Santa paciencia…

Cuadro de El milagro del pozo de Alonso Cano. Historia de Madrid


Alonso Cano. El milagro del pozo, 1638. (Detalle) ©Museo Nacional del Prado

San Isidro Labrador: cómo ser santo y no morir en el intento


PRÓLOGO – CONFESIONES DE UN SANTO AGOTADO_

Queridos lectores —o feligreses, o curiosos, o simples víctimas del algoritmo que os ha traído hasta aquí—.

Me presento, soy San Isidro Labrador, patrón de Madrid, protector de los campos, de los agricultores, de los que riegan y... aparentemente también de los que no saben regar y esperan que yo les solucione la cosecha con intervención divina.

Permitidme una confesión. Estoy cansado.

Y no hablo de un “qué lunes tan largo”. Hablo de ochocientos cincuenta y tres años sin parar. Sin vacaciones. Sin baja celestial. Sin un mísero “ya puedes descomponerte tranquilo, Isidro”.

Nada. Aquí estoy: incorrupto, disponible y milagroso. Siempre. Como si fuera una nevera de santidad sin botón de apagado.

Porque claro, cuando uno se muere, espera… no sé… descansar, ¿no? Estirarse un poco, soltar el arado, dejar de multiplicar gachas. Pues no. Si tienes la mala suerte de que te canonizan, lo tuyo ya no es morirse. Es pasar de jornada completa en la tierra a eternidad intensiva en el cielo. Y con extras no remunerados.

No es que no agradezca el cariño. A ver, que te recen es bonito. Que te dediquen una plaza, una calle, incluso un museo, también tiene su punto. Pero cuando te conviertes en el símbolo espiritual de una ciudad entera, el asunto se desmadra. Si cae una tormenta, es cosa mía. Si hay sequía, también. Y si florecen los almendros antes de tiempo: “¡Milagro de San Isidro!”

Perdón, pero ¿puede ser simplemente la primavera?

A veces me pregunto qué habría pasado si en lugar de rezar mientras araba, me hubiera dedicado a algo más discreto. A ser zapatero, por ejemplo. O pastor de cabras. Pero claro, rezaba yo mis oraciones mientras trabajaba, y ya se armó la leyenda. La gente empezó a decir que veía a los ángeles arando por mí. ¡Pues claro, estaban ayudando! ¿O pensáis que un campo de cebada se cultiva solo?

Y de ahí, todo en picado: el pozo, el hijo que se cae, el agua que sube, el buey que no se cansa, el pan que se multiplica, la tierra que se abre, la lluvia que obedece… Yo, entre nosotros, hay milagros que ni recuerdo haber hecho. Pero como ya estaba muerto, nadie me preguntó.

Y para colmo, lo de la incorruptibilidad.

A ver, vamos a hablar claro. A ti te entierran con toda la dignidad del siglo XII, tú esperas tu descomposición normal, tranquila, natural… y resulta que el cuerpo dice: “Yo me quedo así, tal cual”. Y ya está, santo de exposición. Reliquia de carne en tiempo real. En vitrina. Visitado. Fotografiado. A veces hasta me ponen luces, como si fuera la atracción principal del circo.

¿Y sabéis qué es lo peor? Que nadie me pidió permiso. Ni para hacerme santo, ni para sacarme cada año en procesión, ni para abrir mi casa al público como museo. En vida, era un humilde labrador. En muerte, soy patrimonio cultural con horario de visitas.

Pero en fin. Aquí estamos. Ya que he empezado a contarlo, seguiré. Total, el descanso eterno ya lo doy por perdido. Si al menos con estas confesiones alguien se ahorra la canonización, algo habremos ganado.

Así que os contaré mi historia. Con sus milagros, sus exageraciones, sus procesiones forzadas… y alguna que otra anécdota que nunca llegó a los altares.

Porque ser santo no era mi plan. Yo solo quería regar tranquilo.

1. SANTIDAD ACCIDENTAL – Yo solo quería arar_

Lo juro por el cielo: nunca fue mi intención ser santo.

Yo no iba por ahí haciendo milagros a lo loco, ni tenía vocación de iluminado. De pequeño no me caí en un pilón bendito, ni veía vírgenes en los olivos, ni hablaba con palomas. Lo mío era más terrenal: sembrar, regar, cosechar y volver a empezar.

¿Que rezaba mientras araba? Sí. ¿Y qué? También hay quien canta en la ducha. Y no por eso le canonizan. Pero en mi caso, parece que combinar el rezo con el azadón fue demasiado para la imaginación popular.

Un día estoy en el campo, currando como de costumbre, y al parecer alguien ve “unos ángeles” que me ayudan a arar. Que digo yo: ¿tan raro es que uno tenga ayudantes? Pero no. Resulta que si los ayudantes no tienen barro, no sudan y flotan un poco, ya te colocan la etiqueta de “prodigioso”. Ni se molestaron en preguntarme si los conocía. Yo ahí, en medio del surco, y la gente señalando: “¡Milagro! ¡Milagro!”

Y claro, una vez te cuelgan ese cartel, no hay vuelta atrás.

El resto de mi vida fue como ese momento incómodo en el que haces algo gracioso y te dicen: “¡Tienes que hacerlo siempre!”. Como cuando cuentas un chiste bueno sin querer y te obligan a convertirte en el payaso oficial de todas las cenas familiares.

Pues eso, pero con el peso de la cristiandad entera encima.

Lo peor es que los milagros empezaron a multiplicarse sin que yo hiciera nada. O eso decían. Que si el campo florece más de la cuenta: San Isidro. Que si el grano se guarda solo: San Isidro. Que si los bueyes trabajan en piloto automático: San Isidro.

¡Oiga, que yo solo me agaché a atarme la sandalia, no invoqué al ejército celestial!

Y ya no se trataba de ayudar, sino de no decepcionar. Porque claro, una vez te cogen la fama de santo, no puedes permitirte un mal día. Imagina la presión. Sales a labrar y la gente espera que el trigo te aplauda al pasar. Que las nubes lluevan con compás. Que los pájaros se posen en tu hombro y te canten salmos. Y tú ahí, con dolor de riñones y la camisa empapada, deseando solo un cataplasma, no una canonización.

Lo curioso es que yo no decía nada. No me defendía. No corregía a nadie. ¿Para qué? Cuando una historia encaja bien, nadie quiere escuchar la versión aburrida.

Es como si dijeras: “No, mire, ese milagro no fue mío. Yo ese día tenía fiebre y solo me cayó agua de la regadera.” Y te responden: “¡Aaaah, bendita fiebre sanadora!”

Y vuelta a empezar.

Al final, uno acaba aceptándolo. Vas viendo cómo te conviertes en una figura. En leyenda. En estampita. Empiezan a hablar de ti en los corrillos, a colgarte medallitas y a poner tu nombre a colegios.

Y tú solo piensas: “¿Y si en vez de rezar, me hubiera silbado una coplilla? ¿Me habrían canonizado igual?”

En fin.

Todo esto para deciros que la santidad, al menos en mi caso, no fue vocación. Fue accidente. Fue rumor. Fue la bola de nieve que rueda sola.

Y cuando quise darme cuenta, ya no era Isidro el labrador…

Era San Isidro, patrón, milagroso, incorrupto y disponible 24/7, porque amigos… el sindicato de santos no existe.

2. LA MALDICIÓN DE LA INCORRUPTIBILIDAD – O cómo acabé siendo un expositor eterno_

A ver, esto lo tengo que decir aunque suene feo: estar muerto y no pudrirse no es tan fantástico como parece.

Porque sí, claro, desde fuera suena muy místico: “el santo cuyo cuerpo permanece incorrupto siglos después de morir”. Ooooh. Aplausos. Reverencias. Gente llorando ante la urna. Todo muy bonito.

Pero nadie te pregunta si tú querías eso.

Yo, sinceramente, esperaba lo de siempre: un entierro decente, una descomposición progresiva, y luego, al ritmo habitual, pasar a ser polvo, ceniza, nutriente vegetal... una cosa digna, modesta, muy de mi estilo. Pero no.

Mi cuerpo decidió conservarse. Porque claro, cuando más necesitas desaparecer discretamente, ahí es cuando tu piel dice: “¡No pienso arrugarme!”

¿Y sabéis qué pasa cuando llevas ocho siglos incorrupto?

Que te conviertes en el mueble más visitado de Madrid.

Y no uno discreto, no. Yo estoy expuesto. Literalmente. Como si fuera una figurita de belén deluxe. En urna, con iluminación, ventilación controlada, y carteles explicativos. “Aquí yace San Isidro, incorrupto desde el siglo XII”.

¿Y yo qué puedo hacer? Nada. Sonreír. Bueno, lo que se pueda con esta cara que no se mueve desde 1172.

Además, está el turismo religioso.

Antes venían devotos. Ahora vienen excursiones escolares, rutas temáticas, incluso turistas despistados que entran creyendo que el museo es un bar con nombre original.

Se acercan, se hacen la foto con la urna, y se van diciendo:

—“Oye, pues parece de cera.”

¡Claro que parezco de cera, alma de cántaro! Llevo siglos sin moverme. Me faltan solo la audioguía del Museo de Cera y un cartelito de ‘No tocar’.

Y ni hablar de los días especiales, cuando me sacan en procesión. Porque sí, yo ya tengo una agenda. El 15 de mayo es como mi cumpleaños forzado, pero sin tarta ni opción de esconderme. Me sacan, me enseñan, me pasean, me cantan.

Una vez, hasta alguien me puso un clavel en la urna.

Yo pensé: “¿Y si en lugar de flores, me traéis una manta?” Que en mayo refresca, oye.

Lo más irónico es que esta “milagrosa incorruptibilidad” se ha convertido en argumento de fe para algunos.

—“Mira qué bien conservado está: eso solo puede ser divino.”

Y yo en mi cabeza gritando:

“¡No es divino, es humillante! ¡Estoy embalsamado por accidente!”

Y no, por si os lo preguntáis, no puedo descomponerme a voluntad. Ya lo intenté. Me concentré mucho. Me recé a mí mismo, incluso. Nada. Sigo como nuevo, pero sin ventajas. Ni siquiera me renuevan la túnica.

Y ahora, con la moda de “experiencias inmersivas”, ya estoy viendo venir la próxima idea: “Escape room en el Museo de San Isidro”. ¡Que alguien les pare, por favor!

En resumen:

La incorruptibilidad no es un don. Es un castigo con envoltorio sagrado.

Una cadena perpetua en cuerpo presente.

Así que la próxima vez que oigáis: “San Isidro, el santo que no se descompone”,

recordad que detrás de esa urna hay alguien que daría lo que fuera por ser polvo, pero sigue ahí… en cuerpo y en cartel.

3. MILAGROS EN SERIE – ¿Hay alguien que no tenga uno mío?_

No quiero parecer arrogante, de verdad. Pero… ¿cuántos milagros hacen falta para que te dejen tranquilo?

Porque vamos a ver: 438 milagros. Cuatrocientos. Treinta y ocho.

Eso no es santidad. Eso es explotación espiritual. Un Récord Guinness.

Y lo más fuerte es que yo no los hice todos. Lo digo sin vergüenza: muchos de esos milagros se me han colado como quien se mete en la lista de invitados de una boda sin conocer a los novios. “¿El agua brotó en un sitio seco? San Isidro. ¿El pan alcanzó para todos? San Isidro. ¿Se curó una señora de un dolor de ciática? ¡Milagro del Isidro!”

A veces me llegan cosas que ni entiendo. Como esa historia del tipo al que le floreció el huerto en pleno enero “por intercesión del Santo”. ¿Pero tú sabes lo que cuesta que una tomatera aguante el hielo? Ni con compost celeste.

He llegado a pensar que tengo milagros por encargo, como si fuera un Uber de lo sobrenatural. Tú pides y ahí voy yo, invisible, a hacer brotar agua en Villaconejos o a espantar nubes en Coslada.

Lo más gracioso es que, en vida, nunca me planteé que esto pasara. Yo era discreto. Araba, rezaba, trabajaba, y si algo salía bien, daba gracias y punto.

Pero luego alguien vio a unos ángeles moviendo el arado —a saber si eran ángeles o los sobrinos del patrón echando una mano— y ¡bam!: empieza el mito. Y con él, la colección de prodigios. ¡Una saga! San Isidro, temporada I: El arado milagroso. Temporada II: El pozo salvador. Temporada III: El regreso del grano multiplicado.

Hay uno especialmente famoso: el milagro del pozo. Que sí, muy bonito: mi hijo, Illán, se cae y yo, con toda la fe del mundo, rezo, y el agua sube para devolverme al crío. Pero os confieso algo: en ese momento, no pensaba en el milagro. Pensaba en la bronca que me iba a caer por dejar al niño solo. Lo que pasó fue un acto de desesperación, no de santidad premeditada. Pero claro, lo cuentas bien, lo decoras con incienso y canto gregoriano, y ya tienes otro “prodigio” para añadir a la lista.

Y la lista, amigos, no deja de crecer. Estoy convencido de que hay milagros que me han atribuido por error clerical. Uno sobre “una mula que resucita al tocar mi imagen”. Otro sobre “una nube que me sigue allá donde me sacan”. Otro más: “San Isidro logra que el cocido no se pegue al fondo de la olla”.

¡Por favor! Que ni sabía cocinar.

El problema es que una vez que eres el patrón de los agricultores, todo lo que sale bien en un huerto es tu culpa divina. ¿Que llueve después de meses de sequía? Gracias, San Isidro. ¿Que no llueve? “Algo hemos hecho para enfadar a San Isidro”.

Oye, que yo no llevo el control del clima. Hablad con el de arriba. Yo solo regaba con cubo.

Y ya no hablemos de los milagros modernos. Sí, porque ahora también me atribuyen cosas actuales. Que si “se salvó una lavadora de estropearse gracias a una estampita de San Isidro pegada al tambor”.

Ahora me rezan hasta para que funcione el WiFi. Que alguien les diga que eso es cosa del demonio, no mía.

No sé si reír o llorar.

Total, que los milagros, esos actos prodigiosos que deberían ser extraordinarios, se han convertido en moneda común con mi cara grabada. Y cada vez que alguien grita “¡Milagro de San Isidro!”, yo desde arriba digo:

“¿Seguro? ¿No será que te salió bien por una vez en la vida?”

En fin.

Os juro que si pudiera, delegaría. Montaría una oficina de gestión de milagros. Subdelegación por barrios. Turnos rotativos. Algo.

Porque yo solo quería arar.

Y mírame ahora: con más obras atribuidas que Lope de Vega.

4. MATRIMONIO CELESTIAL (Y COMPETITIVO) – Santidad en pareja, milagros por separado_

Os voy a decir la verdad: tener una esposa santa suena muy bonito… hasta que la tienes.

Sí, sí. Todos me dicen: “¡Qué suerte, San Isidro! Santa María de la Cabeza, mujer de fe, modelo de virtud, un ejemplo de esposa entregada.”

Y yo siempre asiento con una sonrisa, claro. ¿Qué voy a decir desde el cielo?

Pero si os soy sincero —y a estas alturas, ya no tengo nada que perder—, aquello era una competición encubierta.

Porque sí, nos queríamos, nos respetábamos, rezábamos juntos…

Pero había días en los que la santidad se nos subía al altar.

Por ejemplo:

Yo multiplico el pan para los pobres. Ella lo hace sin gluten.

Yo hago brotar agua en medio del secano. Ella cruza el río Jarama flotando sobre su mantilla.

¿Vosotros sabéis lo que eso supone para un hombre del campo? ¡Yo rezando por un chaparrón, y ella desafiando las leyes de la física con un complemento de ropa!

Y encima sin mojarse los pies.

Yo aún me acuerdo de aquel día. Todo el mundo murmurando que si ella era infiel, que si no era tan santa como decían. Calumnias, claro. Y entonces va y se planta frente al Jarama, se pone seria, sujeta bien la mantilla… y lo cruza como quien atraviesa un pasillo encerado.

Los que la acusaban, con la boca abierta.

Y yo, al otro lado del río, mojado hasta los calzones, sujetando un burro resbaladizo, pensando:

“Pues nada, Isidro, otro milagro que no es tuyo.”

Pero bueno, lo mío era más discreto. Más de tierra. Más de buey. Ella, en cambio, era agua, era movimiento, era... dramatismo celestial.

Cuando murió, decidieron conservarle solo la cabeza. Sí, literal. El cuerpo por un lado, la cabeza por otro. No me preguntéis por qué. Quizá para facilitar el transporte de reliquias. El caso es que esa cabeza empezó a hacer milagros también.

Milagros post-mortem, decían.

Y yo solo pensaba:

“Perfecto. Ahora ni muerta me da tregua.”

Y no, no había celos. Había… vamos a llamarlo rivalidad espiritual sana.

Ella curaba dolores de cabeza. Yo curaba campos enteros. Ella caminaba sobre el agua. Yo alimentaba pueblos. Pero claro, ella lo hacía con estilo. Con sus pañuelos, su mirada mística, su silueta de icono medieval.

Yo, con barro hasta las orejas.

No ayudaba que los devotos empezaran a compararnos. Que si “ella era más milagrosa”, que si “él era más humilde”.

Un día oí a un cura decir:

—“Santa María de la Cabeza es la Virgen de las esposas fieles.”

Y yo desde el cielo dije:

“¡Y San Isidro es el patrón de los maridos que aguantan comparaciones imposibles!”

Eso sí, fuera de bromas, la quería mucho.

Tuvimos un solo hijo, Illán —del que ya os hablaré, que da para otra tragedia celestial—, y compartimos muchas más oraciones que discusiones. Ella era fuerte, justa, leal. Incluso cuando la calumniaban, no respondía con ira.

Respondía con milagros.

Y eso, amigos míos, te desarma.

¿Qué haces tú cuando discutes con alguien que puede hacer levitar sobre un río y quedar bien?

Nada.

Callas.

Y te vas a arar el campo, como buen santo, y con suerte, sin mojarte demasiado los pies.

5. EL HIJO INCLASIFICABLE – San Illán y la eterna espera

¿Os acordáis de mi hijo? No, claro que no.

Porque se llama Illán, y nadie le hace ni caso.

Y eso que era buen muchacho, eh. Honrado, trabajador, con vocación piadosa… pero claro, nacer en una casa donde tu padre multiplica cosechas y tu madre flota sobre ríos, pues… ¿cómo lo digo sin sonar cruel? Es como intentar destacar siendo el hijo de Beyoncé y Einstein.

Por mucho que te esfuerces, siempre parecerás “el del medio”.

Illán fue lo que ahora llamaríamos un santo en prácticas.

Tenía fe, tenía talento, y hasta tenía milagros. Pero… no tenía padrino. Bueno, sí: yo. Pero por lo visto, no era suficiente.

Él hacía lo suyo: que si salvaba un cordero en peligro, que si hacía brotar un manantial en verano, que si curaba un buey constipado… Y la gente decía:

—“Ay, qué majo el hijo de San Isidro.”

Nunca:

—“¡Santo Illán, rogad por nosotros!”

Ese “San” delante del nombre, nunca llegó.

Y no es por falta de méritos. Se le atribuyen milagros relacionados con el agua, los campos, los animales… Vamos, el mismo catálogo que yo, versión juvenil.

Pero claro, uno es San Isidro, patrón de Madrid, incorrupto, con estatua, calle, plaza, fiesta y merchandising…

Y el otro es… bueno, Illán.

Sin canonizar. Sin beato. Sin ni siquiera una peana donde caerse muerto.

A veces pienso que lo suyo fue un caso de exceso de expectativas.

Nació con la carga de ser “el heredero de la santidad”, y ya sabéis cómo son esas cosas. Todo el mundo esperando que haga algo grandioso, algo inolvidable.

Y él, claro, se esforzaba.

Pero la sombra de dos santos en casa no deja crecer ni los milagros.

Incluso cuando se cayó al pozo —sí, ese milagro, el famoso—, él era el niño que se ahoga, no el protagonista. El foco fue para mí, que recé y subió el agua.

Y él, mojado, tiritando, viendo cómo su única experiencia con lo sobrenatural lo colocaba otra vez en papel secundario.

He intentado mover hilos desde el cielo. Que si una petición popular, que si una campaña discreta. Pero nada.

Un día oí que en cierta parroquia iban a colocar una imagen suya. Pensé: “¡Por fin!”.

Era un pesebre viviente.

Le tocó hacer de buey.

Y no sabéis cómo me duele.

Porque yo ya tengo mi sitio. Estoy canonizado, incorrupto y hasta museizado. Pero él… él sigue esperando.

No una estatua. No una romería. Solo un poco de reconocimiento.

Así que os lo digo desde aquí:

No esperéis a que lo canonice el Papa. Canonizadlo vosotros.

En casa. En el campo. Cuando reguéis las plantas, o salvéis a un animalillo perdido, pensad en Illán.

No fue santo oficial… pero fue un buen hijo.

Y creedme, eso también es un milagro.

6. PROCESIONES, MUSEOS Y Marketing POST-MORTEM – El show debe continuar (aunque estés muerto)

¿Y sabéis qué es lo más surrealista de todo esto?

Que mi vida empezó en el campo y acabó en una vitrina.

Así, sin transición. De labrar la tierra a ser parte del mobiliario cultural madrileño.

Porque sí, por si no lo sabíais, mi antigua casa ahora es un museo.

Mi. Casa.

El sitio donde dormía, comía y probablemente me quitaba piedras de las sandalias… ahora tiene cartelitos explicativos, visitas guiadas y horarios de apertura.

—“Aquí vivió San Isidro.”

—“Aquí rezaba.”

—“Aquí dormía.”

Y yo, desde el cielo, pensando:

“Y aquí también me rascaba la barriga, pero eso no lo ponéis, ¿verdad?”

Todo está impecable, eso sí. Un patio renacentista precioso, una urna donde te esperas que salga un holograma mío recitando salmos, y unas estatuas que, sinceramente, no me hacen justicia. Yo era más delgado.

Y encima están ahí, quietas, observando eternamente. Ni incorruptas ni nada, de piedra total.

A veces pienso que lo mejor que me podría pasar es convertirme en estatua.

Al menos no me moverían.

Porque claro, está el otro tema: las procesiones.

Ay, las benditas (nunca mejor dicho) procesiones.

Cada año, sin falta, el mismo ritual: me sacan de paseo por Madrid como si fuera la carroza de una superestrella medieval.

Estoy en más calles de Madrid que un repartidor de Glovo.

Yo, en mi urna de cristal, adornado con flores, seguido por autoridades, coros, vecinos, cámaras, drones...

¡Una cobertura que ni los Goya!

Y no es que no me guste el ambiente. Es bonito ver que la gente te quiere.

Pero… ¿podemos hablar de la cantidad de veces que me han movido de un sitio a otro?

Que si de la iglesia de San Andrés al museo. Que si al altar. Que si a la catedral. Que si otra vez al museo porque el párroco dice que hay mejor iluminación.

¡Por favor! A este paso me van a subir como atracción a la línea 3 del Metro.

Y luego están las romerías. Qué invento.

Dicen que son en mi honor, pero yo sospecho que la mitad del público solo va por las rosquillas y el vermú.

Y me parece perfecto, ojo. Pero no me digáis que lo hacen “por devoción profunda”, mientras me llevan a cuestas al ritmo de chotis y con un señor vestido de chulapo bailando delante de la urna.

Lo más duro, sin embargo, es la omnipresencia.

Estoy en calles, plazas, colegios, panaderías, bares, gasolineras.

“San Isidro Autos.”

“Peluquería Isidro’s.”

“Bar El Labrador Milagroso.”

Mi nombre se ha convertido en franquicia. Me tienen más visto que el Oso y el Madroño.

Y ojo, que ahora con el auge del turismo experiencial, me temo lo peor:

—“Nueva actividad en el museo: Siembra como San Isidro™.”

Te ponen una azada, te sacan una foto con un gorro de paja, y te venden la imagen por 9,99€.

Lo próximo: un escape room donde tienes que salir de la urna en menos de diez minutos.

O una camiseta que diga: “Sigo incorrupto, pero ya sin ganas.”

Así que nada, ya veis cómo es mi descanso eterno: un non-stop de exposiciones, festividades, visitas, selfies, flores, cánticos, merchandising y bailes.

Y sí, claro que me halaga. Pero a veces, solo a veces, echo de menos mi campo.

El de verdad.

Ese donde el milagro más grande era que la tierra diera fruto sin tanto espectáculo.

8. EPÍLOGO – Reflexión con milagro agridulce

Y bueno… ya os lo he contado todo.

Mi vida. Mis milagros. Mis procesiones.

Mi esposa flotante, mi hijo sin canonizar, mi cuerpo sin una sola arruga y mi casa convertida en punto de interés turístico entre la churrería y el templo de Debod.

Ya solo me queda deciros una cosa:

No os hagáis santos. En serio. Haced yoga. Repartid buen karma. Pero no os hagáis santos.

Porque sí, ser santo tiene su parte bonita: la gente te reza, te recuerda, te canta.

Pero lo que nadie te dice es que también te exhiben, te mueven, te atribuyen cosas que no has hecho y, lo peor de todo… te eternizan.

Y no eternizar en plan romántico, no. Eternizar en plan “te conservamos en formol emocional y te sacamos a pasear cuando nos viene bien.”

Y claro, uno es agradecido. Porque esto que tengo no se consigue todos los días. ¿Cuántos pueden decir que son patrón de una capital europea y que aún no han perdido ni un dedo del pie?

Pero también hay días —muchos— en los que me asomo desde el cielo, miro Madrid, con sus romerías, sus claveles, sus dulces, sus estatuas mías en versión low cost… y pienso:

“Qué bien me vendría ahora una simple tarde en el campo, con un trozo de pan, una siesta a la sombra y cero milagros que hacer.”

Porque al final, si os soy sincero, el mayor milagro que logré no fue subir el agua del pozo, ni hacer que los ángeles me arasen el campo, ni multiplicar la comida.

El milagro, el de verdad, fue haber sido un hombre sencillo, que amó su tierra, su trabajo y a su familia. Que creyó en algo más grande sin necesidad de aplausos.

Y que, sin proponérselo, acabó formando parte del alma de una ciudad.

Una ciudad que, con todo su ruido, sus fiestas, sus exageraciones y su cariño incondicional… me sigue queriendo. Y eso, por muy incorrupto que estés, te toca por dentro.

Así que gracias.

Gracias por venir a verme. Por traerme flores. Por hacerme parte de vuestra vida. Aunque a veces me tengáis más agitado que un globo de feria.

Y si algún día pasáis por el museo, no hace falta que me recéis.

Mejor dejadme una rosquilla.

Una de las listas.

Que no pecar con el dulce… eso sí sería un milagro... y, mira, ni yo llego a tanto.


Ilustración de San Isidro Labrador. Historia de Madrid

San Isidro Labrador San Isidro Labrador (Madrid, c. 1082-ibídem, 30 de noviembre de 1172)

No sé quién inventó eso de ‘descanso eterno’, pero claramente no era santo
— San Isidro... quizá


¿Cómo puedo encontrar el arca con los restos de san isidro labrador en madrid?