Las estaciones del limonero

Fotografía de María Zambrano. Historia de Madrid

María Zambrano, durante su exilio en Cuba. SUR

María Zambrano: la patria del alma

Primavera: La luz que no se olvida_

El aire huele a limonero en flor, y yo respiro despacio, como si quisiera beberme la luz entera de este patio. Es la misma de entonces. O eso quiero creer. Porque hay una luz que no se olvida, aunque pasen los inviernos, aunque uno cruce mares y fronteras y ciudades que se deshacen entre las manos como un puñado de arena. Esa luz es la única patria que no se pierde.

Aquí empezó todo. Bajo este árbol. O uno que fue este, o el que la memoria ha querido salvar entre tantos que se perdieron. Aquí escuché al mundo por primera vez. El zumbido de las abejas, el canto de los gorriones, el rumor del pozo en el que yo buscaba —¡ay, qué necia y qué niña!— el reflejo de un mundo que entonces creía que podía comprenderse con solo asomarse. Aquel pozo era un espejo y era un abismo, al que yo me asomaba para verme y para perderme, para intentar adivinar el secreto de las aguas quietas.

Recuerdo las manos de mi padre, llevándome en alto para que alcanzara el limón más alto, el que parecía rozar el cielo. «Todo lo que vale la pena, María, hay que alzarse para tocarlo», me decía. Y yo no entendía. Pero la verdad empezó a dolerme allí, entre ramas y sol, cuando el limón rodó de mi mano y no pude evitar que cayera. Como no pude evitar que el mundo se quebrara más tarde. Ni que él se marchara. Aquella fruta amarilla en la tierra fue mi primera derrota, la primera vez que supe que hay cosas que no pueden retenerse.

La voz de mi madre… La oigo todavía en las tardes en que el sol se filtra por las ramas y juega en las baldosas del patio. Su voz era un arrullo, un silencio dulce que enseñaba sin palabras. De ella aprendí que hay verdades que se dicen sin decirse, en el calor de una caricia, en la sombra que se ofrece sin pedir nada. Ella tejía la piedad sin saberlo… o sabiéndolo demasiado bien. Y esa piedad me salvó más veces de las que podría recordar.

¡Qué luz la de Vélez! Esa luz primera que se clava y no se borra. Ni Roma, ni París, ni La Habana, ni el gris de Ginebra pudieron borrarla. Ni el exilio, que es el invierno del alma. Aquí nació el asombro, el temblor de saberme en el mundo, y ese temblor fue mi patria cuando ya no tuve otra. La claridad de este cielo fue la que iluminó mis días más oscuros. La llevé en los ojos, incluso cuando las lágrimas la empañaban. Y esa luz me guiaba como un faro, aun cuando ya no sabía a dónde dirigirme.

Ahora las flores del limonero caen como copos de nieve tibia sobre el regazo. Y yo, vieja ya, me pregunto si la primavera no es esto: volver a oler lo que se creyó perdido, volver a oír al patio decirme que nunca me fui del todo. Que lo que se ama de verdad nunca se exilia. Porque el exilio no es solo cruzar fronteras: es olvidar la luz que nos hizo. Y yo no la he olvidado.

Cuando cierro los ojos, el patio revive entero. Veo los juegos de la niña que fui, corriendo tras su sombra, escondiéndose tras los troncos, inventando mundos con los ojos muy abiertos. Veo a mi padre, inclinado sobre un libro, levantando la vista solo para sonreírme. Veo a mi madre, cosiendo junto a la ventana y a Araceli, mi hermana, mi otra mitad, lanzándome una mirada cómplice. Y me digo: si esto no es la patria, ¿qué lo será?

A veces el viento mueve las ramas del limonero y el murmullo de las hojas parece una voz. O muchas voces. Las de los que ya no están, que me visitan en este tiempo de retorno. Y yo escucho. No es un escuchar de los oídos, es un escuchar de adentro, del alma que aún se asombra y se duele. Las voces traen palabras y silencios, preguntas que no respondí, promesas que no cumplí. Y yo aquí, bajo este árbol, sin poder ya sino acogerlas, dejarlas entrar y posarse en mí como estas flores caídas.

Porque todo empezó aquí. Y aquí todo acaba, o se recoge, o se entiende. Bajo este limonero. Con esta luz que no se olvida.

Verano: la hoguera de las ideas_

El sol cae a plomo sobre el patio y el aire se llena del zumbido de las cigarras. El limonero ofrece su sombra generosa, pero el calor llega igual, como una memoria ardiente que no se apaga. El verano no es solo una estación: es el tiempo en que todo quema. Las ideas, los sueños, la vida misma. Y yo recuerdo ese otro verano, el de mis años de juventud, cuando Madrid era mi hogar y mi fragua.

Madrid… cómo brillaba entonces. Cómo ardíamos nosotros, los jóvenes, entre libros, cafés y palabras que creíamos capaces de transformar el mundo. Llegué a la ciudad como quien cruza un umbral, dejando atrás los patios de Vélez, el rumor del mar lejano, para abrazar el estruendo de la gran ciudad, su promesa, su vértigo. El bullicio de sus calles, las voces que se alzaban en las tertulias, el eco de los pasos por los claustros de la Universidad Central. Allí creí que todo era posible.

Recuerdo las aulas llenas de luz polvorienta, el temblor de los bancos de madera, la voz de Ortega alzándose como un río de palabras claras. Cómo nos enseñaba a mirar la vida como tarea, como circunstancia, como misterio que se ofrece a quien sabe interrogarlo. Y yo escuchaba, atenta, sedienta, buscando en sus palabras el sentido que el mundo parecía prometer y ocultar al mismo tiempo. Mi maestro, mi guía y, sin embargo, no podía seguirle del todo. Porque en mí, desde entonces, latía otra hambre: la de lo que no se deja atrapar por la lógica, la de lo invisible que también pide ser pensado.

Y las noches… las noches de Madrid, encendidas de conversación y tabaco, de risas y discusiones acaloradas. Lorca, Miguel, Maruja, tantas voces queridas que hoy me hablan desde el recuerdo como si el tiempo no existiera. Íbamos de café en café, de idea en idea, como quien va de incendio en incendio, ardiendo sin miedo, convencidos de que la verdad nos esperaba en la próxima esquina, en el próximo verso, en la próxima causa. Qué juventud la nuestra, tan temeraria, tan generosa. Tan condenada.

Luego vino el tiempo en que el fuego dejó de ser metáfora. Las hogueras fueron reales. La ciudad que amábamos se convirtió en campo de batalla. Y nosotros, los soñadores, aprendimos el precio de las ideas cuando el aire se llenó de humo y de sirenas. Yo, que había creído que el pensamiento podía consolar, que podía salvar, descubrí que el dolor es más rápido que la razón, que la sangre mancha antes de que la palabra alcance a nombrar lo que sucede.

Recuerdo las noches sin sueño, las jornadas de trabajo para salvar lo que se pudiera: los niños evacuados, los libros, las casas rotas. Y la muerte. La muerte que se sentaba a la mesa como un comensal más. La muerte que se llevó a mi padre, lejos de mí, en el otoño de aquel verano interminable. Aquel hombre bueno que me había alzado para tocar el cielo, caído al fin bajo el peso de una guerra que ninguno de nosotros supo evitar. Su rostro sereno, al que no pude dar el último adiós, me acompaña aún. Como un reproche y un consuelo.

El verano del alma. El tiempo en que creímos y perdimos, en que lo dimos todo y todo se desmoronó. El limonero cruje ahora con el viento caliente. Su sombra es breve, insuficiente frente al ardor del sol. Así fueron aquellos años: sombras que no bastaban para protegernos y sin embargo buscábamos bajo ellas un respiro, una tregua, un lugar donde volver a ser.

Y pienso, ahora que el calor aprieta y la memoria duele, que el verdadero incendio no fue el de las bombas ni el de las casas en ruinas. Fue el incendio de los sueños rotos, de las promesas traicionadas. El fuego que deja dentro un hueco que ya no se llena. Y sin embargo, aquel fuego nos hizo. Nos deshizo y nos hizo. Porque sólo lo que arde deja luz en la noche.

Otoño: Los caminos que se pierden_

El aire se ha vuelto más frío. El sol cae ahora con una dulzura cansada y el limonero empieza a desnudarse, dejando caer sus hojas como recuerdos que el tiempo no logra retener. A mis pies, las hojas secas crujen bajo el viento y yo las escucho como quien escucha pasos que se alejan. Así fue el exilio: un otoño largo, un camino que se pierde bajo mis propios pasos, un irme y no llegar.

Recuerdo aquel enero de frontera y de barro, de silencio y ojos vacíos. Recuerdo el frío que se nos metía en los huesos mientras cruzábamos la tierra que ya no era nuestra. España detrás, rota y ensangrentada. Francia delante, indiferente, gris. Y nosotros, los que huíamos, arrastrando no solo maletas, sino la culpa de no haber sabido salvarla. El exilio empezó allí, en ese paso, en ese no lugar donde ya no éramos de ninguna parte. Ni del pasado ni del futuro.

Después vinieron los años de ir de patria en patria, como quien mendiga un poco de tierra para sostenerse. México primero: su calor, sus colores, su abrazo. Pero yo no lograba enraizarme. Daba clases, hablaba, escribía… y, sin embargo, por dentro seguía caminando. No hay suelo que acoja a quien no ha podido despedirse de su casa. Luego Cuba… Ay, Cuba. Allí sentí por un instante que el exilio era menos duro, que el mar podía parecerse al nuestro, que la luz tenía algo de la de Vélez. Los amigos, los estudiantes, las conversaciones bajo un cielo que parecía comprenderme. Pero tampoco me detuve. El exilio es eso: seguir andando cuando el corazón pide quedarse.

Roma. Roma fue el espejismo más dulce. Allí paseaba por calles que me hablaban en murmullos antiguos y por momentos creí escuchar el eco de mi propia razón poética, el temblor de la belleza que sobrevive a las ruinas. Pero también Roma fue destierro. Porque el exilio no es solo cuestión de geografía. El exilio es llevar la patria rota dentro, mirarla cada noche… y no poder tocarla.

Y el tiempo. Ese tiempo que se volvió un otoño sin fin. Las enfermedades de Araceli, los trabajos escasos, los días de escribir sin saber si alguien leería, las cartas que partían y no siempre llegaban. El silencio elegido, porque a veces hablar es traicionarse. Y mientras tanto, España seguía lejos, cada vez más lejana, cada vez más irreal. La soñaba en mis noches de insomnio, pero el sueño no traía consuelo, sino el filo del deseo imposible.

Aquí, bajo el limonero que deja caer sus hojas sobre mi falda, pienso en todos esos otoños de ciudades prestadas. Los nombres se mezclan: París, Ginebra, Roma, La Habana… Todos fueron estaciones de paso. Todos fueron patria y destierro al mismo tiempo. Porque cuando uno ha perdido la tierra que le hizo, ninguna otra basta. Y sin embargo, ¿qué sería de mí sin esas patrias prestadas? Sin los amigos que me tendieron la mano, sin los paisajes que me dieron un instante de belleza. El exilio me despojó, pero también me abrió los ojos. Me enseñó a mirar sin querer poseer, a amar sin exigir. A esperar sin esperanza.

Ahora el viento del otoño mueve las ramas del limonero, y el murmullo de las hojas me parece el mismo que escuché tantas veces en los caminos del exilio. Un murmullo de pasos, de trenes, de barcos, de despedidas. Y yo aquí, al fin, de nuevo en casa. Pero el exilio… el exilio sigue. Porque uno vuelve a la tierra, sí, pero no al tiempo perdido. Y el tiempo es el verdadero país al que nunca se regresa.

Invierno: El regreso imposible_

El limonero apenas tiene ya hojas. Sus ramas, desnudas, dibujan en el aire gris formas que parecen letras de un alfabeto que olvidé o que nunca supe leer del todo. El frío ha llegado. Lo siento en los huesos, en la respiración que se vuelve más lenta, en el silencio que envuelve el patio como un manto. El invierno no es solo una estación. Es el tiempo del regreso. Y del regreso que nunca es completo.

Volví. Eso dicen. Eso digo. Volví a la tierra que me vio nacer, a este patio, a este limonero. Y sin embargo, no volví. Porque al lugar se regresa, sí, pero al tiempo… al tiempo no. La España que encontré al regresar no era la que me había acompañado en las noches del exilio. No era la que había amado, ni la que había llorado. Era otra. O era yo la otra. La extranjera. La que vuelve y no encuentra el eco de sus pasos.

Recuerdo el día en que mis pies tocaron de nuevo esta tierra. Me incliné, como quien besa lo que nunca debió perderse. Y sentí un temblor, como de alegría, como de tristeza, como de ambas cosas a la vez. Porque volví a un país del que nunca me había ido. Pero el país se había ido de mí. Las calles, las voces, las casas, todo era familiar y ajeno al mismo tiempo. Como si caminara por un sueño de mi propia memoria.

En Vélez-Málaga hallé un sosiego que ya no esperaba. La luz seguía aquí, la misma luz que guardé en los ojos durante tantos inviernos lejanos. La brisa de la sierra, el rumor del mar en las noches quietas. Pero incluso aquí, bajo este limonero, el tiempo perdido pesa. Porque no hay abrazo que devuelva los años, ni mirada que repare lo que se quebró. La patria… la patria verdadera es la que llevamos dentro. Y esa, quizás, nunca la abandoné. O nunca me abandonó.

A veces, en las tardes de este invierno último, cierro los ojos y escucho al limonero. El viento en sus ramas es un susurro de todos los que amé y ya no están. Mi padre, mi madre, Araceli… Los veo aquí, conmigo, sentados en el banco de piedra, mirándome en silencio. Y yo les hablo. No con palabras: con este respirar hondo, con este estar quieta, con este esperar sin prisa.

El regreso… el regreso imposible. Porque volver no es desandar los pasos. Es aprender a habitar la ausencia, a reconciliarse con lo que no fue, a dar gracias por lo que el dolor enseñó. Aquí estoy, bajo este árbol que me vio partir y ahora me ve reposar. El limonero que ha sido testigo y refugio, memoria y promesa.

El invierno avanza. Y yo lo dejo. Porque al fin comprendo que el regreso es esto: estar donde todo comenzó, y saber que todo —la luz, el amor, el exilio, el tiempo— ha encontrado su sitio. Que todo, al fin, descansa.

La patria sin fronteras_

Ahora el patio se ha quedado en silencio. El limonero duerme bajo la luz tenue del atardecer. Yo lo miro y me reconozco en su forma quieta, en su sombra alargada sobre la tierra. Pienso en todo lo que fue, en todo lo que fui. Y no siento ya tristeza, sino gratitud. Porque la vida, incluso con sus heridas, fue un don. Porque el exilio, incluso con su desgarro, fue un camino. Porque el regreso, aunque imposible, fue un reencuentro con lo que nunca se fue del todo.

He buscado patria en palabras, en rostros, en paisajes. Y al fin comprendo que la patria es este instante: estar aquí, en paz, bajo el limonero que me enseñó la primera luz y que ahora me acompaña en la última. La patria verdadera no tiene fronteras: es el lugar donde el corazón puede al fin descansar.

Y mientras la brisa de la tarde mueve las ramas y lleva lejos el perfume de las flores tardías, sé que todo está dicho. Todo está cumplido. Y lo que queda es silencio. El silencio que abraza. El silencio que salva.


Imagen María Zambrano. Historia de Madrid

María Zambrano Alarcón (Vélez-Málaga, 1904 – Madrid, 1991)

La luz del pensamiento filosófico no es la luz viviente del sol, sino la claridad, principio de la vida según Platón, el teólogo de esta luz.
— María Zambrano


¿cómo puedo encontrar la casa en la que vivió maría zambrano en Madrid?