Las uvas milagrosas
Nochevieja: cuando el tiempo se detiene a las doce en punto
No importa si estás en un piso de Malasaña con mantel de cuadros rojos, en un pueblo de Valladolid con camilla y brasero, en un moderno ático con cava frío o en casa de tus padres con la mesa rebosando langostinos, risas y nostalgia. A las doce, todos —jóvenes, mayores, solitarios, enamorados, escépticos o supersticiosos— nos quedamos en silencio, como hipnotizados, mirando un reloj que no es solo un reloj, sino un símbolo: el de los segundos que se escapan… y los deseos que llegan.
Cada 31 de diciembre, la misma escena se repite en miles de hogares: las uvas preparadas con mimo —doce, ni una más ni una menos—, las campanadas que resuenan desde la Puerta del Sol, el cosquilleo en la barriga y esa pequeña ceremonia íntima y colectiva que, durante unos instantes, nos iguala a todos. Porque la Nochevieja tiene algo de rito pagano, algo de liturgia emocional y mucho de memoria compartida. Es el único momento del año en que el tiempo no es solo tiempo, sino memoria viva.
Quizá por eso esta noche se recuerda siempre con una mezcla deliciosa de emoción, vértigo y ternura. Porque, aunque cambien las modas, los peinados o las redes sociales donde subimos el brindis, hay cosas que se mantienen: el abrazo a quien tienes al lado, el beso con quien quieres quedarte todo el año, la lagrimilla que se escapa al pensar en los que ya no están y esa fugaz convicción —tan infantil como hermosa— de que esta vez sí, este año será distinto.
Pero ¿cuándo empezamos a celebrar así el fin del año? ¿De dónde viene la costumbre de tomar doce uvas al ritmo del reloj más famoso de Madrid? ¿Y cómo fue que la Puerta del Sol se convirtió en el kilómetro cero también del tiempo compartido?
Acompáñanos en este recorrido por la historia de la Nochevieja, desde sus raíces más remotas hasta esa costumbre tan madrileña que hoy nos une frente al televisor, a la campana y a la esperanza. Porque, si hay algo más fuerte que el paso del tiempo, es la necesidad de seguir soñando con que lo mejor está por llegar.
Raíces antiguas: Roma y el dios Jano_
Mucho antes de que los madrileños se concentraran en la Puerta del Sol con un cartón de uvas y una copa de cava, los romanos ya entendieron que el cambio de año merecía algo más que indiferencia. Porque incluso en la Antigüedad, el ser humano sintió la necesidad de marcar con un gesto —un brindis, una plegaria, una comida especial— el final de un ciclo y el comienzo de otro. El paso del tiempo siempre ha sido algo más que el tic-tac de un reloj: ha sido emoción, creencia, miedo y celebración.
Corría el año 46 antes de Cristo cuando Julio César, cansado del caos que generaba el calendario lunar, decidió poner orden al tiempo. Impuso el calendario juliano, basado en el ciclo solar, y fijó el 1 de enero como el primer día del año. Y no fue una elección caprichosa. Enero —Ianuarius— estaba consagrado a Jano, el dios de los comienzos, los finales y los umbrales, al que se representaba con dos rostros: uno mirando al pasado y otro al futuro.
Jano era, en cierto modo, el dios de la Nochevieja eterna: un vigilante de las puertas del tiempo, una figura simbólica que encarnaba como nadie el momento de transición que vivimos cada fin de año. Bajo su advocación, los romanos celebraban banquetes, ofrecían sacrificios, intercambiaban regalos (los strenae, predecesores de nuestros regalos de Reyes) y brindaban con vino en honor al nuevo ciclo. En esos días no se trabajaba, se lucían ropas nuevas como símbolo de renovación y se buscaba comenzar el año con buenos augurios… exactamente como hacemos ahora, dos milenios después, aunque cambiemos los templos por salones y los sacrificios por brindis con cava.
La elección del 1 de enero como arranque del calendario no tardó en institucionalizarse en todo el Imperio. Incluso cuando llegaron el cristianismo y la Edad Media con su liturgia y su moral, la fecha sobrevivió —aunque reconvertida, como veremos más adelante— como punto de inflexión anual. Porque en el fondo, romano o cristiano, musulmán o laico, el ser humano necesita momentos en los que detenerse, mirar atrás y preguntarse: ¿cómo he vivido?, ¿cómo quiero seguir viviendo?
Podemos imaginar a un ciudadano romano en el foro de la Urbs, alzando su copa de vino frente a una estatua de Jano, igual que hoy levantamos la nuestra frente al televisor cuando el reloj de Sol marca las doce campanadas. No hay mucha diferencia, en realidad. Solo han cambiado los escenarios. La necesidad de celebrar el tiempo, de marcar el cambio y de volver a empezar… esa, sigue intacta.
Edad Media y cristianización de la fiesta_
Si Roma dio a luz al calendario y al dios Jano, la Edad Media vistió de sotana al tiempo. Porque con la caída del Imperio y la expansión del cristianismo, las antiguas festividades paganas fueron reinterpretadas o absorbidas por una nueva cosmovisión en la que el año —y todo lo humano— debía girar en torno a Dios. Así, la celebración del 1 de enero fue perdiendo su carácter festivo y bullicioso para adquirir un tono más introspectivo, de recogimiento espiritual.
Durante siglos, la víspera de Año Nuevo fue una noche de rezos y reflexión. La Iglesia prefería que, en vez de banquetes y vino, se hiciera examen de conciencia y propósito de enmienda. Era tiempo de vigilia, no de fiesta. Las campanas que sonaban no eran para brindar, sino para invitar al silencio y al arrepentimiento. Pero como suele pasar con las tradiciones —que rara vez desaparecen del todo—, muchas costumbres paganas se mantuvieron bajo formas nuevas o disfrazadas de cristianismo.
En la España medieval, por ejemplo, se combinaban las prácticas religiosas con gestos heredados del mundo antiguo. Se encendían velas para iluminar el nuevo año, se bendecían las casas, se realizaban pequeños rituales de limpieza —como barrer las malas energías— o se repartían alimentos simbólicos. La llegada del año se vivía también como una renovación interior y doméstica, aunque sin los excesos de la antigua Roma.
Pero quizá el capítulo más fascinante de esta etapa lo encontramos en al-Ándalus, donde la convivencia entre religiones no solo generó fricciones, también mestizaje festivo. Porque sí: los musulmanes andalusíes celebraban el Año Nuevo. A través de crónicas, calendarios y escritos jurídicos, sabemos que la fiesta del yannayr —el “enero”, en su adaptación romance— se conmemoraba en hogares musulmanes con comidas especiales, regalos, dulces y lo que llamaban leylas: fiestas nocturnas que se celebraban la víspera, igual que hoy hacemos con la Nochevieja.
Los alfaquíes más rigoristas protestaban contra estas “innovaciones” que consideraban inapropiadas, pero la realidad social era tozuda: la noche de la vieja —como la llamaban en algunos textos— se celebraba con platos tradicionales, repostería refinada y hasta decoraciones espectaculares como las célebres “ciudades de pasta”, verdaderos belenes azucarados que incluían figuras, torres y regalos, que eran tan admiradas como costosas
Aquella noche, la del 31 de diciembre, no distinguía credos tanto como emociones. Se suspendían las clases en las madrasas, se dejaba de trabajar y se vivía con ilusión la llegada del nuevo ciclo. Se compartían tortas hallún, dulces con miel, mazapanes y otros manjares que siglos más tarde encontrarían su eco en nuestra repostería navideña. Incluso el bollo maimón, antecesor del roscón de Reyes, se regalaba a los niños como símbolo de buenos deseos.
Y es que, aunque a veces nos empeñemos en poner muros, la historia de la Nochevieja en España es también la historia de una convivencia festiva, de un mestizaje de calendarios, cocinas y rituales que demostraba que, al final del año, todos —musulmanes, judíos y cristianos— queríamos lo mismo: comenzar de nuevo, rodeados de calor, dulces y esperanza.
De la Edad Moderna al XVIII: hacia la fiesta social_
A medida que España se adentraba en los siglos modernos, la Nochevieja fue saliendo, poco a poco, de la sacristía para instalarse en los salones y en las cocinas. El calendario seguía llevando sotana, pero la sociedad comenzaba a reclamar su derecho al festejo, al jolgorio, al puro placer de compartir la llegada del nuevo año con más brindis y menos penitencia.
La mentalidad barroca del Siglo de Oro —con su mezcla de devoción y exceso, de recogimiento y teatralidad— marcó también la forma de celebrar el tránsito de año. En las grandes ciudades como Madrid, las casas nobles organizaban cenas pantagruélicas, donde el vino, la carne y los dulces se abrían paso entre brindis y declamaciones. No faltaban los músicos, los juegos de sociedad y, cómo no, los fuegos artificiales, que comenzaron a popularizarse como símbolo del estruendo con el que debía alejarse el pasado.
En las casas más humildes, la celebración era más modesta, pero no por ello menos significativa. Se compartía lo que se tenía: sopas calientes, vino añejo, frutas secas, algún dulce casero… y siempre, siempre, la compañía. Porque desde entonces quedó claro que la Nochevieja no se celebraba por lo que se comía, sino por con quién se compartía.
También surgieron por estas fechas ciertos elementos festivos que perdurarían hasta el siglo XIX: las máscaras, los sainetes y representaciones teatrales breves, los libretos de "Motes para damas y galanes", que se recitaban o escenificaban en el calor del hogar como pequeños juegos de ingenio y humor. Podríamos decir que los madrileños de entonces ya hacían algo parecido a las uvas... pero en verso y con retranca castiza.
Por otro lado, durante el reinado de los Borbones, con su gusto afrancesado, la corte empezó a importar ciertos refinamientos de París y Versalles, como los brindis de champán o las cenas tardías de fin de año. Madrid, como siempre, imitaba, adaptaba y reinventaba a su manera lo que venía de fuera, filtrándolo todo por su inconfundible tamiz de ironía y costumbre.
La fiesta se volvió más social y urbana, más visible y pública. Las calles empezaron a llenarse de faroles, los cafés a acoger a grupos bulliciosos y la música a sonar con mayor protagonismo. En algunos barrios populares se organizaban bailes vecinales que a menudo desembocaban en madrugadas interminables. La Nochevieja dejaba de ser solo un rito privado para empezar a convertirse en una expresión colectiva de alegría, un “hasta luego” al pasado y un “bienvenido” al futuro con castañuelas, guitarras y algún que otro fandango por medio.
Podemos imaginar a una familia madrileña de finales del siglo XVIII apretujada junto al brasero, compartiendo sopa de almendras y dejando que las horas se les escaparan entre cuentos, cantos y confidencias. Madrid, aún sin televisión ni Sol en directo, ya sabía lo que era dar la bienvenida al año como mejor sabe hacer esta ciudad: rodeada de gente, con algo entre manos —una copa, un dulce o una risa— y el corazón repleto de esperanza.
Siglo XIX: la modernidad y el reloj de la Puerta del Sol_
Madrid, como el resto del mundo, entraba en la modernidad envuelta en humo de carbón, bullicio de tranvías y ecos de zarzuela. El siglo XIX fue un torbellino de revoluciones, ferrocarriles, guerras, cafés literarios y relojes. Y uno de ellos, el más castizo, el más famoso, cambió para siempre la manera de despedir el año en la capital… y, poco a poco, en toda España.
Nos situamos en 1866. En plena época isabelina, el relojero leonés José Rodríguez Losada, exiliado en Londres y considerado un genio de la mecánica, decide hacer un regalo a su país natal: un reloj monumental, de precisión británica, para coronar el edificio de Gobernación en la Puerta del Sol. El Ayuntamiento de Madrid lo acepta con entusiasmo y la reina Isabel II lo inaugura ese mismo año.
Nadie podía imaginar entonces que aquel artilugio de engranajes y campanas iba a marcar, más de un siglo después, el compás de nuestras emociones, nuestros deseos y nuestros atragantamientos navideños.
Pero antes de que el reloj se hiciera famoso por dar las doce campanadas, la Nochevieja madrileña seguía siendo una celebración variopinta y algo dispersa, más centrada en las casas que en las plazas. Las familias acomodadas brindaban con sopas de almendra, mazapanes de Toledo, mantecados de Astorga, frutas de Jávea, melones de Valencia o tarros de almíbar traídos desde Vitoria. Todo un mapa gastronómico de España servido sobre una mesa bien dispuesta… para quien pudiera permitírselo.
Entre la clase media y popular, la noche del 31 se vivía con creatividad y humor: se recitaban sainetes, se jugaba a “echar santos, años y estrechos” —una especie de bingo doméstico— y se improvisaban teatrillos en casa con los famosos libretos de motes, verdaderas joyas del ingenio popular. El espíritu festivo iba abriéndose paso, aunque aún no existía el “rito nacional” de las uvas, ni la concentración masiva en la Puerta del Sol.
Eso sí, el reloj ya estaba allí, marcando las horas con una solemnidad que pronto dejaría de ser solo administrativa. Madrid comenzaba a mirar hacia ese balcón del tiempo que se asomaba sobre su plaza más simbólica, sin saber que en pocos años, ese reloj se convertiría en el corazón sonoro de la Nochevieja española.
Pero, como suele ocurrir en esta ciudad, las tradiciones no nacen por decreto, sino por casualidad, necesidad… o rebeldía. Y fue precisamente una mezcla de ironía popular y excedente agrícola lo que terminaría de alumbrar la costumbre que hoy nos reúne frente al televisor con un racimo en la mano. Pero para llegar a eso, aún nos falta una campanada más.
El origen de las uvas: entre protesta y negocio_
Si hay una tradición que parece escrita en piedra en nuestro calendario emocional, es la de comer doce uvas al compás de las campanadas. Pero como tantas otras cosas en esta tierra de contrastes y genialidades, su origen no está en una ley dictada desde arriba, sino en una burla popular con mucha sorna… y algo de mala uva.
Corría el año 1882. Madrid era ya una ciudad moderna, pero también profundamente desigual. Mientras la alta burguesía se marchaba en Navidad a París o Biarritz para brindar con champán y engullir uvas frescas como símbolo de distinción afrancesada, el resto de los madrileños, más castizos y menos acaudalados, se quedaban en la ciudad y miraban de reojo tanta pompa con cierta guasa.
La respuesta no se hizo esperar. Algunos cronistas de la época cuentan que un grupo de madrileños decidió acudir la noche del 31 de diciembre a la Puerta del Sol —donde ya se concentraban los curiosos para escuchar las campanadas del reloj de Losada— con un racimo de uvas en la mano. El objetivo era claro: imitar, caricaturizar y reírse de aquella costumbre elitista de las clases altas. ¿Champán? Ellos llevaban vino de Valdepeñas. ¿Cristalería fina? Un vaso de barro. ¿Y las uvas? Doce, una por cada mes del año… porque reírse con estilo también es un arte muy madrileño.
Aquella protesta con sabor a fruta fue ganando adeptos. El gesto se repitió al año siguiente y al siguiente, hasta convertirse en una pequeña tradición popular que, poco a poco, dejó de tener ese tono reivindicativo para transformarse en un acto entrañable y colectivo. La prensa se hizo eco por primera vez en 1897, cuando El Imparcial publicó una nota que hablaba de “las uvas milagrosas” que traían buena suerte si se comían al ritmo de las campanadas
Pero el empujón definitivo vino, cómo no, del negocio. En 1909, los viticultores de Alicante y Murcia se enfrentaron a un excedente brutal de cosecha. Aquellas montañas de uvas sin vender necesitaban salir al mercado… y lo hicieron de la forma más astuta posible: vendiéndolas en paquetes de doce uvas, con la etiqueta de “uvas de la suerte”. En plena efervescencia de la tradición madrileña, la campaña funcionó como un cañón. El gesto irónico del pueblo se convirtió en costumbre nacional y los vendedores de fruta brindaron… pero esta vez de verdad.
A partir de ahí, todo fue a más: los periódicos comenzaron a llenarse de anuncios con promesas casi mágicas (“uvas de la fortuna”, “milagrosas”, “para un año próspero”), y las fruterías hicieron su agosto en diciembre. La idea caló tan hondo que ni siquiera la Guerra Civil logró interrumpir la tradición. En un Madrid bombardeado, asediado y asolado de penurias, hubo quien siguió pelando uvas al pie de la radio. Porque las costumbres que se agarran al corazón tienen una fuerza que ni los obuses pueden doblegar.
Así que, para que no se diga, la tradición más famosa del calendario español nació de una mezcla explosiva de ironía social, talento comercial y espíritu madrileño. Y no, no es una leyenda urbana: está documentado, contado y repetido hasta la saciedad. Lo que empezó como burla de clase y estrategia de mercado terminó por convertirse en ritual nacional, liturgia popular y acto íntimo al mismo tiempo.
Siglo XX: consolidación de un rito nacional_
Si el siglo XIX fue el ensayo general, el siglo XX fue el estreno oficial. Porque fue entonces cuando la Nochevieja, como la conocemos hoy, se institucionalizó, se amplificó, se televisó y se convirtió en un ritual colectivo que, por una vez al año, sincroniza los corazones de todo un país al ritmo de un solo reloj: el de la Puerta del Sol.
Lo que había comenzado en los márgenes —una burla madrileña, una estrategia comercial, una broma de barrio— empezó a consolidarse como costumbre nacional. A principios del siglo XX, los periódicos ya hablaban de las “uvas de la suerte” como un fenómeno creciente. Las fruterías las vendían en docenas exactas, envueltas en papel de seda o colocadas en copas y la idea de que traían buena fortuna se había instalado en la conciencia popular con la contundencia de un refrán.
La dura posguerra no logró apagar este rito. De hecho, en medio de tanta oscuridad, las uvas se convirtieron en una de las pocas alegrías permitidas, un respiro emocional en una España herida, donde hasta la superstición sabía a esperanza. Aunque no hubiera comida suficiente, aunque las uvas fueran sustituidas por garbanzos, lentejas o incluso confites, el gesto seguía vivo: una por cada campanada, un deseo por cada mes, un pequeño acto de resistencia festiva.
Pero el verdadero salto de las uvas vino con la llegada de la televisión. A partir de la década de los años 60, TVE comenzó a retransmitir las campanadas desde la Puerta del Sol y el ritual se convirtió en un espectáculo nacional. Ya no bastaba con comer las uvas en casa: había que hacerlo al ritmo de ese reloj que aparecía en blanco y negro, coronado por las banderas del edificio de Gobernación y acompañado por el repiqueteo solemne de las campanas.
Aquel sonido metálico, pausado, grave, se convirtió en el latido simbólico de toda España. Desde los Pirineos hasta Cádiz, desde los pueblos más pequeños hasta los salones del poder, millones de personas detenían sus vidas para mirar a la pantalla y abrir la boca doce veces, como si de ello dependiera el destino del año entrante. Y en cierto modo, así era. Porque más allá de la lógica, más allá de las creencias, la ceremonia compartida crea comunidad. Y no hay comunión más intensa que la de un país que, durante treinta segundos, mastica al unísono la esperanza.
Con el paso del tiempo, la retransmisión de las campanadas se convirtió en un fenómeno en sí mismo. Las presentadoras de lentejuelas, los estilismos imposibles, las uvas en lata, los errores míticos… Todo empezó a formar parte de una liturgia contemporánea cargada de humor, ternura y emoción.
Uno de los momentos más recordados —y entrañablemente desastrosos— fue el de 1989, cuando la presentadora Marisa Naranjo, confundida por el ritmo del reloj, anunció erróneamente que los cuartos eran las campanadas… y media España se atragantó antes de tiempo. Aquel fallo se convirtió en leyenda nacional y, con los años, en anécdota simpática que demuestra algo esencial: la Nochevieja no es perfecta, pero es nuestra… y eso es lo que la hace inolvidable.
Durante los años 80 y 90, la celebración fue ganando color, literal y simbólicamente. Llegó la televisión en color, el confeti, los especiales musicales, el cotillón, las cenas en familia retransmitidas por satélite… y la Puerta del Sol, una vez más, se convirtió en el centro emocional de todo un país. De ella partían las doce campanadas, pero también partía una energía invisible que unía pueblos, islas, capitales y hogares dispersos en un único momento sagrado y profano: la última noche del año, vivida como un ritual íntimo y profundamente colectivo.
Hoy, más de cien años después de aquella protesta irónica de 1882 y de aquel excedente de uva en 1909, la Nochevieja es un acto de fe laica, un rito emocional, una fiesta de lo vivido y de lo que vendrá. Y todo, al compás de un reloj que no solo marca la hora: marca la emoción, el recuerdo, el vértigo y el abrazo.
Nochevieja en el presente: tradición, emoción y comunidad_
Han pasado los siglos, han cambiado los imperios, los calendarios, las modas, los medios y hasta las uvas, que hoy viajan en latas, en bolsitas, sin pepitas o en versión “bio”. Las hay en forma de gominola, de pasas o de aplicaciones móviles con cuenta atrás.
La Puerta del Sol, por su parte, se ha transformado en el epicentro emocional del país. Allí acuden miles de personas cada año, desafiando el frío, la lluvia o el gentío, para vivir en directo ese momento que ya no es solo madrileño, sino profundamente español. Bajo el reloj de Losada, entre luces navideñas y brindis improvisados, se repite el milagro de cada Nochevieja: despedir el año juntos. Aunque no nos conozcamos. Aunque no nos volvamos a ver. Aunque cada cual tenga su historia, su herida y su esperanza.
Y es que la magia de esta noche reside precisamente en eso: en que es la más democrática del año. Todos contamos los mismos segundos, todos miramos el mismo reloj. Todos queremos que el nuevo año sea, al menos, un poco mejor que el anterior.
Las redes sociales, las videollamadas y los móviles han multiplicado las formas de celebrar, pero no han restado emoción al gesto. Al contrario: ahora las uvas viajan entre países, los brindis cruzan continentes y los abrazos —aunque virtuales— siguen teniendo el mismo calor. En cada casa, en cada familia, hay un ritual distinto, una superstición heredada, una silla vacía, una broma interna, una canción que siempre suena… y una historia que se vuelve a escribir cada 31 de diciembre.
Si algo hemos aprendido en los últimos años —con pandemias, pérdidas y cambios inesperados— es que la Nochevieja no es solo una celebración del tiempo: es una celebración de la vida. Y la vida no se mide en calendarios ni relojes: se mide en momentos compartidos, en gestos simbólicos y en abrazos que duran más que los fuegos artificiales.
Por eso repetimos el rito, año tras año. Porque, en el fondo, lo que buscamos no es buena suerte… sino que la vida nos dé otra oportunidad para ser felices, para estar cerca de los nuestros, para vivir más despacio y para sentir más hondo.
Así que, cuando esta noche las campanas del reloj de la Puerta del Sol vuelvan a sonar, cuando sientas que el corazón se te sube al cuello y el nudo en la garganta te impide tragar la sexta uva, cuando la risa se cruce con la lágrima, recuerda que estás celebrando mucho más que un cambio de año. Estás honrando el paso del tiempo, la memoria de los tuyos y la esperanza de todos.
Así, desde Revive Madrid solo nos queda desearte lo más importante:
Salud, alegría, memoria… y tiempo.
Tiempo para ti. Para los tuyos. Y para seguir haciendo historia, juntos.
¡Feliz Año Nuevo!
Y que nunca nos falte un abrazo por compartir… ni una nueva historia por contar.
“No basta, pues, que se coman uvas el 31 de diciembre. Hay que saber cómo se comen y dónde, con qué dedos y en qué circunstancias. Lo que se debe hacer, según la opinión más generalizada, es procurar que las uvas sean buenas y se coman en buena compañía. Y después... después se echa uno el alma a la espalda y seguro que no sufre ninguna clase de sinsabores durante el año nuevo”