El sabor del verano

Heladería Los Alpes de Madrid

Heladería Los Alpes. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Heladería los alpes: el arte de RefrescAr el paladar

Como hemos comprobado tras las últimas olas de calor, si por algo se caracteriza Madrid durante el verano es por su bochorno sofocante, ese que nos obliga a buscar planes constantemente con los que refrescarnos. Para ello, además de las socorridas terrazas o las concurridas piscinas de la capital, no puede faltar un recorrido por algunas de sus heladerías artesanales, oasis urbanos que pueden hacernos mucho más llevaderos los meses de estío, dejándonos además un buen sabor de boca.

Y es que, aunque el origen concreto de los helados no se conoce a ciencia cierta, sí sabemos que es realmente antiguo. Los árabes ya empleaban bebidas frías, mezclando miel con zumos de frutas y añadiendo posteriormente nieve que almacenaban en cavas orientadas hacia el Norte, donde se conservaba hasta el verano. A esta mezcla la denominaban “sherbet” (dulce de nieve), de donde proviene el término sorbete.

Sin embargo, el escaso hielo que podía encontrarse era delicado de hacer, frágil y sucio. También su fabricación suponía un proceso caro, lo que convirtió estos primeros sorbetes y granizados en un placer gastronómico del que solo pudieron disfrutar reyes y personas privilegiadas durante siglos.

La nieve se obtenía de los ventisqueros de las sierras, y se prensaba entre capas de paja para ser transportada de noche, en carros, hasta almacenarse en construcciones de piedra, cubiertas y situadas a la sombra. Se trataba de los llamados pozos de nieve, que en Madrid se ubicaron en la actual glorieta de Bilbao.

Esta nieve y hielo se distribuía posteriormente a neveras urbanas, un proceso en el que se perdía en torno a la mitad de su peso original. Por supuesto, su destino no era cualquier hogar, sino los más ricos, entre ellos el Palacio Real.

Los primeros sorbetes fríos (… que no congelados… ) consumidos en Madrid se elaboraron a finales del siglo XVI y se denominaron “garrapiñas”. En su versión primitiva, para su elaboración se introducía en un cubo de corcho una vasija que contenía zumo de frutas, aloja, agua con miel y otros líquidos dulces y especiados con clavo, canela o azúcar y se rellenaba con nieve el hueco que quedaba entre ambos recipientes. Del mismo modo se producía la leche helada, cuya receta sobrevive en nuestros días.

Pero la clave en la evolución del proceso de congelación de los helados fue el descubrimiento, a finales del siglo XVII, de que la adición de sal al hielo podía reducir aún más su temperatura, favoreciendo el proceso de congelación.

Hasta entonces, el hielo fabricado con agua sin sal se derretía antes de que el helado se hubiera enfriado adecuadamente… sin embargo, el agua helada salada que envolvía la nevera contribuía a congelar la mezcla.

Esto dio lugar a dos tipologías de productos: por un lado, las ya conocidas garrapiñas y por otro los helados-bloque congelados, de sabores naturales.

La adición de grasa, en forma de manteca, nata o yemas de huevo a estas recetas dio lugar al mantecado, una evolución que otorgaría al producto una consistencia muy similar a los helados actuales. Sobre la base del mantecado, y ya en el siglo XVIII, comenzaron a prepararse helados de vainilla, chocolate, café, té y licores, como el marrasquino.

A principios del XVIII, en algunas casas privilegiadas primero, y mediante la venta ambulante después, el helado se fue democratizando, siendo ofrecido progresivamente al gran público. Hacia mediados de siglo las recetas de helados dulces y quesos helados empezaron a incluirse en los libros de cocina.

Sin embargo, el verdadero tiempo de los helados en Madrid no llegó hasta comienzos del siglo XIX, cuando nacieron las primeras botillerías en las que ya se vendían helados y bebidas heladas.

Más adelante, en los cafés madrileños, se pudo disfrutar de una refrescante leche merengada (helado elaborado a base de leche, clara de huevo, canela y azúcar), de la que Benito Pérez Galdós fue un verdadero entusiasta.

La popularización del helado mantecado provocó que, durante las últimas décadas del siglo XIX, comenzara a venderse directamente en las calles de la capital a través de carritos ambulantes.

Los heladeros empujaban a mano carritos de madera dentro de los cuales se colocaba una cámara de metal estañado, repleta de hielo y salmuera, en la que se sumergían los contenedores de helado.

El heladero, vestido de blanco, levantaba las tapas, introducía un brazo en su interior y tomaba una curiosa herramienta de metal que sumergía en agua antes de sacar el sabor deseado.

A principios del siglo XX el heladero surtía helados de varias clases: los cortes (una barra rectangular de helado mantecado que se partía en porciones cuadradas y que se servía entre dos obleas de crujiente barquillo); los cucuruchos, adornados con bolas de helado mantecado, perfectos para poder llevarlos en la mano; y también polos de limón, naranja o fresa.

Estos heladeros ambulantes llegaban a las calles de Madrid a mediados de primavera, salpicando las plazas y parques con sus carros de llamativos colores y anunciándose a gritos o a golpe de campana. Todos ellos pujaban por quedarse con los mejores puntos de venta y los que no los conseguían se trasladaban a los pueblos a hacer el verano.

Hacia los años 30 del siglo XX llegó la industria heladera y a los heladeros artesanos les resultó difícil competir con las grandes marcas que se hicieron con los mejores sitios fijos de calles, parques y plazas en forma de kioskos.

Habría que esperar hasta los años 50, con la modernización y expansión de la industria heladera, para poder disfrutar de las primeras heladerías de la capital. La más antigua de todas ellas, esta Heladería Los Alpes, inaugurada en 1950, aún permanece activa.

Su fundador, el italiano Pedro Marchi, llegó a España desde el municipio italiano Bagni di Lucca, con una exitosa receta de sorbete de mantecado, para abrir su nuevo negocio en la Calle Arcipreste de Hita número 6, en pleno barrio madrileño de Chamberí.

En aquella época, el local contaba con una exclusiva máquina mantecadora y un mostrador que se enfriaba con una mezcla de hielo picado y salmuera. De los ocho sabores que inicialmente ofrecía, el más solicitado pronto fue el mantecado de vainilla, a base de yema de huevo.

A día de hoy esta variedad sigue siendo la especialidad de la casa, aunque diariamente se preparan más de ciento veinte sabores, todos ellos artesanales, a base de ingredientes frescos y sin conservantes.

Observar la inmensa vitrina de una heladería, repleta de colores y sabores, y experimentar los nervios de no saber con cuál quedarse, es un momento único que muchos vivimos desde niños… y es que los helados dejan en nuestro paladar no sólo el gusto de nuestra historia, también los dulces sabores de nuestra infancia.

Retrato de Victor Hugo

Victor Marie Hugo (Besanzón, 1802-París, 1885)

El verano que huye es un amigo que parte
— Victor Hugo


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