Juerga castiza
LAS VERBENAS: EL ALMA FESTIVA DEL VERANO MADRILEÑO
Desde hace décadas, el verano español se ha convertido en territorio conquistado por los grandes festivales musicales. De norte a sur, miles de jóvenes peregrinan cada año a esos escenarios donde las bandas más modernas hacen vibrar al público con éxitos tan fugaces como intensos. Pero, seamos sinceros: ¿en cuál de todos esos exclusivos festivales podrías bailar hasta el amanecer un pasodoble agarrado a tu madre, entonar a pleno pulmón el Me gustas mucho de Rocío Dúrcal o lanzarte a una coreografía improvisada con tus vecinos al son del incombustible Paquito el Chocolatero?
La respuesta es sencilla: en ninguna parte… salvo en nuestras queridas verbenas. Estas fiestas populares —tan auténticas como castizas— nacieron en Madrid y siguen encontrando en la capital su mejor escenario. Cada verano, las verbenas madrileñas se convierten en el corazón palpitante de la ciudad, un espacio donde tradición y modernidad bailan de la mano.
Porque si hay una fiesta que define el alma de Madrid, esa es, sin duda, la verbena. Durante los calurosos meses estivales, la capital se engalana con farolillos de colores que iluminan plazas y calles; un decorado alegre que invita a los madrileños y madrileñas que no han huido del asfalto ardiente a reunirse, noche tras noche, en torno a sus celebraciones más populares y castizas.
El verano es, quizá, la época del año en la que Madrid revela con mayor claridad su esencia de ciudad mestiza, capaz de combinar el pulso frenético de la modernidad con el encanto inmutable de sus tradiciones. Y no hay mejor forma de comprobarlo que dejándose llevar por el ritmo festivo de una buena verbena: allí, entre churros y limonada, chotis y reguetón, se entiende de verdad por qué Madrid nunca deja de ser Madrid, incluso en pleno agosto.
DE PLANTA MÁGICA A FIESTA POPULAR: EL ORIGEN DE LA VERBENA_
El germen de esta celebración tan profundamente arraigada en la cultura madrileña tiene un origen insospechado… y botánico. Su nombre proviene de una pequeña planta silvestre de delicadas flores rosadas: la verbena (Verbena officinalis).
Desde la Antigüedad, esta modesta hierba estuvo rodeada de un halo de misterio. A ella se le atribuían propiedades curativas y mágicas: se utilizaba en ungüentos, pociones y remedios para aliviar todo tipo de dolencias, desde inflamaciones hasta el insomnio. Pero, sobre todo, era la protagonista de rituales y ofrendas paganas. Su recolección solía coincidir con el solsticio de verano, momento cargado de simbolismo en casi todas las culturas antiguas. Se recogía al caer la noche y las ceremonias —envueltas en cánticos, danzas y hogueras— se prolongaban hasta el amanecer.
Con la decadencia del Imperio Romano, en el siglo IV, la Iglesia Católica trató de erradicar o reconvertir muchas de estas celebraciones paganas. Así, los rituales del solsticio fueron absorbidos en parte por el calendario cristiano y transformados en la Fiesta de San Juan, aunque las viejas supersticiones siguieron latiendo bajo el nuevo barniz religioso.
Durante la Edad Media, los hechizos de amor y fertilidad protagonizaban esas noches mágicas. Se creía que cortar verbena bajo la luz de la luna de San Juan garantizaba el amor eterno, la salud y la prosperidad. En el Madrid del Siglo de Oro, estas costumbres se vivían con especial fervor: los mozos salían a los campos cercanos a la villa, recogían matas y flores, y regresaban al amanecer coronados de verbena, entonando coplas a sus amadas.
La planta, además, tenía un lugar destacado en la medicina popular: se tomaba como sedante, se aplicaba en cataplasmas antiinflamatorias, estimulaba la lactancia materna y, curiosamente, se consideraba un eficaz remedio contra la resaca, ya que ayudaba a disipar los temidos “efluvios del vino”. Incluso las novias escondían flores de verbena bajo su vestido el día de su boda para asegurarse un matrimonio feliz.
Todos estos poderes, según la creencia popular, se multiplicaban si la planta se recogía en las primeras noches del verano. De ahí que la expresión “coger la verbena” adquiriera, ya en el siglo XVIII, un significado especial: madrugar la noche de San Juan para surtir el herbolario casero.
Con el tiempo, lo que comenzó siendo una recolección ritual fue adquiriendo un carácter cada vez más festivo. La expectación crecía a medida que se acercaba la noche mágica del 23 al 24 de junio y tras la recogida de la planta se organizaban grandes meriendas y bailes populares. Aquellas celebraciones, que encendían la alegría de barrios y pueblos, acabaron adoptando el nombre de su origen vegetal. Así, la modesta planta mágica dio nombre a una de las fiestas más emblemáticas de Madrid y de toda España: la verbena.
Madrid castizo bajo farolillos: así nació la verbena popular_
A mediados del siglo XIX, las verbenas se convirtieron en el gran respiro festivo para los madrileños de las clases populares, quienes apenas conocían otro ocio que no fuera el de las tabernas y los cafés. En una época en la que no existían vacaciones pagadas y el turismo era todavía un lujo impensable, estas fiestas veraniegas ofrecían la oportunidad perfecta para romper con la dureza del día a día y entregarse, aunque fuera por unas noches, al disfrute en compañía de familiares, amigos y vecinos.
La llegada de las verbenas transformaba el paisaje urbano: las comunidades de cada barrio se organizaban para engalanar balcones con mantillas, colgar pañuelos de vivos colores y llenar las calles de guirnaldas de papel. Las plazas y los patios de las corralas se convertían en auténticos salones de baile al aire libre. Allí, entre risas y música, se sacaban mesas improvisadas con comida y bebida y los pasacalles recorrían los barrios como una alegre procesión laica que desafiaba la monotonía del trabajo y el calor.
A estas celebraciones acudía todo el repertorio humano del Madrid castizo: modistillas coquetas, violeteras con su cesta de flores, cigarreras orgullosas de su oficio, aguadores con su cántaro a la espalda… Y, por supuesto, no faltaban los organilleros marcando el ritmo del baile, los barquilleros pregonando su mercancía, ni los inconfundibles chulapos y chulapas, que ya por entonces lucían con orgullo su característico atuendo.
El chotis reinaba como rey indiscutible de la verbena, bailado en apenas un palmo de suelo al son del organillo. Para reponer fuerzas, se degustaban platos tan madrileños como gallinejas y entresijos, acompañados de agua con azucarillos y aguardiente o de la refrescante y siempre festiva “limoná”, una mezcla de vino blanco, limón, azúcar y canela.
Con el tiempo, estas fiestas se trasladaron también a las plazas más céntricas de la ciudad. Fue entonces cuando se popularizó la costumbre de que los hombres lucieran un ramito de verbena en la solapa y las mujeres lo prendieran en el pecho, un detalle coqueto que simbolizaba tanto el espíritu festivo como el origen ancestral de la celebración. Poco a poco, la expresión “ir de verbena” fue sustituyendo a la más antigua “ir al baile”, hasta convertirse en sinónimo de diversión, música y noches interminables en el Madrid más auténtico.
San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma: el trío de verbenas más castizo de Madrid_
Como no podía ser de otra manera —y fiel a la tradición española, donde la religión y la fiesta popular suelen ir de la mano—, el carácter religioso desempeñó un papel fundamental en el origen y desarrollo de las verbenas madrileñas. Cada celebración se vinculaba a la advocación de un santo, al que se rendían honores antes de entregarse al baile, la música y la diversión.
Además de las pequeñas verbenas organizadas por gremios, asociaciones, corralas o incluso familias particulares, existía un calendario casi oficial marcado por las festividades religiosas. Cada barrio tenía “su” santo protector, y a cada santo correspondía su verbena, que servía no solo como expresión de fe, sino también como excusa perfecta para que vecinos y visitantes se reunieran en un ambiente de alegría compartida.
Con el paso de los años, entre ese mosaico de celebraciones, tres verbenas lograron destacar por encima de todas: las dedicadas a San Cayetano, San Lorenzo y la Virgen de La Paloma. Este trío castizo marcaba, y sigue marcando hoy, el auténtico corazón del verano madrileño.
Las tres se celebran en pleno mes de agosto, en apenas unos días de diferencia, y representan la esencia más genuina de Madrid. San Cayetano, en el barrio de Embajadores, abre el ciclo el 7 de agosto; San Lorenzo, en Lavapiés, toma el relevo el día 10; y La Paloma, la más popular y multitudinaria, pone el broche de oro el 15 de agosto en el barrio de La Latina. Tres santos, tres barrios y un mismo espíritu: farolillos, chotis, mantones de Manila y ese aire inconfundible de fiesta castiza que, pese a los años, sigue latiendo con la misma fuerza en el corazón de los madrileños.
San Cayetano en Embajadores: el inicio del verano castizo madrileño
El verano castizo madrileño arranca oficialmente con las fiestas de San Cayetano, cuyo día grande se celebra el 7 de agosto. El epicentro de la verbena se encuentra en torno a la iglesia de San Millán y San Cayetano, situada en el número 15 de la calle de Embajadores, y se extiende por las calles cercanas, especialmente por los alrededores de la Plaza de Cascorro, donde la música, los farolillos y el bullicio anuncian que Madrid ya está de fiesta.
Durante esta primera semana de agosto, el barrio de Embajadores se transforma: los balcones se visten de mantones de Manila, las guirnaldas de colores cruzan las calles y el aroma de rosquillas, entresijos y limonada acompaña a los pasacalles. Vecinos y visitantes se mezclan en un ambiente animado y familiar, en el que no faltan los bailes de chotis, las actuaciones musicales y las procesiones en honor al santo, cuyo retrato, adornado con flores, es venerado con devoción antes de que la noche se entregue a la verbena más alegre.
San Lorenzo en Lavapiés: tradición castiza en pleno agosto madrileño
Apenas unos días después de San Cayetano, las fiestas castizas se trasladan al barrio de Lavapiés, donde del 10 al 12 de agosto se celebra la verbena de San Lorenzo. El día grande, el 10 de agosto, tiene como punto neurálgico la iglesia de San Lorenzo, situada en la calle Doctor Piga, que se engalana para recibir a devotos y curiosos en un ambiente donde la tradición sigue viva.
A la celebración no faltan los vecinos más castizos del barrio, conocidos tradicionalmente como manolos y manolas, orgullosos de mantener viva la esencia popular de Lavapiés. Durante estas jornadas, las calles se llenan de farolillos y guirnaldas, los balcones lucen mantones de Manila y las plazas se convierten en improvisados escenarios donde el chotis, los pasodobles y los ritmos más modernos conviven sin pudor.
El ambiente es alegre y cercano, con concursos de disfraces, juegos tradicionales y degustaciones de platos típicos que reúnen a vecinos y visitantes en un clima de hermandad. Los trajes castizos lucen en todo su esplendor: chulapos, manolos y manolas posan orgullosos con claveles en el ojal o en el pelo, manteniendo una tradición que, a pesar del paso del tiempo, sigue marcando el corazón festivo de Madrid en pleno mes de agosto.
La Paloma: la verbena más emblemática y castiza de Madrid
Y, como colofón del verano castizo, llega La Paloma, la auténtica reina de las verbenas madrileñas. Considerada la patrona popular de los madrileños —aunque la oficial sea la Virgen de la Almudena—, su festividad es, desde hace siglos, la más esperada y multitudinaria del mes de agosto.
Del 13 al 15 de agosto, los barrios más tradicionales del Madrid de los Austrias se visten de gala. Las celebraciones se concentran en la plaza de la Paja, la plaza de la Cebada, la carrera de San Francisco y los jardines de Las Vistillas, que se engalanan con mantones de Manila, farolillos y guirnaldas multicolores. En sus calles y plazas, los desfiles improvisados de chulapos y chulapas se mezclan con visitantes y curiosos, creando un ambiente único donde el pasado y el presente de la ciudad se dan la mano.
La devoción a la Virgen de la Paloma no es solo religiosa, sino también profundamente sentimental. Los madrileños la sienten como suya, como parte de su identidad más castiza. No en vano, su popularidad fue tan grande que inspiró una de las zarzuelas más célebres de todos los tiempos: La Verbena de la Paloma, estrenada en 1894 con libreto de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón. Desde entonces, cada vez que suenan los acordes de esta pieza inmortal, Madrid vuelve a latir al ritmo de su fiesta más emblemática.
Porque si hay una noche en la que el espíritu castizo alcanza su máxima expresión, esa es, sin duda, la de La Paloma, donde tradición, devoción y alegría se funden en un mismo baile.
Verbenas madrileñas en el siglo XXI: tradición viva y cultura castiza_
Como ves, las verbenas madrileñas encierran mucha más historia y cultura de la que podríamos imaginar. Son fiestas con siglos de antigüedad que, lejos de quedar ancladas en el pasado, han sabido reinventarse y adaptarse a los nuevos tiempos, hasta el punto de estar, en pleno siglo XXI, más vivas y de moda que nunca.
Un buen ejemplo de este respeto a la tradición lo encontramos en el mural cerámico de la antigua Almoneda de la calle Martín de los Heros, 59, obra del maestro ceramista Juan Santacruz. En sus azulejos, cuidadosamente pintados, se nos revela cómo era una típica verbena del Madrid del siglo XIX: chulapos bailando chotis, la coqueta ramillera con su cesta de flores, el organillero marcando el ritmo y los farolillos iluminando una noche cargada de alegría popular. Es, en definitiva, un auténtico homenaje visual a esa parte castiza de nuestra historia.
Porque Madrid es, ante todo, una ciudad de tradiciones. Mantenerlas no es solo un gesto de nostalgia; es una forma de preservar nuestra identidad colectiva y de recordar que, tras el bullicio de la gran urbe cosmopolita, late todavía el corazón alegre de un pueblo. Y quizás por eso, cada vez que suenan los primeros acordes de un organillo o se encienden los farolillos en una plaza, Madrid vuelve a ser ese lugar cercano, festivo y entrañable que tanto enamora.
“Ya no cogeré verbena
la mañana de San Juan,
pues mis amores se van.
Ya no cogeré verbena,
que era la hierba amorosa,
ni con la encarnada rosa
pondré la blanca azucena.
Prados de tristeza y pena
sus espinos me darán,
pues mis amores se van.
Ya no cogeré verbena
la mañana de San Juan,
pues mis amores se van”