El lenguaje del aire

Casa de Diego. Madrid. Historia de Madrid

Casa de Diego. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

El lenguaje del aire: historia, secretos y coquetería de los abanicos en Madrid

¿Calor? No, calor no: el auténtico horno madrileño de julio y agosto, ese que derrite hasta las ganas de discutir en las terrazas y que convierte los vagones del Metro en una especie de sauna colectiva, con el plus de no haber pagado la entrada. ¿Te suena? Seguro que sí. Y ahora imagina vivir ese mismo calor… pero con faldas de varias capas, corsés imposibles, trajes oscuros hasta los tobillos y, por si fuera poco, sin ventiladores, sin aire acondicionado y sin la bendita excusa de huir a la sierra en un coche con climatizador. Bienvenido al Madrid de hace dos siglos.

Ahí, cuando el verano era un suplicio sin remedio y el abanico no era un capricho, sino un asunto de supervivencia, nació todo un arte en torno a este humilde pedazo de varillas y tela. Porque no te equivoques: en Madrid, el abanico nunca fue solo para espantar el calor. Fue coquetería, fue lenguaje secreto, fue estatus social y hasta arma de seducción masiva. Con él se enviaban mensajes de amor, se aceptaban proposiciones, se rechazaban pretendientes pesados y, de paso, se mantenía el decoro… aunque por dentro una estuviera deseando bailar un chotis agarrado con aquel “don Juan” de bigote engominado.

El abanico es, en realidad, una crónica en miniatura de la vida madrileña. Cada varilla plegada guarda un trozo de historia: desde las cortes más lujosas hasta los paseos por el Prado en domingo, desde los bailes de salón hasta las verbenas castizas. Y lo mejor de todo es que, si sabes mirar, todavía hoy nos habla. Está en los escaparates de la Casa de Diego, en las vitrinas de museos como el Lázaro Galdiano, en los bolsos de muchas abuelas que se resisten a cambiarlo por un ventilador portátil… y, sobre todo, en ese gesto inconfundible de abrirlo y cerrarlo con un chas-chas que suena a pura tradición.

Así que, si pensabas que el abanico era solo un souvenir para turistas o un accesorio de flamenca, te invito a quedarte. Porque vamos a recorrer su historia como si siguiéramos el vaivén de su tela: de oriente a occidente, de los palacios al Prado, de las grandes damas a las vendedoras ambulantes que los ofrecían en plena Puerta del Sol. Y, quién sabe, quizá al final del recorrido aprendas a decir “te quiero” sin pronunciar una palabra… solo moviendo aire.

Los orígenes: De las hojas de palma a los lujos orientales

Antes de ser un accesorio con aires de coquetería, el abanico fue, simple y llanamente, un utensilio de supervivencia. Lo mismo servía para espantar insectos que para avivar el fuego o aventar el grano en los campos. De hecho, su nombre nos delata: viene del latín vanus, que describe exactamente ese movimiento de vaivén tan útil como rudimentario. Y es que, mucho antes de que existieran las varillas pulidas y las telas pintadas a mano, el ser humano ya se abanicaba… aunque fuera con lo que tuviera más a mano: hojas de palma, ramas, plumas de aves o cualquier cosa que hiciera un poco de aire. La coquetería llegaría mucho después; al principio, se trataba de no asarse vivo ni ser devorado por los mosquitos.

De Egipto a Oriente: abanicos de poder_

El abanico nació como un objeto práctico, sí, pero no tardó en adquirir un aire de distinción y hasta de poder divino. En el Antiguo Egipto, por ejemplo, los faraones no movían un dedo: eran los sirvientes quienes agitaban enormes abanicos de plumas de avestruz para mantenerlos frescos y, de paso, recordar a todos quién mandaba allí. En Babilonia y Persia, los grandes dignatarios los llevaban en procesiones ceremoniales, mientras que en Grecia y Roma los usaban no solo para combatir el calor, sino como símbolos de prestigio. Para que te hagas una idea: en Roma existían abanicos rígidos, los flabellum, que incluso se incorporaron a la liturgia cristiana para mantener alejados los insectos del pan y el vino de la eucaristía.

Pero si hay un lugar donde el alcanzó la categoría de arte fue en China y Japón. Allí se convirtieron en auténticas obras maestras: rígidos o plegables, de seda pintada, con varillajes lacados y decoraciones que contaban historias. En la corte japonesa, regalar un abanico era casi un ritual diplomático, cargado de significados. Y en China, los mandarines los lucían como si fueran auténticos títulos nobiliarios.

El salto a Europa: un viaje marítimo y mucho lujo_

El abanico plegable —el que hoy conocemos— nació en Oriente, pero fueron unos viejos conocidos de las rutas comerciales quien lo trajeron a Occidente: los navegantes portugueses. Corría el siglo XV cuando, en sus viajes a China y Japón, comenzaron a traer estos exóticos objetos a Europa. Y Europa, claro, se volvió loca por ellos.

Los primeros en recibirlos fueron los reyes y nobles, fascinados por el exotismo de aquel invento que no solo refrescaba, sino que además era un símbolo de distinción. Los abanicos orientales, con sus lacas, sedas y calados delicadísimos, se convirtieron en un artículo de lujo reservado para cortesanos y damas de alta alcurnia. Tan codiciados eran que algunos llegaban a costar lo mismo que una joya. El abanico dejó de ser un simple utensilio para convertirse en un pasaporte social: quien lo tenía, presumía de buen gusto y, sobre todo, de bolsillo bien lleno.

Pero ya sabemos cómo funciona Europa con los inventos extranjeros: los adopta, los reinventa y acaba haciendo su propia versión. Así ocurrió con el abanico. Italianos y franceses comenzaron a fabricarlos con sus propios estilos: los italianos apostaron por piezas llenas de colores vivos y escenas alegres, mientras que los franceses los convirtieron en verdaderas obras de arte, con telas pintadas por grandes artistas y varillajes de nácar o marfil.

El esplendor europeo: De capricho oriental a arma de seducción_

Cuando el abanico llegó a Europa, no solo trajo aire fresco: trajo toda una revolución social. Lo que empezó siendo un capricho exótico en manos de reyes y damas de la corte se transformó, en apenas un par de siglos, en un instrumento imprescindible del juego amoroso y de la vida social, sobre todo en los salones europeos. El abanico ya no era un simple objeto, era un personaje más de la escena: discreto, elegante… y cotilla como él solo.

El siglo XVII fue su gran salto a la fama. En Francia, la corte de Luis XIV convirtió el abanico en símbolo de buen gusto y, de paso, en un escaparate artístico. Los países —esa parte de tela o papel que cubría las varillas— empezaron a pintarse con escenas galantes, mitológicas o inspiradas en los cotilleos más comentados del momento. Porque, claro, no era lo mismo abanicarte con un paisaje cualquiera que con un delicado dibujo de Cupido apuntando sus flechas… un mensaje que, según dónde miraras mientras agitabas el abanico, podía ser de lo más directo.

París se convirtió en el gran centro de producción, pero no estaba solo: los talleres italianos también aportaban su toque, con piezas llenas de color y diseños vibrantes. Tener un abanico francés o italiano era casi como llevar un bolso de firma hoy: no refrescaba mejor que otro, pero todos te miraban.

Y como suele ocurrir con todo lo caro, los hombres también cayeron en la moda. En los salones de la alta sociedad no era raro ver a caballeros abanicar discretamente su rostro con modelos rígidos y austeros, aunque no tardarían en ceder el protagonismo absoluto a las damas. Ellas, al fin y al cabo, supieron hacer del abanico algo mucho más divertido: un accesorio de coqueteo.

El lenguaje mudo que lo dijo todo_

En los salones del XVIII, un abanico no se movía al azar: cada gesto era un mensaje cifrado. Abanicarse con rapidez podía significar “me estás volviendo loca”, abrirlo lentamente “espérame después del baile”, y cerrarlo de golpe “ni lo sueñes”. El abanico permitía decir lo indecible sin pronunciar palabra… y además con estilo.

Las damas comenzaron a perfeccionar el arte de comunicarse con él: lo movían con tal naturalidad que parecía un simple tic coqueto… hasta que, al cabo de un rato, el pretendiente captaba que ese chas-chas nervioso quería decir “sígueme cuando me vaya”.

El juego era tan común que las madres vigilantes y las chaperonas de los bailes lo temían más que a un billete de lotería falso: podían controlar miradas y paseos, pero no cada golpe de varilla ni cada leve inclinación de muñeca.

El siglo XVIII fue también el momento en el que el abanico se popularizó más allá de las cortes, aunque mantuvo su carácter de signo de distinción. Las damas de la alta burguesía lo llevaban en paseos y tertulias como si fuera una extensión de su personalidad: uno no miraba solo a la mujer, también miraba al abanico que llevaba, porque decía mucho de ella.

Se fabricaron piezas cada vez más variadas: de encaje, de nácar, de marfil, con lentejuelas, con bordados delicadísimos… Y los pintores de renombre empezaron a colaborar en su decoración, convirtiéndolo en un soporte artístico de moda. Cada abanico contaba una historia, como si fuera un pequeño lienzo que se abría y cerraba a capricho de su dueña.

España y Madrid: COQUETEO con varillas_

Mientras Europa se rendía a sus encantos, España empezaba a escribir su propio romance con el abanico. Las damas de la corte borbónica lo adoptaron con entusiasmo y pronto aparecerían manufacturas y maestros abaniqueros en Madrid.

Si en Europa el abanico era lujo y coquetería, en España se convirtió en un verdadero amor a primera vista. Porque, seamos sinceros, en un país donde el sol cae a plomo más de medio año, no hacía falta ser cortesano para entender su utilidad, pero sí para elevarlo a categoría de arte. Y eso, los españoles, lo hicimos como sabemos: con pasión, con descaro y, por supuesto, con mucho estilo.

España lo adoptó con tanto entusiasmo que enseguida se volvió imprescindible en las cortes. Juana I de Castilla —la famosa “Loca”— ya guardaba algunos en sus inventarios. Pero serían los Borbones quienes cambiarían las reglas del juego: la reina Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, fue la primera gran coleccionista compulsiva de abanicos.

Tanto le gustaban que llegó a reunir 1.636 piezas de lujo, algunas de nácar, otras con encajes y hasta con piedras preciosas, decorando con ellos sus estancias en La Granja de San Ildefonso. Digamos que era una “influencer” pionera: si Isabel los lucía, las damas cortesanas se morían por imitarla.

Un francés en la corte madrileña_

El verdadero salto de calidad llegó con Eugenio Prost, un artesano francés que, bajo la protección del poderoso conde de Floridablanca, se instaló en Madrid en el siglo XVIII. Prost no venía a pasar calor, venía a hacer fortuna. Y vaya si lo logró: sus abanicos de lujo —con tafetán, marfil, nácar y hasta perlas— competían con los mejores de Italia y Francia.

Prost puso de moda los abanicos de gran tamaño y amplio vuelo, auténticas obras de arte que muchas damas no se atrevían a cerrar de golpe por miedo a estropear los delicados calados. No eran solo un complemento: eran una declaración de intenciones, como decir “mírame, estoy al día de las últimas tendencias de París… pero soy más española que los churros de San Ginés.”

Del lujo al pueblo: democratización castiza_

La fiebre por el abanico no se quedó en los palacios. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, Madrid empezó a producir los suyos, con talleres y fábricas que rivalizaban con los modelos importados. En la Red de San Luis, hacia 1784, llegó a funcionar una fábrica donde, además de producirlos, se enseñaba el “arte del abanico”: cómo abrirlo, cómo sostenerlo con elegancia y, por supuesto, cómo manejarlo para que hablara sin decir palabra.

No solo las damas de alta sociedad los lucían: en los paseos por Recoletos, en las tertulias y en los teatros madrileños, el abanico se convirtió en el gran protagonista. Bastaba con sentarse un rato en un banco y observar: chas, chas, chas… cada movimiento decía algo. Los pretendientes tenían que tener reflejos de halcón para descifrar los mensajes antes de que la chaperona se diera cuenta.

Con el paso del tiempo, los precios bajaron y los vendedores ambulantes empezaron a recorrer las calles de la capital cargados de abanicos para todos los bolsillos. Eran más sencillos, de papel o madera barata, pero refrescaban igual y, además, permitían a cualquier chulapa del Rastro o del barrio de Lavapiés marcarse su propio teatro coqueto.

El abanico pasó de ser un símbolo aristocrático a convertirse en algo tan madrileño como las verbenas de agosto. Y si no, que se lo pregunten a Francisco de Goya, que ya en 1777 pintaba en El quitasol a una maja sujetando un abanico con la misma gracia con la que un torero sostiene el capote.

Madrid había caído rendido a sus varillas. El abanico ya no era solo una moda: era parte de la personalidad de la ciudad, como el chotis, el organillo o el chascarrillo rápido. Y aunque su uso amoroso alcanzaría su apogeo en el siglo XIX, con códigos cada vez más complejos y atrevidos, la semilla de ese romance se plantó aquí, en la capital, entre paseos y bailes.

Partes del abanico: La anatomía de un suspiro_

Si los abanicos hablaran —y ya sabemos que, en cierto modo, lo hacen—, cada parte sería un personaje con su propio carácter. Porque este ingenio aparentemente sencillo está construido como una pequeña obra de ingeniería… y de coquetería. Vamos a abrirlo, pero no para abanicarnos, sino para destriparlo con cariño, como quien mira los engranajes de un reloj antiguo.

Imagina que lo tienes en la mano. Lo abres. Lo despliegas. Ese “chas” no es solo aire: es historia condensada en varillas y tela.

  • La baraja: el esqueleto con ritmo.

Es la estructura plegable que da vida a todo el conjunto. Sin ella, no habría chasquido, ni movimiento elegante, ni posibilidad de jugar al lenguaje secreto. Es el mecanismo que permite abrirlo con un gesto teatral y cerrarlo con un golpe seco que, bien usado, puede sonar a sentencia: “ni lo sueñes, caballero”.

  • El país: el lienzo que cuenta historias.

Es la parte más vistosa: la tela, papel o seda que se adhiere a la baraja y que tantas veces se convirtió en el lugar donde se pintaban escenas galantes, paisajes o incluso acontecimientos históricos.

En sus mejores tiempos era casi un periódico en miniatura: había abanicos que narraban modas, cotilleos o sucesos, como el del Motín de Esquilache o el que celebraba la proclamación del príncipe de Asturias.

Hoy podríamos decir que era algo así como el “feed de Instagram” de las damas: un espacio donde mostrar lo que estaba de moda… o lo que se quería insinuar.

  • Las varillas: las piernas del baile.

Son las tiras de madera, hueso, marfil o nácar que sostienen el país. Caladas, pintadas o lisas, son las que hacen el baile cuando se abre y se cierra.

En los abanicos más lujosos, los calados eran auténticos encajes tallados en marfil o nácar, pero incluso los más sencillos tenían su gracia: una varilla bien torneada podía hacer que, aunque fuera barato, pareciera de categoría.

  • Las palas: los guardias de honor.

Las dos primeras y últimas varillas, más gruesas y fuertes, sirven para proteger el conjunto. Son como los dos amigos fornidos que escoltan al protagonista de una historia: no se llevan la fama, pero sin ellos todo se desmoronaría. Además, eran el lugar ideal para lucir detalles decorativos o incrustaciones de lujo.

  • El calado: los agujeros que enamoran.

No es solo decoración. Los delicados agujeros en las varillas —el calado— servían tanto para embellecer como para mejorar la aerodinámica del abanico. Porque sí, un abanico bien calado no solo era bonito: daba más aire, y eso, en pleno Madrid de agosto, era un lujo que se agradecía.

  • El remate: el broche final.

Muchos abanicos llevaban una anilla o un pequeño colgante en la parte inferior. A veces era puramente decorativo, otras servía para engancharlo al cinturón o a una cadena, como si fuera una joya más. Imagina a una dama madrileña paseando por el Prado, el abanico colgando de la cintura y brillando con cada paso… puro postureo castizo.

El resultado de todo esto es un objeto que, abierto, parece un abanico… pero también un álbum de historias. Cada parte, cada varilla, cada calado, tiene algo que contar. Y si alguna vez dudas de su importancia, prueba a quitarle una sola pieza: ya no será un abanico, será solo un manojo de varillas sueltas. Y no hay nada menos elegante que eso.

Campiología: decirlo todo sin decir nada_

Imagina. La orquesta toca un vals, las lámparas de araña iluminan el salón del marqués y el murmullo de conversaciones educadas flota entre los trajes de noche. Pero el verdadero diálogo no está en las palabras. Está en los abanicos. Sí, aquí, en este baile del Madrid decimonónico, los abanicos son los que llevan la voz cantante, aunque nadie los escuche.

Nos colocamos en un rincón, lo bastante cerca para mirar sin ser indiscretos. Lo que vamos a presenciar no es un simple baile: es un auténtico teatro mudo, un juego de miradas, muñecas y chasquidos que podría escandalizar a más de uno si supiera descifrarlo. Mucho ojo.

En una esquina, una señorita ruborizada sostiene su abanico cerrado de canto, de lado, casi como si no supiera qué hacer con él. Pero no es torpeza, acaba de colocarlo en una de las cuatro orientaciones que forman parte de un sistema casi matemático: la campiología.

Cuatro posiciones básicas, cinco movimientos en cada una… veinte combinaciones que permiten deletrear palabras letra a letra. Un auténtico abecedario de aire y paciencia.

Pero, seamos sinceros: aquí nadie tiene tiempo para escribir frases completas letra por letra mientras suena la música. Por eso la mayoría prefiere la versión rápida: el código abreviado, ese que todos los pretendientes con algo de experiencia conocen.

¡ATENCIÓN! comienza El juego DE SEDUCCIÓN_

Mira al centro del salón.

Una joven de mirada vivaracha golpea suavemente su abanico contra la palma de la mano: “te haré llegar noticias”. El caballero al que mira sonríe, y ella, como quien no quiere la cosa, deja caer el abanico semiabierto, despacio, en su mano izquierda: “ni una palabra más… nos están mirando”.

A pocos pasos de allí, otra dama se abanica con una lentitud provocadora sobre el pecho: “no tengo novio”. Acto seguido, apoya el abanico cerrado contra la mejilla derecha. Traducción simultánea: “sí, me gustas”. Y para que no haya dudas, lo presiona brevemente sobre el corazón con ambas manos: “soy tuya para toda la vida”.

No sabemos si lo dice en serio o si es puro teatro. El abanico también servía para mentir con estilo.

No todo son declaraciones de amor. El abanico también sirve para poner en su sitio a los pesados.

Una señorita morena, harta de un pretendiente que insiste demasiado, presiona su abanico cerrado contra el hombro derecho: “te detesto”. Él insiste, y ella, con gesto teatral, lo cierra con un golpe seco y lo hace girar con furia en la mano: “estoy enfadada contigo”.

El pobre hombre, rojo como un tomate, se aleja mientras ella descansa el abanico en la mano izquierda y lo pasa con impaciencia a la derecha: “estoy muy preocupada… pero no por ti.”

En la parte opuesta del salón, la escena es más tierna:

Una joven que parece un ángel con corsé abre y cierra lentamente su abanico mientras lo apoya en sus labios: “quiero que me beses”. El muchacho la observa, incrédulo, hasta que ella, sin apartar la mirada, se cubre los ojos con el abanico abierto: “cuidado, nos observan”.

En efecto, la madre, vigilante como un sabueso, cree que su hija solo se abanica porque hace calor. Pobre mujer, si supiera que en ese momento una simple varilla levantada puede estar marcando la hora exacta de una futura cita…

Un arma que decía más que una carta_

El lenguaje del abanico era tan universal en los bailes madrileños que se convirtió en una auténtica arma femenina. No había que hablar, no había que escribir: solo hacía falta mover el abanico con gracia. Y lo mejor es que, incluso cuando una mujer decía “no”, lo hacía con tal elegancia que el pretendiente no se sentía humillado… bueno, casi nunca.

No es de extrañar que Isabel II fuera una entusiasta de este juego: en los retratos siempre aparece con su inseparable abanico y no precisamente por el calor. Para ella, y para muchas otras damas madrileñas, un abanico era más eficaz que cualquier carta perfumada.

Porque en aquellos salones no se gritaban pasiones ni se escribían versos en público: se susurraban en silencio, varilla a varilla, como si cada movimiento guardara un secreto compartido.

Casa de Diego: El templo madrileño del abanico_

Entre turistas, relojes que marcan las campanadas y bocinazos de tráfico, existe un lugar en plena Puerta del Sol que parece detenido en otro tiempo: la Casa de Diego.

Su fachada no presume, no grita, pero basta asomarte para entender que no estás en una tienda cualquiera: estás entrando en un templo donde el aire no lo dan los ventiladores, sino los abanicos que guardan siglos de historias.

Nada más abrir la puerta, casi sientes el murmullo de las clientas de otro siglo, el chasquido de varillas probadas frente a un espejo y hasta el leve murmullo de cotilleos entre dependientas. Aquí, el aire huele a madera pulida, a historia bien cuidada y a un Madrid que sigue latiendo en cada estante.

Su historia comienza en 1823, en la Calle del Carmen, donde una familia madrileña decidió especializarse en lo que mejor sabía hacer: abanicos, mantillas, sombrillas y bastones.

Pero su gran salto llegó en 1858, cuando el negocio se trasladó al número 12 de la Puerta del Sol, donde sigue hoy, desafiando al paso del tiempo. Desde entonces, generación tras generación, la Casa de Diego ha visto pasar a damas elegantes, chulapas de barrio y hasta extranjeros fascinados por el arte de abanicar con estilo.

Si en el siglo XIX querías un abanico que te diera prestigio —o al menos que pareciera de prestigio—, este era tu sitio. Aquí venían las señoras a elegir cuidadosamente qué modelo combinaría con su vestido de paseo, cuál con el de luto y cuál, por supuesto, con ese traje especial para el teatro o la ópera.

La Casa de Diego no era solo una tienda, era un auténtico punto de encuentro social. Mientras en los cafés de alrededor se debatía de política o literatura, aquí se discutía de lo que de verdad importaba en el día a día de las damas:

—“¿Demasiado atrevido este calado para un paseo matutino?”

—“¿Y este país pintado? ¿No será demasiado alegre para un medio luto?”

Los dependientes eran casi asesores de imagen. No solo vendían abanicos, enseñaban a manejarlos con gracia y, de paso, aconsejaban en cuestiones de etiqueta.

Hoy, entrar en la Casa de Diego es un pequeño viaje en el tiempo. Las vitrinas lucen abanicos artesanales que parecen recién salidos de un taller decimonónico, junto a mantillas y bastones que recuerdan que Madrid, por muy moderno que se crea, sigue teniendo alma de clásico.

Cada abanico de la tienda parece susurrar algo: algunos cuentan historias de verbenas y unos pocos —los más lujosos— parecen guardar secretos de grandes señoras de la alta sociedad.

Quizá por eso, entrar en esta tienda tiene algo de reverencia: no estás comprando un simple accesorio, estás llevándote un trocito de Madrid. Y mientras afuera todo corre, dentro el tiempo parece ir al ritmo pausado de un abanico que se abre y se cierra con elegancia.

Pocos comercios pueden presumir de haber mantenido vivo un arte que, aunque muchos creen pertenece al pasado, sigue siendo parte del ADN madrileño.

Así que si algún día te agobias entre la marea de gente de Sol, hazte un favor: cruza esa puerta y mira, toca, siente. No hace falta que compres nada, basta con quedarte un minuto escuchando ese silencio repleto de historia. Quizá, con un poco de imaginación, hasta consigas oírlo: el chas coqueto de una dama del XIX diciéndote, sin palabras: “Anda, forastero, aprende a abanicarte… que esto es Madrid.”

un guiño al pasado que sigue latiendo_

Hoy nos creemos modernos con nuestros emoticonos, nuestros mensajes a doble check y nuestros “Me gusta” en redes, pero dime la verdad: ¿no sería infinitamente más divertido que, en lugar de mandar un WhatsApp, pudiéramos responder a un “¿quedamos?” apoyando un abanico en los labios o cerrándolo con un golpe seco que sonara a “ni lo sueñes”?

El abanico, aunque relegado hoy a los bailes flamencos, a los museos y a las estanterías de coleccionistas, no ha perdido su encanto. En pleno verano madrileño, sacarlo del bolso sigue siendo un gesto que une pasado y presente: un pequeño acto de resistencia castiza contra el calor y contra la prisa.

Quizá no volvamos a ver a una dama en el Paseo del Prado marcando con varillas la hora de una cita clandestina, ni a un caballero ruborizado intentando descifrar si ese abanico que se abre y se cierra significa “sígueme” o “te detesto”. Pero el espíritu sigue ahí, en cada abanico que se despliega, como si dijera: “Madrid no olvida.”

Así que, si alguna vez te cansas de los chats infinitos y de los corazones digitales, hazte un favor: cómprate un abanico. Llévalo en el bolso como quien lleva un secreto. Aprende un par de gestos, por si acaso, y úsalo con gracia. Porque quién sabe… quizá, entre tanto emoticono, alguien lo entienda y te responda con otro chas discreto.

Y entonces, amig@, habrás devuelto al abanico su magia: volver a hablar sin decir una sola palabra.


El Quitasol. Francisco de Goya, 1777. Historia de Madrid

El Quitasol. Francisco de Goya, 1777

...Pero ningún detalle del panorama que se ofrecía ante mis ojos me pareció tan insólito como el uso tan difundido del abanico; las mujeres españolas antes saldrían de casa descalzas que sin abanico, y en la calle no vi una sola fémina desprovista de tan indispensable complemento
— Henry David Inglis


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