterio oscuro y espumoso que nació bajo el sol ardiente de Mesoamérica, mucho antes de que un europeo lo probara por primera vez. Allí, entre los pueblos olmecas, mayas y aztecas, el cacao era más que un alimento: era un símbolo sagrado.
Los antiguos mayas lo llamaban kakaw y lo consideraban un don de los dioses. Según su mitología, el árbol del cacao creció del cuerpo del dios Hunahpú y su fruto representaba la unión entre la sangre y la vida. Los aztecas, por su parte, creían que el mismísimo Quetzalcóatl, el dios civilizador, había entregado a los hombres las semillas del cacao como un regalo celestial. No era un simple fruto: era una ofrenda, un vínculo entre lo humano y lo divino.
De aquellas semillas nacía una bebida espumosa y amarga llamada xocolatl —de donde procede nuestra palabra “chocolate”—, que los nobles aztecas bebían fría, aderezada con chile, maíz y flores. Era una poción fuerte, picante, vigorosa. Nada que ver con el dulce brebaje que hoy nos reconforta. Tanto valor tenía, que los granos de cacao se usaban incluso como moneda de cambio. Con unas pocas almendras se podía comprar desde una liebre hasta un esclavo. El cacao era, literalmente, oro en polvo.
Cuando Hernán Cortés y sus hombres llegaron a Tenochtitlán en 1519, descubrieron aquella bebida espesa y misteriosa. Según el cronista Bernal Díaz del Castillo, el emperador Moctezuma la tomaba en copas de oro, rodeado de jarros humeantes que sus servidores traían sin cesar. Los conquistadores la probaron... y al principio la odiaron. Les pareció amarga, pesada, “como brea líquida”, escribió uno. Pero el tiempo, la curiosidad y el azúcar —recién llegada de las plantaciones caribeñas— cambiarían aquella historia para siempre.
En 1585, el primer cargamento comercial de cacao zarpó del puerto de Veracruz rumbo a Sevilla, y con él empezó la revolución más dulce de la historia. España fue la puerta de entrada del chocolate en Europa y durante décadas guardó el secreto celosamente. Era un tesoro colonial, un lujo exótico reservado a nobles, eclesiásticos y cortesanos.
Al principio se tomaba como medicina. Los boticarios lo recetaban contra la fatiga, los nervios, el mal humor o la melancolía. “Reconforta el cuerpo y alegra el espíritu”, decían los médicos del Siglo de Oro. Y no les faltaba razón. Pero el verdadero milagro del chocolate llegó cuando alguien —nadie sabe quién— decidió añadirle azúcar y canela. Entonces ocurrió el prodigio: el brebaje amargo se convirtió en placer.
La Corte española se enamoró de inmediato. Las damas madrileñas lo adoptaron como ritual diario y el chocolate se convirtió en el acompañamiento perfecto para tertulias, confidencias y visitas. En los salones barrocos de los Austrias, el “oro líquido” se servía en delicadas jícaras de porcelana, sobre bandejas de plata, con molinillos que batían la espuma hasta dejarla perfecta.
Tanto fervor despertó que, según cuentan las crónicas, algunas nobles insistían en llevar su taza de chocolate incluso... ¡a misa! Las más devotas lo sorbían discretamente entre rezos, lo que obligó al obispo de Chiapas a prohibir su consumo durante los sermones. Pero las feligresas, indignadas, prefirieron dejar de acudir a misa antes que renunciar a su taza. La disputa llegó al Vaticano y hasta seis papas debatieron si el chocolate rompía o no el ayuno eclesiástico. Ganaron los jesuitas, claro: el chocolate se consideró permitido... siempre que se tomara con agua.
Mientras tanto, el cacao viajaba de Madrid a Lisboa, de Lisboa a Roma, de Roma a París. En Francia, la pasión creció con María Teresa de Austria, esposa española de Luis XIV, quien llevó consigo a la corte de Versalles su costumbre de beber chocolate caliente. En Italia, los monjes lo preparaban en los conventos; en Inglaterra, se mezcló con leche y se sirvió en los primeros “chocolate houses”. Pero fue en España, y más concretamente en Madrid, donde el chocolate adquirió su carácter más espeso, más oscuro y más humano.
Aquí, lejos del lujo francés y del refinamiento suizo, el chocolate se convirtió en costumbre popular, en remedio de madrugadores y tentación de trasnochadores. Su aroma empezó a colarse por los soportales de la Plaza Mayor, por los cafés de la Puerta del Sol… en definitiva, por las manos heladas de los madrileños que buscaban calor en las mañanas de invierno.
Aquella bebida que había nacido como símbolo divino en América y que conquistó las cortes de Europa, encontró en Madrid su lugar natural: la calle. En su versión más terrenal y más cercana, el chocolate dejó de ser privilegio y se convirtió en abrazo.
Un abrazo caliente, espeso y dulce, que siglos después encontraría en el churro su pareja ideal. Pero antes de ese encuentro, el chocolate aún debía vivir su propio proceso de transformación: de rito colonial a emblema ciudadano, de lujo cortesano a costumbre cotidiana. Y sería precisamente Madrid, con su mezcla única de historia y cotidianidad, la que acabaría convirtiendo aquel oro líquido americano en uno de sus símbolos más castizos.
EL CHOCOLATE EN MADRID: DE LOS PALACIOS A LAS CALLES_
Cuando el chocolate llegó a Madrid, lo hizo con todos los honores de un invitado ilustre. Entró por la puerta grande, vestido de porcelana fina y escoltado por cucharillas de plata. En los palacios de los Austrias se servía a media tarde, acompañado de bizcochos y bollos de leche, como si fuera un rito de elegancia más que de gula. Pero el tiempo, que todo lo democratiza, acabaría bajándolo de los salones al empedrado, de las bandejas a las tazas de loza y del lujo a la costumbre.
Porque si hay algo que Madrid sabe hacer bien es transformar lo extraordinario en cotidiano. El chocolate no fue la excepción. Lo que en el siglo XVII era privilegio de reinas y marquesas, en el XVIII empezó a ser bebida de madrileños de a pie, servida en fondas y puestos ambulantes.
Pero antes de llegar a la calle, el chocolate tuvo su largo romance con la nobleza. En las residencias de la Corte, el maestresala lo servía en jícaras de porcelana colocadas sobre mancerinas de plata, invento español que permitía sostener la taza sin manchar el mantel. El molinillo giraba rápido, batiendo el cacao hasta dejar esa espuma espesa que los madrileños todavía siguen buscando cada invierno.
Las damas de la alta sociedad lo tomaban con tanta devoción que se convirtió en una especie de símbolo de estatus. Se decía que una señora valía tanto como la calidad de su chocolate. En los cafés y en las recepciones de la Villa y Corte, era habitual ofrecerlo junto a dulces y bizcochos, y pronto surgió una frase popular que lo decía todo: “tomar un chocolate” pasó a significar compartir un buen rato.
Pero el chocolate, como buen madrileño adoptivo, no tardó en salir de los palacios. A mediados del siglo XVIII, cuando los Austrias dieron paso a los Borbones, la ciudad empezó a ensancharse y con ella sus costumbres. Madrid se llenó de vendedores ambulantes, que recorrían las calles con pequeñas calderas de cobre, sirviendo chocolate caliente en jícaras de barro a los trabajadores que madrugaban o a los trasnochadores que buscaban reponerse del frío y del vino.
Los cronistas de la época los mencionan con frecuencia: hombres y mujeres envueltos en mantas, que preparaban el cacao en braseros humeantes y lo ofrecían en los soportales de la Puerta del Sol o en la Plaza Mayor, con pan duro o tortas para mojar. Era el chocolate del pueblo: espeso, fuerte y barato. El que se tomaba de pie, con las manos heladas, mirando cómo amanecía sobre los tejados.
El siglo XVIII fue el de la gran expansión. En tiempos de Carlos III, la Corte llegó a consumir hasta doce millones de libras de chocolate al año, y el cacao se convirtió en una auténtica pasión nacional. En Madrid, se organizaban “chocolatadas” en fiestas, bautizos y hasta autos de fe: la más famosa, la de 1680, celebrada en la Plaza Mayor, donde se ofreció chocolate a la multitud en fuentes enormes acompañadas de panecillos duros.
La costumbre fue extendiéndose hasta perder su carácter aristocrático. El chocolate ya no era símbolo de lujo, sino de calor, compañía y energía. Su sabor, antes reservado a la nobleza, se convirtió en consuelo de jornaleros, vendedores y soldados.
Y mientras en Europa el chocolate se hacía sólido —en tabletas, bombones y dulces industriales—, Madrid se quedó con su versión líquida, densa y generosa, perfecta para combatir el invierno y las madrugadas. Esa fidelidad al chocolate espeso y caliente es, quizá, una de las señas más entrañables de la ciudad.
Con el siglo XIX, el cacao entró definitivamente en la vida cotidiana madrileña. Nacieron las primeras chocolaterías como establecimientos fijos, lugares donde se podía tomar el chocolate sentado, al calor de un brasero y con charla incluida. Entre las pioneras estuvo Doña Mariquita, abierta en 1828 en la calle de Alcalá, famosa por sus “mojicones” y su chocolate tan espeso que la cuchara se sostenía sola.
Aquellos locales se convirtieron en espacios de tertulia y reunión, herederos de las buñolerías y precursores de los cafés literarios. Entre tazas de chocolate se comentaban las noticias del día, se debatía sobre política, se soñaban revoluciones y, por supuesto, se arreglaba Madrid —como se ha hecho siempre— a golpe de conversación.
A finales del siglo XIX, el chocolate ya había completado su viaje simbólico: de bebida divina a bebida democrática. Era el alimento que unía a todos los madrileños, del palacio al portal, del café elegante a la taberna modesta.
Y aún faltaba un paso más. Porque si el chocolate había encontrado en Madrid su ciudad, todavía le faltaba encontrar a su media naranja: los churros.
El destino, como en los buenos romances, estaba escrito. El chocolate bajó de los palacios justo cuando el churro empezaba a subir desde las calles. Y cuando se encontraron —en una fonda, en una buñolería, en una madrugada cualquiera—, Madrid tuvo claro que aquella unión estaba bendecida por los dioses del sabor.
Desde entonces, la ciudad no ha vuelto a concebir el uno sin el otro.
EL ENCUENTRO FELIZ: CHOCOLATE + CHURROS = MATRIMONIO CASTIZO_
Hay encuentros que parecen escritos en las estrellas… y hay otros que se fríen en aceite caliente. El del chocolate y los churros pertenece a esta segunda categoría: un flechazo castizo que no ocurrió en los salones de la alta sociedad, sino en las calles de Madrid, entre braseros humeantes y tazas de loza.
Durante siglos, ambos habían recorrido caminos separados. El chocolate, viajero de ultramar, traía consigo el misterio de las selvas americanas y el aroma de los conventos y palacios europeos. El churro, en cambio, era hijo del campo y del ingenio popular, forjado entre pastores y ferias. Pero bastó un cruce de miradas —o mejor dicho, de sabores— para que se unieran para siempre.
El escenario del romance no podía ser otro: Madrid, la ciudad que convierte cualquier encuentro en costumbre. A finales del siglo XIX, cuando la capital se modernizaba, las buñolerías y chocolaterías empezaron a convivir pared con pared. El olor del chocolate espeso se mezclaba con el del aceite dorando la masa y los madrileños, con ese instinto infalible para reconocer un buen maridaje, comprendieron enseguida que aquello era amor a primera taza.
Fue un matrimonio de conveniencia al principio, pero de pasión eterna después.
El churro aportaba el crujido, el punto salado, la osadía de la calle. El chocolate la calidez, la dulzura y el abrazo que redondea cualquier invierno. Juntos eran el equilibrio perfecto: el yin y el yang de la gastronomía madrileña, una pareja que funcionaba tanto en la mañana más fría como en la madrugada más larga.
Las primeras churrerías y chocolaterías del siglo XIX fueron testigo de esa unión. En sus barras de mármol y bajo los toldos de lona, los clientes repetían el mismo gesto que aún hoy sigue siendo ritual: mojar el churro, girarlo con cuidado para que no se rompa, dejar que escurra una gota de chocolate espeso y llevárselo a la boca con los ojos cerrados, como quien asiste a una revelación. Ese momento —tan simple, tan humano— es, quizá, la definición más pura de felicidad madrileña.
El siglo XX consolidó la costumbre. El desayuno con chocolate y churros se convirtió en el punto de encuentro de todas las generaciones. Las familias lo compartían los domingos, los trabajadores antes de comenzar la jornada y los jóvenes tras terminar la noche. En Año Nuevo, era casi un acto de fe: resistir hasta el amanecer, brindar con cava y terminar en una churrería, con las manos frías y el alma caliente.
El ritual tiene algo de místico. El chocolate y los churros no solo alimentan el cuerpo: alimentan la memoria. Porque cada taza encierra un pedazo de infancia, una conversación de madrugada, una promesa que se hace sin decir… Es un alimento emocional y un refugio compartido.
No es casualidad que en la literatura madrileña —de Galdós a Valle-Inclán— el chocolate con churros aparezca como telón de fondo de la vida cotidiana. En los cafés, las buñolerías y las fondas se cruzaban los mundos: los obreros y los poetas, los estudiantes y los políticos, los noctámbulos y los rezagados. Todos tenían algo en común: la necesidad de un calor que no fuera solo físico.
Con el paso del tiempo, esta unión se convirtió en símbolo identitario de Madrid. No hay invierno sin chocolate con churros, ni madrugada que termine del todo sin ese gesto de mojar y sonreír. Las churrerías se transformaron en lugares de reunión, en templos del reencuentro donde las diferencias se disuelven en una taza espesa.
Pocas tradiciones han resistido tan bien el paso de los años. Ni las modas, ni los cafés modernos, ni las dietas milagro han podido con este binomio. Quizá porque representa algo que va más allá de lo gastronómico: el deseo de parar un instante, de reconectar con lo sencillo, de saborear la vida a sorbos lentos.
El chocolate con churros no es solo una combinación de sabores: es una manera de ser madrileño. Es la ciudad en estado líquido y crujiente; su historia, su carácter, su humor. El alma de una urbe que, incluso en la prisa, sabe encontrar refugio en una taza caliente y un cucurucho de papel.
Si hubiera que buscar un altar para celebrar este matrimonio castizo, uno solo destaca sobre todos los demás. Un lugar donde el amor entre churros y chocolate sigue intacto, igual de irresistible, igual de madrileño: la Chocolatería San Ginés.
SAN GINÉS: EL ALTAR DEL CHOCOLATE MADRILEÑO_
Hay lugares en Madrid que no necesitan presentación: basta pronunciar su nombre para que se te despierte el apetito, la nostalgia y una sonrisa. San Ginés es uno de ellos. No hace falta añadir “chocolatería” ni “churros”: todo madrileño sabe de qué se habla. Es, sencillamente, el templo del chocolate.
San Ginés no solo huele a aceite caliente y cacao; huele a historia, a madrugada, a risas, a bufandas mojadas de lluvia y a esa pátina de eternidad que solo tienen los lugares que nunca han querido ser modernos.
Su historia comienza en 1894, en pleno corazón de la ciudad, entre la Puerta del Sol y el Teatro Eslava, en ese pasadizo que lleva el nombre del santo que, sin saberlo, acabaría apadrinando la tradición más castiza del invierno madrileño. Antes de ser chocolatería, el local fue una fonda —ya existía hacia 1890— donde se servían comidas sencillas a los viajeros y artistas del teatro cercano. Pero pronto el olor a masa frita y el rumor del chocolate caliente hicieron su magia y la fonda se transformó en lo que todos conocemos hoy: la Chocolatería San Ginés.
Aquella primera clientela estaba formada por bohemios, noctámbulos y actores que buscaban reponerse del frío y del hambre después de las funciones. De ahí nació su fama de lugar de paso entre la noche y el amanecer. No tardó en convertirse en punto de encuentro de madrileños de toda condición: desde el estudiante que apuraba los últimos céntimos hasta el político o el periodista que terminaba allí la jornada.
Valle-Inclán la inmortalizó para siempre bajo el nombre de la Buñolería Modernista en su obra Luces de Bohemia. En aquel pasadizo húmedo, entre las mesas de mármol y los espejos empañados, Max Estrella y Don Latino encuentran refugio en su última noche de vagabundeo literario. El propio Valle debía de conocer bien el lugar: San Ginés era ya entonces el café de los escritores, de los actores del Eslava y de los soñadores sin horario.
Durante la Segunda República, el local fue conocido como La Escondida, nombre que parecía hecho a su medida: un refugio discreto entre callejones, donde las conversaciones eran tan densas como el chocolate que se servía en las tazas. Tras la Guerra Civil recuperó su nombre original y su clientela fiel, que seguía acudiendo a la cita de siempre, sin importar la época ni el régimen.
San Ginés ha sobrevivido a dictaduras, crisis, pandemias y modas pasajeras. Lo ha hecho sin perder su esencia: esa mezcla de sencillez y elegancia que lo convierte en un pequeño milagro de continuidad. Su decoración apenas ha cambiado desde el siglo XIX: mármol blanco, espejos dorados, madera verde oscura y luz tenue, como si el tiempo se hubiera detenido justo en el momento en que el primer churro cayó en el chocolate.
Pero más allá de la estética, San Ginés es una experiencia sensorial y emocional. A cualquier hora del día —y de la noche—, el sonido del aceite chispeando acompaña el murmullo de las conversaciones. Los camareros, de uniforme blanco inmaculado, van y vienen con tazas humeantes que desprenden ese aroma inconfundible a cacao espeso. Los turistas hacen cola bajo el pasadizo, mientras los madrileños de toda la vida sonríen al pensar que ellos ya estaban aquí antes de que existieran las guías de viaje.
Porque si algo ha sabido mantener San Ginés es su autenticidad. Abierto 24 horas, 365 días al año, es el único lugar donde el invierno no termina nunca y donde la noche madrileña encuentra su punto final —o su nuevo comienzo. Cuando los bares cierran, cuando el reloj marca las seis y el metro aún duerme, San Ginés se ilumina como un faro en mitad de la madrugada. Allí, entre churros recién hechos y tazas de porcelana, la fiesta se convierte en rito.
No hay fin de año en Madrid sin su cola frente a San Ginés. Mientras las luces de Sol se apagan y las corbatas se aflojan, cientos de personas caminan en busca de ese chocolate redentor que devuelve el alma al cuerpo. En esas primeras horas del 1 de enero, San Ginés se transforma en una especie de “after hour castizo”, donde la ciudad entera celebra que sigue viva, brindando no con champán, sino con azúcar y cacao.
Y, sin embargo, lo más admirable de San Ginés es que, pese a su fama mundial, no ha perdido su alma madrileña. Entre sus paredes se mezclan idiomas, generaciones y recuerdos, pero el espíritu sigue siendo el mismo que en 1894: servir calor y alegría a quien lo necesite. Por eso, quienes vuelven siempre lo hacen con una sonrisa y la sensación de regresar a un lugar familiar.
En los últimos años, la chocolatería ha cruzado fronteras —con locales en Tokio, Bogotá, México o Shanghái—, pero en el fondo todos son embajadas de una misma patria sentimental: Madrid. Porque el alma de San Ginés no está en su receta (que apenas ha variado en más de un siglo), sino en lo que representa: ese instante de paz entre el ruido y el frío, ese sabor que no envejece, esa identidad que se moja en chocolate.
San Ginés no es solo un negocio; es un símbolo. Un escenario de reencuentros, un rincón donde las historias se repiten con gusto y se saborean despacio. Y es que hay lugares que no necesitan reinventarse para seguir siendo eternos.
Porque si el Retiro es el pulmón verde de Madrid y la Puerta del Sol su corazón, San Ginés es su estómago sentimental: el lugar donde cada historia, por castiza que sea, termina —y a veces empieza— con un chocolate con churros.
UN CALOR QUE NO SE APAGA_
Madrid tiene un don: el de convertir lo cotidiano en eterno. Y si hay un gesto que resume ese poder, es el de mojar un churro en una taza de chocolate caliente mientras el frío se cuela por las calles. Es un ritual tan sencillo como milagroso. No hace falta más que una mesa, una taza humeante y alguien con quien compartir el silencio de ese primer sorbo.
El chocolate con churros no es solo una merienda, ni un desayuno, ni un final de fiesta. Es un pedazo de la memoria madrileña, una costumbre que abriga incluso cuando ya no hace frío.
Cada invierno, cuando la ciudad se viste de bufanda y la noche cae temprano, ese olor vuelve a las esquinas: el aceite chispeando, el cacao espeso, el rumor de las tazas al posarse sobre el mármol. Son las notas de una melodía que todos los madrileños llevan dentro.
Porque el chocolate con churros no se toma solo con el paladar, sino con la memoria. Es el sabor de la infancia, cuando los abuelos te llevaban de la mano al centro y te sentabas en una mesa alta que te quedaba enorme. Es la merienda de domingo con los padres, la parada obligada después de una noche larga, el refugio tras una nevada y la excusa perfecta para alargar la charla.
En ese pequeño milagro cotidiano, Madrid se reconcilia consigo misma. Los turistas hacen fotos, los vecinos leen el periódico, los jóvenes ríen con los ojos aún brillantes de la noche y los camareros van y vienen con esa coreografía silenciosa que solo los lugares con alma dominan.
Uno entiende entonces que no hay tradición sin emoción. Que la grandeza de Madrid no está solo en sus monumentos, sino también en esos pequeños ritos que le dan sabor a la vida.
Y así, taza a taza, generación tras generación, Madrid mantiene vivo ese calor que no se apaga. Un calor que sale del corazón compartido de una ciudad que, incluso en los días más fríos, sabe que siempre hay un lugar donde todo vuelve a empezar.
Porque Madrid puede cambiar de skyline, de aceras o de moda, pero mientras haya una taza humeante en San Ginés y un churro crujiente esperando ser mojado, la ciudad seguirá sabiendo a hogar.
“¡Cacao! Afrodita jardín del puma
y chocolate de Moctezuma.
El chocolate —parece cuento—
no lo inventaron en un convento,
unos achacan a los Aztecas,
disputan si Chichimecas,
hay sus dos credos con sus dos papas;
¡Si fue en Tabasco! ¡Si fue en Chiapas!
Cacao en lengua del Anahuac.
Es pan de dioses, o Cacahuac.
Y el hombre sabio sigue la broma
cacao en lengua griega: Theobroma.”