Al mal tiempo, buena cara

Calle Mira el Río Baja. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Calle Mira el Río Baja. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

El diluvio universal… en Madrid

Sin duda, en España siempre recordaremos la llegada del año 2021 por el temporal de nieve y frío provocado por la borrasca “Filomena”, uno de los más intensos de la historia de España por su extensión e intensidad, especialmente en Madrid. Si algo nos dejó claro esta experiencia es que, a pesar de las previsiones, el factor meteorológico puede ser también un desagradable factor sorpresa.

Aunque todos somos conscientes de que contra la naturaleza no podemos luchar, hoy en día podemos servirnos de la ciencia para intentar sortearla. Anticipándonos a los fenómenos meteorológicos podemos planificar mejor nuestra vida, pero… ¿cómo se apañaban los madrileños de los siglos XIV al XVII para prever las condiciones climáticatológicas?

Los meteorólogos actuales están acostumbrados a trabajar con datos precisos. Los climogramas les permiten anticipar los grados de temperatura o los milímetros por metro cuadrado para las precipitaciones. Sin embargo, hace cinco siglos no existían ninguno de estos datos, ya que los registros continuados con todos esos parámetros empezaron a recogerse en España de forma más o menos sistemática desde la segunda mitad del siglo XVIII.

El conocimiento climatológico y meteorológico era fundamental en el mundo preindustrial. Aunque con apenas datos, las personas conocían tanto los ciclos esenciales del clima como sus características para aplicarlos en su vida cotidiana, que estaba estrechamente vinculada a la naturaleza.

Los agricultores y los monteros debían saber de tiempo y de clima, ya que de ello dependía gran parte de la economía campesina. Por eso, ambos oficios debían ser capaces de prever las condiciones de temperatura y lluvia que haría durante días en una zona según la época del año.

Dividían el año climático en dos periodos: su verano, equivalente nuestra primavera y verano, y su invierno, correspondiente a nuestro otoño e invierno. Apenas aparecían en su vocabulario las palabras primavera y otoño.

Sus predicciones meteorológicas se basaban en costumbres y comprobaciones locales que, con el tiempo, fueron incorporándose a manuscritos y tradiciones, especialmente del ámbito eclesiástico.

Además, el alto grado de analfabetismo de la población provocó que el tratamiento de los fenómenos meteorológicos se fuera transmitiendo oralmente de generación en generación a través de refranes, cabañuelas, fases lunares y el propio santoral, estableciéndose una especie de predicciones adivinatorias en las que las condiciones meteorológicas de días concretos servían para determinar comportamientos climáticos mensuales, anuales o incluso estacionales.

El remedio para combatir el efecto negativo de la inminente climatología predicha eran los rituales, las procesiones, las oraciones y las letanías. Algunos ejemplos eran las advocaciones a Santa Bárbara, que hoy día se mantienen, o la campana de la iglesia de San Pedro el Viejo que, según una leyenda de la Edad Media, tañía sola y desviaba las tormentas que se acercaban a la ciudad.

Durante el Siglo de Oro comenzaron a incluirse los fenómenos meteorológicos y su conocimiento en tratados de astronomía, física, medicina, agricultura, etc. En estos documentos se establecían criterios de predicción basados en la observación del entorno. Por ejemplo, el hecho de que las cerraduras de las puertas resultaran más difíciles de abrir se interpretaba como señal de lluvia inminente. También si los olores de ciertos productos eran más fuertes de lo normal, si las plumas y las pajas dibujaban remolinos en el suelo, si la sal se deshacía o si las campanas de las iglesias sonaban más fuerte de lo habitual.

Las primeras noticias de observaciones meteorológicas y recogida de datos ordenadas en Madrid datan de la primera mitad del siglo XVIII, haciéndose aún más sistemáticas a partir de la última década de este siglo, bajo el auspicio del Real Observatorio Astronómico y el Instituto Central de Meteorología ubicado en el Castillete del Parque del Retiro.

A lo largo del siglo XIX esta institución, y la Junta General de Estadísticas del Reino, marcaron las pautas de observación y coordinaron las actuaciones que se realizaban en las capitales de provincia, de manera sistemática y homogénea. Gracias a estos datos tenemos hoy noticia de los fenómenos meteorológicos singulares documentados y acaecidos en Madrid hasta mediados del siglo XIX.

Los fenómenos meteorológicos singulares son acontecimientos de carácter local, poco frecuentes, de intensidad significativa y que provocan cierto impacto social, como vientos fuertes, tornados, olas de frío, nevadas copiosas o tormentas singulares. Algunos de ellos han estado presentes en la historia de la capital.

La tarde del 12 de mayo de 1886, por ejemplo, se desató el mayor huracán-tornado documentado en Madrid, generando numerosos destrozos en viviendas, calles y establecimientos.

Entre el 16 y el 18 de septiembre de 1680, una histórica granizada causó estragos en la capital, hiriendo a lavanderas, matando animales y destrozando árboles y cultivos.

A pesar de los daños producidos por “Filomena”, las nevadas nunca han sido habituales en Madrid. Sin embargo, en diciembre de 1884 dejaron una capa de entre 15 y 20cm de espesor en la capital, paralizando el tráfico rodado y produciendo numerosas muertes.

No obstante, de entre todas las situaciones generadas por fenómenos meteorológicos singulares en la capital, la palma se la llevan las lluvias torrenciales que cayeron en 1438, dejando su huella en el callejero madrileño que aún hoy permanece y que quizá muchos desconocemos.

Desde finales del siglo XIV y principios del XV las irregularidades en el clima peninsular estuvieron a la orden del día: grandes sequías, fuertes heladas y largas lluvias provocaron periodos de hambruna en numerosas zonas de nuestro país, azotando sobre todo a la capital. Estas inclemencias climáticas culminaron en un gran diluvio que comenzó en octubre de 1438 y que inundó Madrid durante casi tres meses.

La ciudad se sumió en un caos a causa de las lluvias ininterrumpidas. Cientos de personas murieron ahogadas, al igual que numeroso ganado; las cosechas se echaron a perder y la ciudad quedó arrasada, con fragmentos de las murallas derribados y casas destrozadas.

La pérdida de cosechas llevaría a una posterior hambruna que derivaría, meses después, en una epidemia de peste. Entre abril y noviembre murieron más de cinco mil personas y quedaron afectadas de una forma u otra más de seis mil, asolando a una Villa de no más de veinte mil habitantes que tardaría tiempo en recuperarse.

Los cronistas afirman que el temporal llegó a causar el desbordamiento del río Manzanares, provocando que los vecinos acudieran a lo alto de unas peñas para contemplar la crecida fluvial, sin parar de repetir: “¡Mira el río! ¡Mira el río!”. Esta situación daría lugar al nombre actual de las calles, Mira el Río Baja y Mira el Río Alta, en el actual barrio de Lavapiés.

Una tercera calle forma un grupo temático con las dos anteriores: la Calle Mira el Sol, en el barrio de Embajadores. Tras las copiosas lluvias que se habían iniciado en el mes de octubre, el 2 de febrero de 1439 Madrid amaneció con un sol radiante, provocando que nuevamente los vecinos acudieran en masa para admirar el primer día de claridad, mientras exclamaban: “¡Mira el sol! ¡Mira el sol!”.

Más allá de que esta anécdota/leyenda/crónica sea cierta, es la única explicación que ha llegado hasta nuestros días, dando nombre a unas de las calles más antiguas de la capital. Y es que muchas veces los nombres de las vías que nos rodean, al margen de la curiosidad, están cargados de historia por los oficios que en ellas se desarrollaban, por los sucesos que acogieron e incluso por los fenómenos meteorológicos que sufrieron. ¿Quién sabe si Filomena bautizará en adelante alguna de las principales arterias madrileñas?.

Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963)

Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963)

La lluvia es triste porque nos recuerda cuando fuimos peces
— Ramón Gómez de la Serna


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