El paraíso perdido

Fotografía de la Piscina Stella. Historia de Madrid

Antigua Piscina Stella de Madrid

El último que apague el sol: confesiones de un botones del Stella

Tengo ochenta y cuatro años y medio. Los medios son importantes a esta edad: no porque esté a punto de morirme —que también—, sino porque uno empieza a medir la vida en episodios, no en años. Y el episodio más glorioso, más brillante y también más escandaloso de mi vida lo viví como botones del Club Piscina Stella, aquel oasis con forma de barco blanco que flotaba, o al menos eso parecía, sobre la colina de Arturo Soria, justo antes de que la M-30 cortara en dos el sueño y la piscina.

Yo era un chaval de diecisiete años, delgado como una percha, con más curiosidad que sentido del pudor, cuando entré a trabajar allí. “Tú lleva las toallas y no mires mucho”, me dijo Ramón, el maître, el primer día. Pero claro, ¿cómo no mirar cuando los ojos de Ava Gardner se clavaban en ti como si le debieras dinero? ¿Cómo no mirar cuando el topless era recomendación médica, los señores venían con sombreros de Panamá y sus esposas leían el Vogue como si fuera un misal?

Esta mañana, mientras rebuscaba en una caja vieja del trastero buscando unas fotos para el nieto, he encontrado mi cuaderno de botones. Ahí están las notas que tomaba en servilletas, en papel de comandas o en las hojas que robaba de la oficina del director. Son garabatos, apuntes, fechas, chismes, observaciones con faltas de ortografía pero sobradas de picardía. Y he pensado: “¿Y si las cuento? Total, ya no queda casi nadie para desmentirme…”

Porque si hay algo que aprendí siendo botones del Stella es que la discreción era una virtud… hasta que uno se jubila. Y yo ya estoy jubilado hasta de estar jubilado. Así que si me permiten, voy a abrir esta libreta y a pasear con ustedes por aquel club en el que el lujo, el pecado venial y el aftershave caro convivían bajo las sombrillas de rayas verdes y blancas.

¿Preparados? Entonces, silencio, que esto empieza. Y recuerden: lo que se diga aquí, se queda aquí… salvo que alguien lo quiera publicar en un blog de historia madrileña. En tal caso, ¡faltaría más!

El Stella desde abajo: cómo era trabajar allí_

Todos hablaban de lo que pasaba en el solárium. Pero lo realmente interesante sucedía en la lavandería.

Cuando la gente habla del Stella, siempre recuerda el agua azul celeste, los cócteles con sombrilla, los marineritos bronceados de la alta sociedad o el perfume que flotaba por los pasillos como si lo echaran con difusores secretos. Lo que no cuentan es que, bajo ese mundo de gafas de sol y cuerpos aceitados, había otro Stella: el nuestro, el de los que hacíamos que todo aquello funcionara sin que se notara que sudábamos más que los bañistas.

Yo entraba por la puerta de atrás. No es una metáfora: era literal. La entrada del personal daba a una escalera angosta que olía a lejía por la mañana y a colonia Floïd por la tarde. Teníamos nuestro vestuario, que era una especie de trinchera sin ventanas con más humedad que una sauna finlandesa. Allí nos cambiábamos con cierta ceremonia: pantalón gris, camisa blanca almidonada, corbatín negro y zapatos que brillaban aunque pisaras barro. Y el gorro. Ay, el gorro. De botones. Una especie de cucurucho invertido que me daba un aire de banderillero educado.

Mi día empezaba bajando cajas de hielo del sótano (¡bendito sótano, el único sitio fresco del club en agosto!) y luego repartiendo toallas con la precisión de un mayordomo británico y la discreción de un confesor de convento. Las toallas llevaban el bordado “Stella”, en azul marino, y se doblaban en tríptico, como Dios manda. Si las doblabas mal, Doña Clara, la jefa de lavandería, te daba un capón con su anillo de nácar, que dolía más que una colleja del padre Prior.

El personal: una fauna paralela_

El personal del Stella merecería su propio reparto en los créditos. Éramos un microcosmos.

Estaba Ramón el maître, que hablaba francés aunque nadie se lo había pedido jamás y que saludaba a los socios como si cada uno fuera el embajador de Mónaco. Carmen, la camarera del bar de la piscina, tenía la habilidad de llevar cuatro bandejas a la vez y de saber quién tomaba ginebra con pepino y quién la quería con “discreción y sin hielo”. Dicen que rechazó a un ministro con un simple: “Yo sirvo copas, no decretos”.

Y luego estaba Pepe el socorrista, al que todas las señoras miraban como si fuera una escultura romana con pito de verdad. Lo curioso es que no sabía nadar. Bueno, nadar sí, pero no con estilo. Yo una vez le vi hacer el muerto con cara de estar redactando un testamento.

Entre los vestuarios se movía Don Julio, el barbero, que peinaba a los caballeros con un arte casi eclesiástico. Yo lo escuchaba hablar mientras recortaba patillas: “Don Rodrigo, el secreto del éxito es una raya al lado bien marcada y no enamorarse nunca más de lo estrictamente necesario.”

El Stella era un club muy limpio en apariencia, pero nosotros sabíamos que la verdadera limpieza era la del chisme bien contado. En la cocina, mientras se fileteaba el salmón o se rellenaban croquetas, se hablaba de quién había llegado con quién, de qué señorita se había cambiado el apellido “para sonar más italiano” y de qué aristócrata se mojaba más por dentro que por fuera.

Como botones, yo era el mensajero de lo improbable: llevaba cartas de amor que olían a Chanel Nº5, sombreros olvidados en el vestuario masculino, pareos arrugados que no eran de la esposa oficial. Pero no decía nada. A cambio, los socios me llamaban “el ángel mudo”. Solo años después me di cuenta de que eso también lo decían de los monaguillos.

Recuerdo que los domingos se hacía la inspección silenciosa: el director del club paseaba con los brazos cruzados y la mirada de un censor, buscando a quien no respetara las normas. Yo lo seguía con la bandeja como si llevara una Biblia. Una vez me dijo, sin mirarme: “Julián, usted es invisible. Y eso es lo mejor que se puede ser en este oficio”. Yo, con dieciocho años, me lo tomé como un halago. Luego entendí que era una advertencia.

Así era mi mundo: un entramado de pasillos, escaleras de servicio, vestuarios con azulejos que siempre estaban fríos y un comedor de personal donde se comía mejor que en algunos restaurantes de postín. El Stella visto desde abajo no tenía glamour, pero sí alma. Y yo era parte de esa alma: un chico con gorro que caminaba rápido, escuchaba mucho y, sin saberlo, almacenaba historias que hoy salen a flote como corchos olvidados en el agua.

Las estrellas y los señores: lo que veía pero no decía (hasta ahora)_

Desde mi posición estratégica —entre la sombrilla de la señora marquesa y la barra de cócteles de Ava Gardner—, yo veía cosas. No es que las buscara; es que, cuando uno va cargado con una bandeja y se mueve despacio, el mundo se vuelve más sincero. Y el Stella era un escenario: cada cliente, una estrella de reparto; y algunos, estrellas de verdad.

Ava Gardner, sí. Yo la vi. Muchas veces. Y no en carteles de cine, sino mojada, descalza y riéndose como si le importara todo un pimiento. Era belleza sin filtro, desparpajo con pestañas y un acento americano que sonaba como un bolero bien cantado. Siempre pedía whisky solo, sin hielo. “El hielo es el alma, honey, no para la bebida”, decía. Yo no entendía lo que decía, pero la miraba con devoción.

Una vez me guiñó un ojo. Lo juro. Me guiñó un ojo porque le sujeté la toalla mientras se ataba la sandalia. A mí casi me da un síncope de adolescente. Durante meses, fui el botones al que Ava Gardner guiñó un ojo. Con eso tuve más éxito en mi barrio que el hijo del panadero que ligaba con la de la farmacia.

Se decía que venía a Stella a escapar. Del mundo. De Frank Sinatra. De la prensa. De sí misma, quizás. Yo solo sé que cuando se reía, hasta los árboles inclinaban las ramas.

Otro habitual era Xavier Cugat, que venía con sus trajes imposibles, su bastón que nunca usaba para apoyarse y, lo más memorable, su chihuahua con pajarita. El perro tenía más estilo que muchos de los socios. Se sentaba en una tumbona propia, bajo una sombrilla, y le ponían agua en una copa de cóctel.

Cugat a veces bajaba con una orquesta de verdad, solo para ensayar. “Si no sueno bien en bañador, no sueno bien en chaqué”, decía. Tenía una esposa por entonces que hablaba poco pero lucía como una estrella fija del firmamento. Él pedía vermut con aceituna y leía el ABC por la parte de atrás. Dicen que reclutaba músicos como quien compra fruta: al vuelo y sin mirar la etiqueta.

Por allí desfilaban también los duques de Windsor, o al menos eso decía Doña Carmen, que tenía imaginación para escribir una novela de espías. Lo que sí es cierto es que las señoras de la alta sociedad competían en sombreros, perfumes y maridos distraídos.

Había un inglés, el Señor Waddington, que venía siempre con pantalón blanco inmaculado, aunque lloviera. No se mojaba: flotaba. Leía novelas de Agatha Christie y fumaba en pipa. Decían que había sido héroe de la Segunda Guerra Mundial. A mí me daba propina en libras y me decía: “Keep the change, boy”. Yo me las guardaba como si fueran doblones.

Pero no todo eran artistas o aristócratas. A veces venían futbolistas del Real Madrid. Don Alfredo Di Stéfano, por ejemplo, venía con gafas de sol y un bañador más ceñido que los presupuestos del club. Se sentaban todos juntos, en un rincón al sol, y pedían cócteles que yo llevaba con equilibrio de funambulista. Yo no entendía nada de fútbol, pero cuando uno te dice “pibe, sos rápido”, eso se te queda para siempre.

A los botones nos advertían: “no molestéis a los futbolistas”, como si estuviéramos deseando contarles nuestras alineaciones soñadas. Yo, en realidad, solo quería saber si alguno me firmaba la camiseta que no tenía.

Lo que se susurraba entre bastidores_

El Stella tenía algo de cabaret diurno, de teatro sin guion. Los secretos estaban por todas partes: en las cabinas de masaje, en el rincón de las hamacas, en la terraza del restaurante donde algunos hablaban bajito y otros callaban con demasiado empeño.

Yo no juzgaba. Solo observaba. Y tomaba nota: no con bolígrafo, sino con la memoria. Supe de romances prohibidos, de herencias discutidas, de cambios de nombre que no eran por matrimonio sino por conveniencia. Había incluso una señora que venía con sombrero distinto cada día. “Para que mi marido no sospeche que vengo al Stella”, decía entre risas. Su marido… también venía. Pero por la tarde.

Algunos creen que las piscinas están para refrescar el cuerpo. Yo digo que están para calentar los rumores.

El Stella no era solo agua y azulejos. Era un escenario donde la alta sociedad bajaba al llano, donde el poder se tumbaba al sol y la vanidad se bronceaba sin complejos. Yo, con mi gorro de botones, lo veía todo desde las sombras. Y aunque fui discreto durante décadas, hoy —con el carnet del IMSERSO ya gastado— me permito el lujo de hablar.

Pero no se preocupen: los detalles más jugosos aún los guardo. Por si algún día alguien quiere hacer una serie de televisión…

Jueves de criadas, domingos de señoras_

Una piscina no se mide por sus metros cúbicos de agua, sino por las historias que chapotean en ella. Y el Stella, créanme, fue un océano de contrastes. Entre semana era elegante, distinguido, incluso snob. Pero los jueves… ¡ay, los jueves! El Stella se quitaba la chaqueta de lino y se ponía la bata con volantes. Jueves era el día del pueblo.

Los jueves se abría la puerta de atrás —la misma por la que yo entraba— para dar paso a las criadas, los jardineros, los botones de otros sitios, los hijos de la portera y algún que otro abuelo con alma de dandi. Era el día reservado para el personal de servicio. Aquel día no servíamos cócteles. Se sacaban sandías cortadas en triángulos, termos de café con leche y fiambreras de croquetas.

Las mujeres, que otros días planchaban los trajes de sus señoras, se planchaban ellas el flequillo y se lanzaban al agua con una risa que no cabía en los vestuarios. Los niños corrían como si no existiera el “no toques” y las radios portátiles sonaban con copla y pasodoble. Allí, donde días antes había estado la condesa de no sé qué bailaba Rosario, la de Carabanchel, como si no hubiera un mañana.

Yo, como botones, tenía aquel día libre... oficialmente. Pero me quedaba. Porque el jueves era el día más auténtico del Stella. Allí no había poses, solo ganas de vivir. Y si me pedían una toalla, yo la traía con orgullo, aunque no hubiera propina.

El domingo era otro cantar. El club se llenaba de sombreros enormes, gafas de sol de pasta gruesa, niños repeinados que odiaban el cloro y caballeros con periódico bajo el brazo, puro en mano y barriga diplomática. Las señoras llegaban con vestidito de vuelo y bajaban las escaleras como si fueran la alfombra roja de Cannes.

El domingo era el día de las apariencias. Las conversaciones eran más comedidas, las risas más suaves, los comentarios más afilados. Si los jueves se hablaba de lo que había en la nevera, los domingos se hablaba de lo que había en la finca de verano.

Yo tenía que estar especialmente atento esos días. Un paso en falso y el cliente presentaba una queja escrita en una servilleta de lino. Si la bandeja se tambaleaba, si la sombrilla estaba torcida, si el hielo no era translúcido… había reprimenda.

Pero había un detalle que siempre me llamó la atención: los niños de los jueves se tiraban de bomba al agua. Los de los domingos pedían permiso hasta para salpicar.

Dos mundos, un mismo cloro_

Y sin embargo, el agua no hacía distinciones. Las olas de las bombas del jueves seguían bailando el domingo. El chorro del trampolín era el mismo para todos. El olor a crema solar, aunque más caro los domingos, también era universal. Y el cloro, ese gran igualador, picaba igual en los ojos de una doncella que en los del embajador.

Recuerdo un jueves en particular. Una señora de alcurnia llegó antes de lo previsto y, por error, se encontró con la piscina llena de criadas. En lugar de indignarse, se quitó los zapatos, se sentó en el borde y comentó: “Hoy el Stella tiene más vida que nunca.” Al día siguiente, en cambio, su chófer presentó una queja: “Mi señora no desea volver a coincidir con el populacho.” Misterios de la clase alta.

Si los jueves eran para vivir, los domingos eran para fingir que ya se había vivido.

El Stella fue un espejo de Madrid: un lugar donde convivían la nobleza heredada y la dignidad conquistada. Donde se respiraba libertad a ratos y jerarquía a jornada completa. Pero en ese rincón del mundo, todos se mojaban los pies en la misma piscina, y eso —créame usted— ya era un pequeño milagro en aquellos tiempos.

Yo estuve allí, bandeja en mano y oreja afilada. Y aunque en las fotos sólo salgan las señoras de sombrero, yo sigo recordando a Rosario, la criada que bailaba pasodobles con más gracia que Ava Gardner. Y eso… eso no lo borra ni el sol ni el cloro.

Bikinis, bronceados y pecados veniales_

Decían que el cuerpo era el templo de Dios… pero en el Stella, algunos templos tenían cúpula descubierta.

Hablar de la piscina Stella sin mencionar los bikinis sería como hablar del Ritz sin hablar de los manteles. Porque, aunque hoy parezca lo más normal del mundo, en aquellos tiempos un bikini podía provocar más suspiros que una declaración de amor. Y el Stella fue su puerta de entrada. Allí se lució el primero. Y no solo se lució… también se toleró. Y hasta se recomendó, según algunos médicos de lo alternativo.

Cuando empezaron a llegar las primeras clientas con bikini, la reacción fue un cóctel de asombro, escándalo y curiosidad a partes iguales. Las socias mayores se santiguaban. Los caballeros bajaban el periódico dos centímetros. Los botones, como yo, fingíamos estar ciegos.

Hubo una señora —nunca diré su nombre— que se atrevió a aparecer con un bikini rojo y un pañuelo en la cabeza, al estilo Sofía Loren. Le dijeron: “Señora, eso no está permitido”. A lo que respondió: “Si la moral es cuestión de tela, prefiero la inmoralidad con estilo.” Desde entonces, todos los veranos aparecía con uno nuevo y más breve. Yo tomaba nota como si fuera catálogo de moda.

El topless… por prescripción médica_

Ah, el topless. Ese rumor que circuló primero en susurros y luego en risas contenidas. El Stella no lo permitía, oficialmente. Pero… si el médico decía que una señora necesitaba “vitamina D en la zona del escote”, ¿quién era el botones para contradecir a la ciencia?

Así, algunas clientas subían discretamente a una terraza reservada —la llamaban “el ático del sol”— donde se permitía cierta “libertad controlada”. Siempre había un biombo. Siempre había alguien vigilando que nadie se pasara de moderna. Y siempre había un jardinero que, casualmente, regaba esa zona con excesiva frecuencia.

Una vez, una de esas señoras me pidió que le subiera un zumo de piña. Fui, como siempre, sin mirar mucho. Me dijo: “¿Te molesta, hijo?” Y yo le respondí: “Señora, llevo cinco veranos en el Stella. Ya nada me sorprende salvo que no me den propina.” Me dio cinco pesetas. Y un zumo para mí.

El solárium era el gran escenario del deseo contenido. Allí se tumbaban los cuerpos como estatuas, unos buscando bronceado y otros... compañía. Era territorio de perfumes intensos, aceites brillantes y posturas que desafiaban la decencia y la fisioterapia.

Había un caballero que se colocaba en la esquina más soleada, tumbado boca abajo, y se subía discretamente el bañador hasta casi desaparecerlo. Le llamaban “el lagarto del Stella”. Decía que tomaba el sol “por salud”, pero nunca lo vi toser. Lo curioso es que traía una regla y medía su progreso diario de bronceado. Y lo apuntaba en una libreta. Con fecha.

También estaba el matrimonio que nunca hablaba. Ella leía novela romántica. Él fumaba habano y miraba las olas de la piscina como si fueran inversiones bursátiles. Pero todos sabíamos que no se hablaban porque él miraba demasiado y ella lo sabía todo.

Entre sábanas no, pero entre toallas…_

En Stella no se permitían excesos. Eso nos repetían hasta en las reuniones del personal. No se permitía escándalo, ni bailes hasta altas horas, ni conductas “impropias del decoro”. Pero claro… el decoro, como el bikini, depende del ángulo.

Yo repartía toallas estrechas. Deliberadamente estrechas. Me lo dijo el director una vez:

“Cuanto menos cubran, menos tentaciones.” Aun así, había quien las colocaba en el césped como si estuviera diseñando un picadero discreto. Pero la vigilancia era férrea. El jardinero, el socorrista y hasta el pianista del restaurante echaban un ojo.

Una vez, encontramos una nota de amor escondida entre dos tumbonas. Decía: “Eres mi secreto de verano. Nos vemos el jueves, si tu señora no viene.” La firmaba con una inicial y un número de taquilla. Fue el misterio del mes. Yo nunca lo conté. Hasta ahora.

El Stella fue, sin querer, un laboratorio del deseo. Un santuario del cuerpo en tiempos de sotana. Un oasis donde el calor derretía la moral... lo justo. Y allí estaba yo, repartiendo hielo, doblando toallas y guardando secretos con forma de bikini.

En Stella aprendí que el pecado, cuando huele a jazmín y se broncea al sol, no es tan grave. Al menos no para un botones. Porque si algo entendí, es que las piscinas tienen fondo… pero nunca son tan profundas como los pecados veniales que se cometen al borde del agua.

El declive del paraíso_

Uno no se da cuenta del final cuando empieza. El declive llega sin hacer ruido, como las hojas que se acumulan sin que nadie barra. El Stella no murió de golpe. Se fue apagando poco a poco, como un foco que parpadea antes de fundirse. Y yo, desde mi humilde puesto de botones, fui viendo cómo ese barco blanco que tanto brillaba empezaba a hacer agua. Como quien no quiere la cosa, la brújula empezó a girar.

Todo empezó a cambiar a mediados de los ochenta. Un día, el director —ya no era Don Jacinto, sino su yerno, más dado a las estadísticas que a las corbatas— reunió al personal y dijo con una sonrisa vacía: “Tenemos que adaptarnos a los nuevos tiempos.” Eso, traducido del idioma del marketing, significaba: “se acabó el mambo.”

Llegaron las reformas. Cerraron la peluquería (“ya nadie se peina para bañarse”), clausuraron el frontón (“nadie sabe qué es eso”) y redujeron la carta del restaurante a platos combinados.

Don Ramón, el maître, se jubiló sin aplausos, y Carmen, la camarera, se fue al hotel Wellington.

Yo me quedé. Porque los botones, como los fareros, somos los últimos en abandonar el puesto.

Para evitar el naufragio, alguien tuvo una idea “moderna”: abrir una sala de bingo. Donde antes sonaban saxofones, ahora se cantaban líneas y bingos. Las tumbonas fueron sustituidas por sillas apilables y el cóctel de Martini por el carajillo de máquina.

El día que me pusieron a repartir cartones numerados en lugar de toallas bordadas, supe que algo se había roto. Aun así, había algo hermoso en las clientas de toda la vida, ya mayores, que seguían viniendo a ver “cómo estaba el Stella”. Algunas se quedaban en la entrada, como si el simple hecho de mirar la fachada bastara para reconfortarlas.

Una de ellas me dijo una vez:

—Julián, esto ya no es lo que era.

—Ninguno lo somos, señora —le respondí, mientras le servía un vaso de agua sin hielo.

Los días sin sombra_

Poco a poco, los veranos se quedaron sin bullicio. Las hamacas vacías. Las sombrillas sin abrir.

El agua se volvió más azul de lo habitual, como si echara de menos los cuerpos que antes la turbaban.

El personal se redujo a tres personas: un portero, una señora de la limpieza y yo. Nos movíamos por aquel lugar como fantasmas de un esplendor pasado. Las paredes seguían siendo blancas, pero les faltaba el reflejo del sol en las pieles tostadas, en las risas, en los cócteles mal equilibrados.

Recuerdo que una vez me senté, por primera vez en mi vida, en una tumbona. Miré al cielo, cerré los ojos y fingí que Ava Gardner me pedía un whisky. Luego me levanté, sacudí el polvo… y volví a doblar toallas que nadie usaría.

El Stella cerró definitivamente en 2006, sin fuegos artificiales, sin banda de música. Un cartel torcido, una verja oxidada y un último paseo por los vestuarios vacíos. Me dejaron llevarme una toalla. Y una ficha del bingo. Y un mechero del restaurante con el logotipo grabado. A veces, los tesoros más grandes caben en un bolsillo.

Los herederos dijeron que intentarían venderlo, pero nadie quiere comprar recuerdos si no vienen con beneficios. Y así quedó, varado como un barco que ya no tiene capitán ni pasajeros.

Los jardines crecieron sin peinarse. Las letras del letrero STELLA perdieron vocales. Pero el alma... esa sigue allí, flotando.

Nunca pensé que un lugar tan lleno de vida pudiera aprender a quedarse en silencio. Pero hay silencios que no son abandono, sino respeto. El Stella, aun en ruinas, sigue siendo para mí el templo donde la belleza, el deseo y la libertad bailaron juntos durante décadas.

Aunque ya no reparta toallas, ni escuche risas, cuando paso por Arturo Soria y veo su silueta entre los árboles, sé que no está muerto. Solo duerme. Como los lugares que esperan que alguien los vuelva a soñar.

Y yo, su viejo botones, lo sigo soñando cada vez que cierro los ojos al sol.

Lo que queda cuando todo parece que ya se ha ido_

Uno no pertenece a un lugar por haber trabajado allí. Uno pertenece a un lugar cuando, aunque lo cierren, sigue estando dentro de uno.

La última vez que pasé frente al Stella fue hace apenas unas semanas. No llevaba gorro de botones, ni uniforme planchado. Iba con mi nieto, que me preguntó:

—¿Y eso qué es, abuelo?

Le dije:

—Eso, hijo, era el paraíso.

Y él, con la sinceridad brutal de los ocho años, me soltó:

—Parece una casa abandonada.

Le respondí:

—Eso es porque ya no hay música, ni cócteles, ni secretos. Pero ahí dentro, aún está todo.

Y lo creo de verdad. La piscina sigue ahí. Y yo también. No quedan vestuarios, pero sí memoria

Hoy el Stella tiene las ventanas rotas y el rótulo despintado. Algunos dicen que es un “cadáver urbano”. Yo prefiero pensar que es un anciano elegante, vestido con su mejor traje blanco, esperando que lo inviten a una última fiesta.

La familia lo mantiene con la dignidad que permite el tiempo. Y yo, de vez en cuando, me acerco hasta la verja y me quedo mirando un rato. Como si el solo hecho de estar allí devolviera un poco de vida al lugar. Como si, desde dentro, alguien me devolviera la mirada.

Y aquí estoy yo, con mis recuerdos y mi cuaderno. Está lleno de manchas, dobleces y anotaciones imposibles de leer. Pero entre las líneas, aún vive un mundo entero: las risas de los jueves, los perfumes de los domingos, las canciones de orquesta y las confidencias en voz baja.

Escribo estas líneas por si alguien quiere saber cómo era ese mundo. Por si un día, cuando ya no quede nadie que lo recuerde, alguien tropieza con este texto y dice: “Caray, cómo debió de ser aquello.”

Porque lo fue. Y yo estuve allí. Yo fui botones del Stella. Y me llevé, sin saberlo, la historia entera de un lugar que fue libre cuando todo lo demás estaba prohibido.

¿Y si alguien lo recupera?_

A veces sueño que alguien con buen gusto y mejor memoria decide devolverle la vida al Stella.

No para hacer un centro comercial ni una residencia de lujo, sino para abrir las puertas y dejar que el agua vuelva a salpicar. Para que los niños se tiren de bomba y las señoras se sienten al borde, aunque ahora ya nadie se santigüe por un bikini.

Para que los jueves, los domingos y los demás días sean solo eso: días con sol, con agua, con gente. Y que vuelva la música. Y que vuelva el olor a crema solar mezclado con croquetas.

Si eso ocurre, ojalá me inviten. No hace falta que me contraten. Me basta con una tumbona a la sombra y una toalla de las de antes.

Y ahora, si me lo permiten, voy a cerrar esta libreta. Pero no se preocupen: los mejores recuerdos no se guardan en papel, sino en la piel. Y en la piel del alma, la mía, aún huele a cloro, a colonia… y a pecado venial.


Ava Lavinia Gardner (Carolina del Norte, 1922-Ciudad de Westminster, 1990)

Yo no entiendo a la gente a la que le gusta trabajar y hablar de ello como si fuera una especie de deber maldito. No hacer nada es como estar flotando en el agua caliente. Encantador, perfecto
— Ava Gardner


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