En un lugar… ¿de La Mancha?

Antigua Imprenta de Juan de la Cuesta. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Antigua Imprenta de Juan de la Cuesta. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

imprenta de juan de la cuesta: fabricando una leyenda

"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..." es, como todo el mundo sabe, la frase con la que comienza la novela más universal de la Historia de las letras. Sin embargo, no fue en un lugar de La Mancha, sino de la Calle Atocha de Madrid donde, en 1605, veía la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Tras la vuelta de la Corte de Valladolid a Madrid en 1606, se produjo una concentración de impresores, editores, autores y mecenas que convirtieron la Villa en la capital literaria del reino. En Madrid se publicaban y compraban las novedades literarias y desde aquí se realizaban los pedidos de libros al extranjero.

Las librerías tendían a ubicarse en los lugares de mayor afluencia de público, como zonas comerciales, de paso o junto a las instituciones administrativas y académicas. En esta época llegaron a haber cuarenta y seis libreros asentados en Madrid, la mayor parte ubicados en la Calle Mayor, la de Toledo, la de Atocha, la de Santiago, la de San Ginés y la del Carmen.

Así, a principios del siglo XVII, durante el reinado de Felipe III, Madrid se convirtió en el principal centro difusor de libros de la Península.

En la práctica, editar y producir un libro en el Madrid del Siglo de Oro suponía un arduo proceso tanto administrativo como técnico que acarreaba meses de trabajo.

Tanto la Corona como la Inquisición centralizaban la aprobación de los textos antes de su publicación. Ambas instituciones actuaban como guardianas de la doctrina católica y consideraban la imprenta un invento potencialmente peligroso, por su capacidad para difundir herejías a una escala sin precedentes.

Cualquier libro que se editase en los reinos hispánicos debía contar con una licencia previa de impresión, concedida por el Consejo Real. Para lograrla, cada volumen tenía que ser revisado por un censor del Santo Oficio, que determinaba si su contenido era o no apto para ser divulgado.

Antes de iniciar el proceso de impresión y una vez aprobado el texto, el autor y el editor acordaban la clase de papel a utilizar, el formato, el diseño y el cuerpo de los tipos, la ilustración, la cantidad de ejemplares, el ritmo de trabajo y la corrección de pruebas.

Todo esto hacía que en el taller se ejercieran diversos oficios:

  • El corrector, se encargaba de revisar el texto original del autor para evitar errores y lo adaptaba a las pautas normativas del taller.

  • El cajista o componedor, se encargaba de formar con los tipos móviles las líneas de texto. Después debía “casar” las diferentes partes del pliego para que, al doblarlo, cada cara se encontrase en la posición de lectura adecuada.

  • El batidor, era el responsable de entintar la “forma”, es decir, la composición ya terminada. La tinta se conseguía a base de aceite de linaza y hollín y tenía una densidad pastosa, al contrario de las tintas actuales.

  • El tirador, se ocupaba de operar la prensa e imprimir el pliego. Su trabajo requería fuerza y precisión, ya que la tirada diaria solía alcanzar los mil quinientos pliegos, es decir, unos seis mil golpes de prensa. También era el encargado de añadir las ilustraciones, si es que las había, mediante el grabado en madera ( xilografía) o en cobre ( calcografía).

Todos ellos trabajaban a marchas forzadas, en una tarea agotadora e ingrata que a muchos operarios acababa provocando envenenamiento por plomo… el material con que estaban hechos los tipos.

El papel constituía el material principal de la edición impresa y lo que más podía encarecer el precio final del libro. En la España del Siglo de Oro podía ser de dos clases: el papel de la tierra, de baja calidad, elaborado en los molinos papeleros del monasterio del Paular de Rascafría, del que se surtía a la Corte; y el papel del corazón, proveniente de los molinos de Génova, considerado el mejor de Europa.

La unidad de medida editorial era el pliego, cuyas dimensiones eran 32x44cm. El pliego daba la pauta de los formatos: si se imprimía sin doblez ninguna, se denominaba “atlas”; si se doblaba por la mitad, “folio”, que generaba cuatro páginas de impresión; doblado dos veces, “cuarto”, con ocho páginas; doblado tres veces, “octavo”, con dieciséis páginas. Este último fue el más utilizado para las colecciones y las reediciones de obras exitosas, por ser el más barato.

Una vez completado todo este proceso, el libro estaba terminado y generalmente se entregaba “en rama”, es decir, sin encuadernar. Como mucho, el librero podía entregar los pliegos cosidos, pero desguarnecidos de tapas, para abaratar su precio.

Muchas veces, a los lectores más pobres no les quedaba más remedio que vender sus viejos pliegos si querían continuar leyendo la obra correspondiente, por entregas. No obstante, quienes se lo podían permitir mandaban encuadernar sus pliegos… todo un lujo al alcance de muy pocos.

La encuadernación se encargaba a los libreros y podía ser desde un trabajo barato y sencillo, en papel o cartón, hasta una verdadera y costosa obra de arte, empleando materiales como el cuero, la seda o el oro.

De esta manera que hemos visto se producían los libros en las cuatro imprentas de mayor categoría en el Madrid del siglo XVII. Una de ellas, la del impresor segoviano Juan de la Cuesta, recibiría en 1604 un encargo que grabaría su nombre con letras de oro en la historia de la Literatura: imprimir la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes.

El 16 de enero de 1605, tras meses de penurias económicas, trámites burocráticos interminables, encontronazos con la censura y supervisión en el taller, Cervantes recibía la primera tirada de su obra maestra en la imprenta de Juan de la Cuesta, ubicada en este edificio del número 87 de la Calle de Atocha.

Fue una edición muy pobre, impresa en tiempo récord para evitar la piratería y ahorrar costes. Tenía cientos de erratas, incluso en la portada, fallos de maquetación y un tamaño más pequeño de lo normal para una novela de caballería.

De la primera tirada de El Quijote se publicaron 1800 ejemplares, pero fue tal su éxito que ese mismo año se llegó hasta la sexta edición, un hecho notable, ya que por aquel entonces sólo sabía leer entre un 10% y un 15% de la población y Cervantes aún no era un escritor conocido.

Diez años después de publicarse en España, El Quijote ya se conocía en toda Europa. En 1607 se publicó en Bruselas y en 1610 en Italia, pero hubo que esperar hasta 1612 para ver la gran obra cervantina traducida a otra lengua, concretamente, a la de Shakespeare.

En precio de aquella primera edición era de 3,5 maravedíes por cada uno de sus 83 pliegos. La novela completa tenía un precio de 290 maravedíes.

El único pago que recibió Miguel de Cervantes fue de 6.000 maravedíes y 25 copias de la obra. Los derechos de autor aún no existían... una vez vendida la licencia al librero, el autor perdía el control sobre su obra, por lo que Cervantes nunca llegó a enriquecerse a costa de su “ingenioso hidalgo” y murió pobre. No obstante, gracias a su éxito, el genio alcalaíno se dio a conocer y pudo publicar otras obras, como las Novelas Ejemplares, en 1613.

En la actualidad tan sólo se conservan dos copias originales de la primera edición o "Edición Príncipe" de la obra más emblemática de la literatura española: una en la Biblioteca Nacional y otra en la Real Academia Española.

Hoy, una lápida obra del escultor Lorenzo Coullaut Valera, recuerda el hecho histórico que tuvo lugar en este mítico espacio, hoy sede de la Sociedad Cervantina. Una maravillosa institución que, cuatro siglos después, mantiene vivo el legado de nuestro "Príncipe de los ingenios", acogiendo un cuidado programa cultural que nos acerca al universo cervantino y no permite conocer los procesos de impresión de uno de los tesoros del Siglo de Oro: sus libros.

Portada primera edición de El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. 1605

Portada primera edición de El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. 1605

Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino
— El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes


¿Cómo puedo encontrar la antigua imprenta de juan de la cuesta en madrid?