Alas de Fénix
Corral, taberna y casilla: un día en la vida de Lope de Vega
ESCENA I.
“YO NO DUERMO, YO VERSIFICO”_
¿Dormir? ¡Ja! Dormir es para los que no tienen musas… o para los poetas mediocres, que vienen a ser lo mismo. Yo no duermo, yo versifico.
Mira, sonará presuntuoso —y lo es, para qué mentir—, pero no hay aurora que no me encuentre con la pluma en la mano. No porque quiera, sino porque las musas son unas impertinentes: me despiertan antes que los gallos, me empujan de la cama y me gritan al oído: “¡Anda, Lope, escribe, que Madrid te espera!” Y yo, que soy un caballero (al menos en papel), las obedezco.
Me levanto en ”mi casilla” —así llamo yo a esta casa mía de la calle de Francos, aunque no tiene nada de casilla humilde, creedme—, con papeles por el suelo, la vela consumida y la mesa como un campo de batalla. En esta casilla he escrito más versos que hojas tiene el Prado Viejo (y no exagero… bueno, tal vez un poco).
Pero lo que más amo de esta casa no son los papeles ni los muros, sino mi huerto. ¡Ah, mi huerto! Pequeño, sí, pero espléndido a mis ojos, porque en él me siento casi libre. Entre mis rosales y mis hierbas de olor he pensado comedias enteras. Es mi refugio, mi confesionario y mi camarín secreto: si un día pasáis por aquí y me veis entre las tomateras murmurando versos, no me molestéis… no sabréis si estoy rezando un Padre Nuestro o componiendo un soneto de amor (a veces son la misma cosa).
Hoy, sin ir más lejos, he salido al huerto antes de que el sol saludara. El aire estaba fresco, con ese olor a tierra húmeda que despierta más que el vino. Me senté en un banco de madera y, mientras las primeras luces asomaban entre las hojas, he escrito un soneto casi sin darme cuenta.
Aquí lo tenéis, no seáis tímidos:
“Despierta el alba en silencio callado,
y yo, insomne, en su luz hallo consuelo;
porque el amor no duerme… y mi desvelo
es sueño dulce aunque nunca soñado.”
¿Veis? Ni bostezar me dejan. Mientras otros se desperezan, yo ya tengo un verso en la mano. Y no, no lo hago por fama; lo hago porque no sé vivir de otra manera. Si dejo de escribir, me marchito antes que mis rosas.
Al volver de mi huerto he entrado en la casa y, como siempre, he tropezado con mis propios papeles. Lo confieso: soy un desastre ordenando. ¿Qué queréis? Mi cabeza corre más rápido que mis manos.
Enciendo el candil, me siento en mi mesa y repaso lo que escribí anoche. Algunos versos me parecen buenos, otros los rompería en mil pedazos… pero ninguno me aburre. Yo nunca me aburro de mí, y eso, señores, es un alivio para alguien que pasa tanto tiempo consigo mismo.
Entre líneas, me río. Sí, me río solo: ¿qué queréis? He escrito algo tan bueno que hasta yo me aplaudo. No os preocupéis, es lo que hace todo el mundo; aunque, entre nosotros, de vez en cuando me creo mi mejor público.
Miro por la ventana y veo cómo Madrid empieza a despertar: panaderos abriendo hornos, mozos cruzando corriendo con cestas, algún gato desperezándose en los tejados. Amo esta ciudad porque es ruidosa, viva y descarada… como yo.
Y mientras observo, ya pienso en la calle. Hoy saldré a robar palabras, que son mi botín preferido. Quizá me dé una vuelta por el mentidero; allí hay más historias que en todos los libros juntos.
Así que, si me acompañáis, no os quedéis atrás: yo camino rápido, hablo más rápido todavía… y escribo aún más deprisa.
Vamos, que el día empieza y Madrid no espera a los perezosos.
ESCENA II.
“LAS CALLES SON MI MEJOR TEATRO”_
¿Veis esas calles? Son mi mejor escenario. Yo he escrito más versos paseando por el barrio de las Musas que sentado en cualquier escritorio, creedme. ¿Queréis saber por qué? Porque aquí hablan mejor que en los libros: cada criada suelta una metáfora sin saberlo, cada noble fanfarrón presume como si recitara un entremés y cada chismoso del mentidero es, sin quererlo, autor de comedia.
Así que salgo de mi casilla, con capa y sombrero bien colocados (no por vanidad, bueno… un poco sí), y camino como si Madrid entero me perteneciera. Y no os voy a engañar: a ratos lo parece.
—¡Miren, miren, es Lope! —murmura una verdulera al pasar.
—¿Lope? ¿El de Fuenteovejuna? —pregunta otra.
—El mismo… ¡Dicen que escribe comedias más rápido de lo que yo amaso el pan!
¿Veis? Ni pago pregoneros, ya me anuncian gratis.
EL MENTIDERO: MÁS HISTORIAS QUE BIBLIOTECAS_
Camino deprisa hasta el mentidero de los representantes, esa plaza donde se decide mi suerte antes que en el corral. Allí se murmura, se aplaude y se destruyen reputaciones con la misma facilidad con la que se come una rosquilla.
Hoy, como siempre, está lleno: actores gesticulando como molinos, autores nerviosos y un par de nobles intentando pasar desapercibidos con capas demasiado nuevas (siempre los reconozco, no saben mancharse de polvo como un buen madrileño).
Me mezclo entre ellos y nadie sospecha que el hombre que escucha tan atento es el propio autor de las comedias de moda. Me gusta espiar; soy un ladrón honrado: sólo robo frases.
—Esa comedia nueva de Lope… bah, demasiado gracioso el criado, no me hizo llorar —dice un mozo de taberna.
—¡Qué sabrás tú de llorar! —le responde otro—. Mi mujer no paró de suspirar… y cuando ella suspira, creedme, es que la comedia es buena.
Yo bajo la cabeza para que no me vean sonreír. ¿Queréis saber un secreto? Las mejores críticas no vienen de doctos, sino de maridos celosos.
LO QUE NO APRENDÍ DE ARISTÓTELES_
A mi lado, un estudiante se lamenta:
—Debería seguir las reglas de Aristóteles… tres unidades, eso es teatro serio.
Ah, Aristóteles… ese pobre hombre se volvería loco conmigo. Yo me río para mis adentros y, para que no os quedéis con la duda, os lo confieso:
—¿Reglas? Las únicas reglas que sigo son estas: que el público ría cuando debe, llore cuando quiero y aplauda al final. Todo lo demás… ¡al cajón con Aristóteles!
EL CAZADOR DE FRASES_
Mientras escucho, mi cabeza no para: cada palabra es una chispa, cada gesto un personaje futuro. Ese soldado que presume de hazañas que no vivió… será mi próximo galán. Esa criada que discute a gritos con un mozo… la haré graciosa en el primer acto.
Madrid me regala más comedias que mi propia imaginación.
Cuando me canso de tanto murmullo, doy media vuelta. Tengo ya suficientes historias robadas para escribir tres obras esta semana. Y, creedme, lo haré.
Me despido de los corrillos sin que me reconozcan y sonrío para mí:
—Vosotros hablad, murmurad, criticad… que mientras tanto, yo os convierto en verso.
El sol ya está alto y mi estómago gruñe como un mosquetero impaciente. ¿Sabéis lo que eso significa? Que toca ir a la taberna. Y si hay taberna, hay vino, actores… y quizá alguna musa dispuesta a sonreírme.
Vamos, seguidme: la verdadera comedia empieza con una jarra de buen vino tinto.
ESCENA III.
“la TABERNA: MI OTRO CORRAL”_
No os voy a engañar: los corrales son mi reino… pero las tabernas son mi paraíso. Allí no hay críticos doctos, ni damas con abanicos juzgando en silencio: allí hay vino, hay risa y hay verdad.
Entro en la taberna del Águila como quien pisa un escenario. Y, creedme, aplauden sin que yo lo pida.
—¡El Fénix! ¡Nuestro Lope! —grita un actor que ya lleva dos jarras de ventaja.
Yo saludo con una reverencia exagerada, como si acabara de estrenar comedia:
—Gracias, gracias… no merezco tanto… aunque un poco sí —añado bajito, lo justo para que me oigan.
Me acomodo en la mesa más larga y ya tengo vino antes de sentarme. Eso es fama de la buena: no la que te dan los reyes, sino la que te sirven los taberneros.
VINO, RISAS Y VERSOS IMPROVISADOS_
Los actores me rodean, hablando todos a la vez:
—Maestro, ¿para cuándo mi papel de galán?
—Lope, la última comedia me hizo llorar… ¡y no era de pena!
—¡Contadnos qué escribís ahora!
Yo bebo un sorbo, dejo la jarra en la mesa con fuerza y sonrío:
—¿Queréis saber un secreto? Escribo por vosotros, sí… pero sobre todo por ellas —digo señalando, con descaro, a las actrices sentadas al otro lado.
Risas. Alguno me da un codazo:
—¡Siempre el mismo Lope, siempre con damas en la cabeza!
Pues sí, ¿qué queréis? No lo niego: la mitad de mis versos son para el pueblo y la otra mitad… para las damas.
Y, como si el diablo me escuchara, mis ojos se cruzan con los de una joven actriz de mirada traviesa. Morena, de labios suaves y esa chispa que enciende versos. Quizá Marta, quizá Amarilis, quizá ninguna y todas a la vez.
Me acerco con mi mejor sonrisa:
—Señora, perdonad que me atreva… pero mis versos se aburren si no tienen a quién mirar. ¿Puedo entretenerlos con vos?
Ella arquea una ceja, divertida:
—¿Y cuántos versos me costará este vino, don Lope?
Tomo la pluma —sí, siempre llevo pluma, como otros llevan espada— y en un momento improviso, casi sin pensar:
“Si en tus labios bebe el vino,
seré borracho dichoso;
y si en tus ojos adivino,
venderé el alma, gustoso.”
Le entrego el papel. Ella lo guarda en el corpiño con gesto lento, y sonríe. Eso, amigos, vale más que mil aplausos.
TABERNA, ESCUELA DE COMEDIAS_
Mientras tanto, mi cabeza sigue trabajando aunque mis labios sonrían.
Ese corsario que presume de hazañas con más vino que verdad… será mi próximo fanfarrón de comedia. Ese viejo que discute con el tabernero por dos maravedíes… será avaro en mi siguiente obra.
—¿Veis, amigos? —les digo a los actores, alzando la jarra—. Aristóteles no sabe de teatro; el verdadero maestro está aquí, entre risas, jarras y chismes.
Brindan conmigo, y el vino corre. Yo bebo, río, flirteo… y en mi cabeza ya hay un tercer acto en marcha.
UN REY SIN CORONA_
Cuando el sol empieza a caer, me levanto. Me colocan la capa, me tienden otra jarra, pero yo niego con la mano:
—No, amigos… el vino me inspira, pero mi verdadero trono me espera en el corral.
El tabernero me grita:
—¡Volved, Lope, que aquí también os aplaudimos!
Sonrío de medio lado, inclinando el sombrero:
—Lo sé, amigo… pero en el corral me aplaude Madrid entero.
Y salgo, como quien va a conquistar su reino sin corona.
ESCENA IV.
“EL CORRAL, MI TRONO SIN CORONA”_
¿Queréis saber lo que se siente siendo rey sin corona? Venid conmigo al corral de comedias y lo entenderéis.
El corral de comedias del Príncipe ruge antes incluso de que empiece la función. Es un mar inquieto de mosqueteros golpeando con los pies, damas murmurando tras las mantillas, vendedores voceando rosquillas y aloja. El olor es mezcla de todo: humanidad, polvo, risas… y gloria.
Entro de incógnito, claro. Yo no me siento en los aposentos de los nobles; mi trono está entre el pueblo. Subo la capa, bajo el sombrero y me meto en el patio como un espía. Nadie me mira dos veces; para ellos, soy un vecino cualquiera… y eso me encanta, porque así los escucho sin máscaras.
Me acomodo entre un rufián que presume de cicatrices (seguro que son de caídas, no de guerras) y un mozo de taberna que huele más a vino que a jabón.
—Dicen que Lope escribió esta comedia en menos de una semana —murmura el pícaro.
—Y será buena, pues ese escribe como si tuviera pacto con el demonio —responde el mozo.
¿Veis? No hay mejor aplauso que el que se da en tu cara.
CÓMO DOMAR A UN PÚBLICO_
El pregonero pide silencio y empieza la comedia. Yo no miro el tablado, no todavía; yo miro al público, porque ahí está la verdadera obra.
—¿Queréis que lloren? Les doy honra y tragedia.
—¿Queréis que rían? Meto un gracioso que suelte un chiste sobre suegras y maridos.
—¿Queréis que suspiren? Pongo a un galán que diga “te adoro” con cara de mártir.
El corral es un niño caprichoso, pero yo sé hacerle cosquillas donde más le gusta.
Primero se oyen carcajadas: los mosqueteros del patio se doblan de risa con el gracioso. Cada carcajada es un doblón que guardo en el bolsillo de mi vanidad.
Luego, en el segundo acto, un silencio espeso, precioso: las damas se llevan los abanicos a los labios y los hombres contienen el aliento. Eso, creedme, vale más que mil vítores: cuando Madrid calla, Lope manda.
EL ÉXTASIS DEL APLAUSO_
Llega el final. El galán recupera la honra, la dama sonríe llorando… y entonces el corral estalla.
Los mosqueteros golpean con los pies como si fueran tambores, las damas aplauden tímidas desde la cazuela y hasta los nobles de los aposentos se dignan a palmear un poco.
—¡Es de Lope! ¡Esto sí que “es de Lope”! —grita alguien… yo me muerdo la lengua para no reírme.
Ahí está mi corona, amigos: no en oro, sino en gritos. El Rey Planeta gobierna España; yo gobierno aquí, en el corazón de Madrid y mi trono se hiergue sobre bancos de madera.
Me levanto despacio, sin hacer ruido. Nadie me ve salir. No necesito saludar; no necesito que me nombren. Ya tengo lo que vine a buscar: ese rugido, ese aplauso que vale todas las noches en vela.
Camino hacia la puerta, sonriente, y murmuro bajito para mí mismo:
—Hoy me queréis. Mañana murmuraréis. Y pasado… volveréis a aplaudirme.
Así es Madrid y así me gusta. Yo les escribo, ellos me aman, me critican, me olvidan y me vuelven a amar. Es el mejor romance que he tenido nunca.
El sol se ha escondido ya, y las farolas empiezan a encenderse. Es hora de volver a mi casilla. Allí me esperan el candil, los papeles… y quizá algún suspiro que convertir en soneto.
Vamos, seguidme: la noche no es para dormir, es para escribir.
ESCENA V.
“YO VIVO EN VERSOS, NO EN HORAS”_
¿Dormir? ¡Ja, otra vez con lo mismo! ¿Acaso pensáis que un hombre como yo vive por horas? No, amigos, yo vivo en versos.
He vuelto a mi casilla, cansado como un soldado que regresa de la guerra, pero con esa satisfacción que sólo dan las victorias. Y creedme, hoy he ganado la mejor de todas: un corral lleno gritando “¡Es de Lope!”. No hay joya que valga lo que vale eso.
La casa está en silencio, apenas rota por el crepitar de la vela que enciendo. El aire huele a papel, a cera gastada y a noche fresca que entra por la ventana.
En mi mesa están los dos compañeros que nunca me abandonan: la sotana y los papeles. Y, como siempre, se miran de reojo como dos rivales celosos.
—No os enfadéis, amigos —les digo sonriendo—. Rezaré un avemaría, lo prometo, pero antes he de escribir un soneto… Dios me perdonará, que Él también ama las buenas historias.
Me quito la capa, me siento y mojo la pluma. Las manos me duelen de tanto escribir, pero la cabeza me bulle como si acabara de despertar.
VERSOS DE AMOR, NO DE SANTOS_
Empiezo un nuevo poema. No es para el público, no es para la fama: es para ella, para esa musa que siempre aparece cuando cae la noche. Quizá Marta, quizá ninguna en concreto… quizá todas.
“Hoy Madrid me aplaudía,
pero yo sólo escuchaba
tu risa en cada carcajada,
tu nombre en cada alegría.”
¿Veis? Hasta en el triunfo pienso en amor. No tengo remedio. Soy sacerdote, sí, pero también soy hombre. No os escandalicéis: Dios me hizo poeta; que Él cargue con las consecuencias.
UN CIERRE QUE ES PRINCIPIO_
Las campanas de San Sebastián marcan la medianoche. Miro mis papeles, mi huerto dormido tras la ventana y suspiro. Ha sido un buen día: he escrito, he reído, he amado… y todo eso en un solo amanecer y un solo anochecer.
Apago el candil, pero antes os confieso algo, ya que habéis estado conmigo todo el día:
—Dormid tranquilos, amigos, que yo velaré por vosotros. Mientras haya una historia que contar y un verso que escribir, Lope no dormirá del todo.
Guiño un ojo —sí, incluso a solas lo hago— y me recuesto en la silla. La noche apenas empieza para mí… y mañana, os lo prometo, será otra comedia.
“No hay placer que no tenga por límite el pesar”