Camino a la eternidad
Miguel de cervantes: muere el hombre, nace el mito
Lunes, 18 de abril de 1616_
Tras casi una semana de lluvias constantes, Madrid amanece por fin bajo un cielo claro y una luz amable de primavera. La ciudad respira con alivio; el aire, lavado por el agua, huele a tierra húmeda y a brotes recién nacidos.
Desde las primeras horas, las calles comienzan a animarse. El mercado despierta con su habitual bullicio: voces que pregonan, el crujir de los carros, el golpeteo de las botas sobre los adoquines mojados. Aguadores, comerciantes, taberneros, arrieros, mendigos y pícaros tejen la rutina diaria de una ciudad viva, siempre en movimiento, con la energía vibrante de lo cotidiano.
En el barrio de las Musas —nombre que ha ganado por la costumbre de atraer a quienes viven del teatro y la pluma—, empiezan a congregarse escritores, actores y actrices en torno al mentidero de representantes. Allí circulan noticias, se negocian papeles y se intercambian ideas, en busca de una obra que pueda estrenarse pronto en alguno de los cercanos corrales de comedias. La conversación es rápida, chispeante, cargada de esperanzas.
A mediodía, todos acuden a la Iglesia de San Sebastián. Entre la penumbra del templo y el aroma del incienso, elevan oraciones a Nuestra Señora de la Novena, patrona de los cómicos, pidiéndole fortuna en sus proyectos, inspiración en sus versos y el favor del público.
Ajeno a todo este bullicio, uno de los vecinos del barrio, inquilino de la contigua casa en la calle del León esquina con Francos, lleva días sin salir de una pequeña habitación en penumbra. Incluso sin levantarse de la cama. Su salud no lo permite. Su cuerpo, envejecido, exhala con esfuerzo sus últimos pensamientos.
Se trata de un escritor anciano. En apenas unos meses alcanzará los sesenta y nueve años, una edad notablemente avanzada para estos primeros compases del siglo XVII, que ya insinúan el declive de un reinado sin gloria: el de Felipe III, marcado por la inercia y la sombra.
“De rostro aguileño, frente lisa y desembarazada, de nariz corva, barbas de plata que no ha veinte años fueron de oro, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados…” Así se describía él mismo, con ironía templada y mirada lúcida, en el verano de 1613. Aquellas líneas, incluidas a modo de retrato en sus barbero, ofrecían al lector más que una imagen física: una confesión entre bromas de quien se sabía ya parte del tiempo.
Pero hoy, al mirarse de nuevo al espejo, apenas se reconoce. El reflejo que le devuelve el azogue es más severo que aquel retrato risueño. Su figura, vencida por la fiebre y los años, parece una sombra de sí mismo. La barba, más rala y blanca, cae como escarcha vieja sobre un rostro consumido; los ojos, hundidos, conservan no obstante un brillo inquieto, como brasas que se resisten a apagarse del todo. Asume, sin resistencia, que ha encarnado por fin la ‘triste figura’ que un día prestó a su caballero más universal.
Lleva una mano temblorosa al rostro y, al tacto, no halla rastro del niño que fue en Alcalá de Henares, aquel que corría por los pasillos entre risas y travesuras, rodeado de sus hermanos Andrés, Andrea, Luisa, Rodrigo, Magdalena y Juan. Entonces, todo era juego y complicidad. Aquel niño solía esconder, con inocente picardía, los instrumentos de su padre —barbero de manos hábiles y oídos traicioneros—: cuchillas, sanguijuelas, paños, jeringas, frascos de bálsamos y hojas de afeitar. Todavía resuena en su memoria la carcajada callada de su madre, Leonor, cuando su esposo maldecía, entre gestos exagerados, la desaparición del instrumental.
Ese recuerdo, tan nítido como una escena grabada en humo, le arranca una sonrisa suave, apenas un pliegue en los labios. Hay un consuelo hondo en la memoria. Las mudanzas constantes de la infancia —Córdoba, Sevilla, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Valladolid— tejieron un mapa vivo de paisajes y acentos, de mercados y plazas, de calles y rostros distintos, que ya entonces le susurraban lo que acabaría siendo su gran materia: el alma múltiple de España. Fue en 1566 cuando la familia se asentó por fin en Madrid, y allí, en ese hervidero de calles estrechas y ambición desbordada, empezaría a germinar la vocación que le sobrevivirá.
En la ya consolidada capital del reino, recuerda con afecto sus visitas al Estudio de la Villa, y en especial a su maestro, don Juan López de Hoyos. Aquel sabio humanista no solo le instruyó en las letras, sino que supo reconocer en él una vocación temprana, alentándolo con generosidad y visión. Fue él quien le abrió por primera vez las puertas del mundo editorial, publicando algunos de sus primeros versos. La tinta aún fresca de entonces parecía augurar una carrera prometedora.
Pero la vida, caprichosa y severa, pronto se encargó de desmentir aquellas ilusiones. La trayectoria de nuestro protagonista se tornó errática, llena de sobresaltos. Fue pendenciero en su juventud, prófugo en Italia, soldado en Lepanto, espía en tierra de turcos, cautivo durante cinco años en Argel. Después, lisiado, contable, recaudador, reo en más de una cárcel. Y, en cada pausa entre infortunios, escritor: novelista, poeta, dramaturgo. Hoy, ya agotado, sobrevive gracias a pequeños encargos de mediación entre autores e impresores, en la agitada corte madrileña que volvió a acogerlo tras la breve etapa vallisoletana. Entre esos impresores destaca uno: Juan de la Cuesta, con quien aún mantiene cierta relación laboral que le permite prolongar sus últimos días.
Desde hace tres años, malvive con su esposa, Catalina de Salazar, en una vivienda humilde y alquilada. Una casa diminuta, húmeda y mal ventilada, donde el frío cala hasta los huesos y las chinches no dan tregua. No es lugar para envejecer con dignidad, mucho menos para morir con sosiego. Allí, postrado, 'pobre como una rata', aguarda el final sin más consuelo que sus recuerdos.
La ironía del destino le golpea con fuerza cada vez que piensa en lo que habría supuesto vivir apenas cien metros más abajo, por la misma calle… en la espléndida 'casilla' de don Félix Lope de Vega. Aquella casa sí parece salida de una comedia feliz: espaciosa, luminosa, con jardín, servicio, y el eco constante de la admiración pública. Porque Lope no solo escribe: desborda. Y Madrid entero acude, devoto, a sus estrenos en los corrales de la Cruz o del Príncipe, donde cada función es un triunfo.
La comparación es inevitable. En la sociedad literaria, Cervantes ha quedado como un nombre del pasado, una reliquia que camina entre los vivos. Sus comedias han sido ignoradas, sus novelas, celebradas pero sin traducirse en una fortuna tangible. Fama sin renta. Prestigio sin aplauso.
La suya ha sido una existencia áspera, ajena al fulgor del éxito. Lope, por el contrario, brilla como astro dominante. Y no sólo los separa el destino, también el temperamento. Uno, apasionado y fecundo; el otro, reflexivo, algo cínico, herido por el tiempo. Dos maneras opuestas de escribir, de amar, de mirar el mundo, que los convirtieron en antagonistas públicos. Pero nunca enemigos en el corazón.
Porque, en la intimidad del pensamiento, nuestro anciano protagonista nunca dejó de admirar el talento de su rival. “Realmente es un monstruo de la naturaleza…”, susurra con voz apagada, sin amargura, aceptando que en la partida de la vida le ha tocado jugar con las piezas más difíciles. Y aun así, se marcha en paz. Sin rencores. Sin cuentas pendientes con nadie.
Martes, 19 de abril de 1616_
La noche ha sido larga, punzante, sin tregua. El sueño, huidizo como un ladrón, no se ha dignado a visitarle. Recostado en su lecho, más sombra que cuerpo, nuestro enfermo hace un esfuerzo por incorporarse. Busca un sorbo de agua, apenas unas gotas que calmen una sed abrasadora, inagotable, como si el cuerpo mismo reclamara un último consuelo. Pero sabe que no es sed, sino otro síntoma más —uno de los peores— de la enfermedad que le consume por dentro.
Hidropesía. Ese fue el diagnóstico. Palabra grave para un mal que no entiende de consuelos ni de reposo. Su médico —ese hombre más dado a experimentos que a certezas— le propuso marchar a Esquivias, al pueblo de su esposa Catalina, con la idea de que el aire limpio, los buenos alimentos y el vino generoso hicieran lo que la medicina no podía. Pero fue un error. Un remedio equivocado que aceleró el deterioro. Al cabo de una semana regresó a Madrid con el alma colgando de un hilo, “con tantas señales de muerto como de vivo”, diría con amargo humor a quien quisiera oírlo.
Desde aquel regreso, el cuerpo comenzó a traicionarle sin descanso. El abdomen se hinchó como odre mal atado; las piernas, los brazos, incluso el cuello comenzaron a acumular líquido hasta convertirlo en una figura grotesca de sí mismo. No era gordura, sino un espejismo cruel, una presión constante que aplasta los riñones, que ahoga el corazón, que roba el aire a cada intento de respirar. Ya no hay postura que alivie, ni almohada que lo acomode. Solo queda la resignación del que espera su hora.
“Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida”, solía repetir entre amigos, con la sonrisa torcida de quien se sabe viejo pero aún aferrado al ingenio. Sin embargo, ahora esa frase le pesa. Ha perdido la gracia. Porque sabe, sin necesidad de confirmaciones ni relojes, que ya no se trata de un juego. Que lo que se avecina no es una sombra, sino la entrada definitiva en el silencio.
Los días ya no son días, sino pausas entre el dolor y el recuerdo. Y este martes, bañado por una luz grisácea que entra por la ventana sin pedir permiso, se parece demasiado a un adiós.
La certeza de su muerte le acompaña desde los primeros días de abril, cuando el cuerpo comenzó a enviar señales que no dejaban lugar a dudas. No quiso entonces dejar nada al azar. Con la serenidad de quien ha aprendido a convivir con la escasez, solicitó su admisión en la orden de los Terciarios de San Francisco. Sabía que, sin esa protección espiritual, ni él ni su esposa podrían costearse un entierro digno. “Un trámite menos —musitó con una sonrisa cansada—. En este país la burocracia nos acecha hasta el último aliento”. A pesar del dolor y del agotamiento, su humor, aunque tenue, seguía latiendo.
Piensa ahora en su familia. En Catalina, que le acompaña en estos días finales con una paciencia callada. En su hija natural, Isabel de Saavedra, a la que hace tiempo no ve y cuya ausencia le duele más de lo que reconoce. ¿Qué será de ellas cuando él ya no esté? No deja más que algunos libros, una capa raída, una cama estrecha, y las inevitables deudas que, como tantas otras veces en su vida, han sido fieles compañeras. Poco que heredar, y mucho que afrontar.
Con mano temblorosa, ha firmado su testamento. Ha dictado sus últimas voluntades, consciente de que la muerte no espera, y de que el deber no concluye con la vida. Ya solo queda un paso por dar. El más íntimo, el más temido.
Busca, entonces, la paz del alma. Llama al sacerdote para recibir la extremaunción.
Al cabo de unos minutos, el padre Martínez Marsilla cruza el umbral de la habitación. Es un rostro conocido, casi familiar, aunque no por ello menos solemne. Fue testigo de las muertes de dos de sus hermanas; su presencia en la casa es recuerdo de pérdida y consuelo a partes iguales.
El sacerdote se acerca al lecho y comienza, con gesto firme, el ritual sagrado. Unta los santos óleos en los pies, las rodillas, las manos y la frente del moribundo, cuyos párpados apenas se abren. Le pide su arrepentimiento, y recibe una leve inclinación de cabeza. El consentimiento silencioso de quien ya ha hecho las paces consigo mismo.
La Oración del Buen Morir se eleva en la habitación, susurrada al ritmo de un latido lento. El enfermo escucha con los ojos cerrados. Está consciente, sereno. En su rostro se adivina la aceptación definitiva de un largo viaje que por fin termina.
Y así, envuelto en el susurro de una plegaria y en la quietud de su propia alma, Miguel de Cervantes se abandona, por fin, al descanso. Puede dormir aliviado.
Miércoles, 20 de abril de 1616_
Amanece en Madrid con una luz tibia y limpia, como si el cielo, por una vez, decidiera regalarle al moribundo un respiro. Contra todo pronóstico, nuestro protagonista abre los ojos y descubre, con un asombro tenue, que se siente algo más fuerte. No es una mejoría real, lo sabe, pero sí un aliento prestado, el último empujón que a veces concede la vida antes de retirarse del todo.
Apenas ha pasado un mes desde que pusiera punto final a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su obra más ambiciosa y querida. Sin embargo, le faltaba aún cerrar ese viaje con palabras de despedida, y hasta hoy no había encontrado fuerzas para ello. Pero ahora, sentado con dificultad sobre la cama, se inclina hacia el escritorio improvisado y toma la pluma. La mano tiembla, pero la mente —la suya, siempre viva— se mantiene firme.
Tiene muy claro que no llegará a ver publicada esta novela. Pero le gusta, como siempre le ha gustado, terminar lo que empieza. Su última tarea no es una historia, sino un gesto: un prólogo y una dedicatoria dirigidos al Conde de Lemos, su protector lejano, mecenas de tantos hombres de letras, entre ellos Lope de Vega y Luis de Góngora. A él le ruega, con tono sincero y sin rencor, que tras su muerte no deje caer su nombre en el olvido. Que alguien, al menos, se acuerde del viejo soldado de Lepanto que quiso ser poeta.
Y entonces escribe. Escribe con la urgencia de quien sabe que el tiempo se escapa, pero también con la calma de quien ha hecho las paces con el mundo. Cuando termina, relee en voz baja aquellas líneas que, sin saberlo, se convertirán en su testamento espiritual, en una de las despedidas más hermosas jamás escritas en nuestra lengua:
“Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan; y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir (…)”
Al concluir, respira hondo. El aire entra con dificultad, pero también con alivio. Acaba de cerrar su última página. No como quien pone fin a un capítulo, sino como quien deja una ofrenda sobre el altar de la vida. Aunque pobre, aunque olvidado en los corrales y en la corte, aunque vencido por la enfermedad, sigue siendo —hasta el último trazo— un escritor íntegro, lúcido, fiel a su vocación.
Mira alrededor. Piensa en los que estuvieron, en los que aún están. No guarda rencores. Agradece, en silencio, a cuantos le tendieron una mano en algún momento del camino. Ni la escasez, ni la indiferencia, ni los desencuentros familiares han logrado nublar su ánimo en este instante final.
Exhausto, la pluma resbala de entre sus dedos y cae al suelo con un leve chasquido. Su mano derecha descansa, abierta, sobre la colcha. Sabe —y esta vez lo sabe de veras— que ha llegado el momento de despedirse de su más fiel compañera: esa pluma que ha sido extensión de su pensamiento desde la infancia, y con la que escribió su mundo.
El genio se apaga, pero la luz que deja encendida no se extinguirá jamás.
Jueves, 21 de abril de 1616_
Nuestro protagonista ‘muere a chorros’. No de sangre, sino de tiempo, de memoria, de vida que se va derramando lenta e irreversible, como tinta que se seca en la última página. El cuerpo ya no responde; respira con dificultad, vencido por la hinchazón y la fiebre. Pero la mente —esa fortaleza que nunca se rindió— permanece encendida, y en su interior brotan, sin orden ni medida, los recuerdos de una existencia intensa, accidentada, profundamente humana.
Revive su infancia en Alcalá de Henares, los juegos con sus hermanos, las primeras letras, la pérdida temprana de sus padres. Ve los campos dorados de la Mancha, el rostro de su hija Isabel recién nacida, el juicio infame en Valladolid, la inquietud de los pueblos andaluces que cruzó como recaudador de impuestos, los barrotes fríos de la prisión en Sevilla. Cada lugar, cada instante, es un ladrillo en el muro de su memoria, una hebra más en la madeja de su vida. Vivencia y supervivencia: dos palabras que podrían ser lema de su escudo si lo hubiese tenido.
Y sin embargo, hoy, sobre todas esas imágenes, lo que más regresa es el recuerdo del soldado. La juventud vibrante, los viajes que le enseñaron el mundo, la camaradería de los tercios, la hermandad de una generación que conoció la muerte y la gloria en cada batalla. La imagen se vuelve nítida: Lepanto.
Su imaginación lo arrastra de nuevo al corazón del combate. El estruendo de los cañones, el crujir de los navíos, los gritos en turco y en español, el olor acre de la pólvora mezclado con el salitre del mar. Es el 7 de octubre de 1571. El sol golpea las aguas del golfo como un presagio. En medio del fragor, siente otra vez el impacto brutal del arcabuz en el pecho, el brazo que cede, el dolor que le parte el cuerpo y no le quiebra el alma. Aquel día no solo cambió su fisonomía, también su destino.
“Perdí en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, la tengo por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros…”
Lo repite en su mente con la solemnidad de un credo. Y sabe, con la certeza del que ha amado la verdad, que no cambiaría esa herida por ninguna salud. Porque en ella se concentra todo: el valor, la entrega, la pertenencia a algo más grande que uno mismo.
Y luego… Argel. El cautiverio. Seis años de encierro y desesperanza, junto a su hermano Rodrigo. Las paredes húmedas, la columna torcida, el frío persistente en las rodillas. Las heridas visibles y las otras, las que no cicatrizan pero enseñan. Aún hoy, en su lecho de muerte, le duelen los huesos de aquellos días, pero no se arrepiente. Porque el cautivo que sobrevivió a Argel escribió después como nadie sobre libertad.
Del soldado queda el honor. Del cautivo, la resistencia. Y del escritor, una obra que será faro. Su cuerpo es apenas una sombra —delgado, vencido, casi aire— pero su nombre ya no le pertenece: comienza a ser leyenda.
La muerte, esta vez, no se disfraza. Se acerca sin careta, con su gesto antiguo y cierto. Él no se inquieta. La espera, no como enemiga, sino como huésped final. Y mientras su pulso se apaga, entre los pliegues del pensamiento queda un destello de serenidad. Porque fue muchas cosas: hijo, amante, padre, soldado, cautivo, poeta. Y en todo eso vivió de veras.
El Quijote duerme, el Persiles parte, y Cervantes —a su modo único, inconfundible— también se despide. Sin estrépito. Sin lágrimas. Con palabras.
Viernes, 22 de abril de 1616_
La noche ha sido larga y febril, como si el cuerpo librara una última batalla que ya no puede ganar. La fiebre lo consume y el delirio lo arrastra por pasadizos oscuros donde se confunden memoria y fantasía. La enfermedad, tenaz, avanza, y todo parece indicar que la muerte está muy cerca de alzarse con la victoria.
Sobre la mano izquierda —aquella inútil desde Lepanto, pero aún noble en su reposo— descansa una pequeña cruz de almendro. Es la misma que los monjes trinitarios le entregaron al liberarlo, tras pagar un rescate que apenas cubría el valor de su dignidad. Aquella cruz, sencilla y viva, es ahora ancla, símbolo de redención y de paz.
A su alrededor, el cuarto ha quedado en silencio. Le acompañan su esposa Catalina, una sobrina y algunos amigos fieles. Él, ya apenas capaz de articular palabra, balbucea una pregunta: “¿Mi hija…?” Le responden con ternura piadosa que viene en camino. Pero en el fondo, todos saben —y quizá él también— que Isabel no llegará.
Las horas se deshacen con lentitud, como copos de cera cayendo de una vela moribunda. En el duermevela, el autor entra en un estado de calma flotante, entre la consciencia y la entrega. Respira despacio. La angustia ha cedido. El dolor, también. De pronto, sus ojos se abren.
Ya no está en su lecho, ni en su cuarto estrecho de Madrid. Ahora se encuentra en campo abierto, envuelto por una brisa ligera que acaricia su rostro. A lo lejos, giran majestuosos unos molinos de viento. La tierra huele a trigo y a infancia. El cielo tiene el azul profundo de los sueños que nunca mueren.
Entonces, comienzan a llegar. Uno a uno, con paso firme y sonrisa emocionada, los personajes de su pluma se acercan. Son tal y como él los había concebido: Galatea, Persiles, Sigismunda, Dorotea, Rinconete, Cortadillo, el licenciado Vidriera, Cipión, Berganza, Preciosa, doña Lorenzana, Chanfalla, Dulcinea… y por supuesto, Sancho, fiel y redondo como un recuerdo querido. Todos le rodean con gratitud, con afecto, con admiración. No hay palabras: solo miradas que dicen lo que el corazón entiende sin necesidad de hablar.
Incluso Rocinante, su viejo corcel de papel y polvo, se acerca y le acaricia la mano con el hocico, como un hijo que reconoce al padre.
Forman un pasillo de honor. Y al final, espera una figura alta, delgada, de barba al viento y mirada de fuego. Lleva lanza, adarga y una bacía por yelmo. Alonso Quijano. Don Quijote. Su más amado doble, su más íntimo reflejo.
El caballero le extiende la mano. Y Cervantes, emocionado hasta lo más hondo, comprende que ha llegado el final. Que toda historia debe cerrarse con dignidad. Pero también sabe que este final no es caída, sino tránsito. La obra de su vida está completa, y el último capítulo lo escribirá cabalgando hacia la eternidad.
Con un gesto decidido, monta a Rocinante. Cierra los ojos. Suelta las riendas del caballo de la vida. Y al galope, se deja llevar, liviano, libre, inmortal, abrazando la eternidad.
Porque aunque el hombre se apaga, el nombre de Miguel de Cervantes ya es eterno.
P.D.
El 22 de abril de 1616 moría el hombre, pobre y olvidado… y nacía la leyenda, universal, luminosa y eterna. Gigante del Siglo de Oro, inspirador de generaciones y autor del más bello y profundo resumen de lo que significa ser humano, escondido —para siempre— en las páginas de la literatura. Con toda su fuerza, nacía nuestro “Príncipe de los ingenios”.
“¡A Dios, gracias; a Dios, donaires; a Dios, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”