El sabor del verano
Heladería Los Alpes: el arte de refrescar el paladar madrileño
Si algo hemos aprendido tras las últimas olas de calor que han azotado la ciudad, es que Madrid, en verano, se convierte en un horno implacable. El bochorno sofocante se adueña de calles y plazas, obligándonos a idear planes con los que escapar —aunque sea por unos instantes— del asfalto incandescente. En ese contexto, además de las siempre socorridas terrazas o las abarrotadas piscinas municipales, existe una alternativa deliciosa que no falla: recorrer las heladerías artesanales que salpican la capital, verdaderos oasis urbanos donde el paladar encuentra consuelo y el cuerpo, un respiro.
Entre todas ellas, hay nombres que destacan no solo por la calidad de sus productos, sino también por su historia y su vínculo con la ciudad. Lugares que, más que vender helados, ofrecen una experiencia que mezcla sabor, tradición y memoria. Si hablamos de ese tipo de heladerías, es imposible no mencionar a Los Alpes, un emblema del verano madrileño que lleva décadas refrescando a generaciones con su maestría artesanal.
El origen del helado: del sharbat árabe a los pozos de nieve_
Aunque el origen exacto del helado se pierde en la bruma de los siglos, lo que sí sabemos con certeza es que se trata de un invento tan antiguo como ingenioso. Mucho antes de que existieran los congeladores y los carritos de helado, ya se buscaban formas de mitigar el calor con brebajes fríos que combinaban sabor y frescura.
Fueron los árabes quienes, durante la Edad Media, introdujeron en la península ibérica una práctica refinada que mezclaba zumos de frutas con miel y, sobre todo, con nieve traída desde las montañas. Aquella mezcla refrescante, conocida como sharbat —de donde deriva nuestro actual "sorbete"—, era todo un lujo para los sentidos: dulce, fragante y servido a temperaturas que desafiaban al clima. La nieve, recogida durante el invierno y almacenada cuidadosamente en cavas orientadas al norte, se conservaba hasta los meses más cálidos, cuando su valor se multiplicaba.
Sin embargo, en aquellos tiempos el hielo era un bien escaso, frágil y costoso de obtener. Su producción y conservación requerían una logística compleja que encarecía enormemente el producto final. No es de extrañar, por tanto, que los primeros sorbetes y granizados fueran manjares reservados a la realeza y a las clases privilegiadas, convertidos en símbolo de estatus tanto como en alivio estival.
La nieve se recogía en los ventisqueros de las sierras cercanas —como la de Guadarrama— y se prensaba cuidadosamente entre capas de paja para su transporte nocturno. Llegaba en carros hasta construcciones de piedra diseñadas especialmente para su conservación: los famosos pozos de nieve. Estas estructuras subterráneas, cubiertas y orientadas a la sombra, permitían almacenar grandes cantidades de nieve durante semanas. En Madrid, uno de estos pozos se ubicó en lo que hoy es la glorieta de Bilbao, testimonio oculto del antiguo sistema de refrigeración natural que abasteció durante siglos a la ciudad.
Una vez almacenada, la nieve se distribuía a las neveras urbanas, aunque durante el transporte llegaba a perderse hasta la mitad de su peso original. A pesar de ello, su destino no era cualquiera: estaba reservada a los hogares más pudientes, entre ellos el mismísimo Palacio Real. Así, en una época sin electricidad, el hielo era sinónimo de poder, y refrescarse era, literalmente, un privilegio.
Garrapiñas y leche helada: los primeros helados madrileños_
A finales del siglo XVI, en pleno Siglo de Oro, Madrid comenzaba a descubrir los placeres de una nueva moda culinaria que llegaba con los ecos refinados de otras cortes europeas: los sorbetes fríos. Eso sí, fríos... pero no congelados. Aquellas primeras delicias veraniegas, conocidas como garrapiñas, fueron el germen de lo que siglos más tarde conoceríamos como helado.
Su elaboración, aunque rudimentaria, estaba cargada de ingenio. En esencia, consistía en introducir una vasija de barro o metal —rellena de zumo de frutas, aloja (una bebida popular a base de agua, miel y hierbas aromáticas), o mezclas especiadas con canela, clavo o azúcar— dentro de un cubo de corcho o madera. Entre ambos recipientes se colocaba nieve compacta, que enfriaba la mezcla sin llegar a congelarla del todo. El resultado era una bebida espesa y muy fría, ideal para combatir el calor y deleitar el paladar.
Del mismo modo se elaboraba otro clásico que ha llegado hasta nuestros días: la leche helada. A medio camino entre el batido y el sorbete, esta preparación a base de leche, azúcar y canela constituía una alternativa más suave y cremosa, muy apreciada por las damas de la alta sociedad madrileña.
Sin embargo, la verdadera revolución en la historia de los helados no llegaría hasta finales del siglo XVII, cuando se descubrió que añadir sal al hielo podía disminuir aún más su temperatura. Este hallazgo, de apariencia sencilla, transformó por completo la técnica de refrigeración: el hielo salado generaba una mezcla eutéctica que absorbía más calor del entorno, logrando temperaturas por debajo del punto de congelación del agua pura.
Hasta entonces, el hielo sin sal se derretía con rapidez y rara vez permitía congelar por completo las mezclas. Pero con este nuevo método, el recipiente interior —la pequeña nevera artesanal— podía alcanzar temperaturas lo bastante bajas como para solidificar el contenido. Así nació una nueva categoría de postres fríos: los helados bloque, consistentes en masas compactas y congeladas, a menudo de sabores naturales como limón, fresa, vainilla o café.
A partir de entonces, comenzaron a convivir dos formas de disfrutar del frescor estival: por un lado, las tradicionales garrapiñas y leches heladas, con su textura fluida y especiada; por otro, los nuevos helados congelados, más consistentes, refrescantes y sorprendentes para la época. Ambos productos marcaron el inicio de una historia helada que acabaría por fundirse —literal y figuradamente— en el corazón de los madrileños.
Del mantecado a los helados de sabores: el refinamiento de un placer estival_
La evolución del helado en Madrid vivió un punto de inflexión cuando a las mezclas tradicionales de nieve y zumo se les añadió un nuevo ingrediente: la grasa. Ya fuera en forma de manteca, nata o yemas de huevo, este añadido transformó las texturas y dio lugar al mantecado, una preparación más densa, untuosa y persistente, que recuerda ya con claridad al helado que conocemos hoy. Esta innovación no solo mejoraba la consistencia, sino que también ampliaba el repertorio de sabores y permitía que el frío se conservara durante más tiempo.
A lo largo del siglo XVIII, el mantecado se convirtió en la base sobre la que se empezaron a experimentar nuevas combinaciones: vainilla, chocolate, café, infusiones como el té, e incluso licores aromáticos como el delicado marrasquino, de origen dálmata. Así nacieron los primeros helados de sabores, más elaborados y sofisticados, que conquistaron rápidamente a las élites europeas y, por extensión, a las casas más acomodadas de Madrid.
En sus inicios, estos helados eran un privilegio exclusivo reservado a familias nobles o cortesanas que contaban con neveras propias y cocineros instruidos en las nuevas recetas. Pero el siglo XVIII fue también una época de creciente circulación de ideas, modas y costumbres, y el helado no tardó en salir de los salones aristocráticos para aparecer en las calles, primero mediante vendedores ambulantes y, más tarde, en espacios más establecidos.
A mediados de siglo, el helado comenzaba a democratizarse tímidamente. Las recetas dulces, como los helados de frutas, cremas y los llamados quesos helados, empezaron a figurar en los libros de cocina de la época, como parte del repertorio de los nuevos cocineros ilustrados que aspiraban a acercar el arte culinario a un público más amplio. Aún no eran productos cotidianos, pero sí comenzaban a formar parte del imaginario gastronómico urbano.
El verdadero auge de los helados en Madrid, sin embargo, llegaría ya en el siglo XIX. Fue entonces cuando comenzaron a proliferar las botillerías, establecimientos especializados en bebidas frías, donde era posible degustar no solo licores y refrescos, sino también helados, sorbetes y preparaciones lácteas. Estas botillerías se convirtieron en auténticos templos del verano madrileño, puntos de encuentro para una clientela que buscaba alivio frente al calor y placer para el paladar.
Con el tiempo, los cafés de la capital —centros neurálgicos de la vida social y literaria— empezaron también a ofrecer estas delicias heladas. Entre sus especialidades más apreciadas destacó la leche merengada, elaborada con leche, claras de huevo montadas, azúcar y canela, una receta que hizo furor entre los madrileños. Benito Pérez Galdós, cronista por excelencia de la vida castiza, fue uno de sus más entusiastas devotos, y no dudó en inmortalizarla en sus obras como símbolo del Madrid más entrañable y popular.
Helados en la calle: del carrito ambulante al kiosko urbano que conquistó Madrid_
Durante las últimas décadas del siglo XIX, el helado mantecado había dejado de ser un lujo reservado a las élites para convertirse en un placer cada vez más accesible. Su creciente popularidad llevó a que empezara a venderse directamente en las calles de Madrid, de la mano —nunca mejor dicho— de los heladeros ambulantes que empujaban sus carritos de madera por plazas, paseos y bulevares.
Aquellos carritos, de factura artesanal, ocultaban en su interior una sencilla pero eficaz cámara de refrigeración: un recipiente de metal estañado, lleno de hielo picado y salmuera, en cuyo interior se sumergían los contenedores con los distintos sabores de helado. El heladero, siempre vestido con una pulcra indumentaria blanca que evocaba limpieza y profesionalidad, levantaba con gesto ceremonial las tapas del carro, introducía el brazo hasta tocar el fondo frío y, con una herramienta de metal en forma de media esfera —el ancestro de nuestras actuales palas—, extraía con destreza la porción deseada. Antes de hacerlo, eso sí, sumergía la herramienta en agua para evitar que el helado se adhiriera al metal, gesto que se convirtió en parte del ritual.
Ya en los albores del siglo XX, estos vendedores ambulantes ofrecían una sorprendente variedad de productos: desde los populares cortes, barras rectangulares de helado mantecado servidas entre dos crujientes obleas de barquillo —fáciles de transportar y aún más fáciles de devorar—, hasta los primeros cucuruchos, coronados con bolas perfectamente moldeadas que hacían las delicias de pequeños y mayores. También ofrecían polos de hielo de sabores cítricos y frutales —limón, naranja o fresa—, ideales para los días más tórridos del verano madrileño.
A mediados de la primavera, estos heladeros empezaban a poblar las calles con sus carritos pintados de colores vivos, anunciando su llegada con una campanilla tintineante o con la voz en alto, entonando cantinelas que ya formaban parte del paisaje sonoro de la ciudad. Era una época en la que los parques y plazas se convertían en escenarios efervescentes donde los niños corrían hacia el sonido del heladero y los mayores encontraban un breve y dulce respiro a la sombra de los árboles.
La competencia entre heladeros era feroz: todos querían hacerse con los puntos de venta más codiciados, aquellos con mayor tránsito o visibilidad. Quienes no conseguían asegurar un buen lugar en Madrid optaban por recorrer los pueblos cercanos durante el verano, llevando consigo el saber heladero y adaptándose al ritmo estacional de las fiestas patronales y verbenas.
Sin embargo, hacia la década de 1930, el panorama empezó a cambiar. La llegada de la industria heladera marcó un antes y un después. Las grandes marcas comenzaron a abrir kioskos fijos en las principales calles, plazas y parques de la capital, apoyadas por una maquinaria de producción más eficiente y una distribución comercial mucho más agresiva. Ante esta nueva competencia, muchos heladeros artesanos, guardianes de una tradición transmitida de generación en generación, no pudieron resistir. Poco a poco, fueron desapareciendo de las calles o viéndose relegados a un segundo plano.
Aun así, su legado perdura. Aquellos carritos, aquellas voces anunciando "¡helados, helados fresquitos!", forman parte del recuerdo emocional de varias generaciones de madrileños. Una memoria que aún hoy se activa con cada bocado de helado artesanal, como los que siguen sirviéndose en lugares con historia como la Heladería Los Alpes.
Heladería Los Alpes: un rincón de Italia que endulzó el corazón de Chamberí_
Hubo que esperar hasta bien entrados los años cincuenta para que Madrid, en plena modernización y expansión de su industria alimentaria, comenzara a ver florecer las primeras heladerías tal como hoy las entendemos: espacios fijos, especializados, donde la elaboración artesanal se ponía al servicio del público urbano. En ese nuevo escenario de cambio, una pionera se alzó con fuerza y, contra todo pronóstico, ha logrado resistir el paso del tiempo: la Heladería Los Alpes, inaugurada en 1950, y que aún hoy sigue deleitando paladares desde su emblemático local del barrio de Chamberí.
El alma de este negocio fue Pedro Marchi, un emigrante llegado desde Bagni di Lucca, una pequeña localidad del norte de Italia, famosa por sus balnearios termales y, como se ve, por su tradición heladera. Con una receta infalible de sorbete mantecado bajo el brazo y una intuición certera para los gustos madrileños, Marchi decidió abrir su establecimiento en la calle Arcipreste de Hita número 6, en pleno corazón del viejo Chamberí, por aquel entonces un barrio que bullía entre la tradición castiza y los primeros signos del Madrid moderno.
En aquellos primeros años, el local contaba con lo más avanzado en tecnología heladera de la época: una exclusiva máquina mantecadora —auténtica joya de la ingeniería italiana— y un mostrador refrigerado de manera artesanal, mediante la combinación de hielo picado y salmuera, fiel reflejo de técnicas que llevaban siglos perfeccionándose. La carta era breve pero sugerente: ocho sabores cuidadosamente elaborados con ingredientes naturales, entre los cuales pronto destacó un favorito indiscutible del público madrileño: el mantecado de vainilla, preparado al estilo clásico, con yema de huevo, crema y un toque de azúcar que evocaba los helados de antaño.
Los Alpes no tardó en ganarse una clientela fiel. En una época en que los helados aún eran un lujo ocasional, el local de Marchi ofrecía algo más que un producto: ofrecía una experiencia. Entrar allí era entrar en un pequeño rincón de Italia, donde el saber hacer artesanal se fundía con la calidez del barrio y donde cada bola de helado hablaba de tradición, paciencia y mimo por los detalles.
Con el tiempo, la heladería no solo sobrevivió a la irrupción de las grandes marcas y al vaivén de las modas, sino que se convirtió en un referente. Y lo sigue siendo hoy, décadas después, como testimonio vivo de una época y de una forma de entender la gastronomía desde el arraigo, el oficio y la cercanía.
120 sabores y un legado helado: Los Alpes, la tradición que sigue viva_
Hoy, más de siete décadas después de su fundación, la Heladería Los Alpes continúa fiel a su esencia: la artesanía heladera. Aquella receta original de mantecado que encandiló a los madrileños en los años cincuenta sigue siendo la estrella de la casa, pero ahora convive con una asombrosa variedad de más de ciento veinte sabores, todos elaborados a diario con ingredientes frescos, sin colorantes artificiales ni conservantes. Una auténtica declaración de principios en un mundo cada vez más dominado por la producción industrial.
Cada sabor, desde los más clásicos hasta los más atrevidos, es el resultado de una elaboración cuidada, casi alquímica, que combina tradición, experimentación y una fidelidad absoluta al producto natural. Frutas de temporada, frutos secos recién tostados, chocolate de origen, infusiones, licores y especias: todo se mezcla con precisión en el obrador para ofrecer un repertorio que cambia con las estaciones y siempre sorprende.
Acercarse hoy a la vitrina de Los Alpes —tan amplia como colorida— sigue siendo un pequeño ritual que despierta emociones profundas. Los ojos recorren los sabores con impaciencia, el corazón late ante la duda deliciosa de cuál elegir y, por un instante, volvemos a ser niños. Porque elegir un helado no es solo una decisión gustativa, sino un viaje a la memoria: a los veranos de la infancia, a los paseos en familia, a los domingos por la tarde.
Y es que hay algo en los helados que va más allá del frío o la dulzura. En su textura, en su aroma, en su cremosidad, se esconde también la historia de una ciudad, la evolución de sus costumbres y el testimonio de un oficio que se resiste a desaparecer. La Heladería Los Alpes no es solo un negocio centenario: es un fragmento vivo del Madrid que fue y del que aún resiste, con sabor, identidad y memoria.
“El verano que huye es un amigo que parte”