Dónde vas, con mantón, de Manila…

Cartel de La Verbena de la Paloma. Historia de Madrid

Portada del libreto y cartel anunciador de la función del estreno de La verbena de la Paloma en el Teatro Apolo de Madrid

la verbena de la Paloma: Un cuento costumbrista

El Madrid de la Restauración y el teatro por horas_

Dicen que Madrid, en los veranos de la Restauración, olía a buñuelos recién fritos y a vino peleón servido en vasos gruesos. Y yo lo creo. Porque basta asomarse a la calle de Toledo, un 14 de agosto, para notar en la piel ese soplo de vida popular que ningún otro rincón de España podría imitar. Era un Madrid castizo, de organillos y chisperos, donde los pregones se mezclaban con los rezos a la Virgen de la Paloma y las risas con algún improperio salido de una taberna.

No era la capital solemne de los políticos ni de los grandes señorones. No. Este Madrid era del pueblo, un Madrid que se estaba descubriendo a sí mismo como protagonista. Porque por aquellos días, la ciudad entera comenzaba a verse reflejada en un invento que había revolucionado la noche madrileña: el teatro por horas.

¿Que qué era eso? Pues una ocurrencia muy nuestra, tan madrileña como el Manzanares. Imagínese usted que, en lugar de tragarse tres actos seguidos durante cuatro horas como mandaba el teatro de postín, uno pudiera entrar al coliseo, pagar una peseta, reírse durante cuarenta minutos y salir tan contento a tomarse una limonada. Fue cosa de Antonio Riquelme y otros cómicos con más gracia que dinero. El arte al alcance de los bolsillos modestos, como decía don Benito Pérez Galdós, que andaba por entonces defendiendo con uñas y dientes lo que los críticos finos despreciaban.

Yo lo recuerdo bien. El Teatro Apolo, en la calle de Alcalá, se llenaba cada noche de un público como no se había visto antes: porteros con la gorra en la mano, chulapas con mantones heredados, señoritos que se hacían los castizos por una noche y hasta algún boticario de esos que presumían de “estar al día con la ciencia”. Y allí, en ese ambiente cargado de risas, abanicos y un calor pegajoso que ni el sereno aguantaba, se iba forjando algo más que sainetes: se estaba escribiendo la memoria viva de Madrid.

Porque el teatro por horas no era solo diversión barata. Era un espejo. El público se reconocía en cada frase, en cada chascarrillo: la portera respondona, el mozo celoso, el tabernero de buen corazón, la vieja que todo lo sabe… Hasta los juegos de tute parecían calcados de las partidas que se armaban en los patios de corralas. Cuando en el escenario alguien soltaba aquello de “Hoy las ciencias adelantan, que es una barbaridad”, el teatro entero estallaba en carcajadas porque lo habían dicho antes, esa misma tarde, en la botica de la esquina.

Madrid estaba cambiando. La clase media comenzaba a crecer y quería verse, por fin, protagonista de algo. Y ahí, entre el humo de los cigarros y el tintinear de los vasos, surgían los nuevos ídolos del pueblo: los autores del género chico, esos que, con humor y mucha calle, estaban contando nuestra vida mejor que cualquier político. Ricardo de la Vega era uno de ellos… el autor perfecto, en la época perfecta para que una anécdota, la más simple y callejera, se convirtiera en leyenda.

El encuentro casual: el cajista desdichado_

Era una tarde pegajosa, de esas en que el calor madrileño se cuela hasta en los pliegues de la ropa y parece que los adoquines hierven. Yo me refugié, como casi siempre, en la imprenta donde trabajaba Ricardo de la Vega, porque allí, entre el olor a tinta fresca y el repiqueteo de las cajas tipográficas, se respiraba algo más que aire viciado: se respiraban historias.

Ricardo, con su eterna pluma manchada de negro y aquella letra endiablada que ni los mismísimos cajistas entendían, estaba revisando unos papeles de La Gran Vía, la revista que llenaba de chismes y sainetes a medio Madrid. Siempre decía que los mejores personajes no salían de los libros, sino de la calle, y allí, en la imprenta, era donde más vidas se cruzaban.

Fue entonces cuando entró el cajista, un mozo moreno y con cara de pocos amigos, que tiró su gorra sobre la mesa con un gesto que decía más que mil palabras. Ricardo lo miró por encima de sus gafas, con esa media sonrisa que gastaba cuando intuía que alguien estaba a punto de contarle algo jugoso.

—¿Y a ti qué mosca te ha picado, Julián? —le soltó, como quien pregunta por cortesía pero con la oreja bien afilada.

El muchacho resopló y se dejó caer en un taburete. Tenía los ojos oscuros llenos de un brillo de orgullo herido, el mismo que llevan los chulapos cuando se sienten cornudos, aunque sea solo de pensamiento.

—¡He reñido con la Susana, don Ricardo! —exclamó al fin, como quien escupe una verdad que le quema la lengua—. ¡La he visto, sí señor, con mis propios ojos, paseando en coche de caballos con un viejo verde!

Ricardo fingió sorpresa, pero yo sé que por dentro ya estaba tomando nota mental de cada palabra.

—¿Un viejo verde, dices? —insistió, dándole cuerda como si el mozo fuera un organillo—. ¿Y estás seguro de que era ella?

—¡Hombre, claro que era ella! —respondió Julián, con esa mezcla de rabia y despecho que lo volvía casi melodramático—. ¡Ella y su hermana, muy tiesas, dejándose agasajar como si fueran marquesas! Pero no me conoce a mí… Mañana, si la pillo en la verbena, armo un escándalo que se va a oír en todo Madrid.

Ahí fue cuando lo vi: Ricardo inclinó la cabeza y sonrió, ese gesto suyo que era media confesión de que algo estaba naciendo en su mente. No le contestó de inmediato. Solo asintió, como si estuviera de acuerdo con la furia del muchacho, pero sus ojos estaban en otra parte: en los diálogos que ya empezaba a componer en silencio.

—Anda, anda, chaval —le dijo finalmente, con un aire paternal—. No te enciendas, que de celos no se ha muerto nadie… todavía.

Pero mientras hablaba, yo notaba cómo su mirada iba y venía entre Julián, con su gesto mohíno y manos callosas de cajista, y el ir y venir de la calle por la ventana abierta. Seguro que en su cabeza ya estaba colocando a ese chulapo despechado en una taberna, mascullando celos delante de una madrina sensata. Y estoy casi seguro de que, en ese mismo instante, la tía Antonia, el boticario don Hilarión y hasta el tabernero comenzaron a tomar forma sin que él lo dijera en voz alta.

Porque Ricardo era así: le bastaba una confidencia para encender la chispa. Julián se fue refunfuñando, prometiendo vengarse en la verbena, y De la Vega se quedó un momento en silencio, con la pluma en la mano. Luego, sin mirarnos, murmuró algo que me heló un poco la sangre, porque era como si hubiera leído el futuro:

—Este muchacho no lo sabe, pero acaba de darme la mejor historia de Madrid

La creación de los personajes: Madrid se cuela en el libreto_

Si algo tenía Ricardo de la Vega era ojo para la gente. Decía siempre que Madrid no necesitaba inventarse: bastaba con copiarlo bien. Y después de aquella charla con el cajista despechado, se tomó en serio la tarea de copiarlo… pero con gracia.

Por las tardes, cuando el calor aflojaba y los organillos empezaban a desgranar valses por las esquinas, lo veías caminar despacio por las callejas de La Latina, como si no tuviera prisa. Se detenía en cada taberna, en cada buñolería, como un cliente más, pero no estaba allí por los buñuelos ni por el vino peleón: iba cazando palabras.

—La tía Antonia no será más que la señá Paca del corral de Embajadores, —me dijo un día entre risas, mientras tomábamos una gaseosa en la buñolería de la calle Calatrava—. ¡Qué vieja más respondona! Hoy la he oído decirle al del carbón que “si quería respeto, se lo comprara en la botica”. ¡Eso hay que escribirlo, hombre, eso hay que ponerlo en un sainete!

Y así era todo con él. Cada personaje nacía de alguien real. El tabernero bonachón lo encontró en un hombre de bigote rubicundo que atendía en la taberna de la calle Concepción Jerónima y que siempre acababa mediando en las broncas de borrachos con un: “Vamos, hombre, que aquí no se toca na”. El sereno gallego, lento y resignado, era calcado de uno que dormía apoyado en un farol de la Plaza de la Cebada y que siempre murmuraba “uf, qué trabajo” antes de mover un dedo.

Pero su favorito, don Hilarión, el viejo verde con bombín y mirada alegre, surgió de una mezcla de dos boticarios que Ricardo conocía de vista: uno del barrio de Lavapiés que recetaba limonada purgante para todo y otro de la calle Toledo que, a pesar de su edad, no perdía ocasión de piropear a las chulapas que pasaban.

—Le pondré un chotis —me confesó una tarde, con ese brillo en los ojos que solo tienen los que se divierten trabajando—. Algo como “Una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid…”. ¡Que el público lo cante en la calle al día siguiente!

Y lo más curioso es que no solo copiaba los gestos: robaba hasta las muletillas. El famoso “Julián, que tiés madre” lo oyó en una corrala, de boca de una mujer que reprendía a su hijo mientras colgaba la ropa. La frase le hizo tanta gracia que la anotó en un papel arrugado antes de olvidarse de beber su café.

Por las noches, de vuelta en su casa, Ricardo escribía como si tuviera prisa. Decía que las historias hay que atraparlas antes de que se escapen a otra cabeza. Lo veías inclinado sobre su mesa, murmurando los diálogos en voz alta, probando acentos, soltando de pronto una carcajada cuando alguna réplica sonaba “muy de la calle”. A veces, cuando le preguntabas si estaba componiendo un sainete, se limitaba a negar con la cabeza:

—No, amigo, esto no es solo un sainete. Es Madrid hablando por sí mismo.

Y tenía razón. Cuando terminó el libreto, no había un personaje que no pareciera sacado de la esquina de tu casa. Todo olía a Madrid: los buñuelos de la buñolería de lujo, el vino de la taberna, las discusiones sobre limonada purgante, el calor sofocante que obligaba a sacar sillas a la calle. Hasta las peleas de tute parecían copiadas de una partida cualquiera en un portal.

Pero claro, el libreto estaba escrito… y aún faltaba lo más difícil: convencer a alguien de ponerle música.

Ricardo lo sabía. Cerró la carpeta donde guardaba aquellas hojas manchadas de tinta y suspiró, como quien guarda un secreto precioso.

—Ahora falta que Madrid lo cante —dijo, casi en un murmullo—. Pero eso… ya no depende de mí.

No imaginaba entonces que la primera respuesta iba a ser un portazo en toda regla…

Crisis creativa: el rechazo de Chapí_

Decían en los cafés de la calle de Alcalá que Ruperto Chapí era un hombre tan ocupado que componía más rápido que los cajistas ponían letras en una plancha de imprenta. Y no andaban desencaminados: en aquel verano del 93, Chapí estaba en todas partes, estrenando zarzuelas grandes, revisando partituras de óperas y atendiendo a empresarios que le rogaban, casi de rodillas, que pusiera su nombre en sus carteles. Era la gran estrella del momento y lo sabía.

Por eso, cuando Ricardo de la Vega entregó el libreto de La verbena de la Paloma con toda la ilusión de un padre primerizo, muchos ya se olían la respuesta. El sainete era demasiado humilde para un compositor que soñaba con óperas nacionales y aplausos de alta sociedad.

La escena que siguió fue digna de un sainete en sí misma.

—“Esto es muy gracioso, Ricardo, muy madrileño… pero no es para mí” —dicen que dijo Chapí, hojeando las páginas como si fueran un pasquín cualquiera. Y con la misma rapidez con que hojeó, cerró el libreto y se lo devolvió. “Yo ahora no me ocupo de género chico. Mi agenda está llena.”

El rumor corrió como pólvora. En los pasillos del Teatro Apolo, los empresarios iban y venían con cara de entierro. Antonio Riquelme, uno de los impulsores del teatro por horas, mascullaba maldiciones entre dientes.

—¡Si Chapí no lo quiere, esto no se estrena! —decía el empresario, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Una obra sin su firma es como un cocido sin garbanzos!

Ricardo escuchaba todo en silencio, sentado en un rincón del Café de Fornos, removiendo una gaseosa que ya no tenía burbujas. El hombre que hacía reír a Madrid estaba, por primera vez en mucho tiempo, serio como un sermón.

—“¿Y si no se estrena nunca? —me confesó en voz baja aquella tarde—. ¿De qué sirve un sainete si nadie lo canta? ¿Si nadie se ríe?”

Lo miré y, aunque intenté animarlo, comprendí lo que estaba en juego: el teatro por horas dependía de obras así, chispeantes y con olor a calle, y sin embargo los grandes nombres seguían menospreciándolo, como si fuera teatro menor para gentes menores.

Mientras tanto, en las mesas del café, los chismosos no paraban de opinar:

—“Es que Chapí tiene razón. Este teatro de piezas cortas es pan para hoy y hambre para mañana.”

—“¡Anda ya, hombre! —saltaba otro—. Lo que pasa es que Chapí tiene miedo de mancharse las manos con el pueblo.”

Ricardo no entró en la discusión. Solo se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y, antes de salir, murmuró algo que sonó más a promesa que a consuelo:

—“Si Chapí no quiere, ya querrá otro. Madrid no puede quedarse sin esta historia.”

No sabía aún quién sería ese “otro”, ni que el destino le iba a poner en el camino a un músico que, en teoría, tampoco encajaba en el género chico, pero que sería su mejor aliado. Un tal Tomás Bretón, más conocido por sus óperas que por sus sainetes… y que cambiaría para siempre la suerte de la obra.

El giro: la entrada de Tomás Bretón_

A veces, el destino se viste de entremés. Y esta vez lo hizo en forma de un compositor serio, con bigote impecable y fama de operista culto, que se dejó caer por el Café de Madrid una tarde cualquiera, atraído por los rumores de un libreto que, decían, estaba tan lleno de Madrid como una verbena de agosto.

Tomás Bretón no era hombre de tabernas ni de buñolerías. Venía de Salamanca y soñaba con crear una ópera nacional que compitiera con Verdi, no con hacer reír a chulapos en una función de cuarta del Apolo. Pero algo en ese murmullo de calle lo intrigó.

Se sentó frente a Ricardo de la Vega, que lo miró como quien ve llegar a un torero a una partida de tute. Entre ambos no había, en principio, nada en común: uno era el cronista de la calle y el otro, el músico de los grandes salones.

—Así que este es el famoso libreto —dijo Bretón, hojeando las hojas manchadas de tinta—. Un sainete, ¿eh?

—Un sainete, sí, señor —respondió Ricardo con un gesto retador, aunque en el fondo se moría de ganas de convencerlo—. Pero no uno cualquiera. Esto es Madrid. Aquí hasta los serenos hablan como en la corrala.

Bretón siguió leyendo, con las cejas arqueadas. De vez en cuando soltaba una leve sonrisa, casi imperceptible.

—Esto… —dijo finalmente, dejando el libreto sobre la mesa—. Esto no es solo un sainete, Ricardo. Esto tiene música dentro.

—¡Ah, vamos, hombre! —replicó el dramaturgo, cruzándose de brazos—. No me venga con cosas de ópera.

Bretón soltó una carcajada, la primera que yo le había visto.

—Precisamente por eso —contestó, inclinándose hacia él—. Porque la obra tiene sainete, le voy a poner música como si fuera ópera.

Ricardo lo miró como si no entendiera bien.

—No me diga que va a meterme un tenor y un aria interminable…

—Nada de eso —rió Bretón—. Déjame jugar con los coros, con las seguidillas, con esa habanera que pide a gritos una orquesta. Este libreto huele a chotis, sí… pero también a algo más grande.

Y así, entre bromas y un apretón de manos, nació el tándem más inesperado del género chico: el sainetero castizo y el operista elegante.

Las semanas siguientes fueron un espectáculo en sí mismas. Se les veía juntos en cafés y tabernas, discutiendo con pasión.

—“Tomás, que tié sainete, no te olvides” —le recordaba Ricardo cada vez que Bretón se entusiasmaba demasiado con una orquestación.

—“Y tú, Ricardo, no sabes la ópera que llevas escondida en esas frases” —le replicaba Bretón, divertido.

El resultado fue una música que parecía beberse como un vaso de limonada fresca, llena de ritmo popular, pero con un cuidado que ni los críticos más exquisitos pudieron ignorar. Cuando Bretón presentó las primeras partituras, hasta los empresarios del Apolo respiraron aliviados.

—¡Esto va a ser un pelotazo! —exclamó Antonio Riquelme, palmeando la espalda de Ricardo.

Y vaya si lo fue. Madrid entero iba a tararear esas seguidillas antes de que acabara el verano…

Porque lo que comenzó como un simple “sí” de Bretón acabaría explotando en la noche más gloriosa del Teatro Apolo. Pero esa, amigos míos, es otra escena…

Clímax: la noche del estreno en el Teatro Apolo_

Era 17 de febrero de 1894, y el Teatro Apolo, en la calle de Alcalá, brillaba como una estampa de verbena aunque fuera invierno. No importaba el frío: la gente hacía cola desde media tarde, algunos con el mantón al hombro, otros con la gorra calada y hasta algún señorito perfumado que quería codearse, por una noche, con el pueblo llano. El ambiente olía a puro barato, a colonia de lavanda y a esa mezcla de nervios y expectación que solo se respira en los grandes estrenos.

Dentro, el teatro hervía. El teatro por horas estaba en su máximo esplendor y la gente venía dispuesta a pasar un buen rato sin gastarse una fortuna. “¡Con que me haga reír y me ponga una musiquilla pegadiza, ya me tienen ganado!”, decía un chulapo desde el gallinero, mientras su novia le arreglaba el pañuelo.

Entre bambalinas, Ricardo de la Vega caminaba de un lado a otro como un chiquillo en día de examen. Llevaba el libreto doblado en el bolsillo, aunque ya no hacía falta: se lo sabía de memoria. Tomás Bretón, en cambio, permanecía sentado, tranquilo, ajustándose el chaleco con la flema de quien está acostumbrado a los escenarios grandes.

—“Tú estate quieto, Ricardo” —le dijo Bretón, con esa media sonrisa que tanto exasperaba al sainetero—. “Esto ya no es nuestro. Ahora es de ellos.”

—“¡Sí, pero si no se ríen me muero!” —replicó De la Vega, dando una vuelta más entre tramoyas y actores.

A las ocho en punto, se apagaron los murmullos. El telón subió.

Desde el primer cuadro, Madrid estalló en carcajadas y palmas. Cuando don Hilarión y don Sebastián discutieron sobre la limonada purgante, medio teatro murmuró el célebre estribillo antes de que terminara:

—“¡Hoy las ciencias adelantan, que es una barbaridad!”

Las mujeres se daban codazos, los hombres reían con los ojos brillantes. No estaban viendo un sainete: se estaban viendo a sí mismos.

Cuando entró en escena Julián, mohíno y despechado, más de uno soltó un “¡eso me ha pasado a mí, chico!” desde el gallinero. Y al oír a la señá Rita repetir aquello de “Julián, que tiés madre”, una mujer gritó entre risas:

—¡Pues claro que tiés madre, no seas animal!

La música de Bretón era el otro gran protagonista. Las seguidillas sonaban frescas como si salieran de un organillo de la calle; el chotis de don Hilarión hizo que los pies del público se movieran solos bajo los asientos; y cuando la habanera “¿Dónde vas con mantón de Manila?” comenzó, un silencio reverente cayó sobre el teatro antes de estallar en un aplauso atronador.

Una ovación que hizo historia_

El final fue un auténtico delirio. Cuando el inspector cerró la obra con su frase:

—“Señores, háganme ustedes el favor de no armar otro escándalo en la verbena de la Paloma”

…el teatro entero se puso en pie. La gente coreaba el estribillo de las seguidillas mientras aplaudía a rabiar:

“Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de la China-na te voy a regalar…”

Ricardo, desde un palco, no sabía si reír o llorar. Veía a las chulapas canturrear sus frases, a los chulapos dar palmas al compás… ¡Madrid entero se había apropiado de su historia!

Bretón, siempre más contenido, se inclinó hacia él y murmuró con calma:

—“Te lo dije, Ricardo. Esto no era solo un sainete. Era Madrid.”

El sainetero, con los ojos húmedos y la sonrisa de un niño, asintió sin poder hablar. Sabía que, desde esa noche, sus personajes dejarían de ser suyos: se convertirían en parte de la memoria de toda una ciudad.

Y así fue. Al día siguiente, el éxito fue tan grande que los empresarios del Apolo tomaron una decisión histórica: la obra pasaba a “la cuarta del Apolo”, el horario de las funciones estelares.

Dicen que al salir del teatro esa noche, un vendedor de lotería gritó por la calle:

—“¡Esto sí que es Madrid, señores! ¡Esto sí que es verbena!”

Y tenía razón. Porque aquella noche, bajo las luces del Apolo, el pueblo madrileño se miró en un espejo… y se reconoció con orgullo.

De anécdota a mito_

A veces las leyendas no nacen de héroes ni de gestas gloriosas, sino de cosas tan humanas como los celos de un muchacho enamorado. Y eso, precisamente, fue La verbena de la Paloma: una anécdota de imprenta convertida en mito castizo.

Piénselo usted bien. Todo empezó con un cajista mohíno, sentado en un taburete, confesando entre dientes que su Susana se había dejado cortejar por un viejo verde. Una rabieta de amor, nada más. Y sin embargo, en la cabeza de Ricardo de la Vega aquello se transformó en algo mucho mayor: en un espejo donde todo Madrid podría mirarse.

Porque eso fue lo que ocurrió. El sainete no inventó personajes, los rescató de la calle. La tía Antonia estaba en cada vecina respondona, el tabernero en cada hombre que mediaba una bronca y don Hilarión en todos esos veteranos de bombín que seguían lanzando piropos aunque la edad les pesara.

Cuando se encendieron las luces del Teatro Apolo aquella noche de febrero de 1894, el público no vio actores: se vio a sí mismo. Rieron porque se reconocieron; tararearon las seguidillas porque sonaban a verbena real; repitieron “Hoy las ciencias adelantan, que es una barbaridad” porque era exactamente lo que habían dicho esa misma tarde en la botica.

Y así, el teatro por horas —aquel invento despreciado por los críticos serios— se convirtió en el corazón de Madrid. No era alta cultura, no pretendía serlo: era un retrato sincero del pueblo. Y el pueblo lo abrazó como algo suyo.

Ricardo de la Vega, que siempre decía que el sainete era para servir al público, consiguió mucho más: le dio a Madrid una memoria compartida. Tomás Bretón, con su música elegante pero pegadiza, elevó aquel sainete sin quitarle la esencia… y entre los dos hicieron algo que ni Chapí había imaginado: que una historia humilde quedara para siempre en el alma de la ciudad.

Desde entonces, cada vez que suenan unas seguidillas o alguien tararea aquello de “¿Dónde vas con mantón de Manila?”, no solo recordamos una zarzuela Recordamos una época en que Madrid se reconoció con orgullo.

Y todo gracias a un muchacho despechado que, sin saberlo, le regaló a su ciudad el sainete más castizo de su historia.

Porque así son las leyendas madrileñas: nacen en una corrala, se escriben en una imprenta… y acaban viviendo para siempre en la memoria del pueblo.


Cartel de La Verbena de la Paloma. Historia de Madrid

Portada del libreto y cartel anunciador de la función del estreno de 'La verbena de la Paloma' en el Teatro Apolo, el 17 de febrero de 1894

[... una morena y una rubia,
hijas del pueblo de Madrid,
me dan el opio con tal gracia
que no las puedo resistir.
Caigo en sus brazos ya dormido,
y cuando llego a despertar,
siento un placer inexplicable
y un delicioso bienestar....]
— Don Hilarión


¿Cómo puedo encontrar el lugar en el que se ubicó el teatro apolo en Madrid?