El rey de la mesa
cocido madrileño: tres vuelcos de historia
Hay olores que no se olvidan. No porque sean exóticos o raros, sino porque están hechos de algo más que moléculas: están hechos de memoria, de infancia, de hogar. Uno de esos aromas sagrados, de los que abren el apetito del estómago y del alma, es el del cocido madrileño. Ese olor inconfundible a caldo, a legumbre tierna, a hueso con tuétano, a repollo rebelde y a guiso que lleva horas murmurando al fuego. Ese olor que, si eres madrileño o llevas Madrid en el corazón, te ha abrazado más de una vez en un día frío. Y si no… ya estás tardando.
Porque el cocido madrileño no se come: se espera, se comparte, se escucha burbujear y se saborea como quien asiste a un ritual familiar. No hay prisa con él. El cocido no tiene nada de fast food: es slow life en versión castiza. Es invierno en plato hondo. Es lo que suena en la cocina mientras el brasero calienta los pies y alguien en el salón comenta “esto ya va oliendo que alimenta”.
En Madrid, el cocido es más que una receta. Es una excusa para juntarse, para cucharear sin remordimientos y para repetir sin vergüenza. Es el guiso de las abuelas, el plato de los jueves, el menú de las casas de comidas con servilleta de tela y vino peleón. Es un monumento nacional servido en tres vuelcos. Y aunque hay cocidos en toda España —con sus propias glorias y singularidades— ninguno ha sabido identificarse tanto con su ciudad como el madrileño. Será por su mezcla de ingredientes. Será por su origen mestizo. Será porque, como Madrid, nació humilde, creció entre culturas y acabó llegando hasta la mesa del rey.
Este no es un plato moderno, pero sigue emocionando. Tiene siglos de historia, pero nunca pasa de moda. Y aunque cada familia tiene su librillo, su toque, su truco infalible, todos respetan una liturgia básica: primero la sopa, luego los garbanzos y por último las viandas. Porque así manda el canon y así se honra a los que nos lo enseñaron.
En las próximas líneas, vamos a sumergirnos en el origen y evolución del cocido madrileño. Hablaremos de judíos sefardíes, de ollas podridas, de reinas hambrientas, de pucheros de barro y de restaurantes centenarios. Pero, sobre todo, vamos a recordar por qué este guiso ha llegado hasta nuestros días sin perder una pizca de su sabor ni de su alma.
Así que si ya estás sintiendo hambre —de historia o de cocido—, no te preocupes. Estás en el sitio adecuado. Ponte cómodo, prepara una buena barra de pan… y acompáñanos en este viaje a fuego lento por los tres vuelcos de la historia de Madrid.
i. LOS PRIMEROS PUCHEROS: ORÍGENES ANTIGUOS DEL COCIDO_
Mucho antes de que el cocido madrileño empezara a servirse en pucheros de barro, mucho antes de que se hablara de vuelcos, de chorizos, de garbanzos tiernos y de repollo rehogado, hubo una chispa. Literalmente. El primer ingrediente de esta historia no fue una legumbre, sino el fuego… y con él, el milagro de cocer.
Cuentan los antropólogos que uno de los grandes saltos evolutivos de la humanidad fue precisamente este: el de cocer los alimentos en vasijas de barro. Antes de eso, los humanos asaban carne directamente sobre las brasas, como buenos salvajes con hambre, pero el agua caliente permitió algo extraordinario: ablandar lo duro, hacer digerible lo tosco y extraer el alma de los huesos. Así nacieron los primeros caldos, guisos, sopas y cocimientos. Y con ellos, el principio del cocido.
¿Dónde y cuándo ocurrió esto? Difícil decirlo. Hay vestigios de cocción de carne y legumbres en vasijas desde hace miles de años en Mesopotamia, Egipto, China o la Península Ibérica. Pero si afinamos la búsqueda hacia los ingredientes del cocido madrileño, hay uno que marca el camino como estrella absoluta: el garbanzo.
Esta pequeña legumbre, despreciada por los romanos (que no sabían lo que se perdían) y amada por los pueblos del sur, llegó a la península de la mano de los cartagineses. Sí, esos mismos que cruzaron los Alpes con elefantes y que también sabían lo suyo de buena comida. Desde entonces, el garbanzo se aclimató a las tierras hispánicas como si siempre hubiera estado aquí. Fuentes romanas como Apicio mencionan el uso de los “cicer” (de ahí viene Cicerón, que literalmente significa “el del garbanzo”) en recetas con comino, sal, aceite y vino.
Los griegos también lo conocían como erebinthos y entre los espartanos ya se hablaba de caldos perpetuos en los que la carne y la sangre se cocían sin parar. En otras palabras, el puchero, como concepto, ya estaba latiendo por todo el Mediterráneo.
En Hispania, sin embargo, el garbanzo adquirió personalidad propia. Se cultivó en la cuenca del Duero, en Castilla la Vieja, en los campos secos pero fértiles de Fuentesaúco, en Salamanca… De ahí saldría el que todavía hoy se considera el mejor garbanzo para cocido. Pequeño, rubio, de piel fina y sabor suave. Casi se deshace solo con mirarlo.
Pero no era todavía un cocido. Faltaba tiempo, cultura, sazón y mestizaje. Durante siglos, lo que se cocía en las ollas de barro era una mezcla de legumbres, raíces, alguna carne si la había, huesos si no, y muchas ganas de llenar la tripa. Guisos caldosos, nutritivos y compartidos. Comidas de aldea, de convento, de posada y de trinchera.
Fue durante la Edad Media, con la llegada de nuevas culturas —musulmanes, judíos sefardíes, cristianos— cuando aquellas primeras ollas empezaron a perfilarse. Aparecieron las especias, las cocciones lentas, las combinaciones de garbanzo con verdura y carne. El garbanzo, humilde y constante, resistía todo. Era alimento de resistencia y de memoria.
Porque si algo nos enseña esta historia es que el cocido madrileño no nace de la abundancia, sino de la necesidad y del ingenio. Es la historia de un pueblo que supo hacer de su olla diaria un plato para chuparse los dedos. Lo que empezó como una supervivencia al frío, como una manera de sacar partido a todo —incluso al hueso sin carne— acabó convirtiéndose, siglos después, en un emblema cultural. Pero para eso aún faltan unos cuantos vuelcos…
ii. De la adafina al cocido: raíces sefardíes y evolución cultural_
Antes de que el cocido madrileño se convirtiera en seña de identidad castiza, fue un susurro de brasas en el silencio del shabat. Fue un guiso lento, oculto, casi clandestino, cocinado por un pueblo que hizo de la olla un acto de fe y supervivencia: el pueblo sefardí.
Sefarad es el nombre con el que los judíos designaron a España. Un nombre lleno de melancolía, de raíces, de heridas… y de gastronomía. Porque aunque muchos lo hayan olvidado —o nunca lo hayan sabido—, en la olla del cocido madrileño hierve todavía el recuerdo de la adafina, ese guiso ancestral que durante siglos fue el plato estrella de las cocinas judías de la península.
• LA ADAFINA: EL TESORO ESCONDIDO DE SEFARAD_
El nombre adafina (también adefina) viene del árabe dafīnah, que significa “escondido” o “enterrado”, y ya solo con eso se nos da una pista clave: no estamos ante un guiso cualquiera. La adafina se cocinaba oculta, a fuego lento, durante toda la noche del viernes, aprovechando el calor residual de las brasas. ¿Por qué? Porque la religión judía prohíbe encender fuego o cocinar durante el shabat —el sábado sagrado—. Así que la solución era preparar el plato la víspera, taparlo bien, dejarlo al calor… y esperar.
Y es que la paciencia era uno de los ingredientes clave de la adafina. Había que dejar que los garbanzos se ablandaran poco a poco, que la carne de cordero se fundiera con las verduras, que las especias hicieran su magia. Un cocido sin prisas, sin urgencias, sin trampas… solo fuego, barro y tiempo.
• Ingredientes con historia
Los garbanzos eran la base indiscutible. A ellos se sumaban trozos de cordero desangrado según el rito kosher, verduras de temporada (zanahorias, cebollas, alcachofas, calabacines, nabos…), alguna fruta seca (como ciruelas pasas) y especias aromáticas: ajo, comino, canela, pimienta, clavo... Todo en una olla de barro bien tapada y, con suerte, un huevo cocido entero que se servía cortado en cuartos.
Nada era casual: cada ingrediente tenía una razón, un simbolismo, una herencia. No se trataba de llenar el puchero sin criterio, sino de equilibrar lo nutritivo con lo sagrado, lo que calentaba el cuerpo y lo que alimentaba el alma.
Y aunque se cocinaba todo junto, la forma de servirlo ya anticipaba lo que hoy conocemos como los “tres vuelcos”. Primero el caldo, luego los garbanzos con verdura y, por último, la carne. Exactamente igual que en el cocido madrileño actual. Casualidad… o legado.
• De la fe al recelo
La adafina fue durante siglos una receta común entre los judíos hispanos, pero todo cambió en 1492. Ese año, con el Decreto de la Alhambra, los Reyes Católicos ordenaron la expulsión de los judíos de sus reinos. Miles partieron hacia el norte de África, el Imperio Otomano o Italia… llevando consigo sus recetas, su lengua y su memoria. Pero otros se quedaron, obligados a convertirse al cristianismo bajo pena de muerte.
A esos conversos —los llamados “moriscos”— se les vigilaba con lupa. La Inquisición sabía que muchos seguían practicando en secreto su antigua fe y la cocina se convirtió en uno de los grandes delatores. ¿No comía cerdo? Sospechoso. ¿No encendía el fuego en sábado? Sospechoso. ¿Hacía un guiso que olía a adafina? Sospechoso. La olla delataba más que el confesionario.
La respuesta fue tan trágica como reveladora: los conversos empezaron a "cristianizar" sus guisos añadiendo chorizo, morcilla, tocino… Ingredientes absolutamente prohibidos en la dieta judía, pero perfectos para aparentar fidelidad a la cruz. Así, la adafina comenzó su transformación: el cordero fue sustituido por cerdo, la canela se fue perdiendo, las verduras se simplificaron y el sabor del miedo se mezcló con el del puchero.
• La adafina se disuelve, pero no desaparece
Con el paso del tiempo, el nombre de la adafina cayó en desuso. Pero su esencia quedó incrustada en el ADN del cocido español, especialmente en el de Madrid. En los hogares cristianos el plato se adaptó, se diversificó, se ruralizó. Y aunque muchos comían sin saberlo un guiso de origen judío, la huella de Sefarad seguía ahí, invisible pero sabrosa, cocida a fuego lento entre los garbanzos y el tuétano.
No en vano, en el siglo XIX, el viajero británico David Urquhart escribía en The Pillars of Hercules algo muy revelador:
“¿Quién no conoce la olla podrida, a qué rincón del mundo no ha llegado su fama? Y sin embargo, el mérito corresponde a los judíos: los españoles solo han copiado y desfigurado el original.”
Puede sonar duro, pero es también una muestra de cómo la cocina, como la historia, se transforma, se mezcla y se camufla. La adafina desapareció oficialmente de los recetarios… pero sigue viva cada vez que alguien se sienta frente a un cocido madrileño sin saber que está saboreando un pedazo de exilio, de identidad y de memoria.
iii. DE LA ADAFINA A LA OLLA PODRIDA: CRISTIANIZACIÓN Y VARIANTES_
Dicen que la cocina es como la vida: se adapta, se mezcla, se disimula… y a veces, hasta se disfraza. Eso fue exactamente lo que le ocurrió a la adafina, aquel “tesoro escondido” de los judíos sefardíes, cuando la historia se puso en su contra.
Tras la expulsión de 1492, los judíos que se quedaron en Castilla lo hicieron bajo una condición dramática: convertirse al cristianismo… o desaparecer. Muchos lo hicieron solo de puertas afuera. Y lo que antes se cocinaba con fe, ahora debía cocinarse con cuidado. Mucho cuidado. Porque la Inquisición olía el puchero antes de tocar a la puerta. Y si ese puchero no tenía cerdo, ajo y tocino… mal asunto.
• El cerdo como coartada
Fue entonces cuando los conversos empezaron a modificar sus recetas para demostrar públicamente su “pureza cristiana”. Y qué mejor manera que incluir en sus guisos el animal que su antigua fe les prohibía tajantemente. Así, la carne de cordero dio paso al chorizo, la morcilla, el tocino entreverado y la oreja de cerdo. La olla se convirtió en prueba de fidelidad al altar… y escudo contra el tormento.
Lo que nació como imposición acabó dando lugar a uno de los platos más representativos de la cocina peninsular: la olla podrida. Un guiso rotundo, sabroso y festivo, donde ya no solo se cocía carne, sino también una forma de integrarse —forzadamente— en una nueva cultura. El mestizaje culinario fue inevitable y en ese cruce de caminos la adafina se transformó sin dejar de ser ella.
• ¿Podrida… o poderosa?
El nombre “olla podrida” ha sido siempre motivo de chistes, confusiones y teorías. Algunos aseguran que viene de “poderida”, en referencia a la olla de los poderosos, por la gran cantidad de ingredientes que llevaba: garbanzos, carnero, vaca, gallina, tocino, longaniza, morcilla, costillas, verduras… y lo que el bolsillo permitiera. Otros, más poéticos (o irónicos), dicen que el “podrida” alude a lo deshecho que queda todo tras horas y horas de cocción lenta. Una olla donde los ingredientes no se distinguen: se funden.
Y es que si algo caracteriza a este plato es precisamente su generosidad. No hay guiso más opulento, más barroco, más desbordado que una buena olla podrida. Tanto que el mismísimo Calderón de la Barca la definió como la “princesa de los cocidos”. Y si lo dice Calderón, es que hacía salivar a medio Siglo de Oro.
• Cocido a la española
La olla podrida se hizo popular en los conventos, en los mesones de las rutas castellanas, en las cocinas nobles y en las humildes. Su fama se expandió por la península como un buen aroma en día de mercado. Y con ella, nacieron los cocidos regionales.
Cada tierra aportó su toque: en León, el cocido maragato, servido al revés; en Cantabria, el lebaniego y el montañés; en Galicia, el gallego con grelos; en Andalucía, el puchero con pringá; en Cataluña, la escudella i carn d’olla; en Valencia, la olla de tres abocás. Todos ellos nacidos de la misma raíz: una olla única, a fuego lento, con garbanzos y carnes… pero cada uno con su alma propia, como buenos hijos de madre común.
La olla podrida fue, de hecho, uno de los platos más exportados al Nuevo Mundo. Desde el siglo XVI aparece en crónicas de Indias y sus variantes se funden con ingredientes americanos como el maíz, la papa o el ají. Es decir, que ya entonces el cocido era embajador de la cocina hispánica.
• Una herencia en plato hondo
En pleno siglo XVII, cocineros como Domingo Hernández de Maceras o Francisco Martínez Motiño —jefe de cocinas de Felipe III y Felipe IV— recogieron la receta de la olla podrida en sus manuales. Motiño incluía hasta diecisiete ingredientes diferentes, con carne de vaca, carnero, gallina, tocino, aves, longaniza, cecina, lengua, orejas y hasta liebre. ¿Garbanzos? Ni una palabra. ¿Olvido intencionado? ¿Manía aristocrática? ¿Vergüenza leguminosa? Puede que sí. Porque el garbanzo, a ojos de la nobleza, seguía siendo “cosa de pobres”. Pero en la calle, el garbanzo era el alma del cocido… y ese alma, escondida en los pucheros castellanos y madrileños, no había olvidado su origen sefardí.
Así, la adafina mutó en olla podrida y esta a su vez dio origen al cocido madrileño. Un plato mestizo, de fondo judío, estructura cristiana y alma popular. Un plato que, como Madrid, ha sabido integrar sin perderse. Que ha sabido cambiar sin traicionarse. Y que sigue cocinándose con las mismas brasas de siempre: tiempo, sabor y memoria.
iv. La consolidación del cocido en Madrid (siglos XVII–XIX)_
El cocido madrileño no nació de un día para otro. No hay acta de bautismo, ni documento fundacional, ni decreto real que diga: “Hágase el cocido”. Como ocurre con lo auténtico, el cocido fue naciendo sin saberlo, en cazuelas de casas modestas, entre calderos de convento, posadas de postas y cocinas con olor a ajo y puchero.
Pero si afinamos la vista sobre el mapa del tiempo, es en los siglos XVII y XVIII cuando podemos decir, sin mucho miedo a equivocarnos, que la receta empieza a perfilarse como “madrileña”. Ya no es solo una olla castellana, ni un eco de la adafina sefardí, ni una sopa de convento. Es un plato urbano, cotidiano y reconocible que comienza a formar parte del alma de la ciudad.
• Del anonimato al figón
A finales del siglo XVII, los viajeros que pasan por Madrid empiezan a mencionar un guiso que suena familiar. El inglés Richard Ford, por ejemplo, cuenta en sus crónicas de viaje cómo los trabajadores madrileños comían un plato caliente a mediodía que consistía en caldo, garbanzos, carne y verduras. No lo llama aún “cocido madrileño”, pero… blanco y en puchero.
En esa misma época, las fondas y figones de la capital —los antecesores de nuestras casas de comidas— ya lo servían a diario, excepto los viernes, día de vigilia. Era un plato sencillo, pero completo: cien gramos de garbanzos, un cuarto de kilo de carne de vaca, tocino y lo que el cocinero pillara en el mercado. En total, una bomba calórica perfecta para aguantar el día sin quejarse del frío ni del jefe.
El nombre aún no estaba fijado, pero la forma sí. Los ingredientes se cocían todos juntos y luego se servían por partes: primero el caldo convertido en sopa, luego los garbanzos con las verduras y al final las carnes. Los tres vuelcos ya estaban ahí, listos para convertirse en tradición.
• Una capital que lo cuece todo
Madrid, en aquellos siglos, no era solo corte y palacio. Era también una ciudad de aluvión, con gentes llegadas de todas partes de España en busca de fortuna, de oficio o de supervivencia. Y cada una de esas gentes traía su propia forma de guisar, su memoria gustativa y su pequeño repertorio culinario.
¿El resultado? Una ciudad que mezclaba ingredientes como mezclaba acentos. Donde se podía oír a un asturiano decir “pote”, a un manchego decir “olla” y a un andaluz decir “puchero”, pero todos terminaban comiéndose un cocido. Porque si algo tenía (y sigue teniendo) el cocido madrileño es eso: la capacidad de integrar. De hacer barrio en el plato.
En este contexto, la olla podrida fue dejando paso al “cocido” a secas. La palabra empezó a popularizarse por una razón tan simple como clara: es lo que había en la cazuela. Era cocido. Sin más. Y en Madrid, pronto se convirtió en costumbre.
• ¿Y por qué madrileño?
El término “cocido madrileño” como tal aparece documentado a finales del siglo XVII, pero no será hasta el siglo XIX cuando se consolide del todo. Aún así, ya en el XVIII el guiso empieza a ser percibido como algo típicamente madrileño, gracias a dos factores:
La abundancia de garbanzo castellano (especialmente de Fuentesaúco), que llegaba por la puerta de Toledo en sacas y se vendía en los mercados de la Villa.
La calidad del agua de Madrid, alabada incluso por viajeros extranjeros, que hacía que los garbanzos quedaran más tiernos que en otras partes.
Esto, sumado a la costumbre de servirlo en los figones y fondas de la ciudad, acabó identificando al cocido con Madrid. El guiso ya era parte del ADN urbano. Se comía en casas pobres y en casas medianamente acomodadas. Lo comían obreros, estudiantes, frailes, criadas y hasta algún que otro señor con más deudas que fortuna.
En definitiva, el cocido madrileño nació sin hacer ruido, como un aroma que se colaba por los patios de vecindad. No tenía glamour aún… pero lo estaba cociendo.
v. DEL PUEBLO A LA CORTE: EL COCIDO DE REINAS Y POLÍTICOS (SIGLOS XIX–XX)_
Todo plato que se precie tiene su momento de gloria. Al cocido madrileño esa gloria le llegó entre el humo de los figones y el terciopelo de los salones burgueses del siglo XIX, cuando pasó de ser plato de carboneros y criadas a convertirse en capricho de marquesas, guiso de reinas y antojo de escritores con gafas redondas.
Porque sí, amigo: el cocido madrileño también vivió su particular “ascenso social”. Y lo hizo sin perder una miga de pan ni una hebra de repollo. Lo que cambió fue la vajilla, el entorno… y el apellido de quienes lo comían.
• Del figón a Lhardy: la gran transformación
Durante siglos, el cocido se había servido en casas de comidas y cocinas humildes. Pero en el siglo XIX, la capital empieza a modernizarse, a afrancesarse y a mirar con envidia a los restaurantes de París. Nace entonces una burguesía madrileña con nuevas costumbres, pero que en el fondo sigue teniendo el paladar educado en la olla.
Así, los grandes restaurantes empiezan a hacer lo que hoy llamaríamos “gastrorescate”: recuperar platos populares para vestirlos de gala. Y uno de los primeros en hacerlo fue Lhardy, ese templo decimonónico de la Carrera de San Jerónimo, donde se empezó a servir el cocido… en vajilla de porcelana, bandejas de plata y con cucharón de señorito.
La fórmula funcionó: el pueblo lo comía por necesidad, la alta sociedad por costumbre y la Corte, por placer.
• Reinas con cuchara
Cuentan las crónicas que Isabel II, reina tan dada al antojo como a las escapadas discretas, se dejaba caer por Lhardy para rendirse al cocido sin protocolo. Y lo mismo hacía su hija, la inolvidable infanta Isabel de Borbón y Borbón, alias La Chata, mujer campechana y madrileñísima, que prefería un buen puchero a cualquier delicatessen importada.
No era solo cuestión de gusto. Era un símbolo. Comer cocido en palacio —o fuera de él— era una forma de conectar con el pueblo, de demostrar cercanía, de decir: “yo también he mojado pan en caldo.” El cocido era más que un guiso. Era una declaración de intenciones.
• De Larra a Valle-Inclán: escritores con hambre
Y como todo lo bueno que pasa en Madrid, los escritores no tardaron en sumarse. En las mesas de cocido se sentaron, cuchara en mano, Valle-Inclán, los chicos de la Generación del 98 y del 27 y hasta algún que otro extranjero curioso como Alexandre Dumas, que no supo apreciar del todo el garbanzo madrileño y lo comparó —sin perdón— con una bala de fusil.
Otros, como Mariano José de Larra, lo usaron como símbolo de una burguesía acomplejada que, entre cucharada y cucharada, intentaba parecerse a la aristocracia… mientras seguía comiendo cocido como un castellano viejo.
• Un plato que se democratiza... sin perder abolengo
A finales del XIX, el cocido ya era parte del paisaje culinario de la capital. Figuraba en las cartas de los mejores restaurantes y en los menús del día de cientos de fondas. Se servía en mesa elegante o en barra de madera, con vino de Valdepeñas o con un porrón de clarete. Daba igual, el cocido era el plato de todos.
Y los datos lo confirman: en los mercados de abastos, los madrileños consumían de media 40 gramos diarios de garbanzo. Eso es un puchero al día. Era habitual que se cocinara en cantidad suficiente como para repetir al día siguiente en forma de ropa vieja. Y en algunas casas, incluso se donaban los restos a los más necesitados, completando así el ciclo generoso del cocido.
• De símbolo de resistencia a plato de prestigio
En las primeras décadas del siglo XX, algunos autores propusieron hacer del cocido madrileño el cocido nacional, la receta que representara a toda España. No cuajó del todo, pero la idea no era descabellada: pocos platos condensan tanto mestizaje, tanta historia y tanto sabor en un solo guiso.
De hecho, el cocinero personal de la infanta La Chata, Don Cándido Collar, incluyó la receta del cocido en su libro, elevándola a la categoría de plato digno de la monarquía. Y no fue el único: chefs de renombre, periodistas, académicos y gastrónomos empezaron a escribir sobre él con admiración. El cocido ya no era solo comida. Era identidad.
Madrid ya había hecho suyo el cocido. Le había puesto nombre, ritual, horario —el jueves, por supuesto— y hasta cofradía. Lo había pasado del brasero al restaurante, del barrio al Congreso, de la mesa de camilla a la mesa presidencial. Y lo mejor es que, en todo ese viaje, no perdió una pizca de su sabor original.
vi. LOS INGREDIENTES: alma de puchero_
Si el cocido madrileño fuera una misa, este sería el momento de la consagración. Porque una cosa es cocer... y otra muy distinta hacer un cocido madrileño con todas las de la ley: con sus ingredientes bien seleccionados, su orden sagrado y su liturgia de los tres vuelcos, que no es otra cosa que una sinfonía de cucharas en tres movimientos.
Aquí no se improvisa. Aquí se sigue un ritual que ha pasado de abuelas a nietos, de tabernas a restaurantes y de patios de vecindad a mesas de restaurante. Y todo empieza con la compra del día anterior. Porque sí: el cocido no se improvisa, se premedita.
• El garbanzo: el rey indiscutible
El cocido comienza con un puñado de humildad: el garbanzo. No cualquiera, no señor. En Madrid, el que manda es el de Fuentesaúco (Zamora), pequeño, dorado, de piel fina y sabor mantecoso. Se deja en remojo la noche anterior, como quien prepara un rezo, y al día siguiente entra al puchero como primer protagonista. Sin garbanzo, no hay cocido. Punto.
• Las carnes: un desfile de nobleza y grasa
Aquí no hay minimalismos. El cocido lleva:
Morcillo de vaca
Gallina (o pollo, si el presupuesto aprieta)
Punta de jamón
Tocino entreverado
Chorizo
Morcilla (de cebolla o arroz, según zona)
Hueso de caña (para el tuétano)
Hueso blanco y hueso salado
Todo esto se cuece durante horas, soltando el alma en el caldo. Las carnes no se comen todas, pero lo importante es que estén, como tu tío en las bodas: da sabor aunque no hable.
• Las verduras: la compañía imprescindible
Repollo (rehogado en aceite con ajo, claro)
Zanahoria
Patata
Nabo (opcional, pero tradicional)
Parece que están solo para acompañar, pero no te fíes. El repollo bien rehogado es lo que convierte un cocido normal en uno glorioso. Y lo sabes.
• Los fideos: pequeños, finos y obedientes
El caldo que se obtiene tras la cocción se convierte en sopa de fideos finos. Ni estrellitas ni mariposas. Aquí se viene a tomar sopa como se ha hecho toda la vida: con fideo fino, cuchara sopera y servilleta al cuello.
vii. Los tres vuelcos: liturgia castiza_
Llamarlos “vuelcos” no es una licencia poética. Es lo que se hace: volcar el contenido del puchero, en tres tiempos, como si se tratara de un ritual sagrado. No hay otro plato en la cocina española que se sirva con este respeto ceremonial.
Primer vuelco: la sopa
Es el saludo. El aperitivo espiritual. El arrullo que anuncia que la cosa va en serio.
El caldo del cocido, filtrado y limpio, se sirve en plato hondo con fideos finos. Solo con el olor ya se derrite uno. Cada sorbo es una promesa… y el que repite, no miente: la sopa de cocido es medicina, nostalgia y caldo de infancia.
Segundo vuelco: garbanzos y verduras
Aquí el cocido empieza a enseñar músculo. Los garbanzos, tiernos pero enteros, se colocan junto a las verduras: zanahoria, patata cocida, repollo rehogado, nabo si se tercia… y a veces un chorro de aceite crudo, vinagre o salsa de tomate con comino. Depende de la casa, y todas las casas creen tener la mejor forma (a menudo la tienen).
En Madrid, este segundo vuelco es el alma del cocido. Lo que uno saborea con calma, con pan, con conversación. Lo que se queda grabado en el paladar de la memoria.
Tercer vuelco: las carnes
Y por fin llega el momento que los carnívoros esperan como quien espera la cabalgata de Reyes: el desfile de la pringá.
Se colocan en fuente aparte todos los embutidos y carnes del guiso: morcillo, chorizo, morcilla, tocino, gallina, huesos con tuétano (¡ay, ese tuétano!) y, en muchas casas, también relleno o pelota, una especie de albóndiga de pan, ajo, huevo y perejil, frita antes de hervir.
Aquí se come con las manos, con pan, con cuchillo si hace falta y con la sonrisa de quien se sabe parte de una tradición.
• Condimentos de la tradición
Salsa de tomate con comino, muy típica en algunas casas castizas.
Guindilla en vinagre, para los que quieren darle un toque bravo.
Aceite crudo sobre los garbanzos: lo justo, lo noble.
Y al final… un digestivo. Porque el cocido no termina con el tercer vuelco: termina con un postre (natillas, arroz con leche o torrija) un pacharán y una siesta.
• ¿Y de bebida?
El debate eterno. Un cocido pide vino. Vino tinto, si puede ser madrileño, de Navalcarnero o San Martín de Valdeiglesias. Pero si hay agua, que sea fresca y también madrileña.
• El jueves, día sagrado del cocido
Por tradición no escrita (pero sí asumida por toda carta de bar con solera), el jueves es el día oficial del cocido en Madrid. No hay explicación clara, pero sí costumbre. Como el cocido se prepara con antelación, muchos bares lo ponían los jueves para aprovechar el arranque del fin de semana. Y así se quedó: jueves, garbanzo y gloria.
En resumen: el cocido madrileño no se sirve, se honra. No se come, se celebra. Y no se improvisa: se cocina con tiempo, con cariño… y con hambre.
viii. TEMPORADA DE COCIDO: OTOÑO, INVIERNO Y bRASERO_
Hay platos que se comen por costumbre y hay otros que se esperan como quien espera la primera nevada. El cocido madrileño pertenece, sin duda, al segundo grupo. No es plato de todos los días (aunque uno quisiera), ni se presta al calor sofocante del verano. El cocido llega con el frío, como las castañeras, los abrigos de paño o las primeras bufandas con olor a armario.
Porque el cocido no solo alimenta: reconforta. No llena un estómago, sino un alma que viene tiritando del metro o de la oficina. Por eso, en Madrid, cuando empieza a oler a chimenea (aunque sea figurada), también empieza a oler a cocido.
• ¿Cuándo empieza la “temporada alta” del cocido?
En la práctica el cocido se puede comer todo el año y hay valientes que lo hacen hasta en agosto con aire acondicionado. Pero la temporada natural va de octubre a marzo, coincidiendo con el otoño, el invierno y ese inicio de primavera donde los garbanzos todavía apetece que estén calientes, no en ensalada.
El calendario de un amante del cocido sería algo así:
Octubre: primer cocido del año, con entusiasmo renovado.
Diciembre: cocido navideño, compartido, glorioso.
Enero-febrero: cocido de resistencia, para sobrevivir al frío y la cuesta.
Marzo: último cocido de la temporada… y ya lo echas de menos.
Como los buenos amores, el cocido aparece cuando más lo necesitas: cuando el sol no calienta, cuando las tardes se hacen cortas y cuando el alma pide cuchara. Es entonces cuando los restaurantes sacan su menú especial de cocido, los grupos de amigos organizan escapadas gastronómicas y hasta el más moderno de Chamberí se sienta con babero a venerar el garbanzo.
Lo interesante es que la “temporada del cocido” no solo sigue el termómetro, sino también el estado de ánimo colectivo. Porque el cocido madrileño no es solo plato de frío, sino plato de bajón, de reencuentro y de necesidad de pausa.
¿Acabas de volver de vacaciones y no sabes en qué mes vives? Cocido.
¿Estás pasando un otoño gris, de esos de lluvia y existencialismo? Cocido.
¿Hace un día de esos que el cielo pesa y el suelo suena hueco? Cocido.
¿Domingo de resaca emocional? Cocido.
¿Domingo de resaca física? Cocido, y punto.
Porque el cocido, aunque es receta, funciona como bálsamo. Tiene algo de abrazo invisible. Algo de tradición terapéutica. Y eso no entiende de calendario estricto.
• El cocido en el Madrid del frío
En Madrid, el cocido se convierte en rito colectivo durante los meses de frío. No hay barrio sin su restaurante castizo que lo anuncie en la pizarra de la puerta:
“Cocido completo. Tres vuelcos. Pan y vino incluido.”
Las casas de comidas se llenan. Los menús del día lo incluyen. Y en muchas familias, es el plato oficial de los domingos. Ese momento en que no hace falta nada más: ni segundo plato, ni postre, ni conversación. Solo sopa, garbanzo y silencio admirativo.
Incluso el transporte cambia: quien va a comer cocido no vuelve caminando, sino rodando. Las sobremesas se alargan, las siestas se hacen inevitables y el tiempo, como el caldo, parece espesarse.
ix. EL COCIDO DE LA BOLA: 150 AÑOS DE PUCHERO E IDENTIDAD_
Hay restaurantes en Madrid que sirven cocido… y luego está La Bola, que lo oficia. Porque lo suyo no es una receta, es una liturgia centenaria. En esta casa roja de la calle homónima —pequeña, estrecha y eterna— no se entra simplemente a comer: se entra a formar parte de una historia que lleva más de 150 años cociéndose a fuego lento, con brasas de encina, garbanzos mantecosos y cucharones de memoria.
Quien se sienta en una de sus mesas no solo prueba un plato: muerde una página viva de la historia de Madrid. Y sale de allí con el alma más llena que el estómago, que ya es decir.
• Una historia de familia (y de garbanzos)
La Bola fue fundada en 1870, en pleno corazón del Madrid del siglo XIX, por Doña María Gil Cacho, bisabuela de los actuales propietarios, la familia Verdasco. Una mujer de carácter y sabiduría culinaria que supo entender que, en tiempos de hambre y obreros, el cocido era mucho más que un plato: era sustento, dignidad y fiesta.
Desde entonces, cuatro generaciones han mantenido viva la llama —nunca mejor dicho— de este rincón gastronómico. Aquí todo sigue igual que entonces, o mejor dicho: igual que debe ser. El cocido se hace como hace siglo y medio: en pucheros individuales de barro, sobre brasas de encina, en el mismo local, con el mismo mimo y sin prisas.
• El secreto está en el fuego… y en no cambiar
Mientras la mayoría de restaurantes pasaron al gas, luego a la vitro, luego a la inducción… La Bola siguió fiel a las brasas. Esa leña de encina que cruje abajo y susurra arriba, dando a cada puchero su punto justo, su cocción pareja, su sabor ahumado y profundo que ninguna tecnología moderna ha sabido igualar.
Cada cocido se sirve en su propio puchero de barro, sellado con un platillo. No hay ollas industriales ni cazuelas gigantes. Aquí cada comensal tiene su cocido, su sopa, su carne, su garbanzo. Y eso no es un lujo: es un respeto.
La experiencia empieza cuando el camarero rompe con una cuchara el “sello” del puchero humeante. Se vierte el primer vuelco, luego el segundo, luego el tercero. Y mientras lo comes, entiendes por qué este lugar no necesita reinventarse: porque ya lo inventó todo.
• Reyes, presidentes… y madrileños de a pie
Por las mesas de La Bola han pasado todos. Isabel II comió allí, dicen las crónicas, y se chupó los dedos. Durante décadas, fue lugar de paso de políticos, artistas, toreros, periodistas, escritores y gente con hambre y buen gusto.
Pero lo bonito de La Bola no es solo que sirva el cocido de las élites, sino que sigue siendo el cocido de todos. En sus mesas se mezclan turistas, vecinos de toda la vida, familias domingueras y devotos del garbanzo que peregrinan desde cualquier rincón del planeta.
Porque aquí no importa si llevas corbata o mochila. Si vienes solo o con la suegra. Aquí manda la cuchara.
• Un decorado castizo, sin imposturas
La decoración de La Bola no pretende ser tradicional: lo es. Sus paredes de azulejo, madera oscura, fotos antiguas, camareros con chaquetilla blanca… le aportan ese ambiente de restaurante de los de antes, donde el reloj parece funcionar más lento y las conversaciones suenan más sabrosas.
Incluso el olor del local tiene algo que no se puede replicar: una mezcla de humo, garbanzo y tiempo. Como si todo allí se cociera en puchero: la comida, las anécdotas y la historia.
• Un templo gastronómico… y emocional
Comer cocido en La Bola es mucho más que saciar el apetito: es hacer turismo emocional. Es volver a lo esencial, entender Madrid sin palabras, solo con cucharadas… y es, sobre todo, una lección de cómo la tradición no se conserva encerrada en una vitrina, sino sirviéndose a diario en un plato hondo, con sopa caliente, fideo fino y garbanzo que se deshace en la lengua.
• La Bola como patrimonio vivo
En un tiempo en que todo cambia a velocidad de microondas, La Bola es una resistencia lenta y sabrosa. Uno de esos lugares que justifican una ciudad, que sostienen una cultura, que cuentan sin decir. Porque comer cocido es saborear historia. Y el de La Bola… es, sin duda, historia que se derrite en la boca.
x. UN ICONO CASTIZO Y PATRIMONIAL_
Hay cosas que definen una ciudad sin necesidad de palabras. En París, una baguette bajo el brazo. En Nápoles, una pizza al corte. En Madrid… una olla humeante de cocido. Porque… piénsalo: ¿qué otro plato representa tan bien la mezcla, la resistencia, el ingenio, la capacidad de adaptación y la calidez popular como el cocido madrileño?
Madrid no tiene una cocina de alta aristocracia. Tiene, en cambio, una gastronomía de mestizaje, de supervivencia, de calle y fogón. Y en el centro de esa constelación está el cocido, construido con retales de culturas pasadas, de épocas duras y de generaciones que supieron hacer mucho con muy poco. El cocido lo ha visto todo, lo ha absorbido todo y lo ha cocinado con amor.
No está en ninguna lista de la UNESCO (todavía), pero el cocido forma parte del patrimonio cultural inmaterial de Madrid. Es el plato que se enseña a los hijos, el que se prepara cuando vienen los amigos de fuera, el que se menciona con nostalgia cuando uno vive en otra ciudad… El cocido madrileño es tan nuestro como un organillo en Lavapiés o un vermut en La Latina. Está en el imaginario, en la literatura, en la sobremesa y en la memoria colectiva.
Es plato de obreros y reinas, de turistas y madrileños de cuna. Todos cabemos en el puchero. El cocido, como Madrid, te recibe como seas, vengas de donde vengas.
Puede que sea la ciudad la que creó el cocido, pero también es verdad que el cocido ha hecho ciudad. Ha tejido vínculos, ha mantenido viva la cultura de la cuchara, ha preservado la sobremesa larga y ha enseñado —en su humildad orgullosa— que compartir mesa es una forma de quererse.
Porque hay platos que se comen y otros que, simplemente, te hacen sentir en casa. Ese, amigo mío, es el milagro del cocido madrileño.
“Las penas con pan son menos”