El mercado de las maravillas

Mercadillo navideño de Madrid. Historia de Madrid

Mercado de Navidad. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Mercadillo de Navidad: una tradición viva en Madrid

Hay gritos que trascienden el celuloide, que se clavan en la memoria colectiva y resuenan más allá del tiempo. Uno de ellos, sin duda, es aquel lamento ronco e inolvidable de Pepe Isbert, el abuelo de España:

—¡Chencho! ¡Chencho, hijo mío!

Quien haya crecido en una familia española entre los años 60 y 90 no necesita más contexto. Basta escuchar ese nombre —Chencho— para que, como por arte de nostalgia, se dibuje en su mente una estampa inconfundible: el mercadillo navideño de la Plaza Mayor de Madrid, repleto de casetas, bullicio, villancicos con eco metálico y padres con esa mezcla de resignación y ternura que susurran: “¿pero quién nos mandaría traer al niño?”. Una postal navideña que millones de españoles conservamos, sin necesidad de filtros ni stories, en glorioso blanco y negro.

La gran familia, estrenada en 1962, capturó mucho más que una simpática anécdota cinematográfica: atrapó la esencia misma de la Navidad madrileña. Ese caos entrañable, ese hervidero de emoción ingenua, tradición familiar y multitudes apelotonadas que hacen de diciembre un mes con banda sonora propia y aroma a musgo húmedo, azúcar glas y papel de estraza.

Pero Chencho no se perdió solo en la Plaza Mayor: se nos perdió a todos un pedazo de infancia entre aquellas casetas de madera. Lo hermoso es que, año tras año, seguimos volviendo allí —como el abuelo, como el padre, como el Chencho ya adulto que somos— con la secreta esperanza de reencontrarnos con aquello que fuimos.

Porque, ¿qué tienen esos mercadillos de Navidad que nos llaman, incluso cuando ya no creemos en los Reyes Magos, cuando los villancicos suenan a hilo musical o cuando el turrón cuesta como si lo fabricaran en Suiza? Tienen ese algo que no se compra ni se vende, pero que se esconde entre una figurita de pastor con oveja, una estrella fugaz pintada con prisas y una señora regateando una corona de muérdago como si le fuera la pensión en ello.

Ese algo se llama memoria emocional. Y en Madrid tiene nombre y apellido: Mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor.

Hoy lo vemos tan pulcro, tan estéticamente tirolés, con casetas de madera uniforme y luces LED que brillan con eficiencia energética. Pero su historia es mucho más larga, más ruidosa y más castiza. Arranca con carretas de pavos vivos, toldos de lona, zambombas más ruidosas que afinadas y un mercado que no solo vendía cosas: vendía ilusión, envuelta en papel de periódico.

Vamos a recorrer juntos esa historia. Desde sus orígenes en la vieja Plaza del Arrabal hasta la masificación turística de nuestros días, pasando por vendedores ambulantes, pavos con los días contados, villancicos a ritmo de reggaeton y un sinfín de figuritas que parecen susurrarnos desde cada puesto:

—¿Te acuerdas de mí?

Ponte la bufanda, mete las manos en los bolsillos y acompáñanos en este paseo. Porque este artículo no es solo un repaso a la historia del mercadillo: es una carta de amor a esas Navidades que ya no son… pero que, de alguna manera, nunca se han ido del todo.

siglos XIV–XVII: Orígenes medievales: del Arrabal al corazón de la villa_

Mucho antes de que Madrid tuviera metro, Gran Vía, luces navideñas o a Chencho dando vueltas entre casetas, la ciudad no era más que un caserío rodeado de huertas, murallas y caminos polvorientos. Por ellos transitaban mulas, rumores, mercaderes y un bullicio aún sin forma de capital. En aquel Madrid sin Corte, de cielos abiertos y olor a leña, nació —como tantas cosas importantes— el germen de una costumbre que acabaría arraigando como tradición: el mercado invernal.

Corría el siglo XIV cuando Enrique IV de Castilla, con más voluntad que sentido urbanístico, autorizó la celebración del primer mercado franco en Madrid. Se habilitaron dos espacios para ello: la Plaza de San Salvador (hoy Plaza de la Villa), dentro del recinto amurallado, y una explanada extramuros conocida como la Plaza del Arrabal, donde se mezclaban carros, arrieros, comerciantes y el polvo del camino. La de San Salvador era más noble, más recogida… pero era la del Arrabal la que tenía vida.

Como suele suceder en Madrid, lo que empieza en los márgenes acaba en el centro. Aquel espacio caótico y popular fue conquistando poco a poco el favor de madrileños y forasteros. Llegaban productos de Toledo, de Alcalá, de Aranjuez… Los carros descargaban hortalizas, vino, animales vivos, carbón, frutas secas, telas, velas, incluso reliquias de dudosa procedencia, justo antes de que el invierno cerrara los caminos y la ciudad se recogiera sobre sí misma.

Aquellos mercados invernales no eran aún “navideños” en el sentido que hoy entendemos —ni árboles, ni luces, ni turrón con almendras enteras—, pero sí nacían del mismo impulso humano: aprovisionarse, celebrar, preparar la mesa y compartir lo que se tuviera antes de que llegaran el frío, el Adviento y los días breves. La ciudad se encogía… y el mercado abría los brazos.

En 1561, con la llegada de Felipe II y el traslado definitivo de la Corte a Madrid, el asunto se volvió más serio. El rey, poco amante del caos, encargó al mismísimo Juan de Herrera —sí, el del Escorial— que pusiera orden en aquel revoltijo de carros, toldos y barro. Madrid necesitaba una plaza como Dios manda, digna de la capital de un imperio.

Fue su hijo, Felipe III, quien dio el paso decisivo: en 1617, el arquitecto Juan Gómez de Mora transformó la antigua Plaza del Arrabal en lo que hoy conocemos como la Plaza Mayor. En 1619 se inauguraba con toda pompa. Ya no era solo un lugar de intercambio: era el escenario del poder, la fiesta y la vida pública. Allí se celebraban autos de fe, procesiones, corridas de toros, ejecuciones, espectáculos teatrales… y, por supuesto, se seguía vendiendo de todo. Porque Madrid no se entiende sin su mercado.

Y es justo en ese cruce de siglos cuando empieza a esbozarse el espíritu del mercadillo navideño. En diciembre, los puestos se llenaban de alimentos de temporada: dulces, frutas, aves, corderos, cañas de azúcar, nueces, almendras, vino dulce… Y también empezaban a asomar juguetes artesanales, estampas religiosas, musgo, velas, panderetas y otros artículos que, sin saberlo, iban componiendo las primeras piezas del puzzle que hoy llamamos “Navidad” en Madrid.

Aún no existía el envoltorio sentimental y familiar que llegaría con el siglo XIX, ya había calle, color, ruido y aromas que prefiguraban lo que vendría. La vieja Plaza del Arrabal, ya con su nuevo nombre de Plaza Mayor, se convertía poco a poco en mucho más que un mercado: en el espejo de un alma colectiva que cada diciembre comenzaba a vibrar con algo especial.

siglos XVII y XVIII: El mercado navideño toma forma_

Madrid era entonces una ciudad que olía a leña húmeda, a cera derretida, a sardinas en escabeche… y a pavos que aún ignoraban que su destino estaba escrito en la mesa de Nochebuena.

En ese escenario barroco, la Plaza Mayor —recién rematada, cuadrada, solemne y porticada— comenzó a latir al ritmo de las estaciones, con un pulso especial cada vez que se acercaba diciembre.

Porque una cosa estaba clara: aunque los madrileños vivieran en casas frías, con la ropa justa y más misas que días tiene el año, la Navidad se celebraba igual. Con menos ornamento, pero con más ganas. Con menos luces, pero con mucho más ruido. Un ruido de calle, de vida… y de fiesta.

Ya en el siglo XVII se documenta la existencia de un pequeño mercado invernal en la vecina Plaza de Santa Cruz, ese rincón entre conventos y soportales que cada diciembre se animaba con la llegada de comerciantes ambulantes. Traían aves vivas, frutas, verduras, flores, dulces, instrumentos musicales, figuritas de barro y otros objetos festivos que hacían las delicias de la ciudad en vísperas de la Natividad.

Los primeros vendedores encontraron allí una ventaja clave: al estar fuera del recinto fiscal de la villa, podían eludir el temido portazgo, el impuesto que gravaba las ventas en el interior de Madrid. Pero aquel pequeño privilegio duró poco: el éxito del mercado creció con tal rapidez que no pasó desapercibido. Lo que aún no tenía nombre oficial de “mercado navideño” ya olía a fiesta, sonaba a fiesta y se vivía como tal.

Cada rincón libre era ocupado. Las calles adyacentes —las Cavas, Puerta Cerrada, la calle del Arenal, la de Toledo— se llenaban de bullicio. Y entre regateos, chillidos de pavos y redobles de tambor, Madrid comenzaba a construir, sin saberlo, su primera banda sonora navideña.

La música de entonces no tenía acordes ni partitura. Era puro estruendo: zambombas quejumbrosas, carracas chirriantes, tamboriles machacones, panderetas y alguna copla improvisada que resonaba entre soportales. Más que un villancico, aquello era una guerra sonora en miniatura… y entrañable.

Mientras tanto, en la Plaza Mayor, los productos se apilaban sin orden pero con abundancia: turrones llegados de Alicante y Zaragoza, mazapanes de Toledo, frutas escarchadas, frutos secos de todas partes, cañas de azúcar, miel de la Alcarria, jamones y chorizos de Extremadura, quesos de Villalón, corderos de Navarra, pavos de las dos Castillas y de Andalucía… Y el imprescindible besugo, que viajaba desde Laredo o La Coruña a una velocidad tal que dio origen al célebre refrán: “El besugo mata mulo”, por lo rápido que debían correr los arrieros para que llegara fresco a Madrid.

Estas fechas eran especialmente fructíferas para los comerciantes. La Navidad suponía un esfuerzo colectivo: muchas familias, aunque humildes, intentaban ofrecer en sus mesas una variedad de productos que se saliera de lo cotidiano. Así lo recoge con gracia y viveza Don Ramón de la Cruz, uno de los grandes cronistas del casticismo madrileño, en su sainete La Plaza Mayor por Navidad (1765), donde retrata con fino humor el bullicio y la variedad del mercado en plena efervescencia.

A todo este festín se sumaban los siempre queridos artículos de broma (sí, ya estaban por ahí): caretas, antifaces, narices postizas, muñecos de trapo y un sinfín de cachivaches que hacían reír a los niños y desesperar a sus padres.

Lo más hermoso, sin embargo, era cómo la Plaza Mayor y Santa Cruz parecían repartirse el alma navideña de la ciudad:

  • En la Mayor, el festín: pavos, besugos, dulces, vino, manteca y almendras.

  • En Santa Cruz, la magia: figuras de belén, corcho, musgo, estampas y velas.

No había todavía casetas de madera, ni licencia municipal, ni precios marcados. Pero sí había algo mucho más valioso: la sensación de que al pasear por aquellas plazas en diciembre, uno estaba entrando en una postal viva.

Con luces de aceite, músicas estridentes, olores embriagadores y el frío calando hasta los huesos, Madrid —casi sin darse cuenta— había inventado su propio “mercado navideño”. Un lugar donde ya no solo se compraban cosas: se compraban momentos.

Siglo XIX: bullicio, sabores y villancicos

El siglo XIX llegó a Madrid con aires de cambio… pero también con frío, hambre atrasada y una irrefrenable necesidad de alegría. Eran tiempos convulsos, de guerras, regencias, pronunciamientos y sobresaltos que habrían hecho temblar hasta al más templado. Y sin embargo, cuando llegaba diciembre, todo parecía detenerse en torno a una certeza inamovible: la Plaza Mayor se convertía en el estómago —y la garganta— de la Navidad madrileña.

Y sí, decimos garganta porque vaya si se gritaba. Gritaban los comerciantes ofreciendo besugos a voz en cuello, gritaban las paveras cargadas con sus ejemplares de patas atadas y mirada altiva, gritaban los niños con sus zambombas recién estrenadas… y gritaban las zambombas, claro, como si tuvieran vida propia.

Era una Navidad bulliciosa, desordenada, atronadora… y profundamente entrañable.

Una sinfonía callejera de tambores y villancicos roncos

Las crónicas del XIX no se andan con eufemismos: describen la Plaza Mayor como un hervidero. Toldos de lona, esteras en el suelo, pilas de frutas, montañas de pavos vivos, dulces apilados, instrumentos chirriantes… y un ir y venir constante de gente que parecía no agotarse nunca.

Como escribió un cronista con cierto humor: “Durante estas fiestas, no hay chico sin tambor, rabel o zambomba… con cuya ayuda romperían la cabeza a su familia y a toda la vecindad.”

Todo valía si hacía ruido. Porque en el Madrid decimonónico, el ruido era sinónimo de calle viva, de alegría compartida, de una Navidad que no se escuchaba… se sentía.

Comer, comprar, compartir… y volver con los bolsillos tiritando

Pero si algo dominaba la escena navideña era, sin duda, la comida. En una época en que la escasez era el pan de cada día, la mesa de Nochebuena se convertía en un acto de resistencia y de celebración. Comer bien en Navidad no era solo un placer: era una forma de afirmar que, pese a todo, la vida seguía. Y en la Plaza Mayor había de todo y para todos los bolsillos:

  • Besugo fresco, llegado a paso ligero desde Laredo o La Coruña.

  • Capones, pavos, faisanes, pollos vivos que cacareaban su incierto destino entre manzanas y cebollas.

  • Turrones de Jijona, guirlaches de Zaragoza, mazapanes de Toledo, frutas escarchadas, cañas de azúcar y jaleas dulzonas.

  • Frutas y frutos secos: naranjas de Valencia y Murcia, higos y dátiles de Elche, uvas, castañas de La Vera, piñones, almendras…

  • Vinos de Arganda, Tarancón y Yepes, para brindar o dormir al cuñado.

  • Y una geografía de embutidos: chorizos de Extremadura, carnes saladas de Galicia, mantecas de la Vega de Pas…

Era como si toda España pasara por allí para ofrecer sus manjares a la capital. “Las provincias le rinden sus presentes”, titulaba El Imparcial. Y nadie salía de allí con las manos vacías. Lo habitual era volver a casa con el bolsillo tiritando y la cesta rebosante.

Pavos en procesión… y el principio del fin

Una de las postales más castizas y ruidosas de aquellas Navidades era el desfile de pavos vivos por las calles. Las paveras recorrían media ciudad con sus aves atadas, gritando “¡Pavos! ¡Pavos!” mientras sorteaban carros y transeúntes con la dignidad marcial de un general romano. Era una procesión pagana, una cabalgata emplumada rumbo al sacrificio cárnico.

Pero el progreso es inflexible. En 1894, una orden municipal —más compasiva con los vecinos que con las aves— prohibió esta práctica, trasladando la venta a la Plaza de los Mostenses. Y con ello se esfumó uno de los rituales más pintorescos del preludio navideño madrileño.

Una postal viva de la Navidad castiza

Revistas ilustradas como La Ilustración Española y Americana, El Museo Universal o Blanco y Negro dedicaban cada año grabados y crónicas a la Plaza Mayor en Navidad. La retrataban como lo que era: un cruce entre mercado, teatro y rito urbano. Un lugar donde Madrid se miraba al espejo, diciembre tras diciembre, y se reconocía sin aditivos ni imposturas.

Porque la Plaza Mayor, en Navidad, no necesitaba disfrazarse de postal centroeuropea. Ya lo era.

1860–1950: unificación y modernización del mercado navideño_

A mediados del siglo XIX, Madrid ya no era aquella villa barroca de calles embarradas y aguadores vociferantes. La ciudad había crecido. Se vestía con bulevares elegantes, cafés de mármol, farolas de gas, tranvías chirriantes y, sobre todo, con una idea moderna —y revolucionaria para la época—: que, en algún momento, las cosas debían estar ordenadas. Y claro, el mercadillo navideño no iba a ser la excepción.

Durante décadas, como ya hemos visto, el mercado de Navidad se había expandido de forma natural y desordenada por varias plazas y calles del centro: la Plaza Mayor como gran despensa de alimentos; la Plaza de Santa Cruz, dedicada a belenes, juguetes e instrumentos; y otras arterias como Arenal, Toledo o Ciudad Rodrigo, que se sumaban a la celebración con tenderetes improvisados.

Pero aquel entramado popular era ya demasiado para una capital que quería parecerse a París o Viena. Así que, en 1860, el Ayuntamiento dio un paso decisivo: centralizar el mercadillo navideño en la Plaza Mayor.

Desde entonces, la plaza acogió tanto los productos gastronómicos como las figuras, adornos e instrumentos típicos, desplazando progresivamente a Santa Cruz y convirtiéndose, por primera vez, en el corazón único y visible de la Navidad madrileña. Una decisión que no solo marcó un cambio urbano: hizo de la Plaza Mayor el epicentro emocional y simbólico de las fiestas en Madrid.

El mercado entra en nómina

Con la institucionalización llegaron las tasas, los reglamentos y las ordenanzas. Lo que antes era venta libre con aroma a regateo, pasó a requerir licencia municipal, abonada —por supuesto— a precio de temporada alta:

“Cinco pesetas por cada metro cuadrado o fracción en la Plaza Mayor, calle de Ciudad Rodrigo, Zaragoza y Plaza de Santa Cruz.”

Se regularon también normas de higiene, horarios, límites de ocupación, presencia policial… e incluso revisiones veterinarias para los animales que aún se vendían en aquellos primeros años del cambio.

Este nuevo marco normativo no apagó el espíritu del mercado, pero sí lo recondujo. El bullicio no cesaba, las zambombas seguían crujiendo, los pavos cacareaban con resignación y los niños chillaban con entusiasmo… solo que ahora todo ocurría con el beneplácito del Ayuntamiento.

1944: un giro en la cesta

Un cambio profundo llegó en 1944, cuando el Ayuntamiento, escudándose en razones de higiene, espacio y control, prohibió la venta de productos alimenticios en la Plaza Mayor.

La medida marcó un antes y un después. Los tradicionales pavos, besugos, corderos, frutas y turrones desaparecieron de la plaza para siempre. En su lugar, se impusieron los puestos de decoración: figuritas del belén, musgo, bromas, luces, espumillón…

La Navidad madrileña, sin perder su esencia, cambió de cesta. El estómago dio paso al alma.

Se perdió el mercado de víveres, pero nació un nuevo símbolo: la Plaza Mayor como imagen reconocible, estética y emocional de las fiestas. Un espacio para soñar más que para llenar la despensa.

Arquitectura navideña: de toldos a casetas

Durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, el mercadillo mantuvo su vitalidad… pero no su forma. Los puestos eran aún muy heterogéneos: unos con lonas, otros con tablones, cortinas de hule, esteras… Un caos encantador, sí, pero también visualmente desordenado.

El gran cambio llegó en 1950, cuando el Ayuntamiento decidió unificar el modelo de puesto: casetas de madera, estructura fija y estética coherente. Nacía así la imagen del mercadillo tal como hoy lo conocemos: ordenado, atractivo, acogedor… sin perder su alma castiza, pero con un aire que ya miraba, tímidamente, a los mercados navideños centroeuropeos.

Una herencia compartida

A pesar de tantos cambios, hubo algo que permaneció intacto: el carácter familiar e intergeneracional del mercadillo. Mientras Madrid se modernizaba —y el país trataba de dejar atrás la posguerra—, la Plaza Mayor seguía siendo ese rincón donde padres e hijos compartían frío, chocolate, figuritas de barro y panderetas imposibles de guardar sin conflicto doméstico.

Era —y sigue siendo— el lugar donde uno aprendía a mirar, a desear… y con suerte, a recibir. El lugar donde diciembre deja de ser un mes y se convierte en una emoción compartida… un escaparate vivo del Madrid que, incluso en los momentos más oscuros, seguía creyendo en la Navidad.

Décadas finales del siglo XX: entre la tradición y el folclore_

Después de Chencho, nada volvió a ser igual.

Bueno… Madrid siguió siendo Madrid —con su tráfico, sus atascos, sus prisas eternas—, pero cuando llegaban las fiestas, la Plaza Mayor se transformaba, a ritmo de costumbre, en un refugio emocional colectivo. Un lugar al que ir, aunque no tuvieras nada que comprar. Un ritual urbano que se repetía cada diciembre con la puntualidad del turrón.

Durante las últimas décadas del siglo XX, el mercadillo navideño dejó de ser únicamente un espacio de compraventa para convertirse en un símbolo vivo de la ciudad. Un símbolo que oscilaba entre la tradición, el folclore, la nostalgia… y, cómo no, el sentido práctico.

De mercado a postal

En los años 70 y 80, el mercadillo fue ganando en coherencia estética. Las casetas de madera sustituyeron por completo a los antiguos tenderetes improvisados y el Ayuntamiento comenzó a cuidar más la distribución, los accesos y hasta el alumbrado navideño.

Las casetas se decoraban con guirnaldas luminosas, coronas de acebo, figuras colgantes y techos nevados —de mentira, pero con encanto—. Madrid se acercaba, en apariencia, a los mercados centroeuropeos… aunque sin perder su acento.

Porque aquí, entre un pastorcillo y una estrella fugaz, no faltaba nunca un bocadillo de calamares, un grito de “¡venga, que esto vuela!” y una pandereta que sonaba más a verbena que a misa del gallo.

El auge del artículo de broma

Si hubo un protagonista inesperado en esta etapa, fue sin duda el artículo de broma. Aquel catálogo castizo y kitsch que se adueñó de muchas casetas: pelucas fluorescentes, gafas gigantes, narices de payaso, sprays de espuma, gorros de Papá Noel con trenzas de plástico, caretas de políticos, diademas con cuernos de reno…

¿Tenían algo que ver con el belén o el espíritu navideño? No demasiado.

¿Eran imprescindibles en el mercadillo? Absolutamente.

Los niños —ya de vacaciones— se volvían locos. Los adolescentes hacían el payaso. Los padres suspiraban. Y los abuelos recordaban aquellos años en que, con suerte, lo único que se podía comprar era una figurita de barro y un poco de musgo.

Y aun así, todos participaban, a su manera, en ese circo entrañable que se repetía cada año bajo el cielo helado de Madrid.

La cita obligada de diciembre

Durante estas décadas, visitar el mercadillo de la Plaza Mayor se convirtió en un rito ineludible. No era diciembre en Madrid hasta que no habías pasado por allí. Hasta que no habías comprado esa figurita nueva “por si acaso”, hasta que no te habías tropezado con un amigo, hasta que no habías dicho:

—Está igual que siempre… pero más lleno.

Familias enteras llegaban desde los barrios, la periferia e incluso de fuera de la ciudad. El plan era sencillo y repetido: abrigo gordo, merienda en la mochila, paseo por el mercadillo, compra improvisada, foto familiar y recompensa final en forma de bocata de calamares o chocolate con churros de San Ginés.

Era Madrid celebrando con lo que tenía, con lo que era, sin disfraces ni cartón piedra. Con frío, con ilusión, con caos… y con ese encanto tan difícil de definir y tan fácil de recordar.

Una tradición que resiste el paso del tiempo

Y lo más valioso de todo es que, pese a los cambios estéticos, sociales y culturales, la esencia del mercadillo no se perdió. Siguió siendo ese lugar donde las generaciones se daban la mano. Donde un padre señalaba una caseta diciendo “mira, ahí compraba el abuelo conmigo” y donde, años después, ese hijo haría lo mismo con sus propios hijos.

Porque el mercadillo —más allá de sus luces, de sus bromas, de sus belenes y de sus gorros ridículos— vende memoria compartida. Vende infancia. Vende recuerdos envueltos en papel de estraza y espumillón.

Siglo XXI: reinventarse sin perder la esencia_

A estas alturas del siglo XXI, cuando la Navidad se anuncia con campañas de marketing emocional y los villancicos compiten en Spotify con reguetón festivo, uno podría pensar que el mercadillo de la Plaza Mayor es un anacronismo con luces. Un vestigio romántico, una foto de calendario, un decorado nostálgico para turistas con gorro de reno.

Y sin embargo… ahí sigue. Inmutable en el calendario emocional de la ciudad. Cada diciembre, como si el tiempo se hiciera un ovillo, Madrid vuelve a contarse a sí misma entre casetas, luces y figuritas de barro.

Porque el mercadillo, lejos de desvanecerse, ha demostrado una sorprendente capacidad de adaptación sin renunciar a su esencia. Ha sabido resistir sin disfrazarse, transformarse sin desfigurarse. Y lo ha hecho siendo lo que siempre fue: un refugio colectivo donde la ciudad celebra, recuerda y se reencuentra consigo misma.

Nuevos tiempos, nuevas miradas

Desde el año 2000, el mercadillo ha vivido una renovación silenciosa pero profunda. El auge del turismo internacional, la modernización del centro histórico y la voluntad institucional de proyectar una imagen navideña “fotogénica” impulsaron una transformación estética y organizativa.

Las casetas de madera —ya consolidadas desde los años 80— comenzaron a decorarse con más esmero: imitaban casas alpinas, con techos nevados, detalles artesanales y guirnaldas más sofisticadas. Pero el cambio más relevante llegó en 2008, cuando el Ayuntamiento tomó una decisión clave: separar los artículos navideños de los de broma.

Desde entonces, la Plaza Mayor quedó reservada exclusivamente a los puestos de figuras del belén, luces, estrellas, árboles, musgo, nacimientos y decoración navideña. Los artículos de broma, disfraces y demás cachivaches festivos se trasladaron a las plazas de la Provincia y de Santa Cruz.

Con esta medida, se buscó recuperar el espíritu original del mercadillo como espacio para la preparación del Nacimiento y la celebración familiar de la Navidad. Sin renunciar al humor, pero sí evitando que el corazón navideño de Madrid se convirtiera en un carnaval fuera de temporada.

Muchos echaron de menos el contraste castizo, claro. Pero lo cierto es que la Plaza Mayor recuperó cierta armonía visual y coherencia emocional. Volvió a parecerse a sí misma.

de la postal a la pantalla

En plena era digital, el mercadillo ha aprendido también a ser instagramable.

Las luces, las casetas de madera, la fachada iluminada de la Casa de la Panadería, los coros callejeros y el aire helado del atardecer han hecho del mercadillo un escenario perfecto para fotos navideñas, vídeos virales y reels con efecto de nieve.

Para los visitantes extranjeros, se ha convertido en una atracción imprescindible, al nivel de Cortylandia, el belén de Cibeles o el árbol de la Puerta del Sol. Pero también los madrileños de siempre siguen acudiendo. Aunque ya no compren tanto, aunque vayan solo a mirar, a pasear, a reencontrarse con un recuerdo… A dejarse envolver —aunque sea por media hora— por esa atmósfera que huele a musgo húmedo y a turrón envuelto en celofán reciclado.

Porque en un mundo de entregas en 24 horas, lo que ofrece el mercadillo no cabe en un paquete: es emoción compartida. Es tradición viva.

En tiempos que se aceleran sin tregua, el Mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor sigue siendo una forma de decir, con luces tenues y figuritas de barro: “Aquí seguimos. Celebrando. Reuniéndonos. Soñando. Buscando a Chencho… aunque ya peine canas.”.

Y aunque el tiempo corra, aunque cambien las luces y las modas, la Navidad en Madrid seguirá latiendo cada diciembre en este rincón único. Entre niebla y risas, entre generaciones, en un mercadillo que no solo sobrevive al tiempo: nos ayuda a recordarnos quiénes somos y de donde venimos.


Ilustración del mercado navideño de la plaza de Santa Cruz en Madrid. Historia de Madrid

Mercado de Navidad en Madrid. 1869

Campanitas de Belén,
tocad al Alba que sale
vertiendo divino aljófar
sobre el Sol que della nace,
que los ángeles tocan,
tocan y tañen,
que es Dios hombre el Sol
y el Alba su madre:
din, din, din, que vino en fin,
don, don, don, San Salvador,
dan, dan, dan, que hoy nos le dan,
tocan y tañen a gloria en el cielo
y en la tierra tocan a paz
— Félix Lope de Vega


¿cómo puedo encontrar el mercado navideño en Madrid?