Fashion victims

Plaza de Antón Martín. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Plaza de Antón Martín. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Vestir con rebeldía: la moda que encendió el Motín de Esquilache

¿Qué revela una persona a través de su forma de vestir? La indumentaria que cada uno elige no es un mero accesorio, sino un poderoso lenguaje silencioso. A través de ella, afirmamos nuestra identidad, proyectamos nuestra personalidad y, muchas veces, evidenciamos nuestra pertenencia a un grupo social determinado. Vestirse es también diferenciarse, trazar fronteras simbólicas entre el “nosotros” y los “otros”.

Pensemos, por ejemplo, en los góticos, envueltos siempre en prendas negras que evocan misterio y melancolía; en los raperos, con sus ropas holgadas, zapatillas deportivas y gorras ladeadas, símbolos de una cultura urbana y contestataria; o en los punks, con sus cazadoras de cuero, botas robustas y tachuelas brillantes, que hablan de rebeldía e inconformismo. En todos los casos, el atuendo es mucho más que una elección estética: es una declaración de principios.

En la España de la segunda mitad del siglo XVIII, la vestimenta también desempeñaba un papel crucial en la identidad del pueblo. Las capas largas y los sombreros de ala ancha eran signos distintivos del pueblo llano, elementos profundamente arraigados en su forma de vida y en su percepción del orden social. Sin embargo, en 1766, el gobierno ilustrado de Carlos III, influido por su ministro Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, decidió prohibir estas prendas tradicionales con el objetivo de imponer una moda más “moderna” y “europea”, que facilitara la identificación de delincuentes y reforzara el control del orden público.

La medida, percibida por los madrileños como una agresión directa a sus costumbres y a su dignidad, fue la chispa que encendió un polvorín de descontento social acumulado. Así estalló el Motín de Esquilache en marzo de 1766, una revuelta popular que no sólo expresó el rechazo a una reforma aparentemente superficial, sino también el hartazgo frente a un gobierno que, en su afán reformista, olvidaba la sensibilidad del pueblo al que pretendía ilustrar.

Carlos III frente al espejo del pueblo: una monarquía ilustrada a prueba_

Carlos III de Borbón, un monarca formado en los ideales del reformismo ilustrado, se vio obligado a abandonar el trono de Nápoles en 1759 para asumir la corona de España, tras la muerte sin herederos de su hermano, el rey Fernando VI. Desde el inicio de su reinado, Carlos III se propuso transformar profundamente el país, con el ambicioso objetivo de modernizar la administración, la economía y la sociedad española, alineándolas con los avances que ya se estaban produciendo en otras naciones europeas bajo la influencia de la Ilustración.

No obstante, sus buenas intenciones pronto toparon con una realidad compleja y resistente al cambio. Apenas comenzado su gobierno, se vio inmerso en la que sería no solo la mayor crisis de su reinado, sino también uno de los episodios más convulsos para la monarquía borbónica a lo largo del siglo XVIII: el Motín de Esquilache. Esta revuelta popular, detonada en Madrid en la primavera de 1766, sorprendió a un rey que aún se estaba asentando en el trono y que esperaba una transición tranquila desde la relativa estabilidad interna que España venía disfrutando desde el final de la Guerra de Sucesión.

El estallido del motín no solo desbarató los primeros pasos del programa reformista, sino que dejó al descubierto un profundo malestar social que los ministros ilustrados habían subestimado. Lo que parecía una protesta por una cuestión menor —el cambio en la vestimenta tradicional del pueblo español— se convirtió en una crisis política de gran envergadura, que obligó al monarca a replantearse los límites entre el impulso reformador y el respeto a las costumbres populares.

Reformas y resistencia: el caldo de cultivo del descontento en Madrid_

Al llegar al trono español, Carlos III depositó su confianza en un círculo de ministros extranjeros, hombres que gozaban de su estima personal y profesional, pero que no despertaban simpatía entre la población. Uno de los más destacados fue el napolitano Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, antiguo colaborador del rey en su etapa napolitana, a quien confió las Secretarías de Hacienda y Guerra. Su nombramiento marcó el inicio de una ambiciosa etapa de reformas orientadas a modernizar la administración y mejorar las condiciones de vida en España, especialmente en la capital.

No obstante, este programa de regeneración urbana y moral impulsado por Esquilache, aunque bienintencionado, no benefició por igual a todos los sectores de la sociedad madrileña. La ciudad de Madrid, por entonces una villa caótica, insalubre e insegura, presentaba un aspecto muy alejado del ideal de capital ilustrada que promovía el nuevo régimen. Para remediarlo, se emprendieron diversas actuaciones: se construyeron pozos sépticos, se mejoró el sistema de alcantarillado, se instaló alumbrado público, y se prohibió la circulación de cerdos por las calles, una práctica común pero incompatible con las nuevas normas de salubridad.

Sin embargo, el coste de estas mejoras recayó directamente sobre los hombros de los ciudadanos. El gobierno autorizó a los propietarios de viviendas a repercutir el gasto de las obras en el precio de los alquileres, lo que provocó una subida generalizada que dejó a muchos madrileños en situación precaria, incapaces de pagar sus modestos cuartos. La instalación de farolas, por su parte, elevó drásticamente el precio del aceite —esencial para su funcionamiento— y provocó la retirada de las tradicionales velas de sebo, dejando a numerosas viviendas populares en penumbra.

Así, lo que a ojos del gobierno era una empresa de modernización y progreso, se tradujo en la experiencia cotidiana del pueblo en una sucesión de agravios, privaciones y costes adicionales. El descontento se fue acumulando, avivando un malestar general que, en un contexto ya tenso por otras medidas impopulares, terminaría por estallar de forma violenta.

La nobleza desplazada: del linaje a la eficiencia en el nuevo orden borbónico_

Durante el reinado de Carlos III, la alta nobleza española vio mermada su influencia política. El monarca, convencido de la necesidad de rodearse de colaboradores eficaces y formados, relegó a un segundo plano a los grandes linajes tradicionales en favor de ministros profesionales que compartían con él el ejercicio del poder. El rey se consolidó así como el verdadero centro de decisión del Estado, en consonancia con los principios del absolutismo ilustrado.

Uno de los pilares de esta reconfiguración del poder fue la reforma de la Hacienda real, que buscaba sanear las arcas del Estado y establecer un cuerpo de contribuyentes más justo y estable. Para lograrlo, se redujo el número de nobles beneficiados por privilegios fiscales, limitando el acceso al estamento privilegiado. Ya no bastaba con el servicio militar o político, ni con los méritos heredados o la simple compra de un título, como había sido habitual en tiempos de los Austrias. Bajo el nuevo paradigma ilustrado, sólo podrían aspirar a la nobleza quienes demostrasen un compromiso real con el bien común a través de acciones verdaderamente útiles para la comunidad.

Este giro hacia una suerte de meritocracia, aunque limitada, supuso un cambio significativo en la estructura del poder. Permitió la promoción de individuos formados y capaces a los principales cargos institucionales, dotando a la administración de una nueva eficiencia. Por un lado, este proceso contribuyó a consolidar los fundamentos del Estado absolutista moderno; por otro, permitió al régimen contar con figuras competentes que pudieran hacer frente a los graves problemas estructurales de la monarquía española.

Lejos de tratarse de una revolución social, fue más bien una reordenación del sistema de privilegios, orientada a reforzar el poder central del monarca y a profesionalizar la maquinaria del Estado. Sin embargo, no estuvo exenta de tensiones, pues los sectores tradicionales de la nobleza veían con recelo la pérdida de influencia frente a estos “nuevos hombres del rey”, cuya legitimidad ya no se sustentaba en la sangre, sino en la preparación y el servicio efectivo al país.

La Iglesia contra el progreso: tensión entre fe y reformas ilustradas_

Con Carlos III en el trono, la Iglesia católica se convirtió en uno de los principales focos de resistencia frente al nuevo modelo estatal impulsado por la monarquía borbónica. El proyecto reformista del monarca, que aspiraba a construir un Estado centralizado y eficiente, chocaba frontalmente con el inmenso poder e influencia que el clero había acumulado a lo largo de los siglos. A diferencia de la nobleza, que pudo ser desplazada mediante una reestructuración administrativa, el dominio ideológico y espiritual de la Iglesia sobre el pueblo llano hacía mucho más compleja su reducción.

El clero, custodio del dogma y guía moral de una sociedad profundamente sacralizada, gozaba de una autoridad casi incuestionable entre las clases populares. Por ello, cualquier intento de limitar su poder debía realizarse con suma cautela. Sin embargo, Carlos III y sus ministros —hombres de fe, pero también ilustrados convencidos— estaban decididos a redefinir los límites entre el poder espiritual y el temporal. Consideraban que la Iglesia debía ocuparse del cuidado de las almas, pero sin interferir en la política ni dirigir la vida pública.

Con esta idea en mente, se emprendieron una serie de reformas dirigidas a frenar lo que consideraban un exceso de “exhibicionismo” religioso, heredado del espíritu contrarreformista del Concilio de Trento. Se promovió una religiosidad más racional, íntima y personal; se impulsó la secularización de la educación, tradicionalmente en manos del clero; se combatieron los ritos supersticiosos y se limitaron las manifestaciones públicas de la religiosidad popular. Estas medidas, aunque presentadas como necesarias para la modernización del país, fueron percibidas como ataques directos por muchos sectores eclesiásticos.

Además, el Estado comenzó a intervenir de forma directa en la vida interna de la Iglesia: se clausuraron cofradías consideradas innecesarias o perturbadoras del orden público, se impuso una vigilancia más estrecha sobre sacerdotes y obispos, y se cuestionó la legitimidad de muchas de sus propiedades. No era un tema menor: la Iglesia era entonces propietaria de cerca del 14% de las tierras del país, un poder económico formidable que los reformistas consideraban incompatible con la equidad y la eficiencia fiscal que pretendían implantar.

Frente a estas políticas, tanto la Iglesia como buena parte de la nobleza adoptaron una postura claramente reaccionaria. Ambos estamentos, desplazados o amenazados por las reformas ilustradas, encontraron un terreno común desde el cual resistirse a la pérdida de privilegios. Y en esa lucha, recurrieron al viejo recurso de agitar las pasiones del pueblo. En particular, el clero comenzó a difundir entre las masas un discurso inflamado contra los ministros extranjeros y contra las reformas que —según ellos— ponían en peligro la verdadera fe y la tradición católica tridentina. El temor al cambio se tiñó de religión, y el rechazo a lo extranjero se convirtió en una poderosa herramienta de movilización.

De este modo, en el trasfondo del Motín de Esquilache y de otras manifestaciones de descontento popular, encontramos la sombra de una Iglesia que, al sentirse amenazada, supo canalizar el malestar del pueblo para defender su antiguo papel hegemónico.

El Tercer Estado al límite: protagonistas anónimos del levantamiento_

En el complejo entramado social del Antiguo Régimen, el llamado Tercer Estado —amplio, diverso y profundamente desigual— se convirtió en el verdadero motor del levantamiento contra el marqués de Esquilache. Fue entre sus filas, compuestas por aquellos que no pertenecían ni a la nobleza ni al clero, donde prendió con más fuerza el descontento popular que desembocaría en el motín de 1766.

Con Carlos III al frente del estado comenzaban a observarse, aún de forma incipiente, los signos de transformación económica que auguraban una nueva organización social. El crecimiento de la burguesía urbana, vinculada al comercio, las finanzas y una incipiente industria, favoreció la aparición de un proletariado obrero, concentrado en torno a talleres y fábricas que empezaban a surgir en las principales ciudades del reino. Se trataba del embrión de un ejército industrial que, aunque aún débil y minoritario, apuntaba ya hacia un modelo productivo de inspiración capitalista.

Sin embargo, la realidad del Tercer Estado en la España del siglo XVIII distaba mucho de representar un cuerpo homogéneo o modernizado. La mayoría de sus integrantes seguían siendo campesinos, sometidos a estructuras feudales caducas y a vínculos de vasallaje que limitaban gravemente su autonomía. Este campesinado, base numérica y económica del país, sufría en carne propia las cargas fiscales, las malas cosechas, los abusos señoriales y, desde luego, las reformas urbanas que, como las de Esquilache, venían a encarecer aún más su ya precaria existencia.

En este contexto, las élites del Tercer Estado —la burguesía— eran todavía demasiado reducidas en número y demasiado frágiles en influencia como para liderar un proceso de transformación social por sí solas. Por ello, el protagonismo de la protesta recayó en las capas más humildes del pueblo llano: jornaleros, obreros, artesanos, pequeños comerciantes y campesinos que, sin representación política ni voz en las decisiones del reino, vieron en el motín una vía para expresar su hartazgo frente a un poder que no les escuchaba y que, con sus reformas, agravaba sus dificultades cotidianas.

Lejos de tratarse de una revuelta organizada con fines ideológicos, el levantamiento contra Esquilache fue ante todo una explosión de rabia popular, alimentada por la miseria, la desconfianza hacia los ministros extranjeros y el sentimiento de abandono por parte de una monarquía que, en su afán modernizador, parecía alejarse del sentir del pueblo.

Hambre, pan y furia: la crisis alimentaria como chispa del motín_

Entre todos los frentes que enfrentó el reformismo ilustrado de Carlos III, ninguno fue tan urgente ni tan explosivo como el agrícola. La agricultura, piedra angular de la economía española del siglo XVIII, era al mismo tiempo su mayor debilidad. El sistema señorial imperante, junto con la gran extensión de bienes de “manos muertas” —tierras en propiedad de la Iglesia o instituciones que no podían ser vendidas ni explotadas con libertad—, asfixiaba cualquier posibilidad de modernización o crecimiento sostenible. En este terreno fértil para el estancamiento, el progreso encontraba su límite más férreo.

A partir de 1765, una sucesión de malas cosechas agravó la ya precaria situación del campo español. La escasez de grano derivó rápidamente en una crisis alimentaria de gran calado: el precio del pan, alimento básico y casi exclusivo para las clases populares, se duplicó en apenas cinco años. A comienzos de 1766, su precio pasó de 0,7 reales a 1,4, un coste desproporcionado si se tiene en cuenta que el jornal medio de un trabajador rondaba apenas los 4 reales diarios. La escalada de precios afectó también al tocino, el vino, el aceite, la leña y otros productos esenciales para la subsistencia cotidiana.

El resultado fue devastador. Mientras la nobleza y la emergente burguesía seguían disfrutando de vidas holgadas tras los muros de sus palacios, las clases populares padecían una miseria creciente, marcada por el hambre, el frío y la incertidumbre. Las colas ante los hornos y los mercados se alargaban, los ánimos se caldeaban y el resentimiento hacia el poder crecía sin cesar.

En un intento desesperado por contener la crisis, Esquilache aprobó una medida que eliminaba el gravamen sobre el grano importado de otras regiones, con la esperanza de abaratar su precio y normalizar el abastecimiento. Sin embargo, para llevar a cabo esta política, se requirió la confiscación de las mulas de los pequeños labradores, que eran su principal medio de trabajo y sustento. El remedio, lejos de aliviar la situación, la agravó aún más: los campesinos quedaron aún más indefensos, y los víveres, pese a las promesas oficiales, no bajaron de precio.

La frustración popular se canalizó rápidamente en protestas, que tenían como blanco predilecto al ministro napolitano. Se le acusaba de enriquecerse a costa del sufrimiento del pueblo, de gobernar en la sombra por encima del propio rey, y de imponer una política ajena al sentir de los españoles. Pronto comenzaron a circular por las calles de Madrid pasquines anónimos —coplas satíricas escritas en tono mordaz— que retrataban a Esquilache como un déspota sin alma, y al rey como una marioneta en sus manos. Uno de los más conocidos decía:

Yo, el gran Leopoldo Primero,
marqués de Esquilache augusto,
rijo la España a mi gusto
y mando a Carlos Tercero:
hago en los dos lo que quiero,
nada consulto ni informo,
al que es bueno, le reformo,
y a los Pueblos aniquilo,
Y el buen Carlos, mi pupilo,
dice a todo “Me conformo”

Este tipo de versos, cargados de ironía, reflejaban un sentir generalizado: el pueblo no sólo pasaba hambre, sino que sentía que había sido traicionado por quienes debían protegerlo. En ese caldo de cultivo, alimentado por la miseria y la rabia, germinó la chispa del Motín de Esquilache.

Más que moda: la prohibición de capas y sombreros como detonante simbólico_

El descontento popular hacia el marqués de Esquilache no dejaba de crecer, alimentado por el hambre, la inflación, la represión de las costumbres y la percepción de que el poder estaba en manos extranjeras. Y, sin embargo, como si quisiese poner a prueba los límites de la paciencia del pueblo madrileño, el ministro decidió sumar a la ya tensa situación una medida profundamente simbólica: la prohibición del uso de las tradicionales capas largas y sombreros de ala ancha —los populares chambergos—.

No era una iniciativa inédita. Ya en tiempos anteriores se habían intentado sin éxito reformas similares, con el argumento de que la vestimenta permitía a delincuentes y conspiradores ocultar armas y rostros. Esquilache retomó esta idea desde una óptica ilustrada: ninguna capital europea moderna, sostenía, podía permitir que sus ciudadanos pasearan embozados y ocultos bajo prendas arcaicas. A su juicio, la apariencia debía reflejar el orden y la racionalidad que el nuevo régimen pretendía imponer.

Así, con el respaldo del rey, el 21 de enero de 1766 se publicó un primer bando que prohibía estas prendas a los funcionarios del Palacio Real, bajo amenaza de arresto. La medida fue acatada sin grandes incidentes, lo que llevó al ministro a pensar que era el momento de extenderla al conjunto de la población.

No todos compartían su optimismo. Desde el Consejo de Castilla se le advirtió que una imposición tan abrupta sobre una costumbre tan arraigada podría encender los ánimos del pueblo. Pero Esquilache, confiado en su autoridad y en la fuerza de su reforma, decidió avanzar.

El 10 de marzo de 1766, el nuevo bando se hizo público en las calles de Madrid. Su efecto fue inmediato y contundente: los carteles oficiales fueron arrancados a los pocos minutos, sustituidos por una avalancha de pasquines anónimos que, con mordacidad y rabia, llenaban las esquinas y muros de la ciudad de insultos e ironías dirigidas al ministro.

Lejos de retirarse, Esquilache redobló su ofensiva. Ordenó instalar puestos de vigilancia en distintos puntos de la ciudad, donde alguaciles —acompañados de sastres— inspeccionaban la vestimenta de los transeúntes. A quienes infringían la nueva norma, se les cortaba la capa in situ y se les doblaban las alas del sombrero para transformarlo en un tricornio, el sombrero moderno impuesto por decreto. La humillación era pública, inmediata y profundamente ofensiva para unos ciudadanos que veían en su modo de vestir no solo una costumbre, sino un símbolo de identidad, dignidad y pertenencia.

Aquella escena, repetida en múltiples calles, se convirtió en la chispa definitiva. Lo que para Esquilache era una cuestión de higiene, seguridad y modernidad, para el pueblo fue la gota que colmó el vaso. El estallido del Motín ya era inevitable.

Domingo de Ramos sangriento: cómo comenzó el Motín de Esquilache_

El 23 de marzo de 1766, Domingo de Ramos, Madrid se encontraba inmersa en el recogimiento litúrgico propio del inicio de la Semana Santa. Sin embargo, hacia las cuatro de la tarde, en la plazuela de Antón Martín, un suceso aparentemente menor desató la furia contenida de un pueblo al borde del colapso.

Dos hombres cubiertos con capas largas y chambergos —el atuendo tradicional recientemente prohibido por orden del marqués de Esquilache— cruzaron desafiante y lentamente frente al cuartel general. Los soldados que montaban guardia no tardaron en interpelarlos, exigiéndoles que se despojaran de aquella vestimenta ya vetada por la ley. La respuesta fue inmediata y desafiante: los embozados desenvainaron sus espadas y, al mismo tiempo, lanzaron un agudo silbido que retumbó en las calles.

Era la señal. En segundos, una muchedumbre emergió desde los callejones próximos: una banda armada de hombres del pueblo que aguardaba oculta. Ante la sorpresa y la inferioridad numérica, los militares optaron por retirarse. El motín había comenzado.

La chispa prendió con rapidez. Una columna de madrileños, airados y enardecidos, comenzó a avanzar por la calle de Atocha, gritando vivas al rey y a España, y maldiciones contra el odiado ministro extranjero:
“¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache!”

En su camino, la turba fue arrancando y destrozando los faroles recién instalados —símbolos visibles de las impopulares reformas— mientras las filas de manifestantes crecían sin cesar. A medida que avanzaban, ocupaban las plazas más céntricas, contagiando de indignación a quienes aún observaban desde los márgenes. Hacia el anochecer, el gentío, ya formado por más de dos mil personas, se encaminó con decisión hacia la residencia madrileña del marqués de Esquilache: la actual Casa de las Siete Chimeneas.

Iban dispuestos a lincharlo. Pero el ministro, consciente del clima hostil que se respiraba en la capital, había abandonado Madrid horas antes. En su ausencia, los amotinados saquearon la vivienda, vaciaron la despensa y, frustrados por no encontrar a su presa, desviaron su furia hacia los domicilios de otros ministros italianos de la corte: Jerónimo Grimaldi y Francesco Sabatini, también símbolos del reformismo foráneo que consideraban impuesto e ilegítimo.

La jornada culminó en la emblemática Plaza Mayor. Bajo un cielo nocturno apenas iluminado por las llamas del resentimiento popular, una multitud que ya rondaba las veinte mil personas prendió fuego a un retrato del marqués de Esquilache. El gesto, cargado de simbolismo, sellaba el inicio de una revuelta que no era solo contra un ministro, sino contra todo un modelo de modernización que el pueblo sentía ajeno, impuesto y humillante.

Lunes Santo en armas: el pueblo toma el Palacio Real_

El 24 de marzo, Lunes Santo, la agitación de la víspera no solo no amainó, sino que creció como un río desbordado. A primera hora del día comenzó a circular el rumor de que el marqués de Esquilache se encontraba refugiado en el Palacio Real, protegido por el propio monarca. La noticia, cierta o no, bastó para que una muchedumbre se agolpara frente al recinto, especialmente en torno al Arco de la Armería, uno de los accesos principales a la residencia real.

No era una turba armada únicamente de furia masculina: entre la multitud se contaban también mujeres, ancianos y niños. El pueblo llano, en toda su pluralidad, acudía en masa no ya a exigir medidas concretas, sino a mostrar el peso simbólico de su presencia ante el corazón del poder.

La tensión era palpable. La Guardia española, que custodiaba los accesos, optó por no intervenir. Tal vez simpatizaban con las quejas del pueblo o simplemente temían las consecuencias de un enfrentamiento abierto. Pero no ocurrió lo mismo con la Guardia Valona, un cuerpo de élite compuesto por soldados extranjeros, fieles al rey pero profundamente impopulares entre los madrileños. Eran vistos como instrumentos del despotismo ilustrado y como símbolos de la imposición foránea.

A medida que el gentío crecía y las voces se elevaban, la Guardia Valona mantuvo su posición con rigidez marcial. Y de pronto, sin mediar advertencia suficiente, abrió fuego contra la multitud. Una mujer cayó abatida en medio de los gritos y el caos. Su muerte no sólo incrementó el odio hacia Esquilache, sino que incendió aún más los ánimos contra los propios valones, convertidos ya en enemigos del pueblo.

Los cánticos se intensificaron, ahora teñidos de rabia y luto. Las consignas no dejaban lugar a dudas:
“¡Muera Esquilache!”, 
“¡Fuera los valones!”
, “¡Viva el Rey, pero sin ministros extranjeros!”

Aquel disparo no mató únicamente a una ciudadana anónima; simbolizó el punto de ruptura entre un pueblo cansado de abusos y una corte empeñada en reformar sin escuchar. El motín dejaba de ser un episodio puntual para transformarse en una crisis de Estado.

La voz del pueblo: las demandas que sacudieron la Corona_

En medio del caos y la indignación que sacudían Madrid, el pueblo, lejos de actuar como una masa desorganizada, supo dotarse de un portavoz para canalizar sus demandas. El elegido fue el padre Cuenca, un sacerdote de confianza y reconocido por su templanza, a quien se encomendó la delicada tarea de transmitir al rey una lista de peticiones que el pueblo consideraba innegociables para poner fin al levantamiento.

Las exigencias, redactadas con firmeza pero también con cierta solemnidad, constituían un verdadero manifiesto político y social. No eran simples reclamaciones circunstanciales, sino una declaración de intenciones contra todo un modelo de gobierno percibido como ajeno y opresor. Las condiciones eran claras:

  1. El destierro inmediato del marqués de Esquilache y de toda su familia de los territorios de la monarquía española.

  2. La exclusión de ministros extranjeros del Gobierno, exigiéndose que todos fueran de origen español.

  3. La disolución total de la Guardia Valona, símbolo de la intervención extranjera y de la represión contra el pueblo.

  4. La bajada inmediata de los precios de los alimentos básicos, cuyo encarecimiento estaba provocando hambre y desesperación.

  5. La supresión de las Juntas de Abastos, organismos que controlaban el suministro de víveres y que eran vistos como instrumentos de corrupción y especulación.

  6. La retirada de las tropas a sus respectivos cuarteles, para poner fin al estado de tensión y a la presencia militar en las calles.

  7. La derogación del bando sobre la vestimenta, permitiendo nuevamente el uso de la capa larga y el sombrero redondo, emblemas del vestir tradicional del pueblo madrileño.

  8. La comparecencia pública del rey, para que, en persona y ante sus súbditos, se comprometiera solemnemente a cumplir y satisfacer estas demandas.

La petición no era, sin embargo, una súplica humilde. Junto a las demandas, se incluían amenazas explícitas, que mostraban la determinación del pueblo y el carácter límite de la situación. Advertían que, si no se accedía a las exigencias, treinta mil hombres se encargarían de convertir en astillas el Palacio Real en apenas dos horas. El documento cerraba con una sentencia lapidaria y terrible:
“De no hacerlo así, arderá Madrid entero.”

Nunca antes, en el siglo XVIII español, se había visto una movilización popular tan contundente, tan organizada y tan cargada de significado político. La monarquía, por primera vez en mucho tiempo, se vio forzada a escuchar —y a temer— la voz del pueblo.

Entre la espada y la palabra: el Consejo de Estado frente al motín_

Mientras las calles de Madrid bullían de indignación y los ecos del motín resonaban cada vez más cerca de los muros del Palacio Real, en el interior de la residencia regia se vivía una crisis sin precedentes. La monarquía española, símbolo de autoridad absoluta, se veía ahora sitiada por su propio pueblo. Carlos III, sorprendido por la magnitud de los acontecimientos y obligado a tomar decisiones con rapidez, convocó de inmediato un consejo de emergencia.

A la reunión acudieron seis de los hombres más influyentes del momento, representantes de distintos ámbitos del poder:

— El duque de Arcos, Capitán de la Guardia Palatina,

— El conde de Gazzola, comandante de Artillería y de origen italiano,

— El conde de Priego, comandante de la temida Guardia Valona,

— El marqués de Sarriá, Mayordomo Mayor del rey,

— El conde de Oñate, representante del poder civil,

— Y el conde de Revillagigedo, Capitán General del Ejército.

Pronto se revelaron dos posiciones claramente enfrentadas. Los tres primeros —Arcos, Gazzola y Priego—, todos ellos vinculados al ámbito militar, defendieron sin ambages el uso de la fuerza. Proponían sofocar el motín por la vía de las armas, aplastar la insurrección con un castigo ejemplar que restaurara de inmediato la autoridad real.

En cambio, los otros tres —Sarriá, Oñate y Revillagigedo— se mostraron firmemente contrarios a esa opción. Advirtieron al rey que los amotinados no cuestionaban su figura ni la legitimidad de la Corona; al contrario, los gritos de “¡Viva el Rey!” seguían escuchándose entre la muchedumbre. Pero si sus demandas eran ignoradas o respondidas con violencia, la situación podría degenerar en un enfrentamiento generalizado. Y entonces, la sangre vertida en nombre del orden sería incalculable, y la imagen de la monarquía quedaría irremediablemente dañada.

Carlos III, hombre de carácter prudente y educado en el espíritu del despotismo ilustrado, comprendió que recurrir a la represión sería tanto como encender la chispa de una guerra civil. Por tanto, tras un tenso y decisivo debate, se inclinó por la vía de la conciliación. Aceptó, aunque de mala gana, las peticiones formuladas por el pueblo a través del padre Cuenca.

Fue una decisión difícil, casi inédita para un rey absoluto. Pero también fue una muestra de inteligencia política: comprendió que, en tiempos de transformación, la autoridad debía saber escuchar… o aprender a temer.

Un rey al balcón: el gesto que contuvo el estallido_

En uno de los momentos más tensos de todo el reinado, con la ciudad al borde del estallido total y el Palacio Real cercado por una muchedumbre enardecida, Carlos III dio un paso que, aunque breve, tendría un enorme impacto simbólico. Atendiendo al consejo de sus asesores más prudentes, el monarca decidió mostrarse ante su pueblo.

Acompañado por algunos miembros de su séquito, Carlos III apareció en el balcón del Palacio Real. Su figura, solemne y serena, contrastaba con la masa agitada que llenaba la explanada frente al Arco de la Armería. Con voz firme, aunque contenida, prometió satisfacer los deseos del pueblo, atender sus peticiones y restablecer la paz.

Las palabras del rey fueron recibidas con expectación, pero no bastaron. El clamor popular exigía una segunda confirmación. Poco después, el monarca fue llamado de nuevo para ratificar públicamente su promesa. Esta segunda aparición disipó finalmente las dudas: el pueblo quería oír del propio soberano su compromiso directo e irrevocable.

Y entonces ocurrió lo que para muchos fue la verdadera señal de la victoria popular: los guardias valones, hasta ese momento firmes en sus puestos, comenzaron a retirarse hacia el interior del Palacio. El gesto, tan esperado como simbólico, fue interpretado por la multitud como una rendición de los poderes que habían intentado imponer sus reformas por la fuerza.

Los ánimos comenzaron a calmarse. Las voces se apagaron poco a poco. El pueblo, exhausto pero orgulloso, comprendió que había logrado lo impensable: doblegar al poder desde la calle, sin atacar al rey, pero sí obligándolo a escuchar. El peligro inmediato se había disipado. Madrid respiraba. El pueblo había vencido.

Huida real: cuando Carlos III perdió la ciudad y la confianza_

Pero la calma que se había instalado momentáneamente en Madrid era, en realidad, un espejismo. Bajo la superficie del aparente triunfo popular, se gestaba un nuevo brote de desconfianza. Y fue el propio Carlos III quien, al tomar una decisión precipitada, volvió a encender la mecha.

A pesar de haber salido al balcón del Palacio y de haber ofrecido su palabra ante miles de súbditos, el monarca no pudo contener el miedo que le había causado aquella jornada tumultuosa. Desde lo alto, había contemplado una multitud impredecible, feroz en su determinación, y sintió, quizá por primera vez en su reinado, que su autoridad podía tambalearse. Esa imagen no se borraría fácilmente de su mente.

Movido por el temor y aconsejado por quienes le instaban a proteger la seguridad de la familia real, Carlos III tomó una decisión que contradecía el espíritu de reconciliación que había intentado transmitir horas antes. Aquella misma noche, bajo el amparo de las sombras, abandonó Madrid en secreto. Con él partieron no solo sus ministros más cercanos, sino también su esposa, sus hijos y su anciana madre, Isabel de Farnesio, figura venerada pero ya frágil.

El destino de la comitiva fue Aranjuez, residencia real más alejada del centro del poder y, sobre todo, más segura. El gesto, sin embargo, fue interpretado por el pueblo como una traición: el rey que había prometido gobernar con justicia, huía de su pueblo como si temiera a sus propios súbditos.

La retirada a Aranjuez, lejos de disipar la tensión, la reavivó. El vacío de poder en la capital, la huida nocturna y el incumplimiento inmediato de las formas reales comprometidas, pusieron en duda la sinceridad de las promesas reales y generaron una nueva oleada de malestar. Madrid, que había empezado a calmarse, volvió a crisparse. El riesgo de una revuelta aún mayor comenzaba a asomar de nuevo en el horizonte.

Madrid vuelve a arder: el motín se recrudece tras la traición real_

El 25 de marzo, Martes Santo, Madrid despertó con una engañosa tranquilidad. Tras la promesa pública del monarca, muchos pensaban que la tormenta había amainado. El pueblo, aunque agotado, conservaba aún la esperanza de que sus reivindicaciones serían escuchadas y cumplidas. Pero aquella calma era frágil, y duraría poco.

A media mañana comenzó a circular un rumor inquietante: Carlos III había abandonado la ciudad en secreto durante la noche, llevándose consigo a toda su familia. El rey —decían— no solo no había cumplido su promesa, sino que había huido, asustado por la presión del pueblo. Pronto, la sospecha se transformó en miedo: ¿y si se trataba de una estratagema? ¿Y si el monarca regresaba con el ejército para castigar a la ciudad por su osadía?

El desconcierto se tornó en ira. La confianza se quebró de golpe y, con ella, también el frágil orden recuperado el día anterior. La agitación se extendió como pólvora en las calles: Madrid volvió a arder, esta vez con una intensidad aún mayor.

Una turba de más de treinta mil personas, muchos de ellos armados, tomó la ciudad. Se produjeron saqueos generalizados: se asaltaron almacenes de comestibles, cárceles, cuarteles y propiedades asociadas al poder. La furia no tenía freno, y la autoridad parecía completamente disuelta. La ciudad estaba, en la práctica, en manos del pueblo.

La situación había adquirido un cariz tan peligroso que los cabecillas populares decidieron actuar con frialdad estratégica: si el rey se había ido, ellos se asegurarían de que no pudiera ignorarlos. Se impuso la idea de tomar rehenes, para forzar una respuesta directa e inmediata de la Corona.

Entre las figuras retenidas destacó Diego de Rojas, obispo de Cartagena y presidente del Consejo de Castilla. Fue capturado en su propia casa y obligado a redactar, bajo presión, una carta dirigida al rey, en la que se incluía un memorial de agravios detallando los motivos de la rebelión, el sufrimiento del pueblo y las condiciones que debían cumplirse para restaurar la paz.

Lo que había comenzado como una protesta contra una prenda de vestir, se había transformado en una revuelta de dimensiones históricas. El Motín de Esquilache no era ya sólo un estallido de hambre y rabia: era la primera gran insurrección popular contra las formas absolutistas del poder ilustrado.

La rectificación de un monarca: Carlos III cede ante el clamor popular_

Mientras Madrid seguía envuelta en la agitación, Carlos III tomó plena conciencia del error político que había cometido al abandonar la capital en el momento más crítico. Su huida, más que preservar la seguridad de la familia real, había puesto en tela de juicio su palabra y avivado el fuego del motín. Era necesario rectificar.

Desde Aranjuez, y en un intento de restaurar la confianza quebrada, el rey ordenó redactar una carta pública dirigida a los madrileños. El documento fue leído en voz alta y pregonado por las calles, en un gesto calculado para aplacar los ánimos. En ella, Carlos III explicaba su ausencia como fruto de una indisposición, tratando de justificar su marcha sin admitir del todo su temor. Más importante aún, ratificaba su compromiso de cumplir las peticiones del pueblo, subrayando que su intención nunca fue desoírlas ni castigarlas.

No obstante, el monarca incluía una advertencia: no regresaría a Madrid ni comparecería en público hasta que el orden se hubiera restablecido por completo. Aquella condición, si bien decepcionante para algunos, fue aceptada como una concesión razonable en el contexto.

El gesto que realmente selló la paz fue, sin embargo, la retirada silenciosa y definitiva de la Guardia Valona. Aquel cuerpo extranjero, símbolo del poder impuesto desde fuera y protagonista de la violencia del Lunes Santo, desapareció discretamente de las calles de la ciudad, y no volvería a desplegarse en Madrid.

Con esto, el pueblo consideró satisfechas sus demandas. Las armas fueron devueltas pacíficamente a los cuarteles de donde habían sido tomadas, los rehenes liberados, y poco a poco el bullicio rebelde dio paso al silencio de la calma recobrada.

El motín se disolvió, no por el uso de la fuerza, sino por la presión de un pueblo unido, organizado y consciente de su capacidad para influir en las decisiones del poder. Carlos III, enfrentado por primera vez al verdadero pulso de sus súbditos, había cedido.

El fin de Esquilache: destierro de un símbolo del reformismo impopular_

La consecuencia más inmediata y simbólica del Motín de Esquilache fue, como exigía el pueblo, la destitución y el destierro de Leopoldo de Gregorio. Carlos III, pese a la estima que le profesaba y al reconocimiento de su eficacia como administrador, se vio obligado a sacrificar a su ministro más leal para evitar una crisis aún mayor. No fue una decisión fácil, pero sí necesaria: el precio de la paz era, esta vez, político.

El 26 de marzo, apenas tres días después del estallido inicial del motín, Esquilache partía hacia Cartagena acompañado de su familia, desde donde embarcaría rumbo a Italia. Su nuevo destino sería el consulado veneciano, como embajador del rey. Era una salida honorable para un ministro destituido, pero no dejaba de ser un exilio disfrazado. El hombre que había sido la cara visible del reformismo ilustrado en España abandonaba el país entre el silencio tenso de quienes lo veían partir como símbolo de una victoria popular.

Lejos de mostrarse resignado, Esquilache dejaría testimonio escrito de su amargura y desengaño. En una carta posterior, lamentaba la actitud de quienes le habían rechazado con estas palabras cargadas de orgullo herido:

“Soy el único ministro que ha pensado en su bien: he limpiado la ciudad, la he pavimentado, he hecho paseos, he mantenido la abundancia durante años de carestía. Merecía una estatua y me han tratado indignamente.”

A su modo, tenía razón. Su gestión había sido eficaz, pero carente de sensibilidad hacia las tradiciones y necesidades del pueblo, lo que acabó volviéndole impopular.

La caída de Esquilache marcó también un cambio en el equilibrio del poder. El conde de Aranda, capitán general de Valencia, quien había protegido a Carlos III durante su estancia en Aranjuez con las tropas bajo su mando, emergió como la figura central del nuevo gobierno. Con él se inició una nueva etapa política, en la que los italianos fueron progresivamente apartados, al igual que los llamados “golillas” —tecnócratas ilustrados partidarios de la centralización borbónica—, en favor de una línea más pragmática y nacional.

El Motín de Esquilache no sólo se cobró a un ministro: redefinió la relación entre el pueblo y la monarquía, entre las reformas ilustradas y las resistencias tradicionales, entre el poder central y los humores de la calle.

El motín se extiende: cuando España se sumó al clamor de Madrid_

Aunque el epicentro del levantamiento se situó en Madrid, la repercusión del Motín de Esquilache no se limitó a la capital. Su consecuencia más duradera fue, sin duda, su efecto contagio: durante el mes de abril de 1766, la revuelta se propagó como una onda sísmica por buena parte del territorio peninsular, dando lugar a disturbios en numerosas ciudades.

El eco de Madrid resonó en el País Vasco, ambas Castillas, Murcia, Aragón, Extremadura y Andalucía. En todas ellas, el clima de malestar ya estaba presente —aunque latente— antes del motín, pero los sucesos de la capital actuaron como catalizador, alentando a otros pueblos a expresar su descontento con las condiciones de vida impuestas por la administración borbónica.

Las protestas respondían a causas similares: la carestía de víveres, la subida de los precios, la ineficacia o corrupción de las autoridades locales, y el creciente desajuste entre las reformas ilustradas y la realidad cotidiana del pueblo llano. Aunque la figura de Esquilache no siempre era el blanco directo de la rabia, su nombre se convirtió en símbolo del mal gobierno y la arrogancia del poder ilustrado.

No obstante, en comparación con lo ocurrido en Madrid, los motines provinciales fueron más contenidos y menos violentos. En la mayoría de los casos, se trató de manifestaciones, protestas organizadas y conatos de revuelta, que si bien preocuparon a las autoridades, fueron rápidamente sofocados sin que llegaran a convertirse en crisis de Estado.

Aun así, el mensaje era claro: el malestar no era exclusivo de la villa y corte, sino un fenómeno mucho más amplio. El motín había revelado las fisuras de un modelo reformista que pretendía modernizar el país desde arriba, sin tener en cuenta la voz de los de abajo.

El rey en Aranjuez: miedo, silencio y exilio interior_

Aunque en Madrid las aguas habían vuelto, al menos en apariencia, a su cauce, en el ánimo del monarca y de su corte la tormenta seguía presente. Pese al restablecimiento del orden, Carlos III y sus ministros optaron por no regresar de inmediato a la capital, permaneciendo recluidos en Aranjuez durante ocho largos meses.

La decisión tenía una carga política y emocional evidente: el rey no confiaba en que una simple proclama, leída en las calles, hubiese bastado para calmar del todo el descontento. Había en él un temor latente, silencioso pero constante, de que la chispa volviera a prender en cualquier momento. Más aún, era plenamente consciente de que en esta ocasión no había sido él quien impuso su voluntad, sino el pueblo quien se la había impuesto.

Por primera vez, un rey ilustrado temía al pueblo.

No era una retirada estratégica ni un repliegue temporal; era, en cierto modo, un exilio interior. En Aranjuez, la corte buscaba protegerse no solo de un nuevo levantamiento, sino también del incómodo reflejo de su propia vulnerabilidad. El rey había salvado el trono, pero no su autoridad moral.

El mensaje que quedaba grabado en la memoria colectiva era tan poderoso como inédito en la historia borbónica española: el pueblo podía hacer temblar al trono. Y el rey lo sabía.

Mano dura tras la revuelta: represión y vigilancia en la nueva Madrid_

Tras el motín, y a pesar de haber cedido públicamente a las demandas del pueblo, el gobierno de Carlos III no tardó en reaccionar con dureza. Superado el momento de crisis, se impuso una nueva fase de control, más férrea y vigilante, que revelaba hasta qué punto la monarquía se había sentido amenazada.

La represión no fue inmediata, pero sí sistemática y silenciosa. Se aprobó el arresto arbitrario de mendigos, desempleados, vagabundos e incluso enfermos mentales, considerados todos ellos potenciales focos de agitación. Muchos fueron expulsados de Madrid, enviados por la fuerza a otras regiones o deportados al ejército y a galeras. Otros acabaron en prisión, en trabajos forzados, o directamente en la horca.

La ciudad, que durante unos días había sido dueña de su destino, volvió a ser objeto de una estricta vigilancia. El temor a nuevos levantamientos motivó la adopción de medidas preventivas draconianas. Una de las decisiones más significativas fue la construcción de un nuevo correccional a las afueras de la capital, en Vicálvaro, lejos del corazón urbano. Su propósito era claro: impedir la liberación de presos en caso de futuras revueltas, como había ocurrido durante el motín.

Así, bajo la superficie de las reformas ilustradas, comenzaba a asentarse una arquitectura del miedo: una estructura legal, institucional y policial destinada a mantener bajo control a los sectores más vulnerables y a disuadir cualquier intento de cuestionar el orden establecido.

El motín había dejado al descubierto las grietas del régimen, y la respuesta fue reforzar sus muros.

De la crisis al control: cómo Carlos III reforzó su poder tras el motín_

Paradójicamente, y pese a la humillación inicial, el Motín de Esquilache terminó ofreciendo a Carlos III una inesperada oportunidad para reforzar su posición como monarca absoluto. Lo que a primera vista fue una cesión ante las exigencias del pueblo, supuso en realidad el comienzo de una reconfiguración del poder que terminaría por afianzar su autoridad.

Por un lado, las clases populares se dieron por satisfechas con el cumplimiento de sus demandas: Esquilache fue desterrado, los precios moderados, las capas y sombreros rehabilitados, y los odiados guardias valones retirados de las calles. Para muchos, el rey había rectificado y escuchado al pueblo, distanciándose del impopular ministro italiano al que consideraban responsable de sus males. Carlos III supo encarnar la imagen de un soberano justo, capaz de corregir sus errores, sin comprometer su autoridad formal.

Pero más allá del gesto conciliador, el motín le ofreció la coartada perfecta para profundizar en su proyecto político. La revuelta confirmó que el sistema tradicional presentaba resistencias internas que debían ser limadas. Así, con la excusa de prevenir nuevos levantamientos, el rey pudo debilitar a los grandes poderes que todavía se interponían entre él y su ideal de Estado moderno: la nobleza y, sobre todo, la Iglesia.

Pocos años después del motín, en 1767, la Compañía de Jesús fue expulsada de todos los territorios de la Monarquía Hispánica, en una de las decisiones más contundentes del reinado. La orden, poderosa y con gran influencia en la educación, la predicación y la política, había sido una de las oposiciones más firmes al reformismo ilustrado. Su expulsión fue una clara demostración de que Carlos III no solo había recuperado el control, sino que lo había fortalecido.

Así, tras la conmoción inicial, el motín se convirtió en un punto de inflexión: no en el debilitamiento de la monarquía, como se temió en un primer momento, sino en su consolidación dentro del modelo del despotismo ilustrado.

Adiós a los jesuitas: la gran purga eclesiástica tras la revuelta_

Uno de los efectos más trascendentales del Motín de Esquilache no se sintió en las calles, sino en los pasillos del poder y en los altares de la Iglesia. La Compañía de Jesús, una de las órdenes más influyentes y poderosas del mundo católico, fue convertida en el chivo expiatorio del levantamiento, culpabilizada tanto por la Corona como por sectores ilustrados del malestar popular.

Aunque no existían pruebas concluyentes de su participación directa en el motín, los jesuitas fueron acusados de instigar la revuelta mediante su predicación y su influencia sobre las masas. Esta acusación, cuidadosamente alimentada desde el entorno del nuevo gobierno, sirvió de justificación para una operación política de gran envergadura: su completa expulsión de los territorios de la Monarquía Hispánica.

La medida fue fulminante. En 1767, apenas un año después del motín, la Compañía de Jesús fue suprimida en toda España y en las Indias, siguiendo la estela de otras monarquías europeas que ya habían comenzado a recortar su poder. Sus propiedades fueron expropiadas, sus colegios, universidades y seminarios confiscados, y miles de jesuitas fueron forzados al exilio.

Cerca de 5.200 miembros de la orden fueron enviados a Roma, en un destierro masivo que transformó el mapa educativo, intelectual y religioso de los reinos hispánicos. Con esta medida, Carlos III asestaba un golpe decisivo al poder de la Iglesia, demostrando que la Corona no solo había recuperado su autoridad tras el motín, sino que ahora actuaba sin vacilaciones para reconfigurar el equilibrio de fuerzas en el seno del Estado.

La expulsión de los jesuitas fue mucho más que una purga religiosa: fue una afirmación de soberanía, un paso fundamental en la construcción de un Estado moderno, centralizado y secularizado, donde el poder espiritual debía someterse, por fin, al poder temporal del rey.

Victoria popular con sabor a derrota: las consecuencias para el pueblo_

Desde una perspectiva simbólica, el Motín de Esquilache representó una victoria moral sin precedentes para las clases populares. Que una revuelta iniciada por el pueblo llano en las calles de Madrid lograse extenderse a buena parte del país y forzara a uno de los monarcas más poderosos del siglo XVIII a abandonar la capital, destituir a su ministro favorito y aceptar una lista de exigencias sin recurrir al uso de la fuerza, fue una muestra palpable del poder de la movilización colectiva.

Por unos días, el pueblo había tomado las riendas de su destino. Demostró que la autoridad no es invulnerable, y que incluso una monarquía absoluta debía escuchar cuando las voces de la multitud se alzaban al unísono. El mensaje quedó grabado en la memoria popular: el pueblo, unido, puede hacer temblar a los poderosos.

Sin embargo, más allá del triunfo simbólico, las consecuencias reales para las clases populares fueron ambivalentes. A corto plazo, las condiciones materiales de vida no mejoraron de forma sustancial. Las reformas impopulares fueron canceladas o suavizadas, sí, pero con ello también se paralizaron muchas de las transformaciones estructurales que pretendían modernizar el país. El miedo a un nuevo estallido llevó a una ralentización de las reformas ilustradas, cuyo impulso quedó herido de muerte.

Ese frenazo supuso una oportunidad perdida. El motín marcó un punto de inflexión que desvió a España del camino hacia una transformación profunda. El país quedó anclado en el Antiguo Régimen, mientras otras potencias europeas aceleraban su desarrollo económico, social e institucional bajo el impulso del capitalismo emergente.

A la larga, el precio de aquella victoria popular fue alto: si bien se logró detener el abuso inmediato, también se retrasó el avance hacia un sistema más moderno y justo. El pueblo, sin saberlo, había defendido sus costumbres… a costa de su porvenir.

El chambergo, del verdugo: cómo se impuso la moda ilustrada sin violencia_

Una de las demandas más simbólicas del Motín de Esquilache fue, sin duda, la recuperación del uso de la capa larga y el chambergo, elementos profundamente arraigados en la vestimenta tradicional del pueblo llano. Tras el levantamiento, ambas prendas fueron restablecidas oficialmente como parte del atuendo “nacional”, y su uso se mantuvo como una expresión de identidad popular y resistencia cultural frente a las imposiciones extranjeras.

Sin embargo, el triunfo de la tradición duró poco. Con una astucia política propia de los más finos estrategas ilustrados, el conde de Aranda —nuevo hombre fuerte del gobierno tras la caída de Esquilache— logró erradicar aquellas prendas sin necesidad de decretos ni prohibiciones. Su táctica fue tan sutil como eficaz: designó capas largas y chambergos como parte del uniforme oficial de los verdugos del Reino.

El efecto fue inmediato. En menos de un año, nadie quería vestir como los ejecutores públicos. La asociación simbólica con el castigo y la muerte hizo que incluso los más orgullosos defensores de la indumentaria tradicional renunciaran por propia iniciativa a su uso, adoptando en su lugar la capa corta y el sombrero de tres picos, emblemas del nuevo orden y de la moda ilustrada que ahora sí triunfaba, no por imposición, sino por una hábil manipulación del imaginario colectivo.

Fue una lección de política sin estridencias, una muestra de que, en ocasiones, la mano izquierda puede ser mucho más efectiva que la fuerza bruta. Y acaso también una amarga confirmación del viejo y cínico comentario que Carlos III solía repetir en privado sobre sus súbditos españoles:
“Son como niños: lloran cuando se les lava y se les peina.”


Don Leopoldo de Gregorio, marqués de Squilacce (Mesina, 1699-Venecia, 1785)

Don Leopoldo de Gregorio, marqués de Squilacce (Mesina, 1699-Venecia, 1785)

Ya falleció de repente
el gran monstruo Esquilache,
y aunque el entierro se le hace,
no está de cuerpo presente.
Mucho llora su gente,
Parayuelo​ e Ibarrola,
Santa Gadea y Gazola,
no siendo cosa inhumana
que quien mandó a la italiana
sea servido a la española
— Pasquin escrito por el pueblo madrileño


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