¡Ya llegan!
Ya vienen los Reyes… desde hace más de un siglo
Hay noches que no se olvidan. No porque ocurra algo extraordinario, sino porque el corazón, sin saberlo, las convierte en sagradas. La del 5 de enero es una de ellas.
Esa noche de bufandas bien apretadas, de calles iluminadas y nervios a flor de piel. Esa noche en la que los abuelos se hacen niños y los nietos —desde los carritos, los hombros o la primera fila— estiran los brazos con la fe ciega de quien cree que Melchor les mira solo a ellos.
Porque todos tenemos una primera vez viendo pasar a los Reyes Magos. Una primera vez con los bolsillos llenos de caramelos blandos y los ojos como faros de coche. Y por más que los años pasen y el maquillaje de Baltasar se note más que nunca, cada 5 de enero volvemos, sin darnos cuenta, a mirar con la misma cara que entonces.
Es la noche de la ilusión sin preguntas. ¿Cómo han llegado? ¿Dónde duermen? ¿Por qué Gaspar lleva deportivas? No importa, todo se acepta porque todo es posible.
Pero, ¿siempre fue así? ¿Cuándo comenzó esta costumbre tan nuestra de llenar las calles de música, luces y personajes con barbas postizas y capas de terciopelo? ¿Quién tuvo la idea de transformar una tradición religiosa en un espectáculo urbano, castizo y entrañable que ha ido mutando con Madrid hasta convertirse en una de sus grandes citas del año?
Lo que hoy entendemos como Cabalgata de Reyes —con carrozas temáticas, confeti, gradas, focos y helicópteros sobrevolando el Paseo de la Castellana— no siempre fue así. Hubo un tiempo en que eran comparsas con escaleras al hombro y vino en la bota, tiempo en que los Reyes llegaban a pie o montados en dromedarios por calles embarradas, tiempo de cabalgatas organizadas por hospitales, por editores, por circos y por vecinos con más ilusión que presupuesto.
Y es que la historia de la Cabalgata de Reyes en Madrid no empieza con una pancarta, sino con una espera. Con aquella vieja costumbre de recorrer las calles con antorchas, pitos y matracas gritando “¡Ya llegan!” aunque nadie llegara. Con la fe de los madrileños de siempre en que, por muy oscura que fuera la noche, siempre habría una estrella que guiara el camino.
Hoy, más de un siglo después, seguimos mirando al cielo con la misma esperanza. Por eso, en Revive Madrid, queremos contarte cómo nació esta tradición mágica, cómo fue creciendo hasta convertirse en la noche más bonita del año y cómo Madrid supo aportar su alma popular, su ingenio colectivo y su corazón de niño para hacer de la cabalgata una fiesta inolvidable.
Acomódate, que empieza la historia. Y ya sabes: si te portas bien, igual te cae un caramelo.
ANTES DE LAS CABALGATAS: LA ESPERA DE LOS REYES (siglo XIX)_
Antes de que las carrozas surcaran las avenidas de Madrid, antes de que los Reyes Magos desfilaran en camello o en globo aerostático (sí, también ha pasado), antes incluso de que nadie se planteara si Melchor debía llevar barba postiza o no, en Madrid ya se celebraba la noche del 5 de enero… a su manera. Y a la manera madrileña, ya sabes, el jolgorio va por delante de la liturgia.
Desde al menos 1844, existen referencias de un fenómeno popular conocido como la espera de los Reyes. No era una cabalgata en sentido estricto, sino una especie de carnaval espontáneo y nocturno que se organizaba cada víspera del 6 de enero en las calles de la capital.
El ritual era más o menos así: cuadrillas de madrileños —lideradas a menudo por aguadores y mozos de cordel, muchos de ellos gallegos y asturianos— salían por las calles con escobas, matracas, cencerros, teas encendidas y unas escaleras al hombro. ¿Para qué las escaleras? Para subirse a ellas y gritar desde lo alto:
—“¡Ya los veo! ¡Ya vienen los Reyes Magos!”
No los veían, claro. Pero eso no quitaba que la escena tuviera su gracia. Porque al fin y al cabo, no se trataba de ver, sino de creer.
Al paso, entraban en las tabernas, pedían vino, cantaban coplas, se tiznaban la cara con carbón y montaban tal alboroto que más que de Oriente parecían venir del Carnaval de Cádiz.
Este ambiente de desmadre y fiesta popular no hacía mucha gracia a los sectores más conservadores, que consideraban la tradición profana, irreverente y poco decorosa. Algunos cronistas del XIX hablaban de “escenas propias de los tiempos del oscurantismo” y se referían a la espera de los Reyes como “una costumbre que debería desaparecer del calendario civilizado”.
La prensa, por su parte, se cebaba con los participantes a quienes llamaba “bobos” y “alborotadores”, y no faltaban las coplillas burlonas que reflejaban el tono despreocupado (y bastante etílico) de la noche:
“¡Ya llegan los Santos Reyes!
Toma la bota, Damián,
que cuanto más vino bebas
antes los verás entrar.”
Más que Epifanía, lo que había en las calles de Madrid era una mezcla de romería, verbena y gamberrada controlada.
• Un bando con multa y el principio del fin
El creciente descontrol de estas celebraciones llevó al alcalde José Abascal, en 1882, a emitir un bando municipal que multaba con cinco pesetas (una fortuna para la época) a todo aquel que saliera esa noche a “celebrar”. No solo eso: los festejos nocturnos fueron reprimidos, fiscalizados y, poco a poco, apagados.
La medida fue muy efectiva: la llamada “espera de los Reyes” fue perdiendo fuelle hasta extinguirse casi por completo a finales del siglo XIX. La Navidad madrileña necesitaba una transformación. Algo más organizado. Más apto para todos los públicos. Menos borracho y más infantil.
Lo que vendría después sería el principio de algo nuevo: una tradición que, sin perder la esencia de lo popular, canalizara el entusiasmo colectivo hacia un acto más estructurado y familiar.
Y así, de la chispa callejera de los mozos tiznados y de las escaleras levantadas al cielo, nacería años después la primera gran Cabalgata de Reyes en Madrid. Pero eso —como todo buen regalo— habría que merecerlo un poco más.
NACIMIENTO DE LA CABALGATA EN ESPAÑA: ALCOY Y LAS CABALGATAS BENÉFICAS (1866–1885)_
Mientras en Madrid la noche del 5 de enero se debatía entre la jarana, los cencerros y las multas municipales, en una ciudad alicantina nacía —en silencio, con humildad y con vocación de ternura— una tradición que cambiaría para siempre el paisaje emocional de la Navidad española.
Porque no todo empezó en una gran capital ni con grandes presupuestos, sino en Alcoy, una ciudad industrial del interior de Alicante, de alma obrera y corazón festivo. Allí, a mediados del siglo XIX, un grupo de vecinos inquietos, pertenecientes a una sociedad filantrópica, tuvo una idea que mezclaba evangelio, solidaridad y teatro popular: representar el viaje de los Reyes Magos… en las propias calles de la ciudad.
Y no para vender entradas ni para presumir de imaginación, sino para algo tan sencillo y poderoso como repartir ilusión y comida entre los niños pobres de la localidad. Así, sin más. Porque en una época marcada por el hambre, las epidemias y la dureza de la vida cotidiana, soñar era un acto de resistencia.
La primera representación documentada tuvo lugar en 1866, aunque no será hasta 1885 cuando se consolidara como una cita anual. A diferencia de las comparsas ruidosas de Madrid, la propuesta de Alcoy tenía un carácter más teatral y simbólico: los Reyes recorrían la ciudad en camellos, acompañados de sus pajes, para acabar adorando al Niño Jesús ante un belén viviente montado en la plaza principal.
Pero lo más importante no era el guion, sino el gesto: cada parada servía para repartir comida, juguetes y ropas a los niños y niñas más desfavorecidos, en un momento del año en que el frío y la miseria se notaban más que nunca.
La iniciativa —profundamente arraigada en la tradición cristiana, pero con un enfoque claramente social— fue creciendo con los años. El Ayuntamiento de Alcoy se sumó pronto a la organización, ofreciendo vales de comida para las familias más necesitadas e implicando a toda la comunidad en lo que ya era mucho más que un desfile: una celebración coral de la esperanza compartida.
Y mientras en Alcoy los Reyes bajaban la montaña para repartir esperanza, Madrid, como siempre, miraba de reojo, cogía ideas… y se preparaba para dar el salto a su propia historia cabalgatera.
MADRID SE SUBE AL CAMELLO: LAS PRIMERAS CABALGATAS (1910–1935)_
Madrid, que siempre ha tenido un talento especial para lo improvisado y una elegancia innata para sumarse tarde pero con estilo, no fue la primera ciudad en tener cabalgata, pero cuando lo hizo, la capital lo hizo a lo grande, con camellos, reyes, bandas y balcones reales.
La historia de las cabalgatas madrileñas no nació de un decreto oficial ni de un plan institucional. Nació, como tantas cosas buenas, de la generosidad y del deseo de regalar ilusión. Los primeros desfiles no estaban pensados para salir en la prensa, sino para llevar regalos a quien más los necesitaba. Y en eso Madrid fue pionera.
Fue en 1910 cuando se organizó una de las primeras cabalgatas documentadas en la ciudad, de la mano del Hospital de San Rafael. No hubo carrozas espectaculares ni efectos de luces ni fuegos artificiales. Hubo algo más importante: cariño.
Los Reyes Magos —con túnicas prestadas y barbas algo irregulares— entraron al hospital para visitar a los niños enfermos, llevarles regalos y arrancarles sonrisas. Aquel gesto, sencillo y emocionante, marcaría el inicio de una tradición que iba a crecer con fuerza en los años siguientes.
Cinco años después, en 1915, Madrid vivió su primera cabalgata a lo grande. La organizó el Centro Hijos de Madrid, una entidad que buscaba reforzar el sentimiento de pertenencia y orgullo local. Y vaya si lo consiguió.
Esa noche del 5 de enero, los Reyes Magos recorrieron las principales calles de la ciudad montados en camellos auténticos (¡qué impacto tuvo aquello en la chiquillería!), escoltados por pajes, heraldos, músicos y soldados vestidos con trajes exóticos, como si vinieran directamente del lejano Oriente.
El desfile partió desde el Parque del Retiro y atrajo a unas 40.000 personas, una cifra apabullante para la época. Tal fue el entusiasmo que los mismísimos reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia se asomaron al balcón del Palacio Real para saludar a sus “colegas” orientales, en una escena que parecía sacada de una postal navideña viva.
Pero lo mejor vino al día siguiente: los regalos no fueron para los asistentes ni para las clases altas, sino que se repartieron en asilos, hospitales y colegios humildes. Aquella cabalgata no solo hizo soñar a los niños, sino que dio una lección de dignidad y justicia poética: en Madrid, la magia también se reparte con conciencia social.
En 1929, la cabalgata dio un salto cualitativo gracias a la iniciativa del diario El Heraldo de Madrid, que logró reunir el apoyo de otros medios, de vecinos y —muy especialmente— de los artistas del Circo Price.
Aquel desfile ya se parecía más al espectáculo que conocemos hoy: gigantes, cabezudos, acróbatas, payasos, carrozas, caballos y camellos componían una comitiva festiva que recorrió el Paseo del Prado, Embajadores, Cibeles y Alcalá.
Era la primera vez que Madrid vivía la cabalgata como un evento de ciudad, abierto a todos, con miles de espectadores arropando el paso de los Reyes entre vítores y sonrisas congeladas por el frío. Pero, a pesar del despliegue, el objetivo seguía siendo claro: los regalos estaban destinados a los niños de la Inclusa y del asilo de San José.
• La cabalgata literaria de 1935
En 1935, en pleno fervor republicano y cultural, la cabalgata madrileña vivió su versión más literaria y vanguardista. La organizó la Agrupación de Editores Españoles y los Reyes Magos no fueron otros que tres figuras destacadas del mundo intelectual: Ramón Gómez de la Serna, Salvador Bartolozzi y Antonio Robles.
Ataviados con túnicas y coronas, partieron del Museo del Romanticismo subidos a un camión cargado de libros infantiles donados por librerías de la ciudad. No lanzaron caramelos, sino cultura. A cada parada, repartían ejemplares entre niños y niñas de orfanatos, en lo que fue uno de los momentos más poéticos de la historia cabalgatera de Madrid.
Un desfile con más metáforas que confeti. Una cabalgata donde la magia venía encuadernada. Y una vez más, el foco no estaba en el lujo, sino en compartir.
Todo ese impulso se vería interrumpido poco después, con el estallido de la Guerra Civil. La ilusión que llenaba las calles se quedó congelada en los despachos y las cabalgatas se silenciaron hasta 1942. Pero lo sembrado en estas primeras décadas ya no tenía vuelta atrás.
Porque en aquellos años —con camellos, con libros o con trapecistas— Madrid descubrió que una cabalgata podía ser mucho más que un desfile: podía ser un acto de amor colectivo, un regalo a la infancia y una declaración de principios.
INTERRUPCIÓN Y RESURGIMIENTO: GUERRA CIVIL Y POSGUERRA (1936–1952)_
Dicen que ni la magia es inmune a las bombas. Que ni siquiera los Reyes Magos pueden mantener la sonrisa cuando el mundo se deshace bajo sus pies. Y así ocurrió con la cabalgata madrileña durante la Guerra Civil: la fantasía se suspendió, las carrozas se desmontaron y la ilusión quedó atrapada entre el estruendo de la artillería y el miedo de las sirenas.
La llegada de la Guerra Civil en julio de 1936 supuso un paréntesis abrupto en muchas tradiciones, y la Cabalgata de Reyes no fue una excepción. En una ciudad asediada, herida y dividida, no había lugar para camellos, ni caramelos, ni canciones infantiles.
Aquel Madrid sitiado, con sus calles cortadas, sus apagones y sus colas de pan, no era terreno fértil para desfiles. Los Reyes Magos no dejaron de existir, pero se refugiaron en las casas, en la imaginación de los padres, en algún calcetín colgado en secreto.
Durante esos años, la magia se volvió clandestina. Si había regalos, eran humildes. Si había cuentos, se contaban en voz baja. La tradición sobrevivió como pudo en los hogares más resilientes, pero las cabalgatas, como acto público, desaparecieron por completo.
Terminada la guerra en 1939, la miseria, el dolor y la represión no dejaron mucho espacio para la celebración. Madrid, en ruinas materiales y emocionales, no estaba lista aún para fiestas. La infancia —tan castigada como los adultos— tuvo que esperar.
Fueron años duros, de cartillas de racionamiento y de frío perpetuo. Los Reyes, si llegaban, lo hacían en forma de naranjas, lápices, calcetines o un trozo de carbón… y no siempre simbólico. La prioridad era sobrevivir, no celebrar.
Aun así, algunas parroquias, asociaciones benéficas y colegios comenzaron tímidamente a recuperar la tradición, organizando pequeñas entregas de juguetes, teatrillos o visitas simbólicas de los Reyes Magos a los internados y orfanatos. Eran actos discretos, improvisados, pero significaban mucho. Porque devolver un poco de ilusión en medio de tanta oscuridad era ya un gesto de heroísmo.
• 1942: reaparece la ilusión
En 1942, tras seis años de ausencia, se tienen noticias de la reanudación de cabalgatas en barrios concretos, aunque no de carácter oficial ni centralizado. Fueron desfiles modestos, organizados por parroquias, asociaciones culturales o centros educativos, que trataban de devolver a los niños, aunque solo fuera por un rato, la alegría de la víspera de Reyes.
En muchos casos, se usaban caballos prestados por la Guardia Civil o camiones decorados con cartones. Los trajes se cosían con retales, las barbas eran de lana deshilachada y los caramelos, si los había, eran contados. Pero no importaba. Porque lo importante no era el envoltorio, sino la mirada de los niños.
En esas cabalgatas de posguerra —más humildes que nunca— se puso en valor el gesto colectivo, la fuerza del vecindario y la voluntad de no rendirse. Fue el primer paso hacia la recuperación de una tradición que Madrid no estaba dispuesta a perder.
Durante esta década de transición, las cabalgatas se mantuvieron como actos descentralizados, muchas veces ligados a colegios religiosos, instituciones de beneficencia o iniciativas puntuales promovidas por medios de comunicación. Algunos periódicos y radios organizaron recogidas de juguetes y convocatorias para que los Reyes llegaran a hospitales, inclusas y asilos.
Es en estos años donde se consolidó una idea que ya venía de principios de siglo: la cabalgata no era un lujo, sino un acto de justicia emocional. Si alguien merecía una noche mágica, eran los niños que vivían entre ruinas, sin mantas ni juguetes. Por eso, cada aparición de Melchor, Gaspar o Baltasar en esas cabalgatas rurales o improvisadas, era casi un acto político.
Fue también durante estos años cuando se sentaron las bases para un cambio. Un cambio de escala, de formato y de dimensión simbólica. Madrid estaba saliendo lentamente de la penumbra y en ese renacer, la cabalgata tenía un papel que cumplir: volver a unir a la ciudad en torno a algo bonito.
Lo cierto es que, entre los cascotes y el hambre, la cabalgata sobrevivió. No como espectáculo, sino como acto de resistencia emocional. Y eso, quizás, la hizo aún más fuerte.
NACIMIENTO DE LA CABALGATA OFICIAL DE MADRID_
Madrid llevaba años soñando con volver a ver a los Reyes Magos recorriendo sus calles. La ilusión había resistido a la guerra, al hambre y a la censura. Pero faltaba algo: una cabalgata a la altura de una ciudad que, a pesar de todo, nunca había dejado de creer.
Y entonces llegó 1953, y con él, una fecha para recordar: el nacimiento de la cabalgata municipal de Madrid. Por fin, los Reyes se pusieron en manos del Ayuntamiento. O, mejor dicho, el Ayuntamiento puso en manos de los Reyes Magos las llaves de la ciudad.
El impulsor de esta nueva etapa fue José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde y alcalde de Madrid entre 1952 y 1965. Su nombre —que parece sacado de una novela de Pérez Galdós o de una calle del barrio de Salamanca— quiso dejar su sello en la capital a través de grandes gestos simbólicos.
Y uno de los más recordados fue esta primera cabalgata oficial que, aunque no fue la primera en celebrarse en Madrid, sí fue la primera en llevar el sello, el presupuesto y la logística del Ayuntamiento.
La cabalgata de 1953 se organizó con un presupuesto de 60.000 pesetas, una cifra considerable para la época, especialmente si se compara con los tiempos de la reciente posguerra. Pero más allá del dinero, lo que realmente marcó la diferencia fue el enfoque: ya no se trataba de una iniciativa puntual o benéfica, sino de un evento de ciudad.
La cabalgata no era solo para los niños pobres, aunque ellos seguían siendo prioridad. Era un espectáculo colectivo, pensado para llenar Madrid de luz, música y fantasía. Y esa apuesta por lo popular y lo visual marcó el inicio de una nueva era.
Aquella cabalgata de 1953 fue una mezcla de clasicismo, creatividad y teatralidad. Los tres Reyes Magos fueron interpretados por soldados del cuartel de La Remonta, vestidos con trajes orientales cargados de brocados, pelucas y barbas a prueba de viento invernal.
Pero no vinieron solos. En el cortejo los acompañaban cuadrigas romanas, pastores, ángeles, bandas de música, tunas estudiantiles, pajes, carrozas de casas regionales y hasta de grandes almacenes. Todo ello desfilando entre vítores, villancicos y un público que abarrotaba las aceras.
El recorrido fue digno de un guion épico: salida desde las Escuelas Aguirre, paso por la calle de Alcalá, travesía por la Puerta del Sol y la calle Mayor, y llegada triunfal a la Plaza de la Villa, donde se encontraba el belén municipal y donde los Reyes dejaron sus ofrendas simbólicas al Niño Jesús.
No faltaron, por supuesto, los caramelos, los vítores, los niños a hombros de sus padres, ni los gorros de lana con borla que se vendían por una peseta junto a la churrería. Fue una noche redonda. Una noche en la que Madrid volvió a sentirse niña.
La importancia de esa primera cabalgata oficial no fue solo logística o institucional. Fue emocional. Representó un cambio de clima. Madrid salía de su grisura y se permitía, por fin, una noche de color sin pedir perdón.
El desfile de 1953 instauró una cita que desde entonces no ha dejado de celebrarse cada 5 de enero, creciendo año tras año en escala, ambición y simbolismo. Se convirtió en la columna vertebral de la Navidad madrileña, en el momento en que los sueños colectivos se hacían visibles.
Desde aquel momento, los Reyes Magos dejaron de venir “cuando podían” o “si alguien se animaba a organizarlo” y pasaron a tener una cita fija en la agenda de la ciudad. Y Madrid, que tanto sabe de fiestas, les dio la bienvenida como se merecían: con toda la pompa, todo el calor popular y toda la ilusión del mundo.
Aquel año de 1953 también marcó el inicio de una colaboración que duraría décadas: la participación de grandes almacenes como Galerías Preciados y, más adelante, El Corte Inglés, que empezaron a patrocinar carrozas y aportar medios para vestir de fantasía la cabalgata. Una relación simbiótica entre comercio y cultura popular que ayudaría a profesionalizar y amplificar el evento, sin romper su espíritu original.
A partir de entonces, cada edición iría incorporando nuevos elementos: mejores carrozas, guiones temáticos, actores famosos encarnando a los Reyes e incluso transformaciones del propio recorrido. Pero todo eso vendría después. En 1953, bastó con tres soldados, unas buenas túnicas y el deseo profundo de devolverle a Madrid la magia de soñar despierta.
EXPLOSIÓN DE MAGIA: EVOLUCIÓN Y POPULARIZACIÓN (1960–1990)_
Si la cabalgata oficial de 1953 fue el primer paso firme, las décadas siguientes fueron un desfile imparable hacia la imaginación sin límites. Madrid, en pleno crecimiento urbano y demográfico, convertiría la noche del 5 de enero en una auténtica ceremonia colectiva. Y lo haría con todos los ingredientes del nuevo país que se estaba gestando: carrozas más grandes, más luces, más medios… y más niños.
Porque si algo marcó estas décadas fue el auge de la infancia como protagonista social. España, y Madrid con ella, vivía el boom de los nacimientos, el apogeo de la familia numerosa y de los álbumes de fotos con carátula de plástico. Había muchos niños… y había que hacerles soñar.
• Una cabalgata que entra por la tele
En los años 60 y 70, la Cabalgata de Reyes de Madrid se convirtió en un acontecimiento nacional. No solo porque crecía en escala, público y recorrido, sino porque empezó a retransmitirse por Televisión Española. Ahí, en la sobremesa del 5 de enero, con el brasero encendido y la bandeja del roscón esperando su turno, la imagen de Melchor saludando desde la carroza y Baltasar lanzando caramelos se convirtió en parte del imaginario colectivo.
Para muchas familias, sobre todo las que vivían en pueblos o no podían desplazarse a Madrid, la cabalgata televisada era la antesala mágica de la noche más esperada del año. Conectaba a la audiencia con una ciudad luminosa, repleta de criaturas fantásticas, música y promesas de regalos bajo la cama.
Y ojo: si eras niño, verla por la tele no te quitaba emoción. Al contrario, era una forma de comprobar que los Reyes ya estaban en Madrid, que todo iba bien y que solo faltaba que llegaran a tu barrio. El reloj corría. La noche se acercaba.
• Más espectáculo, más fantasía
La escenografía fue ganando complejidad. Las carrozas ya no eran plataformas decoradas con papel de colores, sino auténticos escenarios móviles. Aparecieron temáticas específicas: cuentos clásicos, mundos de juguete, estrellas, castillos encantados, animales parlantes… La cabalgata se volvió más teatral, más coreografiada, más profesional.
Cada año participaban más bandas de música, comparsas, colegios, asociaciones vecinales y agrupaciones culturales. Las carrozas de los Reyes eran las más esperadas, pero todo el desfile era ya una experiencia envolvente, una especie de ópera callejera en la que el público era parte activa.
Y al mismo tiempo, se mantenía el fondo solidario: seguía habiendo recogidas de juguetes, donaciones a niños en situación de vulnerabilidad y cabalgatas paralelas en hospitales o colegios especiales. Porque la magia —la de verdad— sólo funciona cuando se comparte.
• Artistas, famosos… y algún político despistado
En estas décadas también comenzó otra costumbre que haría las delicias de la prensa local: la participación de rostros conocidos como Reyes Magos. Desde actores y cantantes hasta locutores de radio, toreros y algún concejal bien avenido, muchos quisieron subirse a las carrozas y convertirse, por una noche, en portadores de sueños.
Se cuenta que alguno se emocionó tanto que no quería bajarse al final del recorrido. Y no es para menos: ver miles de niños gritar tu nombre creyendo que eres Gaspar debe ser una de las formas más bonitas de la fama.
La evolución técnica también tuvo su aquel. Aunque en los años 50 y 60 se seguía utilizando a veces animales reales —caballos, dromedarios o burros—, las dificultades logísticas y las quejas de protección animal acabaron empujando a la transición definitiva hacia las carrozas mecánicas.
Ya en los años 70, el camello dio paso a la plataforma rodante. Y en los 80, las carrozas adoptaron sistemas eléctricos, efectos de humo, altavoces integrados y hasta elevadores hidráulicos. La cabalgata se tecnificaba, pero sin perder nunca su esencia de calle.
El público, además, se sofisticaba: las familias llevaban escaleras plegables, sillas de camping, bocadillos de chorizo y termos de caldo para aguantar la espera. Y los niños, con gorros de lana, guantes con cuerdecita y abrigo de doble botonadura, aprendían a lanzar esa mirada que mezcla ansiedad, fe ciega y azúcar a medio derretir.
En estas décadas también se fueron ensayando cambios en el recorrido tradicional. Desde la Plaza de Toros, pasando por el Retiro o el Palacio de los Deportes, la cabalgata exploró nuevas rutas hasta asentarse progresivamente en su actual eje por el Paseo de la Castellana.
Pero más allá de los mapas, lo que no cambió fue el corazón de la cabalgata: una ciudad detenida en su prisa para ver pasar, al menos una vez al año, la promesa de que todo puede ir bien.
• Una tradición que se vuelve herencia
Para finales de los 80, la cabalgata de Madrid era ya una institución. Muchos padres que habían sido niños pegados a la valla ahora llevaban en hombros a sus propios hijos. La tradición se había hecho herencia. Y la emoción, como los buenos cuentos, se contagiaba sin esfuerzo.
La ciudad entera se volvía, por unas horas, una gran familia mirando al cielo, entre confeti y farolas. Una familia que, cada 5 de enero, se decía sin palabras:
“Mira, ahí vienen los Reyes. Y sí, aún creemos.”
SIGLO XXI: MODERNIDAD Y MULTICULTURALIDAD (2000–HOY)_
Y así llegamos al siglo XXI. Un siglo de drones, hashtags y zapatillas con luces. Un siglo donde los Reyes Magos siguen llegando a Madrid cada 5 de enero… pero ya no vienen solos: los acompañan criaturas aéreas, coreografías imposibles, luces LED, artistas internacionales y hasta alguna polémica viral.
La cabalgata de Madrid ha crecido con su ciudad. Ya no es solo un desfile: es un espectáculo, una metáfora urbana, un ritual compartido que reinventa el asombro. Pero a pesar de las pantallas, las vallas y los selfies, la magia sigue intacta. Porque sigue llegando a los mismos ojos: los de los niños.
• De tradición a superproducción
En las dos primeras décadas del nuevo siglo, la cabalgata madrileña ha vivido una revolución estética y tecnológica. El desfile se ha convertido en una producción escénica en movimiento, con guiones narrativos, dirección artística, iluminación profesional y escenografías cada vez más cuidadas.
Cada edición se organiza en torno a una temática concreta, que da cohesión al conjunto: los sueños, los cuentos, el futuro, la música, el planeta, los deseos, el circo, los libros… En torno a esa idea se diseñan las carrozas, los vestuarios, la música original y los personajes que acompañan a sus Majestades.
Y el público lo agradece: más de 200.000 personas acuden cada año a lo largo del recorrido y millones lo siguen por televisión o redes sociales. La cabalgata de Madrid ya no es un evento local. Es un escaparate emocional de la ciudad, una marca de identidad y un símbolo navideño de primer orden.
En esta nueva era, los Reyes han renovado su séquito: ya no vienen solos con pajes y pastores. Ahora les escoltan ángeles acróbatas, ranas gigantes, músicos africanos, elefantes fluorescentes, orquestas de viento, hadas que patinan o naves espaciales que lanzan burbujas.
La música en directo, los espectáculos aéreos, los zancudos, los muñecos hinchables y los efectos de sonido han multiplicado las capas sensoriales de la experiencia. Madrid se convierte, por unas horas, en un escenario de cuento, donde las farolas se visten de gala y los pasos de cebra parecen de otra dimensión.
Y, sin embargo, lo esencial sigue ahí: cuando asoman las carrozas de Melchor, Gaspar y Baltasar, los móviles bajan, los ojos se agrandan y el silencio expectante lo llena todo.
• Cabalgata diversa, ciudad plural
Una de las transformaciones más significativas en estas décadas ha sido el giro hacia la diversidad y la inclusión. Madrid, ciudad mestiza por definición, ha ido adaptando la cabalgata a una ciudadanía cada vez más multicultural.
Ya no se discute si Baltasar debe ser negro (de verdad). Se da por hecho. Y además, la cabalgata ha incorporado rostros y voces que reflejan la pluralidad de Madrid: artistas, activistas, vecinos, trabajadores sociales, personas migrantes… todos pueden ser, por una noche, portadores de magia.
En barrios como Vallecas, Carabanchel, Usera o Tetuán, se celebran también cabalgatas alternativas, más cercanas, con temáticas sociales o enfoque comunitario. Madrid no tiene una cabalgata: tiene decenas. Y todas son legítimas, emotivas y necesarias.
Incluso ha habido años en que las cabalgatas se han convertido en espacios de reivindicación, generando una intensa conversación pública entre tradición y representación.
• Adiós a los camellos. Hola a las carrozas sostenibles
Otra señal de los nuevos tiempos ha sido la desaparición de animales vivos en el desfile. En 2015 se prohibió oficialmente el uso de camellos, dromedarios, burros o caballos en la cabalgata de Madrid, por cuestiones éticas y de bienestar animal.
Desde entonces, las carrozas han asumido todo el protagonismo logístico, apostando por formatos más sostenibles, eléctricos y respetuosos con el entorno urbano.
Los Reyes ahora llegan en vehículos asombrosos: trineos flotantes, plataformas mecanizadas e incluso retroexcavadoras tuneadas. ¿Importa cómo llegan? No. Porque lo que importa es que llegan.
• Cabalgata digital: reyes por streaming
La pandemia de 2020 también dejó su huella. Aquel año, la cabalgata se celebró de forma virtual, sin público, con un despliegue televisivo y digital sin precedentes. Fue extraño, sí. Pero también entrañable.
Los Reyes Magos saludaron desde platós vacíos, recorrieron calles sin multitudes y leyeron cartas por streaming, demostrando que la ilusión no necesita contacto físico para funcionar. La magia encontró la forma.
Y desde entonces, la presencia digital se ha multiplicado: vídeos en TikTok, cartas por email, apps con GPS en tiempo real para seguir el recorrido, filtros en Instagram y hashtags virales. Pero sobre todo, sigue siendo un acto de fe en la infancia.
Una mirada de ilusión_
Por mucho que cambien los formatos, al final, todo se resume en una mirada: la de un niño repleto de ilusiones… pero también está la otra mirada, la del adulto. La del que acompaña, el que lleva el paraguas, el que dice “abrígate bien”, el que imita la voz de los Reyes Magos cuando el niño está acostado... El que ya no cree en los Reyes como antes… pero no se lo piensa dos veces cuando un pequeño le pide escribir la carta. Porque ahí está el secreto: todos hemos sido niños ilusionados y todos podemos ser Reyes Magos.
Sí, tú también. El que un día sostuvo a su sobrina para que viera mejor. La que se disfrazó de estrella en una carroza de barrio. El que cargó con la bolsa de caramelos. La que repartió juguetes en un hospital. El que, en silencio, dejó un regalo a escondidas. Todos los que alguna vez cuidamos la ilusión de otro hemos sido Reyes sin corona. Y eso, amigo, vale más que el oro, el incienso o la mirra.
Por eso la cabalgata no es solo un desfile. Es un espejo. Nos recuerda quiénes fuimos, qué ciudad hemos construido y qué tipo de mundo queremos para los que vienen detrás. Por eso cada 5 de enero, al ver pasar a Melchor, Gaspar y Baltasar, muchos adultos miramos con un nudo en la garganta. Porque vemos algo más que tres trajes brillantes, vemos el eco de nuestra infancia, el reflejo de aquel tiempo cuando sentíamos que todos tenemos derecho a soñar.
“«¡Ya llegan los Santos Reyes! Toma la bota, Damián, que cuanto más vino bebas antes los verás entrar”