Portal a la infancia

Belén del Príncipe. Madrid, 2019. Historia de Madrid

Belén del Príncipe. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

historia del belén en Madrid: tradición, arte y memoria

Llega diciembre. El frío aparece sin previo aviso, como cada año, y Madrid se transforma. Las luces se encienden de repente, los villancicos empiezan a sonar en cada esquina y las calles, aún con el ritmo acelerado de siempre, parecen tomarse un respiro. Y en casa, casi sin pensarlo, comienza un ritual que se repite generación tras generación: el de bajar al trastero a por “la caja”.

Sí, esa caja. La de siempre. La que pone “BELÉN” con rotulador permanente, en letras grandes y ya un poco descoloridas. Siempre está ahí, esperando su momento entre adornos, mantas de otras temporadas y objetos que no recordamos haber guardado. La abrimos con cuidado, como si estuviéramos desenterrando un tesoro familiar.

Porque al abrirla, nos asomamos también a un pedazo de nuestra historia. Ahí están: el portal de corcho, las figuras cuidadosamente envueltas en papel de periódico viejo, la estrella de cartón que nunca se sujeta bien, la Virgen, con cara de “llevo sin dormir desde el Adviento”, y ese ángel con un ala rota, que lleva años así pero nadie se atreve a cambiar. No sería lo mismo sin él.

Montar el belén no es solo colocar unas piezas. Es reconstruir recuerdos. Es recordar a la abuela colocando el musgo con delicadeza, al padre modelando el río con papel de aluminio como si fuera un ingeniero hidráulico y esa bombillita roja, que se calienta tanto que dan ganas de arrimarle las manos como a un brasero de pueblo. Es volver a mirar al Niño Jesús, siempre envuelto en el mismo algodón y sentir ese impulso —a ver quién no lo ha hecho— de darle un beso en la frente. Por si acaso. No fuera a ser.

Y no importa si el belén es grande o pequeño, detallado o sencillo. Todos tienen algo en común: ese corazón que late al ritmo del asombro, del silencio, de la ternura. Ese momento en que volvemos a mirar el mundo como cuando éramos niños.

Ahí está el milagro. En ese pequeño rincón del salón, con su mula y su buey, el tiempo parece detenerse. Como si, durante unos días, el mundo se volviera más suave. En el belén no hay móviles, ni noticias, ni prisas. Solo una madre, un niño, una noche tranquila… y la esperanza, silenciosa pero viva, de que algo nuevo y mejor puede empezar.

Porque el belén tiene eso: una forma discreta y profunda de tocarnos el alma, sin necesidad de adornos modernos, sin levantar la voz. Nos conecta con lo esencial. Con lo que permanece, incluso cuando todo cambia.

Y claro, ante una tradición así, uno no puede evitar preguntarse: ¿De dónde viene esta costumbre tan nuestra? ¿Quién tuvo la primera idea? ¿Por qué seguimos haciéndolo, incluso cuando no sabemos del todo si creemos? ¿Y cómo llegó esta escena —tan humilde y poderosa— a convertirse en parte del corazón de los hogares madrileños?

La historia, como siempre, empezó mucho antes de que tú y yo estuviéramos aquí… Pero si te quedas un rato, te la cuento.

Los orígenes del belén: arte cristiano primitivo_

Mucho antes de que alguien colocara un pastor junto a un pesebre de corcho, incluso siglos antes de que a nadie se le ocurriera montar una escena navideña en casa, ya existían imágenes que hablaban del nacimiento de Jesús. En la Roma subterránea del siglo II, entre túneles húmedos y lápidas sin nombre, los primeros cristianos pintaban en las paredes de las catacumbas algo más que símbolos de fe: pintaban consuelo.

En la Capilla Griega de las catacumbas de Priscila, en la Vía Salaria, sobrevive uno de esos frescos primitivos donde puede verse a una mujer sosteniendo en brazos a un niño, mientras tres figuras se acercan a ellos en actitud reverente. No hay oro ni incienso ni mirra. Solo una escena mínima, íntima y poderosa. Aunque aún no existía el concepto de “belén”, aquella imagen es el primer testimonio visual del misterio que siglos más tarde daría forma a la tradición.

En aquella época, la fe no tenía templos ni vitrales. Se compartía en secreto, se celebraba en voz baja y se dibujaba con lo poco que se tenía. Y sin embargo, ya entonces, había una necesidad urgente de representar ese momento de manera tangible. Lo hacían en frescos, en relieves, en sarcófagos, incluso en pequeños objetos domésticos. No eran obras de arte en el sentido estético moderno, pero sí eran mensajes, ventanas hacia una historia que se quería mantener viva.

Con el paso del tiempo, y especialmente a partir del siglo IV, esas representaciones se fueron haciendo más visibles y más ambiciosas. En el año 320, el emperador Constantino fijó el 25 de diciembre como la fecha oficial del nacimiento de Cristo. No fue una decisión casual: ese mismo día se celebraba en Roma la festividad del Sol Invictus, la victoria de la luz sobre la oscuridad en el solsticio de invierno. La nueva religión cristiana supo abrazar los antiguos símbolos y convertirlos en nuevos relatos.

Apenas unas décadas después, el papa Sixto III hizo construir una pequeña capilla en la basílica de Santa María la Mayor de Roma, donde colocó, según la tradición, restos de la “santa cuna” traída desde Belén. Aquel espacio, llamado ad Praesepem —“del pesebre”— se convirtió en uno de los primeros santuarios dedicados al nacimiento de Jesús y allí se celebraron algunas de las primeras liturgias navideñas documentadas. El nacimiento de Cristo ya no era solo una historia sagrada: se había convertido en una escena que podía vivirse, representarse y contemplarse.

Durante los siglos siguientes, el arte cristiano fue consolidando esta iconografía. Se empezaron a representar con frecuencia la Virgen María en adoración, el Niño acostado en un pesebre, la estrella sobre la cueva y la adoración de los Magos. Aún no se hablaba de belenes como tales, pero el lenguaje visual que daría lugar a ellos estaba tomando forma. Curiosamente, ni los Evangelios de Mateo ni los de Lucas mencionan la presencia de animales en el nacimiento. La mula y el buey, sin embargo, aparecen ya en las representaciones más antiguas, inspiradas en un pasaje del profeta Isaías: “El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo”. La tradición les dio un lugar junto al Niño como símbolo de la fe sencilla, del reconocimiento instintivo de lo sagrado.

Para entonces, la idea de plasmar lo invisible a través de lo visible estaba plenamente arraigada. No se trataba solo de recordar un hecho religioso, sino de hacer de esa escena una presencia cercana, algo que pudiera compartirse con los ojos y con el corazón. De ahí surgió la necesidad de convertir esas imágenes en algo más que pintura: en objetos tridimensionales, en pequeñas escenografías que pudieran ocupar un lugar físico en la vida de los fieles. Todavía faltaban siglos para que alguien colocara una figura de barro sobre una mesa o un pastor junto a una hoguera de corcho, pero en ese anhelo por narrar con imágenes la ternura de un Dios que se hace niño, el belén ya estaba en camino.

El nacimiento de la tradición belenista: San Francisco de Asís (Greccio, 1223)_

La noche del 24 de diciembre de 1223 no fue una noche cualquiera.

En una pequeña aldea encaramada en las montañas del Lacio, al norte de Roma, se celebró una Navidad que cambiaría para siempre la forma de contar el nacimiento de Cristo. El lugar se llamaba Greccio y quien organizó aquella celebración no era un noble ni un papa, sino un hombre flaco, austero, de voz suave y mirada ardiente. Se llamaba Francisco y lo conocían como “el pobrecillo de Asís”.

Francisco no era un hombre de grandes gestos, pero entendía el poder de lo sencillo. Había estado en Tierra Santa, había visto las grutas de Belén, había caminado entre la pobreza más cruda y había predicado una espiritualidad nueva: una fe despojada, cercana y encarnada en lo humilde. Justo por eso, quiso que aquella Navidad se viviera con los ojos y con el corazón, no desde los púlpitos, sino desde la emoción compartida del pueblo.

Pidió permiso al papa Honorio III para hacer algo insólito: representar el nacimiento de Jesús no en un altar ni en un retablo, sino en una cueva real, con heno, animales vivos y una escena en carne y hueso. El señor feudal de la zona, Giovanni Velita, se encargó de proporcionar el buey, el asno y todo lo necesario. No había figurantes. Ni Niño Jesús de carne, ni María ni José interpretados por actores. Solo un pesebre vacío, un altar de piedra improvisado y un silencio expectante. Y sin embargo, aquella noche, en la oscuridad de la cueva, ocurrió algo.

El propio Francisco, que era diácono, predicó durante la celebración, contando la historia del niño que no encontró posada y nació entre animales. Habló de la pobreza como cuna de lo sagrado. Predicó no con teorías, sino con emoción, con lágrimas en los ojos, con la ternura de quien sabe que un niño puede cambiar el mundo. Y mientras hablaba, los asistentes —campesinos, soldados, monjes, gentes del pueblo— no solo escuchaban: veían. Por primera vez, la Natividad no era un texto. Era una escena viva, real, palpable.

La leyenda, recogida por Tomás de Celano, el primer biógrafo de San Francisco, cuenta que aquella noche, cada vez que este pronunciada el nombre de “Jesús” o “Niño de Belén” le embargaba una profunda emoción y llegó a tener una visión del Mesías encarnado sobre aquellas pajas. Algunos dicen que hasta oyeron la risa de un bebé. Más allá de lo que cada uno vio o escuchó, lo importante es que todos los que estaban allí sintieron que algo profundo y misterioso había sucedido.

Esa fue la primera vez que se representó un nacimiento como lo hacemos hoy. No era aún un belén con figuras, ni tenía intención decorativa. Era una representación litúrgica, cargada de simbolismo, y con una intención clara: acercar el misterio de la Navidad al corazón del pueblo, especialmente a quienes no sabían leer, a quienes nunca habían salido de su aldea o a quienes necesitaban ver para creer.

Aquel gesto de Francisco prendió como una llama. En pocos años, la escena del nacimiento comenzó a representarse en otras cuevas, iglesias y conventos. Primero en Italia, luego en Francia y Alemania. Los franciscanos, con su red de conventos y su espíritu itinerante, llevaron consigo la costumbre de escenificar la Natividad con elementos cada vez más elaborados: imágenes de madera, retablos móviles, teatrillos devocionales… así nació, lentamente, la tradición del belén.

No era solo una forma de contar una historia sagrada. Era también una herramienta pedagógica, una vía emocional, un lenguaje visual accesible a todos. Lo que Francisco había entendido —y que aún hoy no hemos olvidado— es que el nacimiento de un niño pobre en una noche de invierno puede seguir conmoviendo al mundo, si se sabe contar con verdad.

Y eso fue, en esencia, lo que inventó en aquella noche de 1223. No un belén de museo ni una postal navideña… sino una forma de mirar, de recordar y de volver a empezar.

Del altar al taller: la expansión del belén por Europa (ss. XIV–XVII)_

Lo que comenzó en una cueva en Greccio como una escena viva y efímera fue, con el tiempo, encontrando su lugar en la arquitectura de la fe y también en la memoria del pueblo. Tras la muerte de San Francisco, los franciscanos —y más adelante las clarisas, dominicos y otras órdenes— hicieron de la representación del nacimiento de Cristo una costumbre extendida por conventos, iglesias y capillas de media Europa. Lo que antes era una predicación con palabras se transformó en imagen, gesto y materia: la Natividad se convertía, poco a poco, en imagen devocional.

Durante los siglos XIV y XV, en plena Edad Media, surgieron los primeros altares, relieves y retablos que representaban la escena del portal de Belén. Las imágenes de María, José y el Niño se esculpían en piedra o madera y comenzaban a formar parte del lenguaje iconográfico habitual en los templos. Eran piezas fijas, solemnes, pensadas para perdurar. Pero en algunos espacios, especialmente en los conventos del centro de Europa, empezaron a utilizarse imágenes móviles: pequeñas figuras de madera o de cartón recortado que se disponían sobre mesas o repisas durante los días de Navidad. Eran los primeros pasos hacia el belén portátil.

Fue también en esta época cuando comenzaron a surgir los teatros litúrgicos —los llamados “autos de Navidad”— que representaban el nacimiento de Jesús con actores, música y escenografía. A menudo, estos autos convivían con las imágenes: en las iglesias, el altar servía como telón de fondo para la representación y las figuras completaban lo que no podía decirse con palabras. Pero con el paso del tiempo, estas dramatizaciones fueron desplazadas o incluso prohibidas por la Iglesia, por miedo a que lo profano contaminara lo sagrado. Entonces, las figuras tomaron el relevo: lo que antes se representaba con personas, empezó a representarse con imágenes.

Este cambio fue decisivo. A partir del siglo XV, los talleres de escultura de Alemania, Francia, Italia y también de la Península Ibérica empezaron a producir conjuntos que no solo mostraban el Misterio, sino también escenas paralelas: la adoración de los pastores, la llegada de los Reyes Magos, la huida a Egipto, la matanza de los inocentes… Cada vez más personajes, más detalles y más humanidad. Con ello, el belén se iba alejando del altar para acercarse al hogar.

Uno de los centros más importantes de esta evolución fue el sur de Alemania y el Tirol, donde la tradición del Krippe —nombre local del belén— adquirió un carácter artesanal y familiar. Los belenes tallados en madera, pintados a mano y vestidos con telas reales, se convirtieron en parte del paisaje doméstico navideño. Las familias los montaban en casa como signo de fe, pero también como parte de la celebración estacional, compartida y transmitida de generación en generación.

En paralelo, en Italia, los talleres florentinos y venecianos empezaron a producir figuras de gran delicadeza. En Roma y Nápoles, el belén se convirtió en una verdadera manifestación de arte barroco, como veremos próximamente. Pero incluso antes de ese esplendor escenográfico, ya existía una sensibilidad creciente por dotar al belén de emoción y detalle, de convertirlo en una narración visual cercana, comprensible, humana.

Y mientras tanto, en España, también empezaban a florecer las primeras expresiones propias. En conventos castellanos y andaluces, las monjas de clausura recreaban la Natividad en escaparates de vidrio, con figuras de cera ricamente vestidas. Los retablos comenzaron a incorporar la escena del nacimiento como parte fija y algunos hogares nobles ya encargaban pequeñas representaciones escultóricas para decorar sus oratorios privados. La devoción se combinaba con el arte y el belén empezaba a encontrar su lugar entre lo íntimo y lo cotidiano.

Habían pasado ya más de tres siglos desde aquella noche en Greccio y, sin embargo, la esencia seguía siendo la misma: contar, una y otra vez, la historia de una noche sagrada que cambió el mundo. Pero ahora se contaba también con las manos de artesanos, con la mirada de escultores, con el amor de familias que esperaban la Navidad con la ilusión de colocar cada figura en su sitio. El belén había dejado de ser un gesto litúrgico aislado para convertirse en una tradición compartida, viva, en continuo crecimiento.

No era aún el belén tal y como hoy lo conocemos. Faltaban aún las plazas llenas de musgo y figuritas, los mercados de diciembre, los pastores con zambomba y el castillo de Herodes de escayola. Pero el viaje había comenzado… y no había vuelta atrás.

El belén napolitano: lujo, teatralidad y vida cotidiana (ss. XVII–XVIII)_

Si los primeros belenes nacieron como expresión de humildad y recogimiento, Nápoles vino a demostrar que la belleza y la fe también pueden contarse con exuberancia, con escenografía, con lujo y con asombro.

Durante los siglos XVII y XVIII, la capital del Virreinato de Nápoles —una ciudad vibrante, mestiza, bulliciosa y teatral— vivió uno de los momentos más brillantes de su historia. Mientras el barroco florecía en las iglesias y palacios, el belén dejó de ser una sencilla escena devocional para convertirse en un espectáculo completo, una auténtica ópera visual que combinaba arte, religiosidad y vida popular.

No se trataba ya de colocar unas figuras sobre un altar o una repisa. En Nápoles, el belén se desplegaba como una ciudad en miniatura: calles empedradas, posadas, lavanderas, mercados, mendigos, músicos, nobles, carniceros, ángeles en vuelo y diablos al acecho. Todo cabía. Todo tenía su sitio. Y en medio de ese bullicio perfectamente orquestado, en una gruta más bien discreta y algo apartada del foco principal, nacía el Niño.

Porque esa era, en esencia, la gran genialidad del belén napolitano: integrar el misterio de lo divino en el caos cotidiano de la ciudad. El portal de Belén no era un lugar sagrado y aislado, sino una escena más dentro del teatro del mundo. Y esa escena convivía con panaderos, contrabandistas, mujeres que lavaban ropa en el río, animales de corral y nobles que se paseaban por terrazas colgantes. Lo sagrado y lo profano, lo antiguo y lo contemporáneo, lo celestial y lo carnal, todo se mezclaba sin escándalo.

Los artesanos napolitanos elevaron el belén a una categoría artística de primer orden. Cada figura se modelaba en terracota con un cuidado extremo, con ojos de cristal, miembros articulados y vestiduras de seda, lino y terciopelo. Los personajes eran expresivos, teatrales, casi operísticos. No solo representaban una escena: contaban una historia, cada uno la suya. Había quien vendía castañas, quien discutía en el mercado y quien tocaba el laúd en una taberna. El belén era, literalmente, la vida misma detenida en diciembre.

En los talleres napolitanos del siglo XVIII —como los de Giuseppe Sammartino, Lorenzo Mosca o Gennaro Vassallo— se producían estas maravillas para casas nobles, iglesias y palacios. El belén se convirtió en un signo de estatus, de buen gusto, de sofisticación cultural. Cada familia acomodada quería el suyo y cada año lo completaba con nuevas escenas, nuevos personajes, nuevos animales… Se coleccionaban como si fueran obras de arte, que lo eran.

Y lo cierto es que, sin renunciar a lo religioso, el presepe napoletano se convirtió también en una radiografía del alma popular del sur de Italia. Era un espejo de la ciudad, un archivo de sus costumbres, una enciclopedia visual de sus oficios, gestos y hablas. Los nacimientos napolitanos de aquella época son, hoy, documentos históricos de valor incalculable.

El belén napolitano también supo jugar con el tiempo. Aunque representaba una escena bíblica, la ambientación era plenamente contemporánea, con arquitectura y vestimentas del siglo XVIII. Era como si los napolitanos se dijeran a sí mismos: “Si el Mesías naciera hoy, lo haría aquí, entre nosotros, entre las calles del barrio, bajo el Vesubio”.

No hay que perder de vista el contexto político y cultural de esta etapa. Nápoles, en aquel entonces bajo dominio español, fue un crisol de influencias ibéricas, flamencas e italianas, y vivía un profundo fervor religioso que alimentaba esta devoción escenográfica. El gusto por lo teatral, por lo sensual, por lo detallista, encontraba en el belén el lienzo perfecto.

De esta manera, el nacimiento se convirtió en una verdadera instalación artística —como diríamos hoy— que ocupaba salones enteros, con montañas, cielos pintados, efectos de luces y trucos ópticos. Algunos belenes incluso tenían mecanismos móviles: molinos que giraban, fuentes con agua corriente, figuras que se movían al ritmo de la música… Era, en suma, una experiencia total, donde la tradición, la espiritualidad, el arte y la vida se daban la mano.

Y aunque nació en el sur de Italia, el eco del belén napolitano pronto cruzaría fronteras. En un momento crucial del siglo XVIII, un rey con alma ilustrada y corazón napolitano lo llevaría consigo al otro lado del Mediterráneo. Su nombre era Carlos de Borbón. Y su destino, Madrid.

La llegada a España: Carlos III y el Belén del Príncipe_

La historia del belén en España no comienza en una iglesia ni en una humilde casa de campo. Comienza en un palacio. Y no uno cualquiera, sino en el Palacio Real de Madrid, donde un rey ilustrado, con gusto por la escenografía y el orden, decidió traer consigo no solo una dinastía, sino también una tradición que cambiaría la forma en que los españoles celebrarían la Navidad.

Corría el año 1759 cuando Carlos de Borbón, hasta entonces rey de Nápoles y Sicilia, llegó a Madrid para ocupar el trono español como Carlos III. Tenía 43 años, una firme vocación reformista y un afecto especial por las costumbres napolitanas que había vivido desde joven. Y entre ellas, había una que ocupaba un lugar especialmente entrañable en su corazón: el belén napolitano.

Carlos había crecido rodeado de presepi fastuosos, poblados por centenares de figuras que no solo representaban el nacimiento de Cristo, sino también la vida cotidiana del pueblo. Aquellos belenes eran, para él, una mezcla perfecta de arte, fe y humanidad. Así que, al instalarse en Madrid, no dudó en traer consigo artesanos, moldes, materiales y, sobre todo, una manera de entender la Navidad.

Fue entonces cuando encargó uno de los nacimientos más famosos de nuestra historia: el llamado “Belén del Príncipe”, destinado a su hijo, el futuro Carlos IV. No era un juego, aunque lo pareciera; era una forma de educar, de transmitir valores y de ofrecer al heredero una visión sensible del mundo. Se trataba de una colección de figuras exquisitas, vestidas con telas ricas, dotadas de una expresividad asombrosa, que representaban no solo la escena del portal, sino todo un universo social en miniatura: músicos callejeros, lavanderas, pastores, nobles, comerciantes, mendigos, soldados, ángeles, taberneros… todo con un nivel de detalle y teatralidad heredado directamente del barroco napolitano.

Cada Navidad, el belén se instalaba en los salones del Palacio Real como parte de las celebraciones de la familia real. No era solo un adorno, sino un acontecimiento. Se montaba con esmero, se ampliaba cada año con nuevas figuras y se convertía en una auténtica lección de arte y sensibilidad para quienes lo contemplaban. El belén dejaba de ser un gesto privado o conventual y pasaba a convertirse en un ritual cortesano, admirado, replicado e imitado.

El eco de aquella costumbre real no tardó en llegar al resto de la aristocracia madrileña. Las grandes casas nobles empezaron a encargar sus propios nacimientos, muchas veces a los mismos artesanos que trabajaban para palacio. Los talleres especializados florecieron, especialmente en Madrid, en Sevilla y en Murcia. Y con el tiempo, la afición por montar el belén se fue democratizando. Lo que empezó en los salones reales acabó colándose en los hogares burgueses y, más adelante, en las casas populares.

Pero no olvidemos que todo comenzó con aquel gesto de Carlos III: traer a Madrid no solo una tradición artística, sino una mirada del mundo, en la que lo divino y lo cotidiano podían convivir con naturalidad, con belleza y con ternura.

Hoy, aquel Belén del Príncipe se conserva —al menos en gran parte— y se expone cada año en el Palacio Real, como un puente entre la historia y la emoción. Contemplar sus figuras es asomarse al siglo XVIII, pero también al corazón de una tradición que, desde entonces, forma parte inseparable de la Navidad madrileña. Es, en definitiva, el punto de partida de nuestro belenismo, entendido no solo como representación religiosa, sino como arte popular, como memoria cultural y como símbolo compartido.

Madrid, capital del belén: del Palacio Real a las casas populares_

Hay tradiciones que, una vez arraigan, ya no se marchan. Basta con que alguien encienda la chispa adecuada —en este caso, un rey con alma de escenógrafo y corazón napolitano— para que la costumbre salte de salón en salón, de calle en calle, hasta colarse en los hogares humildes, donde realmente echa raíces.

Eso fue exactamente lo que ocurrió con el belén en Madrid. Desde que Carlos III hiciera del presepe una joya de corte, la capital se convirtió en el epicentro del belenismo en España, el lugar donde el nacimiento de Jesús dejó de vivirse solo en las iglesias y empezó a celebrarse también sobre mesas camilla, repisas de comedor y aparadores de mueble bar. El belén saltó del mármol del Palacio Real a la madera de los muebles populares, y en ese tránsito encontró su verdadera fuerza: la cercanía.

Durante el siglo XIX, Madrid vivió una transformación profunda: crecía, se industrializaba, se modernizaba… pero también se aferraba a sus costumbres. Y entre ellas, el belén fue ganando protagonismo año tras año. Los conventos —especialmente los de monjas— mantuvieron viva la tradición con belenes artísticos, delicados, elaborados con figuras de cera, telas ricas y escenografías llenas de simbolismo. Algunos conventos abrían sus locutorios en Navidad para que los madrileños pudieran contemplar esas maravillas. Era un acontecimiento navideño en sí mismo: el belén de las Carboneras, el de las Comendadoras, el de las Jerónimas

Pero al mismo tiempo, y casi sin darnos cuenta, el belén se hizo también cosa del pueblo. Las familias madrileñas comenzaron a montar sus propios nacimientos en casa, con lo que tuvieran a mano: figuras de barro cocido compradas en los puestecillos de la Plaza Mayor, cartones recortados pintados a mano, animales de plástico reciclados de otros juguetes, musgo traído del campo o de la sierra, serrín teñido, ríos de papel de aluminio y estrellas de cartulina. No hacía falta más. Bastaba con el cariño y el recuerdo.

La Plaza Mayor fue, durante todo el siglo XX (y sigue siéndolo hoy), el gran mercado del belén madrileño. Desde finales de noviembre, los soportales se llenaban de puestos donde se vendía todo lo necesario para recrear la escena navideña: pastores, puentes, castillos, palmeras, cuevas, lavanderas, ovejas, patos, leñadores y, por supuesto, el portal con la Sagrada Familia. Los niños miraban embelesados, los padres regateaban y siempre caía una figura nueva para completar el conjunto. El belén se montaba en familia, a veces en secreto, otras con alboroto, pero siempre con emoción. Era una ceremonia tan importante como poner el árbol e incluso más, porque el belén tenía algo de sagrado y teatral al mismo tiempo.

Y es que el belén, en Madrid, nunca fue solo una representación religiosa. Fue —y es— un espejo de la ciudad y de sus habitantes. En muchos hogares, las escenas del nacimiento convivían con guiños castizos: un pastor con gorra, una lavandera con refajo madrileño, una taberna con nombre de barrio, un carnicero con cara de cuñado. Cada casa hacía su versión, mezclando lo bíblico con lo cotidiano. Como en Nápoles, pero con acento de Chamberí.

Durante el franquismo, el belén vivió una especie de institucionalización. Se promovió como símbolo de la "Navidad tradicional española" y muchas escuelas, parroquias y entidades públicas comenzaron a montar nacimientos como parte de su calendario navideño. Algunos eran imponentes, con mecanismos, luces, música y hasta nieve artificial. Otros, más humildes, se instalaban en escaparates, portales de vecinos o casas regionales. Pero todos contribuían a llenar Madrid de belenes, como si la ciudad entera se convirtiera en una gran escenografía navideña.

Y así, año tras año, generación tras generación, el belén fue tejiendo un hilo invisible que unía a abuelos con nietos, a barrios con conventos, a palacios con viviendas obreras… En las casas de Lavapiés o Tetuán, de Vallecas o Salamanca, se repetía el gesto entrañable de montar el belén con manos pequeñas y ojos ilusionados, de arreglar la estrella, de esconder el caganer con picardía, de pelear por colocar el río bien doblado.

Madrid, sin pretenderlo, se convirtió en capital sentimental del belén. No por ostentar el más antiguo, ni el más grande, ni el más costoso, sino por haber sabido conservar el espíritu: ese modo de vivir la Navidad como una escena compartida, casera, repetida, imperfecta y mágica.

Y aún hoy, en pleno siglo XXI, con luces LED, vídeos virales y árboles sintéticos, el belén sigue ahí. En las casas que lo montan como siempre y en las que lo hacen por primera vez. En los abuelos que enseñan, en los nietos que preguntan, en los rincones de la ciudad donde lo sagrado y lo popular vuelven a darse la mano cada diciembre.

El belén en el arte y la cultura popular contemporánea (ss. XX–XXI)_

Pocas tradiciones han sobrevivido a los cambios del mundo moderno con la naturalidad —y la tozudez entrañable— con que lo ha hecho el belén. Porque, aunque todo a su alrededor haya cambiado —las ciudades, las costumbres, las familias, incluso la forma de celebrar la Navidad—, el belén sigue apareciendo cada diciembre, como quien regresa a casa sin pedir permiso.

Durante el siglo XX, el nacimiento fue reinventándose en paralelo a la sociedad que lo acogía. En los años de la posguerra, fue refugio de espiritualidad sencilla, armado con humildad en casas donde escaseaba todo menos el cariño. En las décadas de desarrollo económico, se convirtió en un símbolo de unidad familiar, de tradición compartida. Los niños ya no solo lo contemplaban: lo montaban, lo decoraban, lo recreaban… y en ese juego, sin saberlo, repetían un gesto que venía de siglos atrás.

Las figuras evolucionaron también. Si en el XIX reinaban el barro cocido y la cera, el siglo XX trajo el yeso pintado, la escayola, el plástico, la resina, incluso el cartón piedra. Los nacimientos se hicieron más accesibles, más industriales, pero no por ello menos entrañables. Algunas casas conservaron belenes heredados; otras los renovaban cada año. Y en todas, el belén era algo más que un objeto: era una ceremonia doméstica, un espacio de reunión y un recuerdo que se volvía tangible.

En paralelo, comenzaron a surgir los concursos de belenes escolares, parroquiales y municipales, que impulsaron la creatividad popular y convirtieron cada diciembre en un festival de ingenio: belenes reciclados, móviles, de barro, de papel, de plastilina… Madrid, como tantas ciudades españolas, se llenaba de nacimientos instalados en escaparates, sedes de distritos, centros culturales y colegios. Algunos eran pequeños universos, con luces, sonidos, efectos especiales. Otros, más humildes, brillaban por su ternura. Y todos cumplían la misma misión: reunir, emocionar y narrar.

Pero el belén no se quedó quieto. Con la llegada del siglo XXI, ha sabido dialogar con los nuevos tiempos, a veces con nostalgia, otras con provocación. Y así, en las últimas décadas, el belén ha entrado en los museos, en las galerías, en el arte contemporáneo, en las redes sociales y hasta en el debate público.

Artistas como Cristina García Rodero, Equipo Crónica, Ouka Lele, Isidro Ferrer o Antonio Ballester Moreno, entre otros muchos, han reinterpretado la Natividad desde lenguajes actuales, sin renunciar a su profundidad simbólica. Se han creado belenes conceptuales, minimalistas, feministas, inclusivos, críticos o interculturales. Algunos emocionan, otros incomodan. Pero todos confirman que el belén, lejos de ser una pieza de museo, sigue vivo, latiendo en el centro de la sensibilidad colectiva.

También han surgido formas nuevas de montaje y exhibición: belenes virtuales, digitales, animados… En tiempos de pandemia, muchos hogares recuperaron la costumbre de montar el belén como una forma de recuperar cierta estabilidad emocional y comenzaron a compartirlo por Instagram o TikTok. En un mundo globalizado, donde las tradiciones tienden a diluirse, el belén se ha convertido en un acto de resistencia amable: una forma de decir “esto es lo nuestro”, sin renunciar al presente.

Incluso desde el humor y la sátira, el belén ha sabido reírse de sí mismo sin perder su alma. Algunos belenes contemporáneos incorporan guiños actuales: un pastor con móvil, un Herodes con traje de político, un Niño Jesús rodeado de cámaras de televisión o de abuelas con mascarilla. Y en esas licencias se revela algo hermoso: que el belén sigue hablando de nosotros, con nuestras luces y nuestras sombras, como lo ha hecho siempre.

Y es que, en el fondo, montar el belén —más allá de creencias o estilos— es un acto profundamente humano. Es construir, cada año, una escena en la que caben el amor, la espera, la esperanza, la memoria y la ternura. Una escena que, aunque cambie de forma, sigue teniendo el poder de emocionarnos. Y eso, en los tiempos que corren, ya es un milagro.

La infancia en miniatura_

Montar el belén no es solo una tarea doméstica. Era una ceremonia sagrada envuelta en rituales cotidianos, un momento de reunión sin prisas, de manos pequeñas colocando pastores, de adultos que recuperan por un rato esa mirada que solo se tiene cuando uno cree en los milagros. Porque el belén, en el fondo, no representa solo el nacimiento de Jesús: representa también el nacimiento de la memoria. Un reencuentro con nosotros mismos, con quienes fuimos, con quienes ya no están y con quienes acababan de llegar.

Porque en cada belén habita una historia familiar. Hay quien lo monta por devoción, quien lo hace por costumbre, quien lo hace por los niños y quien lo hace porque, si no se monta, la casa se queda coja. Hay belenes que parecen museos y otros que parecen sueños. Los hay sobrios, barrocos, minimalistas, caóticos, divertidos, inclasificables. Pero todos, absolutamente todos, tienen algo de infancia encapsulada, de emoción detenida en miniatura.

Y quizá por eso el belén sigue vivo. Porque, más allá de su forma, de sus materiales o de sus modas, nos recuerda una verdad muy simple: que hay un lugar al que siempre podemos volver. Un lugar donde caben el asombro, la fragilidad, la espera, la ternura… Un lugar donde las estrellas se cuelgan con alfileres y los milagros caben en la palma de una mano.

Ese lugar —ese refugio— es el belén. Y mientras haya alguien que coloque una figura, que dibuje un río con papel, que esconda al caganer detrás del pozo… mientras haya alguien que haga todo eso, no solo seguirá viva una tradición: seguirá viva la infancia.


Félix Lope de Vega y Carpio (Madrid, 1562-1635). Historia de Madrid

Félix Lope de Vega y Carpio (Madrid, 1562-1635)

Campanitas de Belén,
tocad al Alba que sale
vertiendo divino aljófar
sobre el Sol que della nace,
que los ángeles tocan,
tocan y tañen,
que es Dios hombre el Sol
y el Alba su madre:
din, din, din, que vino en fin,
don, don, don, San Salvador,
dan, dan, dan, que hoy nos le dan,
tocan y tañen a gloria en el cielo
y en la tierra tocan a paz
— Félix Lope de Vega


¿cómo puedo encontrar el belén del príncipe en Madrid?