Origen
Almudena: la Virgen que custodia los orígenes de Madrid
¿Cuántas veces puede nacer una ciudad? Hay ciudades que se fundan con espada y decreto. Otras, como Madrid, emergen como un susurro misterioso entre ruinas, como una imagen redescubierta tras siglos de silencio.
Siempre se ha dicho que Madrid es un cruce de caminos, un lugar de todos y de nadie, donde cada uno puede ser madrileño teniendo distintas procedencias. Quizá esa esencia radique en sus orígenes. La historia arrastra un ir y venir de teorías sobre cómo nació realmente la ciudad. Los restos arqueológicos encontrados en terrenos que hoy forman parte de la urbe acreditan asentamientos humanos por esta zona hace más de 30.000 años; pero el quid de la cuestión radica en quiénes fueron los primeros pobladores que dotaron de identidad propia a la pequeña villa que, con el tiempo y las sucesivas ampliaciones, se ha transformado en una de las grandes capitales mundiales.
Se sabe que Madrid se constituyó como realidad urbana en la Edad Media, pero en torno a ese origen hay diversas teorías. Entre las más estudiadas está la relacionada con el reinado del emir Muḥammad I. Otra, muy viva en la memoria colectiva, es la que gira en torno a la Virgen de la Almudena y habla de un poblamiento cristiano anterior a la época andalusí. Al final, todo cabe en Madrid, una urbe diversa, siempre en transformación, en la que, pese a sus contradicciones, cualquiera puede encontrar algo que sienta como propio.
Este artículo es una invitación a mirar bajo la superficie, a profundizar en los pliegues del tiempo, donde lo real y lo fabuloso se mezclan como las calles de la Villa. Prepárate para cruzar puertas ocultas, descubrir vírgenes escondidas, y caminar por una ciudad que se ha contado tantas veces que ya no sabe si es historia, leyenda… o ambas.
Tres pistas en el corazón de Madrid_
En pleno centro histórico, tras la Catedral de la Almudena, hay lugares que remiten al nacimiento mismo de Madrid. Son fragmentos de la ciudad que, como piezas de un puzle, ayudan a reconstruir el relato de sus orígenes.
El primero es una estatua de piedra blanca de la Virgen de la Almudena, situada en una hornacina abierta en el muro de la Galería de las Colecciones Reales. Bajo ella, una inscripción tallada en grandes letras reza:
“Ymagen de María Santísima de la Almudena, ocultada en este sitio en el año 712 y descubierta milagrosamente en el de 1085”.
Justo enfrente, al otro lado de la calle y por debajo del nivel actual, se extiende un pequeño parque urbano que conserva los restos de la antigua muralla medieval: es el llamado Parque del Emir Mohamed I.
Podemos reseñar una tercera señal que aporta más información a este conjunto patrimonial. Es una placa amarilla, con forma de rombo, colocada en el muro exterior de la cripta de la catedral. El texto indica con sobriedad:
“Junto a este lugar se emplazó desde el siglo XI la puerta de la Vega, principal entrada del Madrid musulmán”.
Entre hornacinas, lápidas y murallas, estos tres elementos nos hablan de memoria y representan, simbólicamente, a dos comunidades que, entremezcladas, dejaron una huella fundacional: la cristiana y la musulmana. Dos formas distintas de narrar el origen medieval de Madrid, cada una ligada a una teoría: una, la más respaldada por los documentos, es la relacionada con el emir Muḥammad I; la otra, profundamente enraizada en la tradición popular, sostiene la existencia de un poblamiento cristiano anterior a la etapa andalusí.
EN LA ENCRUCIJADA_
Mucho antes de convertirse en villa, Madrid fue —según indican diversos estudios— un asentamiento militar romano. Un punto estratégico desde el que se controlaban las rutas que atravesaban la península ibérica de norte a sur y de este a oeste. Aquel primer campamento prestaba servicios básicos a las tropas en tránsito: posta, avituallamiento y alojamiento.
Con el tiempo, este enclave se consolidó en una pequeña fortaleza, probablemente situada en la misma atalaya sobre la que más tarde se levantaría el alcázar andalusí y donde hoy se alza el Palacio Real. Desde allí se dominaba la vega del Manzanares, por donde discurría una importante calzada que conectaba Segovia con Toledo y ésta con Mérida y el sur peninsular.
El lugar era también un cruce con otra vía secundaria, que enlazaba Mérida con Zaragoza a través de Alcalá de Henares (la antigua Complutum). Esa variante, que acortaba el camino y evitaba rodeos por Titulcia, podría haber dado origen al trazado de calles como Mayor y Alcalá, que aún hoy siguen esa dirección.
Bajo la protección del fuerte y en torno a estas rutas debieron surgir las primeras posadas, postas y granjas, que daban servicio a los viajeros y abastecían a la guarnición. Este pequeño núcleo todavía sin identidad propia sería, con el paso del tiempo, el germen de la futura villa de Madrid.
BAJO TIERRA, LA HUELLA ÁRABE_
Madrid era ya un nombre conocido a principios del siglo XI. En la Crónica de Sampiro, uno de los primeros testimonios escritos que la mencionan, aparece con la forma Magerit, simple transcripción del árabe Maŷrīṭ («in civitatem quae dicitur Magerit»). En aquella época, la ciudad formaba parte del Califato omeya de Córdoba y, como es lógico, su nombre reflejaba ese origen.
Hoy, sin embargo, quedan muy pocos vestigios visibles de aquella etapa islámica. Uno de los más significativos —aunque escondido a la vista— descansa bajo la plaza de Oriente, oculto en un aparcamiento subterráneo. Se trata de una atalaya militar del siglo XI, construida en tiempos de las taifas.
Este torreón fue descubierto durante unas excavaciones arqueológicas y corresponde a una estructura defensiva levantada en la década de 1080, justo cuando el reino taifa de Toledo se encontraba amenazado por el avance cristiano de Alfonso VI. La torre, aislada del recinto fortificado principal, servía como punto de vigilancia desde el barranco que formaba el arroyo del Arenal y protegía los Caños del Peral y las huertas cercanas, fundamentales para el abastecimiento de agua.
Se cree que esta atalaya formaba parte de una red de torres de comunicación y vigilancia que se extendía por el valle del Jarama. Tras la conquista cristiana liderada por Alfonso VI, la construcción, inicialmente extramuros, fue integrada dentro del nuevo recinto amurallado. A finales del siglo XIV, gran parte de ella ya había desaparecido. Lo que ha llegado hasta nosotros son los restos del basamento.
Es curioso cómo, pese al cambio de dominio político, el nombre árabe siguió usándose durante bastante tiempo. Documentos de los tiempos de Alfonso VI y Alfonso VII (siglos XI y XII) todavía recogen el topónimo en sus variantes Magerit o Mageriti. ¿Por qué se acabó entonces por transformarse?
EN BUSCA DE UN PASADO CRISTIANO_
A partir del siglo XIII, coincidiendo con el auge del culto a San Isidro, comenzó a detectarse un cambio significativo en la forma de nombrar a la ciudad. Se percibe un intento deliberado de latinizar el topónimo Maŷrīṭ, acercándolo a las formas cultas de la cristiandad.
En 1220 una bula del papa Honorio III alude a la villa con el nombre de Majoritum. Esta transformación no solo servía para integrarla simbólicamente en el mundo cristiano sino que, además, ofrecía una etimología latina más aceptable —major, “mayor”— frente al exótico y, para muchos, desconcertante nombre árabe.
Pero aquello fue solo el principio. A finales del siglo XV, en plena efervescencia humanista, surgió un nuevo intento de ennoblecer los orígenes de Madrid: en una traducción latina de la Cosmographia de Ptolomeo, publicada en 1492, aparece por primera vez asociada a la ciudad la forma Mantua (Ursaria olim) Madrid, queriéndola emparentar como veremos más adelante con la fundación de la ciudad italiana del mismo nombre y, por ende, con sus mismos orígenes históricos. Tiempo después, el erudito Juan Antonio Pellicer, al consultar la versión italiana de esa Cosmographia, descubrió que esa mención había sido glosada y falsificada por una mano anónima.
Es cierto que en el siglo II el geógrafo alejandrino Claudio Ptolomeo ubicó en sus tablas astronómicas una Mantua Carpetanorum en el centro de Hispania. En los albores de la Edad Moderna, nuchos quisieron asociarla con la capital. El propio Pedro Texeira encabeza su icónico plano como «Mantua Carpetanorum sive Matritum Urbs Regia» (Mantua de los Carpetanos o sea Madrid Urbe Regia).
Pero parece más fiable que ese topónimo vinculado con una de las tribus prerromanas que habitaron en el pasado la península ibérica (los carpetanos, también conocidos como carpesios) tenga más que ver con lo que hoy son las localidades de Talamanca o Villamanta.
En cualquier caso, se trataría de una Mantua ibérica, que no tendría ninguna relación con la del país de la bota al otro lado del Mediterraneo, como muchos quisieron hacer creer para tejer la leyenda de un origen fundacional común.
En 1561, la decisión de Felipe II de trasladar la Corte desde Toledo a Madrid fomentó que siguieran floreciendo todo tipo de teorías pre-musulmanas sobre el origen de la ciudad. La villa, ya residencia real y capital de un imperio global, no podía tener un pasado menor al de otras grandes urbes europeas. Era necesario dotarla de una genealogía acorde a su nuevo estatus.
Así, desde la Corte se impulsaron leyendas, genealogías ficticias y hasta hallazgos arqueológicos ‘providenciales’ que buscaban conectar directamente a Madrid con el mundo griego, romano o visigodo.
OCHO APELLIDOS MITOLÓGICOS_
Uno de los relatos más curiosos surgió en 1553, cuando el cronista Francisco Tarafa introdujo en su obra a un inesperado fundador de la ciudad: Ocnos, el príncipe griego que, según Virgilio, había fundado Mantua en la Lombardía (¡vuelve a resurgir la teoría mantuana!). Hijo del rey etrusco Tiberino y de la profetisa Manto, Ocnos traía consigo toda la carga simbólica del linaje mítico clásico.
Aunque esta figura no se integró inmediatamente en el imaginario colectivo, acabaría abriéndose paso. En 1599, con motivo de la entrada en Madrid de Margarita de Austria, se colocaron en la Puerta de Alcalá dos estatuas: una de Ocnos y otra de su madre, Manto.
Años más tarde, en 1623, el cronista Gil González Dávila retomó la leyenda en un relato sobre los orígenes de la ciudad y en 1629, Jerónimo de Quintana la completó, precisando incluso el nombre completo del supuesto héroe fundador: Ocnos Bianor.
Otro de los mitos con mayor arraigo fue el de la Ursaria primitiva, que encontró reflejo en el escudo de la ciudad. Madrid forma parte de un reducido grupo de capitales —junto a Berna y Berlín— que emplean un oso como símbolo. En el caso madrileño, se trata de una osa.
La primera representación documentada de este animal aparece en 1212, durante la batalla de las Navas de Tolosa. En ella, un contingente de soldados madrileños acudió al llamado de Alfonso VIII de Castilla, portando un estandarte en el que figuraba una osa con siete estrellas en su lomo, paciendo sobre un campo verde.
Para vestir como se merece el origen de este símbolo algunos ampliaron el mito de Ocnos interpretando que al pisar esta tierra, el fundador de Madrid había encontrado ya un pueblo anterior al que llamó Viseria, topónimo que recordaría a Ursaria o lugar de los osos… ¡Y así el dilema quedaba resuelto!
Buscando algo más de consistencia, otros investigadores han relacionado estos símbolos del animal y las estrellas con la astronomía andalusí. En particular, con la constelación de la Osa Mayor, que a diferencia de hoy con la contaminación lumínica, podría verse con claridad en el cielo madrileño de la época.
No es un detalle menor: Madrid albergó la que se considera la primera escuela de astronomía de Al-Ándalus, fundada por el sabio Maslama al-Mayrití, figura destacada de la ciencia hispanoárabe.
Pero, de entre todos los relatos que han acompañado los orígenes de la ciudad, pocos han calado tan hondo como el de la Virgen de la Almudena. Desde el siglo XVII, y hasta nuestros días, su leyenda y su imagen se han convertido en símbolo identitario de la capital.
Cada 9 de noviembre, miles de madrileños se acercan a sus pies para venerarla y renovar una devoción que ha atravesado siglos, generaciones y cambios de régimen, sin perder su fuerza simbólica ni su arraigo popular.
ENTRE LA HISTORIA Y LA LEYENDA_
Desde tiempos remotos, las leyendas han formado parte del tejido narrativo de las sociedades. Son relatos que entrelazan hechos reales con elementos simbólicos o sobrenaturales, dando lugar a una memoria compartida que, aunque difícil de comprobar, resulta esencial para entender la identidad de un pueblo. La leyenda de la Virgen de la Almudena, patrona de Madrid, es uno de esos relatos. Aparece documentada en crónicas y obras apologéticas desde el siglo XVII y, con el paso del tiempo, ha ido adoptando distintas versiones.
Una de las más antiguas sostiene que la imagen fue traída desde Jerusalén por el propio apóstol Santiago, acompañado de su discípulo Calocero. La talla, según la tradición, habría sido esculpida por Nicodemo y pintada por San Lucas. Años más tarde, cuando Mayrit fue conquistada por los musulmanes (entre 711 y 714), los cristianos, temerosos de que la imagen fuera profanada, habrían decidido esconderla con sus pertenencias más valiosas en uno de los cubos de la muralla.
Así lo cuenta Jerónimo de la Quintana en A la muy noble, antigua y coronada villa de Madrid. Historia de su antigüedad, nobleza y grandeza (1629):
“…la enterraron y la escondieron en un cubo de la muralla, que estaba cerca de esta Iglesia de Santa María, para que, a cuando a largos años se descubriese y hallase este cielo, pudiese bien compararse el tesoro escondido”.
El nombre de la Virgen está íntimamente ligado a esa época: Almudena deriva de al-mudayna, término árabe para designar a los recintos fortificados, como el que entonces ocupaba la zona donde hoy se alzan el Palacio Real y la Catedral. Y fue precisamente en uno de aquellos cubos donde, según la leyenda, el 9 de noviembre de 1085, tras la conquista de la ciudad por Alfonso VI, apareció la imagen.
Al parecer, el rey había hecho la promesa a la Virgen de que si conquistaba Toledo, regresaría a Madrid para buscar la imagen que sabía que permanecía oculta. Conquistada la plaza, mientras se celebraba una procesión de rogativas se halló milagrosamente la imagen de la Virgen. Lope de Vega se hace eco de la leyenda en estos versos:
La procesión llega al muro
y, cual si sus ruegos fueran
irresistebles arietes,
desplómanse algunas piedras,
húndese parte de un cubo,
do brilla una luz intensa
y en él preséntase al pueblo
la Virgen de la Almudena,
con las velas encendidas,
que se escondieron con Ella,
sin ser tres siglos bastantes
para mermarles la cera.
Como constata el Fénix de los ingenios, además del buen estado de conservación de la talla algo que habría sorprendido mucho a los presentes sería la presencia de las dos velas con las que fue escondida. 300 años después permanecían encendidas. Se atribuyó el milagro a la intervención divina y, cuenta el relato, el humo de los cirios sería el responsable del tono oscuro que todavía hoy caracteriza a esta Virgen.
Hoy, tres reproducciones nos recuerdan este hallazgo: una escultura en la propia cuesta de la Vega, donde se habría producido el hallazgo; una imagen, la que se venera como titular en uno de los altares del interior de la Catedral; y otra, expuesta en su museo.
LA PATRONA_
Pero la leyenda de la Almudena no se limita a una única versión. A lo largo de los siglos han surgido otros relatos que alimentan el imaginario popular.
Una de estas variantes introduce al Cid Campeador como protagonista. Según este versión, Rodrigo Díaz de Vivar soñó que la Virgen le pedía liberar Magerit de dominio musulmán. Al llegar con sus tropas, una parte de la muralla se derrumbó por sí sola, permitiéndoles tomar la ciudad.
Curiosamente, la historia de la Virgen de la Paloma, otra devoción muy madrileña, guarda cierto paralelismo y está basada en otro hallazgo repentino. En 1787, unos niños encontraron en un solar un cuadro oculto y abandonado con la imagen de una Virgen. Fue una vecina, Isabel Tintero, quien lo rescató, limpió y colocó en el portal de su casa. Las ofrendas vecinales dieron origen a una capilla que, con el tiempo, se transformó en la actual Iglesia de la Paloma.
Pero aunque la Paloma es la patrona castiza por aclamación popular, el verdadero patronazgo espiritual de Madrid recae oficialmente en la Virgen de la Almudena. Si bien la devoción a esta advocación se sustenta en la conquista de Alfonso VI, desde su entronización en la antigua mezquita, su veneración como protectora de la ciudad se remonta al siglo XVII, cuando el 8 de septiembre de 1646 los regidores de la villa hicieron voto solemne de asistir cada año a su fiesta en agradecimiento por el fin de unas graves inundaciones que habían azotado la capital.
Fue ya en el siglo XX cuando ese sentimiento fue refrendado por la Iglesia: en 1908, el papa Pío X proclamó por decreto a Santa María de la Almudena como patrona de la ciudad de Madrid, reconociendo así una devoción que llevaba siglos arraigada en el corazón de los madrileños, como la de su patrón, San Isidro.
LA ALMUDENA Y SAN ISIDRO: UNA DEVOCIÓN COMPARTIDA_
El vínculo entre la Virgen de la Almudena y San Isidro Labrador no es una cuestión actual. Hoy comparten el patronazgo de la Villa, pero la cosa viene de muy atrás. Porque en los tiempos en los que el sencillo labrador y pocero mozárabe vivió en estas tierras ya se veneraba en Madrid a esta devoción mariana. Se cuenta que él acudía a rezar ante su imagen cada día antes de acudir a la faena.
En la actual calle de la Almudena, perpendicular a la calle Mayor, se situaba la primera iglesia madrileña dedicada a Santa María, que visitaba el santo todas las mañanas. Este templo es citado en el Fuero de Madrid de 1202 como el más antiguo de la ciudad. Hoy se conservan en este emplazamiento unos restos arqueológicos que revelan la evolución del lugar: primero habría sido iglesia visigoda, luego mezquita y finalmente volvió a consagrarse como templo cristiano tras la conquista en 1085 (fecha que coincide con la aparición legendaria de la Virgen).
La relación entre Isidro y la Almudena queda reflejada también en el Códice de Juan Diácono, manuscrito del siglo XIII que recopila la vida y milagros del santo madrileño a quien el pueblo de Madrid proclamó patrón en 1212, mucho antes de su canonización oficial en 1622.
Múltiples fuentes documentales recogen que tanto Isidro como su esposa, María Toribia (hoy conocida como Santa María de la Cabeza), invocaron a la Virgen cuando su hijo Illán cayó al pozo de su casa, obrándose el milagro de que las aguas ascendieran devolviendo al pequeño ileso.
Por todo esto y mucho más, cuando en 2022 se cumplieron 400 años de la proclamación de su santidad, su cuerpo incorrupto, expuesto a la veneración de los fieles, fue trasladado a la Catedral, para que, por unas horas, volviese a estar simbólicamente delante de la Virgen a la que veneró en vida.
DEL MURO A LA CATEDRAL_
Sin tener documentados fehacientemente su origen, se cree que la talla original de la Virgen de la Almudena fue destruida en un incendio durante el reinado de Enrique IV, en el siglo XV.
La talla actual, de madera policromada, se atribuye a Diego Copín de Toledo y se habría realizado entre los siglos XV y XVI. Permaneció en su iglesia hasta 1865. Poco después, las reformas urbanísticas obligaron al derribo del templo. La imagen fue entonces trasladada a la Iglesia del Santísimo Sacramento de las Madres Bernardas, actual sede de la Catedral Castrense.
Ya entonces se gestaba la idea de construir un nuevo templo para la Virgen. La iniciativa contó con el apoyo de la reina María de las Mercedes, esposa de Alfonso XII, aunque ella nunca vería culminado este sueño. Tras su muerte en 1878, y al no haber tenido descendencia, fue enterrada provisionalmente en el monasterio de San Lorenzo del Escorial. Más de un siglo después, en el año 2000, sus restos serían trasladados finalmente a la Catedral, a los pies de la Virgen a la que tanto veneró.
La primera piedra del nuevo templo se colocó en 1883. Al año siguiente, el papa León XIII creó la diócesis de Madrid —independiente de la de Toledo— y se decidió entonces que el nuevo edificio fuera la futura catedral de la ciudad. Pero la espera sería larga: tendría que pasar más de un siglo hasta su consagración definitiva.
OCULTA DE NUEVO PARA VOLVER A BRILLAR_
Tras permanecer en la iglesia de las Bernardas, la imagen de la Virgen de la Almudena fue trasladada en 1911 a la cripta del templo aún en construcción, donde encontró un nuevo refugio. Allí permaneció durante los difíciles años de la Guerra Civil, oculta y milagrosamente ilesa a pesar de la crudeza de los enfrentamientos que se vivieron en la capital.
Varios telegramas de la época reflejan la preocupación existente por la suerte de algunas imágenes religiosas. En uno de ellos, el presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico, con sede en Barcelona, solicita información a su delegado en Madrid:
«Virgen de la Paloma desaparecida. Vírgenes de la Almudena, la del siglo trece que estaba en su interior consérvase; desaparecida la que se hallaba en la hornacina exterior...».
Según otras crónicas, al recuperar el espacio sagrado tras la contienda, la imagen fue hallada con una soga al cuello y un cartel a sus pies que decía: «¡Respetadla!». El intento de profanarla se había detenido en el último momento. La Virgen había sobrevivido al horror de la guerra con una dignidad intacta.
En 1948 la talla fue coronada canónicamente. Esta ceremonia, reservada en la tradición católica para imágenes con una devoción antigua y arraigada, fue todo un acontecimiento para la ciudad. Los vecinos de Madrid contribuyeron con joyas y donativos para regalar a su patrona un conjunto de fina orfebrería formado por tres piezas: una corona para la Virgen, otra para el Niño Jesús que sostiene en brazos y una aureola que enmarca ambas figuras.
Las obras fueron realizadas por el orfebre madrileño Juan José García, quien dedicó tres meses al encargo, inspirándose en las coronas góticas con las que los pintores flamencos y alemanes representaban en sus vírgenes. Las piezas pueden contemplarse hoy en la exposición permanente del Museo de la Catedral.
Un apunte goloso relacionado con sus coronas: desde finales del siglo XX, la Virgen de la Almudena tiene también un estrecho lazo con la repostería madrileña. En 1978, el Gremio de Pasteleros de Madrid convocó un concurso para crear un dulce en su honor. Así nació la “corona de la Almudena”, un bollo redondo inspirado en la forma tradicional de rosca, relleno habitualmente de crema pastelera, nata, trufa o cabello de ángel. Con el tiempo, esta corona se ha convertido en tradición y cada 9 de noviembre, en el día de la patrona, muchas pastelerías madrileñas la ofrecen como dulce emblemático.
Siguiendo con el devenir de la talla, en 1954, con motivo del Año Mariano universal convocado por el papa, la imagen fue trasladada a la Real Colegiata de San Isidro, que durante décadas ejerció como sede catedralicia provisional. Y allí permaneció hasta 1993, cuando, por fin, la Almudena ocupó su lugar definitivo en la catedral construida para ella.
El 15 de junio de 1993, tras más de un siglo de obras, el papa Juan Pablo II consagró el altar y dedicó oficialmente el templo. Lo hizo sobre el mismo lugar donde, según la tradición, había aparecido la imagen, cerrando así un círculo histórico y espiritual que une la leyenda, la memoria y la identidad de Madrid en torno a su patrona.
RASTROS EN EL NOMBRE: NUEVAS TEORÍAS PARA VIEJOS ORÍGENES_
Volviendo al asunto de los orígenes, los siglos XIX y XX trajeron consigo un renovado interés por descubrir una raíz más remota —y preferiblemente romana o indoeuropea— para la ciudad de Madrid. En pleno auge del nacionalismo decimonónico, buena parte de la historiografía académica, conservadora en su enfoque, buscaba reconectar el pasado de la capital con un linaje más clásico que el legado andalusí.
A mediados del siglo XIX, el jurista e historiador Miguel Cortés y López propuso que el nombre de Madrid procedía de Miaccum, topónimo latino recogido en el Itinerario de Antonino y supuestamente derivado del griego mega. Esta parada figuraba en la vía 24 del Itinerario, entre Segovia y Complutum (la actual Alcalá de Henares).
Cortés planteó que Miaccum habría estado en el solar de Madrid, lo que le permitió vincular la calle Mayor con el trazado de esa vía romana y situar la Plaza Mayor como posible cruce de caminos antiguos. Hoy en día, sin embargo, la mayoría de los investigadores tiende a ubicar Miaccum en la finca Monesterio, en el término de San Lorenzo de El Escorial.
En esa misma línea de pensamiento, el historiador Ángel Casimiro de Govantes, en 1846, apostó por un origen latino basado en la palabra matrice (matriz).
Con el cambio de siglo, la diversidad de propuestas se amplió. El erudito Fidel Fita (1902) trazó una posible raíz celta para el topónimo. Poco después, Johannes Jungfer (1908) lo hizo derivar de un nombre de varón germánico. Y ya en plena posguerra, en 1946, el arqueólogo e historiador Manuel Gómez-Moreno defendió que Madrid podría proceder del término púnico magalia, utilizado para designar agrupaciones de cabañas o aldeas.
En la segunda mitad del siglo XX, dos hipótesis principales dominaron el debate académico. Por un lado, el filólogo Juan Coromines jugó a varias bandas y rizó el rizo al defender que Maŷrīṭ era una adaptación árabe del bajo latín matrice, es decir, un topónimo ya romanizado previamente.
Por otro, el arabista Jaime Oliver Asín propuso una interpretación inversa: Maŷrīṭ vendría de la palabra árabe maŷrā (curso de agua), combinada con el sufijo latino -īṭ, derivado de -etum, que alude a lugar. Esta tesis reforzaba la idea de que el nombre estaría directamente relacionado con los manantiales y corrientes subterráneas que caracterizan los viajes de agua del suelo madrileño.
Así, incluso en los tiempos modernos, Madrid continúa siendo un enigma toponímico, una ciudad que desafía los intentos de ser encasillada en un solo origen. Como su propia historia, su nombre parece brotar de muchas capas: unas claras, otras aún por desenterrar.
LA CIUDAD QUE NACE UNA Y OTRA VEZ_
Madrid no nació de un solo pueblo ni en una única fecha. Como su patrona, emergió entre muros y símbolos, entre certezas y fabulaciones, entre lo árabe y lo cristiano, lo romano y lo visigodo, lo histórico y lo imaginado. No es una ciudad fundada, sino una ciudad revelada poco a poco: por capas, por voces, por mitos que se cruzan como las calles que la recorren.
Cada piedra, cada topónimo, cada imagen —como la de la Virgen de la Almudena— guarda un fragmento del relato. Unas veces documentado, otras envuelto en leyenda, pero siempre vivo en la memoria de quienes la habitan o la sueñan. Quizá ahí reside su verdadero origen: en ese cruce incesante de caminos y culturas, en esa voluntad de ser muchas ciudades en una.
Madrid no se explica, se cuenta. Y al contarse, se reinventa. Cambia sin perderse. Se transforma sin renunciar a lo que fue. Como sus leyendas, nunca termina del todo de nacer.
“Tú que estuviste oculta en los muros
de este querido y viejo Madrid,
hoy resplandeces ante tu pueblo,
que te venera y espera en tí”