Oasis castizos

Último aguaducho de Madrid. Historia de Madrid

Aguaducho de la Calle Narváez. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Aguaduchos madrileños: el oasis que salvó a Madrid del calor

Ahora que las temperaturas comienzan a escalar y el verano se instala con toda su crudeza, surge una pregunta inevitable: ¿cómo sobrellevar esas noches sofocantes en las que el aire acondicionado brilla por su ausencia? Quien haya pasado algún estío en Madrid conoce bien la escena: tardes abrasadoras en las que el sol parece no dar tregua, mientras las plazas, parques y terrazas hierven de vida. Madrileños y visitantes se refugian en la sombra, abanico en mano, buscando ansiosos cualquier bebida fresca que les permita engañar, aunque sea por un instante, al calor implacable.

No es, sin embargo, una necesidad nueva. Desde hace siglos, Madrid ha tenido que ingeniárselas para mantener a sus habitantes hidratados durante los rigurosos veranos castellanos. Primero fueron los aguadores, recorriendo las calles con cántaros y pregones, y las fuentes públicas que servían de alivio a transeúntes y vecinos. Más tarde llegaron los cafés y, con ellos, el hábito de socializar en torno a una bebida fresca. Pero, si hubo un auténtico protagonista en esta historia de supervivencia frente al calor, ese fue, sin duda, el modesto aguaducho: aquellos pequeños puestos callejeros que ofrecían refrescos artesanales y que se convirtieron en un oasis improvisado para los madrileños, aliviando su sed en mitad de las calurosas jornadas por la ciudad.

Aloja: la bebida árabe que conquistaron el Madrid del Siglo de Oro_

Mucho antes de que los modernos refrescos inundaran las terrazas madrileñas, la sed de los habitantes de la Villa y Corte encontraba alivio en un tipo de establecimiento tan popular como característico: las alojerías. Su origen se remonta al siglo XVI, aunque la tradición es aún más antigua, pues heredaba costumbres de raíz árabe que, lejos de desaparecer tras la Reconquista, pervivieron y se adaptaron a la sociedad cristiana.

El alma de estas tiendas era, por supuesto, la aloja: una bebida tan sencilla como exquisita, elaborada con agua bien fría —mezclada en muchas ocasiones con nieve traída de la sierra—, miel y finas especias, entre las que la canela reinaba como la más apreciada. El líquido se servía en elegantes tazones de cristal con asas, un detalle que confería a la experiencia un aire de refinamiento insólito para una bebida que, en esencia, estaba al alcance de casi todos.

No era difícil reconocer una alojería en mitad del bullicio urbano: bastaba con fijarse en su puerta, donde ondeaba orgullosa una bandera blanca cruzada por una franja roja. Este emblema no era casual; procedía de los campamentos cristianos medievales, donde la aloja se utilizaba con fines medicinales para reanimar a los soldados exhaustos. Con el tiempo, aquel símbolo se transformó en la seña de identidad de un negocio que ya no solo curaba cuerpos fatigados, sino que deleitaba paladares.

Pero la aloja no era el único tesoro líquido que se ofrecía en estos locales. Las alojerías eran verdaderos templos de las llamadas “aguas olorosas”, refrescos artesanales que anticipaban lo que siglos después serían las bebidas frías modernas. Entre las más demandadas se encontraban la aurora, una delicada mezcla de leche de almendras y agua de canela; el agua de canela, infusionada con su aromática corteza y endulzada con almíbar; y el agraz, un zumo de uva sin madurar, de sabor ligeramente ácido, que resultaba sorprendentemente tonificante en los días de mayor bochorno.

Así, las alojerías no solo calmaron la sed de los madrileños durante el Siglo de Oro, sino que también se convirtieron en auténticos espacios de sociabilidad. En sus tazones brillaba, al fin y al cabo, un pedacito de historia líquida de Madrid.

Refrescos y teatro en el Siglo de Oro: cuando la cultura se bebía en los corrales de comedias_

En pleno Siglo de Oro, cuando Madrid hervía de ingenio y versos, el teatro no solo era un festín para los sentidos… también lo era para el paladar. Las alojerías, tan habituales en las calles de la Villa, encontraron un lugar privilegiado en los corrales de comedias, donde la cultura se degustaba, literalmente, entre sorbos de aloja.

Estos pequeños puestos, situados en la parte posterior del patio, ofrecían a los asistentes un bienvenido refrigerio durante los entreactos. Y no faltaban quienes preferían “alegrar” la mezcla con un generoso chorro de vino, dando lugar a una versión algo más contundente de la tradicional bebida. No era raro que los dramaturgos y poetas de la época mencionaran estas costumbres en sus obras: Francisco de Quevedo, con su agudo ingenio, Lope de Vega, eterno cronista de la vida madrileña, e incluso Leandro Fernández de Moratín dejaron constancia escrita de la popularidad de las alojerías, prueba de que la cultura, en aquellos años, se disfrutaba tanto con la mente como con el gusto.

Pero su presencia no se limitaba al mundo teatral. Las alojerías eran parte esencial del paisaje urbano y se distribuían estratégicamente por el centro de la capital: dos en la Calle Toledo, una en la bulliciosa Puerta del Sol y otra en la transitada Calle Montera. Allí acudían madrileños de toda condición social en busca de un respiro frente al calor o simplemente de un momento de conversación.

La aloja, reina indiscutible de estos refrescos, se mantuvo durante siglos como una de las bebidas más queridas en Madrid. Sin embargo, el tiempo acabó marcando su declive: hacia 1835, las alojerías prácticamente habían desaparecido, absorbidas un siglo antes por las más modernas y sofisticadas botillerías, que heredaron –aunque ya con otros aires– el arte de refrescar a los madrileños.

Del café elegante al aguaducho castizo: los kioscos que revolucionaron el verano madrileño en el siglo XIX_

En la segunda mitad del siglo XIX, cuando los elegantes cafés y las bulliciosas tabernas marcaban el ritmo social de la capital, apareció un nuevo espacio de encuentro que pronto se convirtió en símbolo del Madrid más castizo: los aguaduchos callejeros. Estos pequeños establecimientos, de espíritu híbrido e interclasista, ofrecían un respiro accesible a madrileños de todas las condiciones, mezclando la sencillez popular con un cierto aire de modernidad urbana.

Su estructura no podía ser más modesta: una caseta de madera con aparador y anaquel, coronada por un mostrador de cinc que brillaba bajo la luz temblorosa de faroles de aceite o velas. Alrededor se distribuían algunos veladores y sillas de tijera, improvisando una terraza al aire libre donde, al caer la tarde, se congregaban vecinos en busca de una bebida fresca con la que aliviar los rigores estivales.

Los primeros aguaduchos comenzaron a instalarse en los ensanches de las aceras y en pequeñas placitas donde no había cafés ni tabernas, como el Paseo de Recoletos o el Paseo del Prado. También fueron muy frecuentes en los alrededores de la actual Glorieta de Bilbao, antaño Puerta de los Pozos de la Nieve, un lugar estratégico por su proximidad a los pozos que abastecían de hielo a buena parte de Madrid.

Su presencia se multiplicaba en días de fiesta, especialmente durante las verbenas. No había San Isidro sin aguaduchos repletos de parroquianos, y su imagen quedó inmortalizada en algunas de las zarzuelas más emblemáticas del género chico: Agua, azucarillo y aguardiente, La verbena de la Paloma o Doña Francisquita recrearon, con música y humor, aquel ambiente castizo de conversaciones animadas y refrescos artesanales.

Para los madrileños de clases medias y populares, los aguaduchos eran algo más que un puesto de bebidas: eran un oasis salvador en las tardes sofocantes del verano. Allí, entre vasos de horchata, limonada o agua de cebada, se compartían confidencias, chismorreos y risas, dando vida a uno de los rincones más auténticos del Madrid decimonónico.

Horchata, agua de cebada y granizados: el delicioso menú de los aguaduchos_

Si algo distinguía a los aguaduchos madrileños no era solo su ambiente castizo, sino también el irresistible menú que ofrecían a los sedientos veraneantes. Su carta estaba compuesta por las llamadas “aguas frías” –refrescos aromatizados con canela, azahar o hierbabuena–, pero sus verdaderas estrellas fueron tres bebidas que, afortunadamente, han sobrevivido al paso del tiempo: horchata natural, agua de cebada y granizado de limón.

  • La horchata, reina indiscutible del verano: la horchata se convirtió desde el principio en el producto estrella de los aguaduchos. Su historia en Madrid se remonta a finales del siglo XVIII, cuando numerosas familias levantinas, expertas en su elaboración, se establecieron en la capital. Fueron ellas quienes introdujeron esta joya valenciana, hecha a base de agua, azúcar y chufa –un humilde tubérculo que los árabes trajeron a la península hace más de doce siglos–.

El éxito fue inmediato: la horchata conquistó todos los paladares, desde los más modestos hasta los más exigentes. Tal fue su popularidad que, además de servirse en aguaduchos, podía encontrarse en manos de los llamados horchateros, vendedores ambulantes que recorrían las calles con una gran garrafa a cuestas, ofreciendo vasos de aquella bebida cremosa y helada, capaz de refrescar cualquier tarde sofocante.

  • El agua de cebada, la bebida del pueblo… y de la alta sociedad: otra de las protagonistas indiscutibles fue el agua de cebada, una receta que comenzó a consumirse en España en el siglo XVIII, pero que alcanzó su auge en Madrid entre finales del XIX y principios del XX. Elaborada con cebada tostada cocida con agua, azúcar moreno de caña y un toque de limón, era una bebida económica y nutritiva, perfecta para las clases trabajadoras, que la convirtieron en la auténtica reina de las verbenas populares.

Con el tiempo, su fama trascendió los barrios humildes y se instaló también en los cafés elegantes, donde pasó a ser un símbolo más del verano madrileño, compartiendo protagonismo con la horchata y conquistando incluso a la burguesía de la época.

  • Granizados y otros refrescos artesanales: el tercer gran clásico de los aguaduchos era el granizado de limón, preparado con hielo picado, jugo de cítricos frescos y azúcar, un auténtico lujo en los días en que conservar hielo en pleno verano era todavía una rareza. A su alrededor convivían otras bebidas más tradicionales, como el agua de canela o el agua de azahar, herederas de las antiguas “aguas olorosas” de las alojerías del Siglo de Oro.

Con este menú fresco y variado, los aguaduchos no solo saciaban la sed: se convirtieron en un ritual veraniego imprescindible, uniendo a vecinos de todas las clases sociales en torno a una misma costumbre… la de beberse el verano a pequeños sorbos.

El declive de los aguaduchos y el nacimiento de las horchaterías madrileñas_

El cambio de siglo trajo consigo un nuevo ritmo para Madrid… y también nuevos gustos. A principios del siglo XX, los tradicionales aguaduchos comenzaron a perder protagonismo, desplazados lentamente por las cervezas cada vez más accesibles, la sangría, y los modernos refrescos espumosos que se popularizaron en cafés y tabernas. Aquellos sencillos puestos callejeros, que durante décadas habían sido el refugio veraniego de las clases populares, empezaron a desaparecer del paisaje urbano, cediendo terreno a locales más sofisticados y permanentes.

Sin embargo, no todo se perdió. La gran superviviente de aquel universo de refrescos artesanales fue, sin duda, la horchata. Su éxito fue tal que abandonó los mostradores de cinc de los aguaduchos para instalarse en establecimientos propios: las horchaterías. Estos nuevos locales, inspirados en los salones de café pero con un aire más familiar, comenzaron a ofrecer horchata durante todo el año, convirtiéndola en una bebida no solo estacional, sino parte del día a día de los madrileños.

Algunas de las primeras horchaterías abrieron sus puertas en puntos neurálgicos de la capital, como la Puerta del Sol, la calle de Alcalá o la Carrera de San Jerónimo, convirtiéndose en lugares de reunión tanto para vecinos como para visitantes. La horchata, que en los aguaduchos se tomaba casi como un lujo ocasional, se transformó así en el nuevo símbolo refrescante del Madrid moderno, heredera directa de una tradición que había comenzado siglos atrás con las alojerías del Siglo de Oro.

El último aguaducho de Madrid: un superviviente del verano castizo_

A comienzos del siglo XX, Madrid contaba con cerca de trescientos aguaduchos repartidos por plazas y paseos. Eran el punto de encuentro veraniego por excelencia, donde la horchata y el agua de cebada aliviaban la sed de madrileños de todas las clases sociales. Hoy, sin embargo, de aquella multitud de kioscos callejeros apenas queda uno: un superviviente castizo que, desde 1944, resiste el paso del tiempo en el número 8 de la Calle Narváez, en pleno Barrio de Salamanca.

El puesto, todo un referente del verano madrileño, está regentado por dos hermanos de ascendencia alicantina, herederos de una larga tradición familiar. Su historia comenzó en 1910, cuando sus bisabuelos llegaron a Madrid con un objetivo claro: enseñar a los madrileños a amar la horchata. Su secreto era tan simple como infalible: chufa valenciana de primera calidad y agua pura madrileña, una combinación que, más de un siglo después, sigue conquistando paladares.

El primer aguaducho familiar se instaló en la calle de Cedaceros, pero el negocio pronto se trasladó a otras zonas emblemáticas, como la Plaza de las Cortes y la Plaza del Carmen. Finalmente, en 1944, encontró su ubicación definitiva en la Calle Narváez, donde a día de hoy continúa despachando, de manera artesanal, los mismos clásicos de siempre.

Tras casi ochenta años refrescando las tardes de varias generaciones, este pequeño kiosco es ya parte inseparable del paisaje urbano estival del barrio. Su secreto, quizá, reside en algo que escasea en estos tiempos globalizados: la autenticidad. Aquí no hay grandes campañas de marketing ni fórmulas industriales; solo tradición, paciencia y un profundo respeto por una bebida que forma parte de la memoria sentimental de Madrid.

En un mundo que avanza hacia la homogeneización del gusto, este aguaducho no es solo un puesto de bebidas: es un testigo vivo de la historia, el último eslabón de una cadena que comenzó hace siglos con las alojerías del Siglo de Oro y que, gracias a lugares como este, aún pervive cada verano.


Imagen Emilia Pardo Bazán. Historia de Madrid

Emilia Pardo-Bazán y de la Rúa-Figueroa (La Coruña, 1851-Madrid, 1921)

La horchata es el único trago que hace correr por la sangre, abrasada y recalentada, la frescura y el regalo de un refrigerio deleitoso
— Emilia Pardo Bazán


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