Cuerda para rato

PLaza del Marqués viudo de Pontejos. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Plaza del Marqués viudo de Pontejos. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Mozos de cuerda, un peso a sus espaldas

Madrid es una ciudad dinámica y en constante movimiento, donde el reparto de mercancías a negocios y domicilios es cada vez más necesario en nuestro día a día. Reparto de supermercados, bicicletas y motocicletas para la entrega de comida, furgonetas de mensajería o camiones de mudanzas dominan nuestras calles pero... ¿quien realizaba estas funciones cuando aún no se había inventado el automóvil o bien los madrileños no se lo podían permitir? El mozo de cuerda era la solución en estos casos.

El mozo de cuerda o de cordel era la persona que se ofrecía en los lugares más transitados de la capital, especialmente en las plazas y los alrededores de los mercados, a disposición de todo aquel que necesitara los servicios de acarreo de bultos, paquetes y carga pesada en general. Su origen como ocupación remunerada parece datar de finales del siglo XVIII y su gremio siempre estuvo asociado al de los aguadores.

Cualquier objeto era susceptible de que ellos lo acarreasen. Para ello, se ayudaban de una cuerda y, a veces, de una carretilla de madera que les permitiera el traslado de mercancías dentro de la ciudad. El secreto de su trabajo estaba en saber usar la cuerda para atar los bultos y sujetarlos a su cuerpo para no hacerse daño, siendo capaces de cargar grandes pesos sobre los riñones, recorriendo largas distancias y subiendo y bajando escaleras en los domicilios.

Como todo trabajo que, aparentemente, se basa en la fuerza física, solía ser menospreciado y se destinaba a las capas sociales más bajas. AL igual que los serenos, los mozos de cuerda de Madrid eran en su mayoría gallegos y asturianos que habían emigrado a la capital en busca de trabajo, con la intención de reunir dinero suficiente para volver algún día a su pueblo y comprar un terreno con el que dedicarse a la agricultura o a la ganadería.

Esta necesidad de ahorro les hacía llevar una vida miserable. Solían vivir en grupos, hacinados en cuchitriles sin las menores condiciones de higiene, lo que les convertía en un potencial peligro sanitario. Eran frecuentes las reclamaciones de los vecinos para que las autoridades sanitarias visitaran sus domicilios y controlaran su nivel de salubridad, con el fin de evitar la propagación de enfermedades contagiosas.

Generalmente se confiaba en su honradez, pero no faltaban casos de robos. Además, las quejas que recibían por parte de los peatones eran constantes por el peligro que provocaban al caminar cargados por las aceras y por los disturbios que originaban cuando no estaban trabajando, debido a su tendencia a la bebida.

Esta mala fama provocó que, en 1844, se estableciera el primer reglamento para mozos de cordel de Madrid, que pasaban a ser funcionarios. Se les obligaba a tener una licencia avalada por un fiador de “garantías y honradez”, que tuviesen entre dieciocho y cincuenta años y que fuesen robustos. Debían portar de manera visible una chapa metálica con el número de licencia en la gorra, el sombrero o el chaquetón. No se les permitía permanecer en las esquinas de las calles, ni sentarse o tumbarse impidiendo el paso de la gente. Finalmente, pasaban a estar organizados en cuadrillas con dos capataces, elegidos por los mozos, que serían responsables de las posibles faltas.

Debían estar situados en puntos de la vía pública previamente determinados por el jefe de Guardia, como esta plaza del Marqués viudo de Pontejos, para ser localizados cuando se necesitase su servicio. No podían ausentarse de su puesto sin justificación bajo sanción, y a las tres sanciones perdían su trabajo.

A partir de 1859 el reglamento se hizo más meticuloso en favor de los derechos de los clientes. Se tasó el precio del servicio por el gobierno provincial correspondiente y entre las obligaciones de los mozos se impuso acudir en caso de incendio al lugar siniestrado, así como denunciar alborotos y escándalos.

De manera extraoficial y cobrando el servicio, se incluyeron también entre sus ocupaciones la de camilleros para los heridos y los enfermos. Aunque esta competencia legalmente correspondía al personal de los hospitales y casas de socorro, habitualmente era más rápido y fácil localizar a los mozos.

Otras veces las fuerzas de orden público buscaban su ayuda y la de los aguadores para detener maleantes, separar peleas y sacar a algún borracho de las fuentes.

En Semana Santa y otras fiestas con procesiones, cuando faltaban cofrades, estaban obligados a cargar los pasos procesionales, pero sin vestir su uniforme laboral, lo que desluciría la ceremonia.

Con el tiempo, a los mozos les surgieron competidores, como los mandaderos públicos, encargados de llevar documentos, y especialmente los llamados “soguillas”, que llevaban una cuerda al hombro y se hacían pasar por mozos sin serlo. Muchos eran ladrones y timadores, pero otros no pasaban de simples necesitados de algún trabajo para poder comer. Eran un producto más de la miseria de la ciudad.

En 1890 abría en Madrid Continental Express, el equivalente a una firma de mensajería actual, innovadora fundamentalmente en los modos. En una sociedad sin teléfono el aspecto del portador cobraba gran importancia, especialmente si entregaba un mensaje delicado como una carta de amor, función para la que no servía un rudo mozo de cuerda.

La Continental ponía a disposición de sus clientes los petits rouges y los petits bleus, dependiendo del color de su uniforme, que eran unos mensajeros de entre doce y quince años, bien vestidos, con guantes y con una flor en la solapa. Cumplían el papel de criado particular para los aristócratas, llevaban ramos de flores, cartas o cajas de bombones a un precio asequible: treinta céntimos el servicio.

Hacia 1928 el de mozo de cuerda era ya un oficio en vías de extinción. Los avances científicos como el telégrafo, el teléfono y, sobre todo, el automóvil y los taxis, supusieron su puntilla.

Aunque, afortunadamente, hoy en día la forma de trabajo de los repartidores no exige un nivel de sufrimiento físico como el de aquellos mozos de cuerda, probablemente seguimos sin valorar en su medida un trabajo exigente y poco agradecido, pero cada vez más necesario para nuestro bienestar, porque como bien expresa nuestro refranero popular: “Ningún rico recuerda cuando era mozo de cuerda”.

Mozo de cuerda. Madrid, 1917

Mozo de cuerda. Madrid, 1917

Los robustos mozos de cordel, que se hallan en las esquinas de las calles, aunque toscos sobremanera, sirven para conducir los efectos y hacen toda especie de mandados, lo cual ejecutan con bastante exactitud y notable probidad, pagándoles de 2 a 4 reales por cada mandado
— Ramón de Mesonero Romanos


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