Las venas de Madrid

Museo Arqueológico de los Caños del Peral. Historia de Madrid

Museo Arqueológico de los Caños del Peral. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Viajes de agua: ingeniería Made in Mayrit

Hay ciudades que nacen al borde de un gran río. Ciudades que se construyen mirando al agua, celebrándola, usándola como espejo y como ruta. Madrid no fue una de ellas. No tuvo un Sena, ni un Támesis, ni un Guadalquivir. Tuvo un riachuelo esquivo, un Manzanares caprichoso e inútil. Ya lo decía Quevedo con su habitual guasa: “Más agua trae un jarro
o cualquier cuartillo de vino”.

El Manzanares, ese aprendiz de río que nos acompaña como un susurro en lugar de un rugido, no ofrecía ni caudal suficiente ni limpieza aceptable para alimentar a una población que pronto dejó de ser aldea para convertirse en corte imperial. Entonces, ¿cómo se abastecía aquel primitivo Madrid?

La respuesta está bajo tierra. Los viajes de agua fueron las arterias invisibles del Madrid antiguo. Conductos subterráneos excavados a mano, con pendiente precisa y cálculo milimétrico, que traían el agua desde acuíferos lejanos, sorteando montes, cruzando valles y atravesando siglos. Eran como ríos secretos que no se veían, pero de los que dependía todo.

Algunos nacían en lo alto de la Dehesa de la Villa o en los campos de Chamartín; otros bajaban desde el Abroñigal o la Fuente Castellana, atravesaban media ciudad y acababan desembocando en fuentes públicas, en jardines privados o en las cocinas del Alcázar. Los más famosos aún hoy dejan huella en el paisaje, aunque muchos madrileños pasen por encima de ellos sin saberlo.

Porque bajo las aceras de Chamberí, los patios de Malasaña o las terrazas de Lavapiés, todavía corre agua antigua. Agua que ha visto pasar generaciones de madrileños sedientos, aguadores sudorosos, nobles caprichosos y monjas agradecidas. Agua que conoció el barroco, el absolutismo, el motín de Esquilache y los sueños ilustrados. Agua que alimentó a una ciudad que no podía beber de su río, pero que aprendió a beber de su ingenio.

Por eso este artículo no es solo una crónica hidráulica: es un homenaje al Madrid subterráneo que permitió que floreciera el Madrid visible. Es también un descenso (literal) a una red de túneles que son, a su manera, tan importantes como cualquier palacio. Y es, sobre todo, un recordatorio de que, ese agua que hoy brota sin ceremonia del grifo de nuestras casas, limpia y fresca, fue durante siglos motivo de obras faraónicas, disputas vecinales, pleitos entre nobles, ingenierías imposibles y hasta licencias reales. Agua que se pagaba, se mendigaba, se robaba y se transportaba en cántaros al hombro o sobre el lomo de un borrico.

El agua en tiempos del Mayrit musulmán_

Antes de que Madrid fuera Madrid, cuando todavía se pronunciaba Mayrit —con esa sonoridad que mezcla el eco del árabe andalusí y la aspereza del romance castellano temprano—, la ciudad ya tenía una relación muy particular con el agua. O más bien, con la falta de ella en superficie y su abundancia bajo tierra.

Era el siglo IX. El emir Muhammad I, desde Córdoba, decide construir una pequeña fortaleza al norte de Toledo, en un cerro que domina un vado del río Manzanares. No por la fertilidad del lugar, ni por el esplendor de su vegetación, sino por su posición estratégica como punto de vigilancia y control. Así nació Mayrit, cuyo nombre —no por casualidad— proviene del término árabe maŷra, que significa “canal de agua” o “arroyo subterráneo”.

Es curioso, ¿verdad?: el agua nunca dio nombre al río, sino al subsuelo.

El río Manzanares, más que un río, era ya entonces un espejismo: pobre en caudal, cenagoso en verano, frío y traicionero en invierno. No servía para mucho. Por eso, los ingenieros andalusíes miraron bajo los pies y no al frente. Sabían que la verdadera riqueza del lugar estaba escondida en las entrañas de la tierra, en los acuíferos que corrían silenciosos bajo los cerros.

Inspirados en técnicas milenarias procedentes de Persia y adaptadas por todo el mundo islámico, comenzaron a aplicar en Mayrit el sistema de los qanats o mayrat: un prodigio técnico tan antiguo como eficaz. ¿En qué consistía? Muy sencillo en apariencia, aunque de ejecución compleja: se excavaban galerías subterráneas ligeramente inclinadas desde un punto elevado hacia el asentamiento urbano, con pozos verticales cada pocos metros que permitían ventilar, extraer tierra y acceder al conducto. El agua, por pura gravedad, descendía desde los niveles freáticos hacia la ciudad. Nada de bombas, nada de fuentes exteriores. Solo técnica, geometría y paciencia.

Este sistema, que más tarde en época cristiana se conocería como “viajes de agua”, no necesitaba milagros, pero sí algo de fe: fe en que la tierra contenía lo suficiente y en que el ser humano, si cavaba con inteligencia, podría encontrar lo que el cielo le negaba.

Los restos arqueológicos de esta primera fase islámica son escasos —eso es cierto—. Y sin embargo, la tradición oral y los testimonios de cronistas posteriores hablan con insistencia de una ciudad horadada como un queso gruyer.

¿Exageración? Tal vez. ¿Mito fundacional? También. Pero con fundamento: la técnica del qanat es demasiado específica como para no dejar huella. Y Madrid, tan reacia a depender del Manzanares, tuvo que aprender desde muy pronto a buscar el agua por sus propios medios.

En esos primeros siglos, la población de Mayrit no necesitaba grandes infraestructuras. Eran pocos, vivían junto a arroyos naturales —como el de Leganitos o el de San Pedro—, y sus necesidades eran modestas. Los pozos y las pequeñas galerías bastaban. Pero lo importante es que ya entonces se estaba construyendo una forma de relación con el agua basada en el subsuelo, que sería esencial siglos más tarde, cuando la ciudad creciera más allá de lo razonable.

Así que no: Madrid no se fundó a la orilla de un gran río como Roma o París. Se fundó sobre la esperanza de que el agua viniera a ella desde el interior de la tierra. Y esa esperanza, canalizada en forma de galerías ocultas, fue el principio de una tradición hidráulica única en Europa. Una tradición que perviviría, con mejoras y ampliaciones, hasta bien entrado el siglo XIX.

Aquellos primeros qanats fueron, por tanto, mucho más que una solución técnica. Fueron un gesto inaugural. Un pacto entre ciudad y subsuelo. Un legado silencioso que, como el agua misma, se infiltró en el ADN madrileño sin necesidad de hacer ruido.

Madrid: capital sedienta del Siglo de Oro_

A veces, los grandes cambios históricos comienzan con decisiones que parecen arbitrarias. En 1561, Felipe II —el rey del papel, del compás y del “está decidido”— eligió Madrid como sede permanente de la Corte. Una villa sin puerto, sin universidad, sin catedral… y sin río decente. Una villa, además, cuyo crecimiento demográfico estaba a punto de explotar como una olla mal cerrada. Y sin embargo, la eligió. ¿Por qué? Entre otros factores, por algo tan básico como invisible: Madrid tenía agua. Pero no en la superficie, sino debajo.

El subsuelo madrileño, ya perforado en época andalusí, se reveló como una mina líquida de oro. Se sabía —o al menos se intuía— que las aguas freáticas del norte y nordeste de la villa eran limpias, constantes y accesibles. Así que el Consejo de la Villa y la propia Corona se pusieron manos a la obra. Literalmente. Porque, aunque hoy hablemos de “viajes de agua” con tono casi poético, lo cierto es que lo que vino fue una auténtica campaña de obras públicas, con zanja, capataz, jornalero y arquitecto.

Durante más de dos siglos, Madrid se convirtió en un formidable laboratorio hidráulico. Una ciudad que crecía hacia arriba —con palacios, iglesias, conventos y fuentes monumentales— pero también hacia abajo, con una red de minas subterráneas que poco tenía que envidiar a las de Almadén. Allí se libró la batalla por el agua. Y se ganó. Al menos, durante un tiempo.

El primer impulso: el agua de la Corte

La llegada de la Corte multiplicó por diez la demanda de agua. Las fuentes medievales y los modestos caños vecinales ya no servían. Se necesitaban conductos amplios, constantes y con caudal garantizado. No solo para beber, sino para cocinar, fregar, regar jardines, llenar pilas benditas y dar de beber a cientos de caballerías que acompañaban a la administración real.

Y así comenzaron los grandes proyectos de ingeniería. El primero importante fue el Viaje del Buen Suceso, inaugurado en 1618, que surtía de agua a una fuente pública en la mismísima Puerta del Sol. Aquel fue el pistoletazo de salida de una carrera sin descanso por perforar, excavar y traer agua de donde fuera.

El “Big Four” del agua madrileña

Entre 1610 y 1630, se ejecutaron los cuatro grandes viajes de agua que marcarán el siglo XVII y se consolidarán durante el XVIII:

  • El Viaje de Amaniel (1613–1621): construido por orden de Felipe III para surtir el Alcázar. Nacía en Valdezarza y bajaba por la Dehesa de la Villa. Era propiedad de la Corona y, por tanto, instrumento de poder: desde él se otorgaban gracias de agua a nobles y conventos. Un tramo sigue visible hoy en el Museo de Ópera.

  • Fuente Castellana (1613–1620): promovido por el Concejo. Nacía en los arroyos al norte del actual Paseo de la Castellana y abastecía a buena parte del centro y del arrabal de Santa Bárbara.

  • Abroñigal Alto y Abroñigal Bajo (1617–1630): dos hermanos gemelos que corrían por lo que hoy es el eje M-30, captando agua en las zonas de Canillejas y el Abroñigal para alimentar fuentes públicas y arcas de distribución.

A estos se sumaron, con el tiempo, viajes complementarios como el de Contreras (1637–1645) y el de la Alcubilla (1688–1692), que aumentaban el caudal disponible para zonas en expansión o reforzaban sistemas ya existentes.

Y no podemos olvidar los viajes destinados a los nuevos jardines reales. Cuando se construyó el Buen Retiro, entre 1632 y 1640, se trazaron expresamente dos viajes más: el Viaje Alto del Retiro y el Viaje Bajo del Retiro, encargados de llenar estanques, regar huertas y mantener el esplendor del Real Sitio. Una fantasía barroca que también tenía su ingeniería subterránea.

Agua para todos… o casi

Durante esta etapa de esplendor, el sistema funcionó. Madrid tenía agua y de calidad. Pero no toda el agua era igual ni llegaba igual. El reparto estaba lejos de ser justo. Los vecinos comunes iban a la fuente o compraban a los aguadores. Los conventos y palacios, en cambio, recibían su agua directamente. Incluso en el agua, el Madrid del Siglo de Oro tenía jerarquías.

Aun así, algo resulta admirable: la ciudad consiguió, con medios modestos pero con enorme inteligencia técnica, dotarse de un sistema hidráulico propio, único, adaptado a su suelo y a su historia. Un sistema que duró más de tres siglos y que convirtió a Madrid en una capital con sed, pero nunca completamente seca.

¿Cómo circulaba el agua?: la lógica subterránea del Madrid antiguo_

Para entender los viajes de agua hay que olvidarse del mundo moderno. No había motores, ni válvulas, ni grifos ni presiones artificiales. Y, sin embargo, el agua llegaba. Fluía. Alimentaba fuentes, llenaba cántaros y refrescaba patios. ¿Cómo lo hacían? La respuesta, como tantas veces en la historia, está en lo simple llevado al extremo de la precisión: la gravedad.

Los viajes de agua eran, ante todo, una coreografía silenciosa de desniveles. El agua no se empujaba: caía. De lo alto de Chamartín o Valdezarza hasta el centro de Madrid, desde los arroyos del Abroñigal hasta las fuentes de la Puerta del Sol. Un sistema basado en el descenso progresivo, sin prisa, pero sin pausa. Un río oculto que no se escuchaba, pero estaba vivo bajo los pies.

Galerías: las venas del sistema

El corazón del viaje era su galería madre: un conducto excavado a mano, en pendiente constante, con una altura media de 1,50 a 1,80 metros y unos 60 o 70 centímetros de anchura. Las más antiguas estaban simplemente talladas en la tierra, con el lecho cubierto de grava para filtrar impurezas. Con el tiempo, muchas se revestían en ladrillo o mampostería, especialmente en zonas inestables o de paso frecuente.

Estas galerías se excavaban desde múltiples puntos a la vez, gracias a una red de pozos verticales que servían para extraer la tierra, ventilar y permitir el acceso para reparaciones. La clave era que cada tramo mantuviera una pendiente perfecta, lo suficientemente leve para que el agua no se estancara, pero no tan brusca como para erosionar el lecho o romper los muros.

La pendiente ideal: entre el 1 y el 3 por mil. Es decir: un metro de desnivel por cada kilómetro excavado. Y lo lograban sin GPS, sin láser, sin AutoCAD… solo con cuerdas, niveles rudimentarios y el famoso “cuadrante Geométrico de Céspedes”. Una auténtica hazaña de cálculo manual.

Pozos: los ojos de la tierra

Cada 20 o 30 metros, como si fueran respiraderos de un organismo subterráneo, aparecían los pozos de aireación. Desde el exterior, se reconocían por los llamados capirotes, unas piedras piramidales que coronaban el pozo y que todavía pueden verse —como fantasmas técnicos— en lugares como la Dehesa de la Villa, el parque de Juan XXIII o los restos del Viaje de Amaniel.

Estos pozos cumplían múltiples funciones: extraer tierra durante la excavación, permitir el acceso a los obreros, ventilar la galería y, en caso de taponamiento, actuar como “boca de desagüe” para aliviar la presión. Eran como las chimeneas de un tren: si no respiraban, todo colapsaba.

Arcas: el cerebro de la red

Pero si las galerías eran las venas, las arcas de agua eran los centros de decisión. Construidas en puntos estratégicos, las arcas cumplían diferentes funciones:

  • Arcas de captación: donde convergían varias galerías menores para unificar caudales.

  • Arcas de cambio o arcas cambijas: donde el agua cambiaba de dirección o se redistribuía.

  • Arcas de repartimiento: auténticos nodos de red, donde el agua se dividía hacia distintas fuentes, edificios o ramales secundarios.

Muchas arcas estaban soterradas, pero otras se construían como pequeños edificios de ladrillo o piedra, con tejadillo, cornisa y hasta decoración arquitectónica, porque su importancia lo merecía. Algunas llegaban a tener compuertas móviles para regular el caudal según la estación, la demanda o las reparaciones.

El Arca Vieja del Viaje de Amaniel, redescubierta y restaurada en la Avenida Juan XXIII, es hoy uno de los pocos ejemplos visibles de este sofisticado sistema de redistribución subterránea.

El destino: fuentes, caños y cántaros

Una vez dentro de la ciudad, el agua no se quedaba bajo tierra. Emergía. Y podía hacerlo de tres formas:

  1. Fuentes públicas, situadas en plazas y calles clave, con uno o varios caños. Allí iban los vecinos a llenar sus vasijas, conversar o lavar. Muchas de ellas fueron monumentales: la fuente de los Caños del Peral, la de la Mariblanca, la de la Plaza de Antón Martín…

  2. Caños privados, concesiones directas a casas nobles, conventos o instituciones públicas, conectados directamente al viaje o a una arca. Era el agua de la élite.

  3. Aguadores, hombres con cántaros y carros que recogían agua en las fuentes y la vendían calle por calle. Un oficio esencial, popular y muy regulado.

El agua no llegaba nunca con presión. Salía por gravedad, a menudo con poco chorro, lo que exigía paciencia y buen horario para evitar aglomeraciones. Las mañanas, por ejemplo, eran un hervidero de cántaros.

Mantenimiento: un sistema vivo

Nada de esto funcionaba solo. Las galerías se colapsaban con tierra, sufrían infiltraciones o se llenaban de raíces. Por eso, el mantenimiento era constante. Había inspectores, llamados veedores, encargados de recorrer las minas. Equipos de poceadores y fontaneros se encargaban de limpiar, desatascar, reparar muros y asegurar que el agua llegara donde debía. En los archivos del Ayuntamiento de Madrid abundan los partes de obras urgentes, las quejas vecinales por cortes y los pleitos por uso indebido… porque sí, como veremos, el agua también se robaba.

Así funcionaba el sistema. Sin una gota de electricidad, pero con toneladas de ingenio y oficio. Una red subterránea que convirtió Madrid en una ciudad que, sin río, supo construir su propio caudal. Y lo hizo con ladrillos, pozos y pendiente. Porque cuando el agua no viene a ti hay que ir a buscarla… aunque sea al subsuelo.

¿Agua para todos? Sí… pero unos bebían más que otros_

Durante siglos, beber agua en Madrid no fue simplemente abrir el grifo —porque grifo no había—. Fue un acto social, un gesto cargado de significados. Dónde la obtenías, cómo la obtenías y de quién dependías para obtenerla hablaba mucho de tu lugar en la escala madrileña.

Porque aunque los viajes de agua fueron obras públicas, no toda el agua que fluía por sus galerías llegaba a todos los madrileños por igual. El agua, en el Madrid de los siglos XVII y XVIII, era un bien común… pero su uso estaba de todo menos democratizado.

Lo público y lo privado: la ciudad dividida en caños

El sistema tenía dos grandes canales… y no hablamos de túneles, sino de realidades paralelas:

  • Por un lado, estaba el agua pública, que surtía fuentes vecinales, pilones y abrevaderos. Era gratuita o al menos “gratuita” en el sentido de que el vecindario la podía usar sin pago directo. Su acceso, sin embargo, implicaba colas, turnos, madrugones y mucha paciencia. Especialmente en verano.

  • Por otro lado, estaba el agua de concesión privada, también llamada “agua de gracia” cuando era otorgada por la Corona o el Concejo sin contraprestación económica. Este agua iba directa a casas de nobles, palacios, monasterios, conventos y edificios institucionales. En muchos casos, conectada directamente desde una arca de repartimiento, sin pasar por fuentes públicas.

Y aquí venía el problema: las concesiones privadas crecían a un ritmo mucho más rápido que la red pública. A mediados del siglo XVIII, algunos estudios cifran que más del 70% del agua del viaje de Amaniel y del de la Fuente Castellana iba a manos privadas. En el caso del viaje del Abroñigal Bajo, el reparto era mitad y mitad. Pero ya ves: incluso lo “mitad público” era una excepción.

En resumen: el pueblo bebía lo que sobraba.

Las “gracias de agua”: cuando el agua tenía apellido

Las concesiones de agua —a conventos, a nobles o a personajes ilustres— no eran solo gestos administrativos, eran actos de poder simbólico. Ser beneficiario de una “gracia de agua” significaba que uno estaba dentro del círculo de confianza del poder, que su vivienda o institución era digna de tener agua propia, sin necesidad de acudir a la fuente como el común de los mortales.

¿Y cómo se otorgaban? Pues como tantas cosas en el Antiguo Régimen: por petición escrita, por favores cruzados, por influencia o, directamente, por compra. En muchos casos se trataba de ventas a censo, una forma de financiación del propio sistema hidráulico: el Concejo vendía derechos de uso del agua a cambio de una cantidad anual. En otras, eran donaciones de la Corona a cambio de servicios prestados o en pago de favores devotos.

Un convento podía recibir media cañería de un viaje; un duque, un ramal completo; un regidor, una derivación desde el arca más cercana. Y luego, claro, estaban los abusos.

Furtivismo hidráulico: el arte de pinchar el agua

No todos los que disfrutaban de agua privada la habían conseguido de forma legal. Uno de los males crónicos del sistema fue el furtivismo, es decir: el robo de agua mediante derivaciones ilegales, conexiones secretas o manipulaciones de las arcas de reparto.

Los archivos municipales están repletos de denuncias vecinales, pleitos, inspecciones, sanciones y hasta reparaciones nocturnas de galerías perforadas a escondidas. A menudo eran vecinos modestos que se enganchaban “de estrangis” al ramal de un convento. Pero otras veces eran los propios beneficiarios legales quienes ampliaban su concesión sin permiso, desviando más agua de la pactada.

Un caso famoso: el Monasterio de la Encarnación, que recibía agua del viaje de Amaniel. Se descubrió que había ampliado su caudal conectando dos caños más a escondidas. ¿Sanción? Un toque de atención y un “no lo volváis a hacer”. Lo dicho: agua bendita, pero bendecida también por la impunidad.

El agua como factor económico

Además de bien vital y símbolo de estatus, el agua era también un bien comercializable. Los aguadores compraban agua en las fuentes públicas (o la recogían directamente en arcas municipales) y la distribuían a domicilio. Había tarifas según el volumen, la distancia y el número de cántaros.

Y en paralelo, algunas instituciones que tenían exceso de agua —como ciertos conventos— la revendían a particulares, lo que generó no pocos conflictos legales. También se producían intercambios: agua por leña, agua por huevos, agua por rezos...

Además, el sistema de viajes tenía su propia economía interna. Los censos de agua eran una fuente de ingresos para el Ayuntamiento y para la Corona. Financiaban nuevas obras, reparaciones, salarios del personal y ampliaciones del sistema. Es decir, que el agua no solo fluía por las galerías: también fluía por los libros de contabilidad.

¿Y el pueblo?

Los vecinos sin concesión privada, los miles de madrileños que vivían en casas humildes, arrabales o corralas, dependían completamente del sistema público. Las fuentes eran lugar de encuentro, pero también de tensión. Había reglas estrictas: no se podía acaparar, no se podía bañar a los animales y existían horarios para lavar ropa. Los guardias municipales —y los vecinos más veteranos— vigilaban que nadie se colara ni hiciera “trampas”.

Y, por supuesto, estaba la figura del aguador: un personaje esencial para las clases populares, especialmente en casas sin pozo propio. Iba de calle en calle con su borrico y sus cántaros. Sin ellos, medio Madrid no bebía.

Así se repartía el agua en el Madrid antiguo. Un sistema brillante en lo técnico pero profundamente desigual en lo social. Una ciudad donde el agua no solo servía para vivir, sino también para distinguir, controlar y dominar. Donde el acceso al caño hablaba de tu apellido, tu sotana o tu fortuna. Y donde el pueblo, como tantas veces, se conformaba con lo que chorreaba del privilegio ajeno.

Los oficios del agua: fontaneros, aguadores y otros héroes sin capa_

Si alguna vez has bebido de una fuente pública en Madrid, si te has detenido en los restos del viaje de Amaniel o si simplemente has abierto el grifo en tu casa sin pensarlo demasiado, deberías dar las gracias a una legión de hombres que dedicaron su vida a que el agua llegara donde debía llegar.

Nos referimos a aquellos que abrieron galerías, los que midieron pendientes con el ojo entrenado, los que bajaban por pozos oscuros para retirar barro con una pala y una vela. Los que no firmaban decretos ni salían en los cuadros de palacio, pero que mantuvieron a flote (o mejor dicho, a corriente) a la Villa y Corte.

Poceadores: los mineros del agua

Si había un trabajo extremo, ese era el del poceador. Eran los encargados de excavar los pozos verticales de acceso a las galerías, los famosos “ojos del viaje”. Cavaban en profundidad, con picos, palas y cubos que subían por poleas rudimentarias. Bajaban con faroles de aceite o simples teas encendidas. El oxígeno era escaso, el polvo, constante. Cada metro excavado era una victoria… y también una amenaza.

Los accidentes eran frecuentes: hundimientos, atmósferas viciadas, cortes, derrumbes... Pero el oficio seguía pasando de padres a hijos, como una condena orgullosa. Los mejores eran los poceadores de Valdemoro y de Villaverde, contratados expresamente para las grandes obras de los siglos XVII y XVIII.

Nadie los reconocía al cruzarse con ellos por la calle, pero ellos sí conocían Madrid mejor que cualquier arquitecto: desde abajo.

Galeristas: los caminantes de la oscuridad

Mientras los poceadores bajaban en vertical, los galeristas avanzaban en horizontal. Excavaban las galerías principales de los viajes, a veces desde un extremo, a veces desde varios puntos para luego unir los túneles con precisión milimétrica. Eran artesanos del desnivel, artistas del 1% de pendiente.

Además, se ocupaban de limpiar los conductos, retirar tierra acumulada, reforzar muros con ladrillo o piedra e inspeccionar el estado de las bóvedas. A menudo trabajaban durante la noche, para no interrumpir el suministro. A la luz de un candil y entre el eco húmedo de las galerías, iban a gatas por túneles estrechos para que el agua siguiera fluyendo como si nada.

Los galeristas no tenían uniforme, ni fama, ni día festivo. Pero sin ellos, el sistema entero se venía abajo.

Fontaneros: los ingenieros del Antiguo Régimen

Aquí entra una figura más conocida, al menos por el nombre: el fontanero. Pero no te imagines a alguien cambiando una junta de goma bajo el fregadero… en el Madrid de los Austrias y los Borbones, ser fontanero era ser técnico, ingeniero, supervisor y gestor. Y si el título era de Fontanero Mayor, el cargo llevaba consigo poder real.

Los fontaneros eran responsables de:

  • Inspeccionar el estado de los viajes.

  • Supervisar las obras nuevas.

  • Autorizar derivaciones.

  • Llevar las cuentas del agua repartida y controlar las concesiones.

  • Organizar reparaciones urgentes.

  • Coordinar a galeristas, poceadores y veedores.

Un nombre brilla sobre todos: Teodoro Ardemans, arquitecto, maestro mayor de las obras de la Villa y Fontanero Mayor del Rey durante el reinado de Felipe V. Fue quien dejó por escrito una de las descripciones más completas del sistema de viajes y quien entendió que el agua no era solo cuestión de albañiles, sino también de administración, técnica y legalidad.

Porque, en efecto, el agua madrileña no solo se construía: se regulaba, se controlaba y se defendía. Y el fontanero, con pluma en una mano y nivel en la otra, era su guardián.

Veedores: los inspectores del subsuelo

Los veedores eran los ojos del sistema. Su misión: vigilar que el agua se repartiera según lo acordado, que no hubiera fugas ni robos, que las concesiones privadas no excedieran su caudal autorizado, que las arcas funcionaran bien y que las fuentes públicas no fueran manipuladas.

Su trabajo era callejero y subterráneo. Pasaban de plaza en plaza, bajaban por los capirotes, revisaban caños, tomaban nota y hacían informes. A menudo eran mal recibidos: los vecinos los veían como “los del ayuntamiento” y los beneficiarios privados temían sus hallazgos.

Pero su figura era fundamental. Sin los veedores, los mapas de agua se convertían en papel mojado.

Aguadores: la cara humana del agua

Cerramos este repaso con el más visible, el más querido y también el más retratado de todos los oficios vinculados al reparto de agua: el aguador.

Los aguadores eran los repartidores del Madrid antiguo. Con sus cántaros de barro o pellejos de cuero colgados del burro, recogían agua de las fuentes públicas y la llevaban de casa en casa. Vendían por cántaro, por arroba o por día. Tocaban a la puerta, voceaban su producto y a veces, incluso, fiaban.

Había aguadores registrados, con licencia y tarifas oficiales, y otros “de ocasión”, que ejercían sin permiso. Muchos eran jornaleros a los que no les quedaba otra que cargar agua para sobrevivir. Algunos trabajaban para conventos o grandes casas, otros por libre. En verano, eran imprescindibles. En invierno, casi invisibles.

El suyo era un trabajo agotador, con temperaturas extremas y espalda rota. Pero sin ellos, el agua del sistema no llegaba a las bocas.

“¡Aguaaa fresquitaaaa! ¡Agua de la fuente! ¡Limpia, sin pecado y sin bicho!”

Así anunciaban su llegada en las esquinas. Eran los altavoces de un sistema mudo.

Todos ellos formaban parte de una cadena silenciosa que sostenía a la ciudad: desde el que cavaba hasta el que inspeccionaba, desde el que repartía hasta el que sancionaba. Sin gloria, sin escudo, sin calle con su nombre. Pero gracias a ellos, Madrid no se secó. Y todavía hoy, si uno cierra los ojos en la Plaza de Isabel II, puede imaginar a un poceador desapareciendo bajo tierra, a un galerista limpiando el túnel o a un aguador subiendo la cuesta del Rastro con su borrico sudando.

Son los hombres que hicieron correr el agua… sin que se notara.

El ocaso de los viajes de agua: cuando el subsuelo ya no daba más de sí_

Todo lo que fluye, se agota. Y Madrid, que durante siglos se mantuvo gracias a un prodigio subterráneo de ingeniería silenciosa, comenzó a notar —con cada gota— que su sistema de agua estaba quedándose viejo, corto y dañado.

No fue un derrumbe súbito. Fue una decadencia progresiva, como la de esos palacios barrocos que aún relucen por fuera, pero cuyas vigas crujen por dentro. Los viajes de agua, que en el siglo XVII habían sido una solución brillante, se convirtieron en el XIX en un sistema anacrónico, insuficiente y desesperadamente parcheado.

Y cuando el agua deja de llegar… llega la urgencia y después, el cambio.

Madrid se desborda: la ciudad crece más rápido que sus caños

A comienzos del siglo XVII, Madrid rondaba los 90.000 habitantes. Dos siglos después, en los albores del XIX, ya había superado los 200.000. El crecimiento urbano era imparable: nuevos barrios, más conventos, más casas de vecindad, más necesidades y más consumo. Pero el agua seguía viniendo por los mismos viajes, desde los mismos manantiales y con la misma gravedad.

El subsuelo comenzó a resentirse. Los derrumbes se multiplicaban. Las filtraciones eran constantes. Algunas galerías se taponaban por completo, otras se hundían, otras sufrían robos sistemáticos. Los aguadores se quejaban de la escasez en las fuentes públicas. Los vecinos —especialmente los del sur y el este— empezaron a vivir con agua un día sí y dos no.

El viaje de Amaniel, por ejemplo, tuvo que reconstruirse casi entero en el siglo XVIII, porque salía más barato rehacerlo desde cero que intentar limpiarlo y reparar sus minas hundidas. Y lo mismo ocurrió con otros tantos.

Se intentó todo: ampliar fuentes, crear nuevos ramales, reducir concesiones, meter presión administrativa… Pero el sistema ya no podía más, la ciudad había superado a su propia infraestructura.

Tecnología contra tradición: las soluciones de emergencia

En un último intento por mantener en pie el sistema tradicional, la Revolución Industrial trajo consigo soluciones tecnológicas. Se introdujeron bombas de vapor para elevar el agua de viajes de baja altitud (como el de la Fuente de la Reina), y se probaron mecanismos de presión artificial. Pero eran parches mal colocados en un pellejo ya ajado.

Las inversiones no llegaban. Los pleitos por el agua aumentaban. La morosidad en los pagos de concesiones alcanzaba cotas insostenibles. Y mientras tanto, el Manzanares seguía sin dar la talla, los arroyos se contaminaban y las fuentes comenzaban a secarse en los meses de más calor.

En el último tramo del primer tercio del siglo XIX, la situación era crítica. El agua ya no llegaba a todos los barrios y cuando llegaba, lo hacía turbia, sucia y a cuentagotas. La ciudad comenzaba a oler a crisis sanitaria. Y, como en toda gran historia urbana, cuando el hedor sube… llega el cambio.

1858: la revolución del Canal de Isabel II

Y entonces, por fin, se hizo la luz. O más bien, se hizo el canal.

Tras décadas de debates, informes, proyectos fallidos y urgencias crecientes, el 24 de junio de 1858 se inauguró oficialmente el Canal de Isabel II, que traía a Madrid agua limpia y abundante desde el río Lozoya, gracias a un sistema de embalses, canalizaciones y presiones controladas. Por primera vez, Madrid bebía de un río de verdad.

La ciudad entraba en la modernidad hídrica. Y los viajes de agua, con más de 300 años de servicio, quedaron obsoletos en un abrir y cerrar de compuertas.

Pero ojo: no desaparecieron de inmediato. Muchos siguieron funcionando de forma residual, sobre todo en barrios que aún no estaban conectados al nuevo sistema. Se usaban para regar huertas, llenar estanques o abastecer pequeños conventos. Algunos aguantaron hasta bien entrado el siglo XX. Eran como esos viejos trenes que siguen circulando mientras las nuevas líneas se imponen.

Los viajes de agua fueron mucho más que una solución técnica. Fueron una columna vertebral oculta, un símbolo de una ciudad que supo sobrevivir sin río y que convirtió el subsuelo en arteria. Su final fue necesario, inevitable y hasta justo. Pero su memoria merece algo más que olvido.

Porque si hoy Madrid es lo que es, es gracias a esos túneles sin glamour, a esos obreros sin nombre y a esos pozos oscuros donde la ciudad aprendió a beber.

Memoria y patrimonio: tras las huellas del agua_

Hoy, los viajes de agua están en silencio. Pero no del todo. A veces aparecen en las obras de la EMT, detienen taladros, obligan a desviar túneles. Siguen ahí, dormidos bajo nuestras calles, como fósiles de barro cocido que una vez llevaron vida líquida a toda una ciudad.

Los viajes de agua no son ruinas al uso. No son templos ni castillos. No tienen columnas corintias ni frescos que deslumbren. Y sin embargo, son historia de Madrid, formando parte de esa arquitectura que, aunque no se ve, define profundamente el carácter de una ciudad.

Aunque hoy ya no se usen, siguen bajo nuestros pies, dormidos como ríos de piedra, esperando a que alguien se acuerde de que alguna vez lo sostuvieron todo: la vida, la sed, la rutina y la ciudad.

En los últimos años, por suerte, esa memoria se ha ido recuperando. Uno de los mejores lugares para entender cómo funcionaban estos sistemas es, sin duda, la estación de metro de Ópera. Allí, a pocos metros del bullicio y las prisas cotidianas, se conserva un tramo restaurado del antiguo Viaje de Amaniel y la Fuente de los Caños del Peral, redescubierta durante unas obras en 2009.

Hoy forma parte del Museo Arqueológico de la Estación de Ópera, un espacio subterráneo donde puedes ver de cerca los restos de la galería hidráulica, los sistemas de canalización y los vestigios de una de las fuentes más importantes del Madrid del siglo XVII. Se puede visitar con cita previa o en jornadas de puertas abiertas y es un tesoro poco conocido incluso entre madrileños.

Una ciudad que aún susurra agua

Hoy, Madrid ha cambiado. Ya no hay aguadores ni cántaros. No madrugamos para hacer cola en la fuente. No bajamos por pozos con faroles. Pero en cierto modo, esa memoria sigue ahí. En los nombres de algunas calles (Fuente del Berro, Amaniel, Caños del Peral…), en la lógica de ciertas cuestas, en las huertas de los conventos o en la humedad persistente de algunos sótanos antiguos.

Quizá, si paseas una noche de verano por la Plaza de Isabel II y el tráfico se detiene un segundo, el ruido se queda en pausa… tal vez escuches un leve goteo bajo tus pies. Si eso ocurre, no te asustes. Solo es la ciudad recordando que, durante siglos, fue una ciudad que supo beber sin río.


Francisco de Quevedo Villegas (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645) Historia de Madrid

Francisco de Quevedo Villegas (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645)

Manzanares, Manzanares, arroyo aprendiz de río
— Francisco de Quevedo y Villegas


¿cómo puedo encontrar el Museo arqueológico de los caños del peral en madrid?