Lobos de mar

Jardines del Descubrimiento. Historia de Madrid

Jardines del Descubrimiento. Madrid, 2025 ©ReviveMadrid

Viajar a las Indias en el siglo XVI: una vida a bordo del galeón

1. Tú, sí tú: ¿quieres embarcarte?_

Taberna de Triana. Sevilla. Año del Señor de mil quinientos y poco.

El vino es peleón, en las paredes cuelgan redes rotas y huele a humanidad y sardina revenida. En una esquina, un tipo curtido como el cuero viejo apura su copa, se levanta, se limpia los labios con la manga de la camisa, te echa el ojo... y te habla.

Dicen que vienes buscando gloria y fortuna, ¿eh? Que te llama la mar, el oro de las Indias y la aventura sin retorno. Pues si vas a embarcarte en mi galeón, antes tendrás que saber dónde te metes. Aquí no hay lugar para soñadores blandos ni mozos con alma de sacristán. Aquí se navega, se suda, se reza, se vomita y se muere… pero también se vive, ¡carajo!

Mira, si de verdad quieres embarcarte rumbo a las Indias, si quieres ponerte al servicio de Su Majestad el Rey y cruzar la Mar Océana con esa carcasa de madera que tengo en el muelle, antes debes saber bien dónde te estás metiendo. Porque una vez subas a bordo, no hay vuelta atrás.

Allí no hay madre que te arrulle, ni posada que te acoja, ni taberna que te consuele. Lo que hay es el espacio justo para tus huesos, comida para un día y hambre para veinte, hedor de pies, vino avinagrado y algún capitán con más fe que sentido común. Eso si no te toca una galerna en pleno Caribe, un abordaje de herejes luteranos o una rata que te muerda el dedo mientras duermes.

¡Ah! Pero si sobrevives… si no te pudres en la bodega ni te enloquecen las alucinaciones… si no acabas en el fondo del mar o con tus tripas roídas por el escorbuto… entonces, sí. Entonces verás tierra. Verás oro. ¡Verás América! Y tú, muerto de hambre sevillano, hijo de nadie, podrías volver como hombre rico. O, al menos, como un hombre distinto. Porque nadie vuelve igual de las Indias.

¿Que qué vas a encontrar en el viaje? Pues ahora te lo cuento, tranquilo, no te me ensucies aún los calzones. Voy a hablarte de los barcos —de las naos, carabelas y galeones que crujen como ataúdes cuando arrecia el viento—. Te diré qué se carga, quién manda, qué se come y a qué huele la cubierta después de veinte días sin tierra. Te enseñaré a distinguir un capitán de un contramaestre y a saber si el bizcocho lleva gusanos o no. Te hablaré del miedo, del sexo, del escorbuto y del vino caliente. De cómo se canta a la Virgen para que calme la tormenta y de cómo algunos rezan a Lucifer… por si acaso. Porque en el mar, zagal, se reza de todo.

Y al final, si después de saberlo todo aún te quedan arrestos para subirte a bordo… entonces es que quizás tengas alma de marino.

Así que venga, grumete de tierra. Quédate y escucha. Que esta historia es larga, huele a alquitrán y aún no hemos largado velas.

¿Preparado? Porque este viaje empieza ya. ¡Larga trinquete en nombre de la Santísima Trinidad! Y que Dios nos cuide… o nos hunda.

2. EL MUNDO EN EBULLICIÓN: CONTEXTO DEL SIGLO XVI_

O de cómo la mar se convirtió en tablero y España en reina de la partida

¿Sabes qué pasa, grumete? Que tú ahora ves el mundo y te piensas que siempre fue así, con sus fronteras dibujadas, sus mapas de escuela y sus nombres bien puestos. Pero en mi siglo, el XVI, el mundo era una olla a presión… y Sevilla, la tapa que amenazaba con saltar.

Mira, te lo explico fácil. Europa entera andaba como barco sin timón: revueltas, herejes, guerras de religión, reyes que querían ser emperadores y emperadores que se confesaban pecadores. La Iglesia, que hasta entonces mandaba más que un capitán en su navío, empezó a perder fieles a babor y estribor. Martín Lutero —ese fraile alemán con más lengua que humildad— se levantó contra Roma y prendió fuego a medio continente con sus tesis. Y mientras los papistas y los protestantes se degollaban entre salmos y corales, España se echó al mar.

Porque nosotros, amigo mío, ya no cabíamos en la Península. Los Reyes Católicos habían limpiado Al-Ándalus con sangre y cruz y Fernando —ese zorro viejo— se había asegurado de que ningún rey de Europa pudiera mover ficha sin mirarnos de reojo. Pero la joya de la corona, el que puso el mundo patas arriba, fue su nieto: Carlos, el Emperador. Rey de Castilla, Aragón, Nápoles, Sicilia, Borgoña, Flandes, Alemania… y si se descuida, de Marte también. Un imperio donde no se ponía el sol, pero sí se sudaba a la sombra.

Y en medio de ese avispero, Sevilla. ¡Ay, Sevilla…! No sabes lo que era esta ciudad en mi tiempo. Aquello no era una urbe, era un hormiguero bendito y peligroso. Todo el que quería cruzar el Atlántico pasaba por aquí. El que venía de Vizcaya, de Génova, de Lisboa o de Murcia… el que huía de la justicia o de su suegra, el que buscaba oro, redención o simplemente pan… todos acababan en Triana. Y en las tabernas, entre vino de Aljarafe y sopa de gato, se vendían pasajes y se compraban almas.

¿Y sabes por qué? Porque aquí estaba el corazón de la bestia: la Casa de Contratación, fundada en 1503. Una institución con más poder que muchas coronas, encargada de controlar cada barco, cada tonelada, cada marinero que se echara al océano rumbo a las Indias. Era como Dios: lo veía todo, lo anotaba todo y se cobraba todo.

Y claro, a río revuelto, ganancia de pescadores. Sevilla pasó en unos años de 40.000 a más de 150.000 habitantes. Lo que antes eran huertas ahora eran astilleros. Lo que era convento se volvió burdel. Lo que era una calle tranquila, se llenó de pícaros, soldados, curas con prisa y escribanos con hambre. Y todos, absolutamente todos, con los ojos puestos en el mar.

Porque allí fuera, al otro lado del horizonte, había un continente entero por saquear —perdón, por evangelizar—, una mina infinita de oro, plata, azúcar, tabaco, esclavos, cacao, especias, tierras y leyendas. Y lo mejor: los portugueses no habían llegado aún.

España, que hasta hacía nada se entretenía guerreando en Granada y rezando novenas, se convirtió de golpe en potencia global, en dueña de océanos, en madre de colonias, en nodriza de piratas y madrastra de indígenas. El mar se volvió nuestro campo de batalla y los barcos nuestras iglesias, nuestras cárceles y nuestros sueños flotantes.

Así que ya ves, cangrejo de puerto. Si te subes a mi galeón, no estarás cruzando un charco. Estarás montando en la Historia, con “H” de hambre, de honra, de herejía, de heroísmo… y de hachazo también, que en esta época muchos cataron el filo.

Este mundo que ahora ves quieto fue un torbellino. Y nosotros, los marineros del siglo XVI, los que lo agitamos con el remo, la vela y el rosario.

3. ¿Y TÚ QUÉ SABES DE BARCOS? TIPOLOGÍAS MARINAS_

O de por qué no todos los cascarones de madera flotaban igual (ni se hundían igual)

A ver cangrejo de puerto… ¿Tú sabes lo que es una nao? ¿Y una carabela? ¿O eres de esos que confunden un galeón con un barco pirata de parque temático?

No te lo tomes a mal, pero no eres el único ignorante con ganas de cruzar el Atlántico. Y si vas a navegar conmigo, más te vale aprender un par de cosas antes de que el barco te escupa por la borda por inútil.

Mira, no todos los barcos son iguales, igual que no todos los curas son santos. Aquí te explico, y atento… que esto no lo cuentan ni las misas ni los mapas.

I. La Nao – La mula de carga del Imperio:

Empezamos por la nao, reina de las flotas, gorda como un obispo y lenta como la confesión de un noble. Mercante por naturaleza, manca de remos y con velas redondas, fue la embarcación más vista en la Carrera de Indias durante el siglo XVI. No era bonita, no era ágil, pero lo aguantaba todo. Como las buenas mulas: te llevaba lejos y volvía cargada.

Las mejores: las cantábricas. Bien construida, con maderas flexibles del norte. Servían para todo: llevar oro, traer plata, cargar armas, alojar pasajeros, esconder ratas y, si te descuidabas, hasta transportar algún polizón.

II. El Galeón – El coloso de la corona:

Ahora… si lo que querías era impresionar a la chusma y meter miedo a los herejes, el galeón era tu barco.

Imagínate una nao que ha pasado por la herrería de Vulcano: más larga, más baja, más afilada, hecha para navegar… y para matar. El galeón servía para la guerra, sí, pero también cargaba mercancía. Tenía velas redondas, popa alta y castillos bien armados con cañones que escupían fuego y metralla cuando las aguas se ponían feas.

Los mejores llevaban varios puentes, cámara para el capitán y pasaje de lujo para el que lo pudiera pagar. Eso sí: maniobrar uno de estos monstruos en plena tormenta era como bailar un fandango sobre una tabla de lavar.

Y cuidado, porque los galeones se construían con mucho tonelaje pero poco respeto por la lógica. Los sobrecargábamos tanto de cámaras y cámaras —camarotes alquilados a precio de oro— que no era raro que una buena ráfaga los tumbara como a un borracho en las fiestas del pueblo.

III. La Carabela – La joyita exploradora:

¿Y qué me dices de la carabela? Ah, amigo… esa sí que era fina. Ligera, veloz y discreta, como las amantes que te rompen el corazón.

No era de gran calado, pero se deslizaba con una gracia que envidiaría cualquier poeta. Podía tener velas latinas, redondas o mixtas y era ideal para acercarse a costas desconocidas, buscar rutas, colarse entre islas y salir por patas cuando aparecía un corsario.

Cristóbal Colón cruzó el Atlántico con carabelas, no con galeones. Las carabelas eran las espías del Imperio. No brillaban, no atronaban, pero eran las que abrían camino, como los locos que saltan primero desde el acantilado.

IV. La Galera – El castigo flotante:

Y luego están las galeras. ¿Imaginas remar hasta que se te caigan los brazos? ¿Hacer tus necesidades atado a un banco? ¿Comer lo que te lanzan mientras los pies se te pudren? Pues eso es una galera.

Barcos largos, de poco calado, impulsados por vela y carne humana encadenada. Usadas sobre todo en el Mediterráneo, eran el terror de los corsos y la penitencia de los condenados. Allí remaban delincuentes, moros, esclavos y algún que otro voluntario muy desesperado. Todos ellos dormían, sudaban, vomitaban y se morían en el mismo banco.

¿Nobleza? Ninguna. ¿Velocidad? Toda. Si querías un barco que embistiera y abordara, la galera era tu bestia.

Pero te lo digo claro: ni se te ocurra acabar en una. No hay mar más amargo que el que se rema sin esperanza.

Y luego estaba la fauna flotante...

Porque no todo eran naos y galeones, chaval.

  • Las chalupas eran como las yeguas del puerto: pequeñas, ágiles, usadas para desembarcar o escapar.

  • Las pinazas eran como criadas discretas: auxiliares, rápidas y útiles para el transporte de hombres o mensajes.

  • Las galeazas eran como galeras hipertrofiadas: enormes, armadas hasta los dientes, usadas en batallas gloriosas y pocas veces rentables.

  • El navío, palabra comodín: podía ser barco de vela, de remo o lo que el escribano quisiera escribir ese día en el registro de la Casa de Contratación.

  • También había carracas, urcas, zabras, cocas, balleneras, barcas… cada una con su historia, su utilidad y su desgracia particular.

Así que ya lo sabes, rata de cubierta. No todo lo que flota es barco… y no todo barco vuelve a puerto. Y como dice el refrán: "Más vale buena nao que mal patrón, y mal patrón que galeote sin opción.”

4. EL PLAN DEL VIAJE: RUTAS, FLOTAS Y JERARQUÍAS_

O de cómo cruzar el Atlántico sin morir (demasiado pronto) en el intento

¿Pensabas que esto era subirte a un barco y dejarte llevar? ¿Que uno izaba la vela, se encomendaba a Santa María y, hale, a ver qué continente se aparece en el horizonte?

¡Iluso!

Ningún galeón zarpaba por antojo. Cada travesía era una operación militar, comercial y celestial. Y todo empezaba con un plan… uno que tú, si vas a embarcarte, debes conocer como el padrenuestro. Así que presta atención, pecho seco, que aquí se juega la diferencia entre volver a Sevilla cargado de oro o acabar pudiréndote en el estómago de un pez espada.

Las rutas no se improvisaban. Se obedecían

Desde 1492, con Colón abriendo camino, España se convirtió en la señora del Atlántico. Pero no fue hasta 1561 cuando el asunto se organizó de verdad. Y cuando digo “organizar” no hablo de cuatro garabatos en un mapa. Hablo de la Carrera de Indias, ese engranaje mastodóntico que movía más maravedíes que todas las bolsas de Europa juntas.

¿Querías cruzar el Atlántico? Existían dos vías:

  • La Flota de Nueva España, rumbo a Veracruz, para quienes buscaban el virreinato del norte, con parada en La Habana.

  • La Flota de Tierra Firme, hacia Cartagena, Portobelo o Nombre de Dios, para los que tenían el ojo puesto en el oro sudamericano y las minas del Perú.

Ambas flotas partían de Sevilla o de Cádiz, siguiendo rutas bien marcadas, dictadas por vientos, corrientes… y corsarios acechando como cuervos. Porque la mar no es sólo agua: es estrategia, política y pólvora.

Capitana al frente, Almiranta cerrando: así marchaban los convoyes

Cuando el convoy salía, no lo hacía en desorden como una procesión de ciegos. No, señor. Cada flota tenía su Capitana, el buque que abría paso, que marcaba rumbo, que llevaba al jefe con el pecho henchido y el fanal bien alto. Y al final, como buen perro guardián, venía la Almiranta, cerrando filas, recogiendo rezagados y vigilando que nadie hiciera el tonto.

El resto de los barcos —los del montón, los que no mandan ni pintan— navegaban en medio, rezando para no chocar, para no quedarse atrás y para que ningún trueno les partiera la jarcia en plena noche.

¿Y si el convoy se dispersaba? Un desastre. Cada uno por su cuenta, rezando a todos los santos conocidos y buscando tierra a tientas como un topo miope.

Navegar no era fácil. Ni para los que sabían

Tú ahora ves un GPS y sabes que todo está controlado. Pero en el siglo XVI, navegar era un acto de fe, aritmética y agallas. Se usaban astrolabios, cuadrantes, compases, ampolletas y una cosa que se llamaba “estimación”… que venía a ser lo que tú y yo conocemos como “a ojo de buen cubero”.

Y encima el cielo no siempre ayudaba: tormentas tropicales, corrientes traicioneras y calmas chichas que dejaban los barcos varados durante días a merced de corsarios ingleses con cara de monaguillo pero alma de buitre. ¿Y mientras tú? Tú a bordo, sin saber si estás yendo al Nuevo Mundo… o directo al otro.

Jerarquía a bordo: aquí cada uno sabe lo que es… y lo que no es

En tierra, la nobleza manda. En el mar, también… pero aquí el que grita más fuerte y reparte mejor los azotes se gana el respeto. Veamos cómo se reparte la cosa:

I. En la cúspide:

  • Capitán General: nombrado por el rey, viste más galones que un gallo de pelea. Es la autoridad suprema, aunque a veces no sepa distinguir babor de estribor. Eso sí, tiene voz, voto… y verdugo a bordo, si hace falta.

  • Almirante: como el capitán, pero sin tanta pompa. Coordina la retaguardia y vigila que nadie se escaquee.

II. Oficialidad intermedia:

  • Piloto Mayor: ese sí sabe. Es el que traza el rumbo, mide los astros y reza por no haberse equivocado.

  • Maestre y Contramaestre: los sargentos de hierro. Gritan, reparten, ordenan… son el alma de la nave y el demonio de los perezosos.

  • Despensero: el que reparte el rancho. A veces amado. A veces odiado. Siempre vigilado.

III. La base de todo:

  • La marinería: los que lo hacen todo. Suben y remiendan velas, vomitan y siguen subiendo velas.

  • Grumetes: jóvenes en edad de merecer (una paliza o un garrotazo).

  • Pajes: niños usados para todo, desde limpiar a llevar órdenes.

Todo esto... antes de zarpar

Porque sí, amigo, aún no hemos zarpado. Antes hay que cargar víveres, cuadrar los fardos, comprobar las bombas de achique, despedirse de las mujeres, pagar a los curas para que recen por el alma (que ya huele a naufragio) y esperar el tiro de leva, ese cañonazo que marca la salida de la flota.

Y ahí, cuando el estruendo sacude el muelle y los marineros gritan “¡A Dios nos encomendamos!”, tú estás ya en cubierta, sin saber si has firmado tu futuro o tu tumba.

Así que ya lo sabes, polizón de bodega. No se cruza el océano como quien va a la taberna.
Se hace en fila, en silencio y con los santos en la boca.

¿Te subes ya… o aún te queda miedo en el cuerpo?

5. ¿QUIÉN SE EMBARCA? LA FAUNA HUMANA DEL MAR_

O de cómo el barco se llenaba de santos, ladrones, curas, buscavidas… y tú

No sé si te lo han contado, grumete de sentina… pero los barcos del siglo XVI eran como una España en miniatura y enloquecida. Allí no había clases medias, ni justicia divina, ni democracia de cátedra. Había jerarquía, hambre y esperanzas mal cosidas, todas compartiendo cubierta, chinches y maldiciones.

Un barco a las Indias no era solo un navío. Era una arca sin Noé, sin limpieza y sin promesa de tierra firme.

¿Y quién se atrevía a subir a bordo? Pues escucha… y tal vez te reconozcas.

I. Los marineros – Espalda, soga y callo:

Los primeros en subir son los de siempre: los de manos curtidas, espaldas dobladas y ojos que ya han visto demasiado. Los marineros. Hombres sin tierra, sin herencia y sin camisa de repuesto, que se juegan la vida por una paga miserable y un puñado de esperanzas.

Algunos llevan media vida a bordo, otros huyen de la justicia. Los hay gallegos, andaluces, asturianos, canarios, vascos, portugueses infiltrados y hasta algún flamenco despistado. Lo único que tienen en común es que saben lo que pesa una soga mojada, lo que corta la sal y lo que duele perder un amigo por la borda.

Los buenos se hacen querer. Los malos… los encuentras metidos en líos antes del tercer día de travesía.

II. Grumetes, pajes y muchachos – carne fresca para la mar:

Ah, y los críos. Porque sí, hay niños a bordo. Pajes que limpian, corren, sirven y reciben collejas sin venir a cuento. Grumetes que aprenden a navegar a base de gritos, cuerdas y mareo.

Los hay que se embarcan por necesidad. Otros, porque sus padres los venden como criados. Algunos no tienen ni diez años y ya han vomitado más veces que un limpiador de letrinas. Son los primeros en despertar y los últimos en dormir. Y los que más lloran por las noches… cuando nadie los ve.

III. Pilotos, maestres, capitanes – los que mandan... o creen mandar:

Los oficiales embarcan con gesto altivo. Traen mapas, compases, capas largas y palabras que suenan a misa en latín. Algunos saben lo que hacen, otros lo disimulan muy bien.

El piloto mayor es clave. El maestre, un perro viejo que mantiene el orden. El capitán, ese suele venir de buena familia y llevar nombre de santo, pero su alma es de comerciante o de burócrata con espada.

No esperes favores de ellos, salvo que les caigas en gracia o que te necesiten para una faena engorrosa.

IV. Funcionarios, burócratas, letrados y buscadores de cargo:

También embarca gente fina, con maletas, con cartas del rey y con aire de que esto no va con ellos. Escribientes que van a tomar nota de todo. Censores de libros. Inspectores de comercio. Abogados con cara de almanaque. Hombres con sellos, pero sin agallas.

Ocupan las mejores cámaras—las pocas que hay—, exigen comida caliente y se marean antes de salir de Sanlúcar… y si sobreviven, se llevan su buena tajada. Aun así, son necesarios. La Monarquía se mueve a golpe de firma y pliego.

V. Pasajeros varios – lo que el viento arrastra y la necesidad empuja:

Luego están los pasajeros sin oficio claro. Campesinos que van a probar suerte, mujeres que cruzan el mar buscando al marido que prometió escribir, niños que no entienden qué hacen allí. Mercaderes, artesanos, cocineros, barberos, médicos sin título… y hasta algún actor de mala fama que dice ir a evangelizar con comedia.

¿Te suena extraño? Pues en el último viaje que hice, llevaba dos mozos de mulas, un sastre bizco, un judío converso y un tuerto que juraba haber sido fraile y pirata.

Esto no es un pasaje. Es un catálogo humano. Porque en el mar hay de todo… como en la viña del Señor.

VI. Clérigos y religiosos – los que cruzan con sotana y espada:

Y no olvides a los curas, frailes y monjes de toda ralea. Van a convertir almas. O eso dicen… porque algunos predican con la Biblia en la mano y otros con el cinto suelto y la bolsa bien abierta.

Hay quien se confiesa antes de embarcar… y quien se confiesa cada noche después de pasar por la cámara del paje. No todos son malos. Pero tampoco todos son santos.

Los que no se ven – prostitutas, fugitivos y sombras del pasaje

Porque sí, muchacho… también se embarca la vergüenza camuflada.

Mujeres ocultas. Ladrones que compraron una identidad. Herejes ocultos tras nombres falsos. Esclavos que fingen ser sirvientes… En el mar, la verdad es una cuerda floja. Y a veces, quien duerme junto a ti no es quien dice ser.

Ahora ya sabes quién se embarca. Sabes que en el barco hay fe y pecado, nobleza y miseria, verdad y engaño. Sabes que no hay clase que no se mezcle, aunque no se toquen. Así que dime… ¿Tú serás marinero, paje, pasajero o fantasma? ¿Vendrás huyendo, buscando, apostando o simplemente porque no hay otro lugar en el mundo al que ir? Yo no juzgo. El barco no juzga. Pero la mar sí.

EL BARCO COMO VIVIENDA (Y POCILGA)_

O de cómo el hogar flotante era más prisión que casa

Mira, timonel de chiringuito… Tú, cuando piensas en “vivir”, imaginas un techo, una cama, una jarra de vino y quizás un brasero que no humea.

Pues olvídate de todo eso. Porque un barco del siglo XVI no era casa, ni refugio, ni posada. Era un ataúd con velas, compartido por un centenar de desgraciados, gallinas, pulgas, piojos, ratas, maldiciones, ventosidades y juramentos.

Y lo peor de todo… es que uno se acostumbraba.

¿Una cama? Solo si eras alguien

Los únicos que dormían bajo techo —y no siempre seco— eran el capitán, el piloto, el maestre y algún pasajero con dinero y soborno.

Ellos se apañaban unas cámaras de madera bajo la toldilla de popa. Cuatro tablas, una caja para guardar sus cosas (que hacía también de mesa, asiento y, llegado el caso, letrina elegante). Ahí dentro hacía calor, olía a humanidad rancia y se escuchaba todo, pero al menos no te llovía encima.

El resto de la tripulación… a la intemperie, sobre cubierta. Con un saco de paja —si lo tenías— o con la capa enrollada como almohada.

Y si llovía, mojado. Y si hacía frío, tiritando. Y si el barco escoraba, rodabas como un saco de patatas.

De noche, el barco se encogía. No porque fuese más pequeño, sino porque entonces todos querían tumbarse. Y ya no bastaba con el metro y medio cuadrado que uno ocupaba de pie.
Era un Tetris de carne, peste y ronquidos.

Vecinos no deseados: animales a bordo

Ahora bien… tú crees que dormías solo, pero no. A bordo viajaban:

  • Gallinas, cerdos, cabras, ovejas… para carne fresca. Aunque a veces se volvían más queridas que la propia tripulación.

  • Perros y gatos —algunos medio oficiales, otros pasajeros clandestinos con nombre y biografía.

  • Y las estrellas del barco: las ratas.

Las ratas eran omnipresentes. Te miraban desde los barriles, te robaban pan, te mordían los dedos de noche… y te hacían compañía cuando estabas a punto de volverte loco.

Había quien hasta las cazaba para comérselas. Otros jugaban a ver cuál era más gorda. Y alguno —esto lo juro por la mar— llegó a ponerles nombre.

Higiene: el arte de no morir por los sobacos ajenos

Bañarse… no. Lavar la ropa… solo al tocar puerto.

Usar agua dulce para limpiarse era pecado capital, porque el agua se guardaba solo para beber (y con suerte).

Lo más habitual era la llamada “higiene seca”: friegas con paños, polvo perfumado y sudor bendecido por la resignación.

Había pajes que se encargaban de limpiar la cubierta —los llamados “pajes de escoba”— y su trabajo consistía en barrer mugre, vómito, cascarones de huevo, escamas, patas de gallina y lo que cayera del cielo o del estómago ajeno.

La sentina —ese pozo inmundo bajo la bodega— se vaciaba cuando ya apestaba a infierno, con cubos, coraje y mascarilla de oración. Allí se acumulaban ratas muertas, orines filtrados, bilis, lodo y demonios invisibles.

Y ojo, que la peste no era solo molesta. Era señal de peste real. Una epidemia podía empezar por un estornudo y terminar con diez cuerpos arrojados al mar. Y todos lo sabían.

Intimidad: ese capricho burgués

¿Privacidad? Solo para los ricos… y ni eso.

El que podía, mandaba construir una cámara propia bajo la tolda, separada del resto con madera y tela.

Pero como siempre hay quien ve negocio en la necesidad, algunos pasajeros alquilaban sus “habitaciones” al mejor postor, metiendo más cuerpos de los que el barco podía sostener.

Así pasó muchas veces: que el sobrepeso de cámaras añadidas hacía el barco inestable y bastaba una tormenta fuerte para que el "hotel flotante" se convirtiera en un pecio de lujo en el fondo del Atlántico.

Y sin embargo… se vivía

Y aún así, muchacho… se vivía.

Se reía, se contaban historias, se cantaban romances. Se rezaba. Se jugaba. Se sobrevivía como se podía.

El barco era una casa miserable, sí… pero era la única casa disponible en medio del mar. Y cuando uno volvía a pisar tierra firme, con los pies hinchados, la piel quemada y el alma más rota que el timón de la Almiranta, lo único que quería era embarcar de nuevo.

Porque en esa miseria, en esa podredumbre flotante, también se hallaba… una familia.

EL CARGAMENTO: LO QUE SE LLEVA AL NUEVO MUNDO_

O de cómo llenar un barco hasta que crujan las cuadernas… y se santigüen los marineros

Mira, grumete de biblioteca… ¿Tú te creías que esto iba de conquistar tierras y traer oro?

¡Y un anzuelo sin cebo!

Antes de traer nada, había que llevar de todo. Porque esas tierras lejanas eran nuevas, sí, pero también desnudas. Y a ese Nuevo Mundo había que vestirlo, llenarlo, civilizarlo… y comerciarlo, por supuesto.

¿Y cómo se hacía eso? Llevándolo todo metido en la barriga de un barco… aunque el barco gimiera por las costuras.

El barco como almacén con velas

Los barcos salían hasta los topes de cargamento, nunca mejor dicho. Todo hueco útil se aprovechaba: la bodega, la entrecubierta, los pañoles, las cámaras, las sentinas… y hasta los pasillos.

No sobraba ni un palmo. Y si se podía meter un barril más, se metía. Y si no cabía, se clavaba, se colgaba o se ataba con soga de por medio.

¿Que se caía? Mala suerte. ¿Que desplazaba el centro de gravedad? Mala suerte doble. Pero se llevaba. Porque más carga era más dinero.

Ahora agárrate… que viene la lista.

Víveres y provisiones: comida para hombres y bestias

Se embarcaban toneladas de:

  • Galleta marinera (pan duro como la rodilla de un cojo).

  • Legumbres secas: garbanzos, habas, lentejas…

  • Tocino salado y carne seca, que olía a demonio pero llenaba el estómago.

  • Quesos fuertes, embutidos, arenques, bacalao…

  • Aceite, vinagre, miel (¡si se podía!) y algunas frutas secas.

Todo ello metido en barriles, sacos, tinajas y botijas, bien apretado, mal ventilado… y con fecha de caducidad aproximadamente del tercer día de navegación.

Pero también se llevaba comida viva: gallinas, cerdos, cabras, ovejas… y algún pavo, por si tocaba fiesta. A los animales se les colocaba donde cupieran: en jaulas, en redes colgadas o en cubiertas improvisadas. Había quien decía que el barco más que navegar, balaba, cacareaba y gruñía.

Bebida: la religión líquida del marinero

El agua dulce era poquísima y por eso se custodiaba como si fuera oro. Porque se corrompía rápido. A los pocos días sabía a demonio y criaba vida propia.

Por eso, la bebida habitual era:

  • Vino agrio (al menos desinfectaba).

  • Aguardiente (para olvidarse de todo).

  • Cerveza de trigo o cebada (si se conseguía… y duraba menos que un estornudo).

  • Vinagre diluido (sí, lo bebían. A falta de otra cosa…).

El vino se almacenaba en botijas de barro o toneles de madera y se abría por turnos. O a garrotazos, cuando escaseaba.

Herramientas, clavos y herramientas para construir un Nuevo Mundo

Porque una cosa era llegar a América y otra construir allí algo parecido a la civilización. Así que se embarcaban:

  • Martillos, sierras, clavos, cuerdas, hachas, azadas…

  • Sacos de cal y yeso, moldes de ladrillo.

  • Picos, palas, ruedas desmontadas.

  • Hornillos, molinos de mano, poleas, candiles, martinetes…

El barco era una ferretería sobre olas. Y cada pieza, por pequeña que fuera, podía salvar una colonia entera… o deshacerla.

Armas, pólvora y el bendito hierro

No olvides que esto era también una conquista. Así que cada barco transportaba:

  • Espadas, dagas y lanzas.

  • Culebrinas, bombardas, arcabuces y mosquetes.

  • Barriles de pólvora (mal cerrados, mal conservados y a veces malditos).

  • Balas, metralla, mechas y herramientas de artillería.

Todo se metía en los pañoles de proa, separados de los fuegos, protegido con la misma fe con que se guardaban las hostias consagradas. Y aun así, más de un barco voló por los aires sin haber disparado un solo tiro.

Mercancía de intercambio: el veneno de la ambición

¿Tú crees que los indios se doblegaron solo con la cruz? No, amigo. Se llevaban cosas para impresionar, embaucar o negociar. Las baratijas más preciadas fueron:

  • Espejitos.

  • Cuentas de vidrio.

  • Telas de colores.

  • Peines, agujas y campanillas.

  • Hachas de hierro y cuchillos baratos.

  • Anillos falsos y hasta figuritas religiosas en miniatura.

Era el comercio del espejismo, y muchos ganaban fortunas cambiando una cuchara de estaño por una pepita de oro. Claro que a la vuelta, alguno traía una lanza en el pecho por la misma jugada…

Otros tesoros: libros, imágenes, ornamentos y milagros de madera

Se llevaban:

  • Libros de misa y gramáticas para enseñar castellano.

  • Crucifijos, santos tallados, cálices y relicarios.

  • Vestimentas litúrgicas.

  • Campanillas de capilla.

  • Retablos desmontables.

  • Manuales de navegación, tratados, bulas papales, mapas y cartas astronómicas.

Porque además de armar el cuerpo, había que armar el alma. O al menos intentarlo.

Equipaje personal: el que cabía… y el que se escondía

Cada pasajero podía llevar lo que cupiera en una arquilla, un cofre o un petate. Allí metían ropa, medicinas, documentos, amuletos, cartas, dagas, plumas, perfumes… y a veces, algún recuerdo de la madre o la patria, para que cuando la mar rugiera, al menos uno supiera a qué aferrarse.

Y siempre, siempre… oro de estraperlo. Aunque los barcos iban a llevar, siempre había quien llevaba escondido lo que pensaba traer: oro, joyas, piedras, monedas… toda una jugada.

Se cosía en la ropa. Se metía en los dobles fondos de baúles. Se escondía en barriles de tocino. O se confiaba a la mar… que todo lo guarda y todo lo devuelve.

Sobrecarga: el enemigo invisible

Los armadores, como el que te habla, no éramos tontos. Sabíamos que más carga era más beneficio. Y, muchas veces, la codicia pesaba más que la sensatez.

Se cargaba el barco por encima del tonelaje metiendo cámaras extra o vendiendo “cabezas” hasta por pasillo. Y así pasó más de una vez: que el barco se hundió sin haber llegado a zarpar del todo.

¿Y tú, lastre con labios? ¿Qué llevarías al Nuevo Mundo? ¿Un crucifijo? ¿Un cuchillo? ¿Un verso? ¿Una carta que nadie leerá? En la bodega hay sitio. Pero cuidado… lo que se lleva, también se hunde.

COMIDA, BEBIDA Y RITOS DEL RANCHO_

O de cómo el rancho dividía clases, provocaba motines y sabía, casi siempre, a infierno con sal

Tú, remero de secano… que vienes de tierra firme y estómago blando, ¿creías que en el mar se comía caliente, a la carta y tres veces al día?

¡Y un loro con garfio!

En alta mar, comer era un privilegio, un ritual… y a veces, una ruleta rusa. Porque la comida no solo alimentaba a la tripulación: podía dividir, enfermar, animar o condenar.

Y lo peor de todo: nunca había suficiente.

¿Dónde se comía?

Comer, se comía donde se podía:

  • Sobre cubierta, si hacía buen tiempo.

  • En la entrecubierta, si llovía.

  • Encima de un saco, de un barril o de una rodilla ajena.

Nada de mesas, nada de platos individuales. Una olla común, cucharas compartidas y dedos como cubiertos.

El más rápido cogía más. El más lento… lamía lo que quedaba.

¿Cuándo se comía?

Dos veces al día… y si había suerte. Una al alba y otra antes del ocaso.

Las raciones se marcaban con campanadas o con voces del contramaestre:

— “¡Al rancho, canalla!”

Y ahí iban todos, en fila o en tropel, como condenados al puchero.

Los domingos, si el viento era favorable, se comía mejor. Y si era fiesta de guardar, se añadía una aceituna… o una mentira piadosa.

¿Quién cocinaba?

El cocinero (o cocinero-barbero) era el alquimista de la miseria. Cocinaba con brasero en zona protegida, rodeado de maderos mojados y ollas ennegrecidas.

Usaba todo lo que tuviera: sobras, huesos, pellejos, agua de lluvia, algo de ajo si había y mucha, mucha fe.

Era un puesto ingrato si la comida salía mala, lo querían matar; si salía buena… no le daban ni las gracias.

Eso sí, tenía privilegios: probaba antes que nadie. Y siempre tenía guardado algo fuerte entre sus botijas.

¿Qué se comía?

Aquí viene lo bueno… si es que algo de esto puede llamarse así:

  • Galleta marinera: dura como el alma del capitán, cubierta de moho o con gorgojos crujientes que ya se daban por parte del menú.

  • Tocino salado: más sal que carne, más grasa que sustancia.

  • Legumbres resecas: hervidas hasta que el caldo tenía color de barro.

  • Bacalao (cuando quedaba), queso duro y algún huevo cocido si la gallina aún vivía.

  • Con suerte, algún día había olla podrida, que sabía a lo mismo que sonaba… a todo menos gloria. Se le echaba todo: carne vieja, huesos, legumbres, pan duro, tripas y un rezo final.

¿Qué más se comía (aunque no entrara en el menú)?

  • Gorgojos: insectos pequeños, redondos y omnipresentes.

  • Astillas de tonel: flotaban en el guiso.

  • Pelos de marinero: nadie sabe cómo llegaban allí, pero siempre estaban.

  • Ratas (sí, también se comían). Cuando no quedaba nada, el cocinero las despellejaba y las llamaba “conejo del mar”. Y no te rías, que más de uno siguió comiéndolas en tierra, de pura costumbre.

¿Y qué se bebía?

Lo sabes ya, pero vamos a detallar el drama:

  • Agua: escasa, estancada, calentorra, con sabor a lona vieja y orín.

  • Vino agrio: a veces con tanto poso que podías masticarlo.

  • Aguardiente: reservado para los días duros.

  • Vinagre diluido: para engañar al cuerpo.

La ampolleta marcaba las horas, la cantimplora marcaba las peleas. Quien robaba agua… era ajusticiado. Quien guardaba vino para sí también era ajusticiado… y querido a partes iguales.

¿Todos comían lo mismo?

¡Y un timón!

Aquí venía el verdadero rancho de clases.

  • Los oficiales y pasajeros de postín: comían aparte, con mantel (aunque fuera una capa), platos propios, vino bueno, pan fresco si había. A veces, hasta guisos especiales, fruta en conserva o dulces traídos de tierra. El cocinero les servía con esmero… y a veces, con odio contenido.

  • La marinería: comían el rancho común, rápido y en grupo, entre órdenes y salpicones. A veces cantaban para olvidar lo que tragaban.

  • Los grumetes, pajes y miserables: comían lo que quedaba: sopaban pan en agua, robaban migas, esperaban las sobras como perros buenos… Los más espabilados se ganaban favores o robaban sin ser vistos.

Los ritos del rancho: lo que no se contaba

Comer no era solo tragar. Era mirar a los ojos, compartir y proteger tu escudilla.

Había quien rezaba. Quien bendecía con palabras propias: “Que este caldo no me mate… ni me convierta en sombra.”

Se hacían bromas, se contaban historias y se daban palmadas en la espalda. Pero también había días de silencio absoluto… porque cuando la olla humeaba a esperanza, todos sabían que podía ser la última.

¿Y tú, sireno de agua dulce? ¿A qué mesa querrías sentarte? ¿A la del capitán, con vino y embustes? ¿O a la de los tuyos, con caldo rancio y canciones rotas?

Yo te aviso: en el mar, todo se digiere. Hasta el miedo.

“DESCOMER” EN EL MAR Y OTRAS RUTINAS ESCATOLÓGICAS_

O de cómo hacer de vientre en medio del océano se convertía en acto de equilibrio, fe y supervivencia

¿Y dónde hacíamos nuestras necesidades? Te preguntarás… Ah, qué fino eres.

En un barco del siglo XVI, donde no había baños, ni puertas, ni cerrojos, ni papel, hacer de cuerpo era una hazaña tan delicada como izar la vela mayor en plena galerna.

Aquí te explico cómo se apañaban los hombres de mar para no reventar de tanto tragar y cómo sobrevivían a sus propios efluvios.

El “retrete” del marinero: la proa como trono del coraje

La marinería iba a la proa, donde había un enrejado de madera con un agujero. Eso era el “madero del gallo” o simplemente “la tabla”.

Allí uno se sentaba con las posaderas al viento, el mar rugiendo debajo y una fe ciega en que el barco no cabeceara más de la cuenta y una ola traicionera le dejara medio cuerpo congelado… o te tragara entero. Y si lo hacía… adiós, muy buenas. Más de uno cayó cagando y se convirtió en leyenda (de las malas).

No había barandillas, ni intimidad… sólo equilibrio. Los valientes se sentaban con naturalidad. Los novatos lo hacían en cuclillas, temblando. Y los más astutos, se agarraban con una mano a la soga más cercana y con la otra a sus partes nobles, por si acaso. Eso marcaba a un hombre.

Los oficiales también… pero con clase

Los oficiales de más rango tenían sus “letrinas de popa”, a veces incluso con una estructura de madera cubierta con lona… un poco más resguardadas, pero igual de apestosas.

Parecía una especie de confesionario sin cura. Y dentro… el mismo drama, pero con cojín.

Lo que ganaban en privacidad, lo perdían en olores acumulados. Y como no había sistema de evacuación, la solución era simple: tirar el cubo por la borda.

¿Y para limpiarse? Pues eso…

A falta de papel (¡ja!), los marineros usaban lo que había:

  • Un cabo de cáñamo húmedo atado a una argolla (el “papel de soga”). Lo pasaban de mano en mano —o de culo en culo— y se enjuagaba en agua salada. Sí, como lo oyes.

  • Trapos viejos, trozos de vela, estopa o fibras de cáñamo.

  • Las propias manos (y luego un cubo con agua de mar… un plan sin fisuras).

  • Y si estabas desesperado… alguna página del breviario, si es que no había testigos.

Vamos, todo un festival del tacto y la supervivencia.

¿Y la orina? Por todas partes

Orinar era más fácil: a barlovento si podías, a sotavento si eras idiota.

Muchos simplemente orinaban sobre cubierta y ya lo fregaría la marea. Otros se colgaban por la borda. Algunos lo hacían en cubos que luego se lanzaban al agua. Y no preguntes si alguien bebió luego de ese mismo cubo… es mejor no saber.

La pestilencia a bordo: el compañero de viaje

¿Resultado de toda esta logística intestinal? Un barco apestoso. El olor era compañero fiel… porque en el mar no hay ventanas que abrir.

Entre:

  • Las necesidades humanas.

  • El vómito de los mareados.

  • Las ratas muertas.

  • El pescado descompuesto.

  • Las tripas colgadas de los animales.

  • Y la propia sudoración colectiva…

El ambiente era como vivir en una taberna cerrada con 120 borrachos y una cabra muerta.

La solución era lavar la cubierta con vinagre, oraciones y resignación. Y aún así, el hedor se pegaba a las ropas, a la barba y al alma.

La muerte, también por el desagüe

Cuando alguien moría, era evacuado igual que a los restos: por la borda. A veces envuelto en su hamaca, otras veces en pelota viva y con dos piedras como epitafio.

Los enfermos, apestados, con disentería o bubas quedaban apartados, haciendo sus necesidades en cubos, sin fuerza ni decoro. El que los cuidaba era, muchas veces, el siguiente en caer.

Y aún así… se hacía con dignidad

Sí, amigo. Con todos los horrores escatológicos que puedas imaginar, los marineros mantenían una rutina y fingían no ver, ni siquiera oler.

Ese era el código. Era asqueroso, sí, pero también humano.

Y en medio de aquel microcosmos de hedor y miseria, se reían, se gastaban bromas… porque cagar, al final, nos iguala a todos más que la cruz o la espada.

DORMIR… O INTENTARLO_

O de cómo el sueño se convirtió en deporte extremo sobre cubierta

Mira, contramaestre de letrina… Dormir, lo que se dice dormir, en un barco del siglo XVI, era un acto de fe, de costumbre y de supervivencia. Porque la mar no tiene horario de oficina, ni el barco se detiene porque tengas ojeras.

Aquí no hay edredones, ni pijamas, ni el arrullo de mar en un podcast. Aquí hay troncos duros, sudor ajeno, chinches rebeldes y cuerdas como almohada. ¿Te creías que ibas a tener camarote?

¡Y una eslora!

¿Dónde dormía cada quien?

Aquí el que duerme bien es porque miente, está muerto o es el capitán.

I) Oficiales, pilotos y curas:

Tenían sus camarotes de madera cerrada, con litera, baúl, mosquitero si tenían suerte y algo de privacidad.

Dormían en colchón de paja o lana, con manta basta. A veces con su Biblia al lado… o su daga, por si las moscas.

En sus cámaras el aire era espeso y el silencio, utopía.

II) Marinería y soldados:

A ellos les tocaba la entrecubierta: un espacio bajo, oscuro, húmedo, de techo bajo y olor a humanidad cocida.

Dormían en el suelo, sobre sacos, sobre redes, sobre barriles o en hamacas si las había. Si llovía, se mojaban. Si hacía calor, sudaban juntos. Y si uno roncaba… roncaban todos por contagio.

III) Grumetes y miserables:

Dormían donde no estorbaran: entre cuerdas, entre ratas, entre botas vacías… A veces con la cabeza en el zurrón… y los pies colgando.

Dormir no era un derecho. Era un espacio conquistado a codazos.

Y mientras tanto, el barco no paraba

Porque claro… el mar no espera.

El barco crujía, vibraba, escupía agua por las costuras. Las velas golpeaban, los mástiles gimoteaban, el viento silbaba, las ratas correteaban… y algún desdichado con un ataque de disentería a dos metros de ti. ¿Quién duerme con esa banda sonora?

¿Cuándo se dormía?

Pues cuando podías.

El día se dividía en guardias de cuatro horas, así que siempre había alguien despierto y otro intentando cerrar el ojo.

Las turnos eran:

  • De día.

  • De noche.

  • De mal tiempo.

  • De vigilancia.

  • De castigo.

El sueño se tomaba a bocados, como el pan rancio. Dos horas aquí, tres allá, media cabezada mientras esperas orden. El cuerpo se acostumbraba. El alma… no tanto.

Chinches, pulgas y ánimas

Dormir, además, era una aventura sensorial. El colchón de paja tenía más vida que la cubierta, las chinches te dibujaban mapas en la espalda, las pulgas saltaban de marinero en marinero como acróbatas, las ratas husmeaban cerca de tu cara, como buscando conversación… y si el barco había pasado por combate, los muertos a bordo no siempre se enterraban al momento.

Así que muchos decían: “Mejor no dormir. Que el que duerme… se cruza con las ánimas.”

El arte de dormir sujetando todo

Dormir a bordo requería técnica. La hamaca, si había, era el mejor invento: se balanceaba con el barco, evitaba golpes y se colgaba alto, lejos de orines y de bestias. El que dormía en suelo o cubierta se ataba a sí mismo, literalmente: una soga al tobillo, otra al brazo, para no rodar como tonel con cada cabeceo del galeón.

Y no hablemos de dormir en tormenta. Allí no dormía nadie, solo rezabas, te aferrabas a lo seco y esperabas que no se abriera el casco como una sandía madura.

Los sueños… y las pesadillas

Pero incluso con todas esas dificultades para dormir, se soñaba. Algunos soñaban con oro, otros con amores dejados en tierra, otros con comida que ya no existía, y muchos, con naufragios, con ataques piratas, con ahogos, con que el mar los tragaba y se reía.

Había quien hablaba dormido. Otros gritaban. Y a veces, había quien no despertaba nunca.

Cada tanto, se rezaba una oración antes de dormir: por los que no volvieron, por los que aún estaban sanos y por poder abrir los ojos a la mañana siguiente sin haber perdido un dedo o la cabeza.

Dormir era un privilegio. Descansar, un milagro.

Y sin embargo, amigo… al día siguiente, todos volvían a su puesto. Ojerosos, apestados, insomnes… pero dispuestos a izar vela y empujar el mundo otro palmo más.

SEXO A BORDO_

O de cómo la carne también tenía sus mareas

Mira, corsario con manguitos… Un barco del siglo XVI era como una olla a presión de testosterona, ron barato, frustración, superstición y cuerpos hacinados. ¿Y te crees que con ese cóctel nadie se dejaba llevar por la carne?

¡Ingenuo!

Lo que no había era intimidad, ni higiene, ni permiso… pero el deseo no pide licencia.

Y aunque los cronistas no lo cuenten en los diarios de navegación, ni lo pongan en los mapas ni lo reciten los poetas de capa y espada, te aseguro que el sexo también navegaba, agazapado, entre barriles y hamacas.

¿Había mujeres a bordo?

Técnicamente… no. Las ordenanzas de la Casa de Contratación lo prohibían.

Pero tú y yo sabemos que en este mundo, lo que está prohibido es justo lo que más se busca. Así que sí, a veces había mujeres en los barcos. Te cuento quiénes:

I) Pasajeras con poder:

Mujeres que viajaban rumbo a América: esposas de altos cargos, damas castellanas casadas con funcionarios reales o viudas con recursos.

Viajaban en camarotes separados, con sirvientas, ropas finas, olor a alhucema… Pero su mera presencia alteraba el equilibrio hormonal de a bordo. Se las cuidaba… y se las deseaba.

II) Mujeres disfrazadas de hombres:

¡Ah, las pícaras valientes!

Algunas se embarcaban vestidas de grumetes o pajes. Buscaban aventuras, libertad o simplemente huir de algo.

A veces engañaban a todos durante semanas, hasta que el cuerpo las delataba… o se enamoraban de alguien.

Hay cartas que hablan de “muchachos de voz fina y costillas suaves”… y luego se descubría que eran mujeres con más coraje que media tripulación junta.

III) Prostitutas a bordo (oficiales o no):

Aunque se prohibía, en muchos puertos se subían mujeres “de servicio” antes de zarpar… y algunas se quedaban a bordo más tiempo del previsto. A veces, con consentimiento del capitán (guiño, guiño); otras, como acompañantes de oficiales o soldados. Eran parte del equipaje humano, aunque no figuraran en las listas.

¿Y el sexo entre hombres?

Aquí viene lo que nadie quiere contar… pero todos sospechan: en un barco con ciento y pico hombres, sin mujeres, sin privacidad, sin pudor y con meses por delante, ¿tú crees que no se daban “acercamientos” entre compañeros? Claro que sí.

A veces eran relaciones afectivas encubiertas. A veces, pura necesidad de calor y alivio. A veces, poder y abuso… y otras, una mezcla de todo eso.

Los cronistas lo disfrazaban con eufemismos:

“Dos marineros que compartían estrecha camaradería…”

“El paje tenía trato particular con el contramaestre…”

Y cuando se descubría, podía haber castigo, humillación pública e incluso pena de muerte. Pero otras veces, se miraba para otro lado. Porque todos sabían que el mar tenía sus propias leyes… y sus propias pasiones.

Muchos marineros creían que el sexo traía mal fario en el mar. Que “desatar la carne, atraía tormentas” o que “el trueno de la entrepierna, llamaba al trueno del cielo.”

Por eso algunos oficiales eran inflexibles con el tema. Y si se sabía que alguien “pecaba”, se le marcaba como gafe, como maldito y como peligro flotante.

Y luego, la culpa… o el olvido

Muchos se olvidaban del sexo al tercer día de navegación. Otros, lo necesitaban como el pan rancio de la mañana. Y no pocos, al llegar a tierra, corrían a las mancebías como quien vuelve a respirar.

El sexo en el mar era como el ron: necesario, peligroso, prohibido y adictivo. Y aunque nadie lo contaba en voz alta, todos lo llevaban en la sangre.

Así que no, grumete: el sexo a bordo no era romántico, ni limpio, ni libre. Era una mezcla de carne, necesidad, miedo, ternura oculta y desesperación. Y a veces, también amor… aunque nadie lo llamara así.

Porque en un barco, donde todos comparten viento, hambre y escorbuto, cualquier roce puede ser refugio.

EL MIEDO Y SUS MONSTRUOS_

O de cómo en alta mar lo que mata no siempre tiene nombre… ni forma

A ver, cartógrafo de charcos… quizá te creas valiente por aguantar el rancho, las chinches y el cagadero sin barandilla. Pero dime… ¿has sentido alguna vez cómo te cruje el alma en mitad de la noche, sin luna y sin tierra a la vista? ¿Has oído crujir un mástil como si llorara… o un canto lejano que nadie más escucha? ¿Has soñado que te ahogas… y al despertar no sabes si estás vivo o ya flotas con los muertos?

Si tu respuesta es sí, entonces conoces el miedo de verdad.

El mar como monstruo sin forma

Para muchos, el mar era ya el primer monstruo. Inmenso. Oscuro. Traicionero. Imposible de dominar.

El agua no tenía cara, pero sí humor cambiante, voz atronadora y una capacidad infinita para tragarse hombres, sueños y galeones enteros sin dejar rastro.

Muchos decían: “El mar no mata: engulle. Y después te olvida.” Y ese olvido era peor que cualquier tiburón.

Monstruos del abismo

¿Dragones marinos? Claro.

¿Leviatanes, serpientes con ojos como faroles, calamares capaces de abrazar un barco entero? Por supuesto.

Los mapas de la época estaban llenos de bestias con tentáculos, colmillos y nombres impronunciables. ¿Existían? Quién sabe. Pero el miedo los hacía reales. Y cuando la madera crujía de noche, cuando el barco se mecía sin razón, más de uno murmuraba al oído: “Es el demonio del mar… y viene a por nosotros.”

Apariciones, ánimas y barcos fantasma

Sí, sí, ríete si quieres, pirata vegano… pero en alta mar, con las carnes empapadas de sal y los nervios afilados, el más escéptico acaba viendo cosas: siluetas que caminan por cubierta… sin cuerpo que las proyecte, rostros en el agua que sonríen al revés, barcos enteros que aparecen entre la niebla y desaparecen sin saludar… Y el clásico: un marinero muerto… que vuelve a pedir su ración.

Hay diarios que hablan de esto. Capitanes que lo callan. Y barberos que lo anotan mientras sangran a los locos. El miedo, cuando no se puede explicar, se convierte en fantasma.

La muerte siempre a bordo

Uno de los mayores terrores: morir lejos de tierra firme. Porque morir en el mar era una doble condena: primero, el cuerpo; luego, el olvido. No había tierra que abrazara tus huesos, solo una sábana de lona, un rezo corto y una caída muda al abismo.

Algunos marineros llevaban una cruz atada al cuello, un diente de lobo o una reliquia de su madre. Creían que así su alma no se perdería entre las olas. Y aún así, al morir, todo el barco temblaba de miedo… como si la muerte, una vez subida a bordo, ya no quisiera marcharse.

El miedo cotidiano

Porque no todo eran monstruos ni fantasmas… el miedo de verdad era otro, el que estaba pegado a la rutina: el miedo a quedarse sin agua, a que la vela mayor se desgarrara en plena tormenta, a que el capitán perdiera el juicio, a que un compañero te clavara un cuchillo por media galleta… el miedo a la fiebre, al chirrido del casco cuando toma agua, a despertar y que todo esté en silencio… demasiado silencio.

Remedios, rezos y supersticiones

El miedo se combatía con costumbre, con un trago… y con magia:

  • Amuletos hechos con huesos de rata.

  • Oraciones al revés para espantar al demonio.

  • Sogas bendecidas, nudos secretos, cánticos a la Virgen del Buen Viaje.

Y nunca, jamás, se debía:

  • Nombrar a alguien que había muerto recientemente.

  • Llevar plumas a bordo.

  • Hablar de la paga antes de zarpar.

  • Silbar en cubierta por la noche (eso atraía tempestades, decían).

  • Y lo peor: mirar demasiado el horizonte… que podías quedarte atrapado allí para siempre.

¿Y si el miedo te comía por dentro?

Entonces… estabas perdido. Porque el mar no perdona a los que se rompen por dentro.

Los marineros que perdían la razón —que se volvían “sirénicos”, que hablaban con las olas o que decían ver luces en el agua— eran apartados. Aislados. Tolerados un tiempo. Y si empeoraban… lanzados al mar. “Mejor uno al abismo, que cien en el infierno”, decían. Y nadie lloraba.

Pero a pesar de todo… seguían navegando

Porque el miedo no se cura, se aprende a convivir con él. Se canta, se disimula con risas o se esconde bajo capas de sal, ron y bravura.

Y cuando llega la tormenta, el marinero no huye: se ata al timón. Porque si hay algo más grande que el miedo… es el deseo de llegar a puerto.

Y eso, amigo mío… es lo que te hace hombre de mar.

LAS ENFERMEDADES DEL MAR_

O de cómo el cuerpo también naufragaba… aunque el barco flotase

Mira, vigía miope… Decía un viejo contramaestre que el mar no mata a los sanos, sino que enferma a los fuertes hasta que se pudren por dentro. Y no andaba descaminado. Porque en un barco del siglo XVI, el mayor enemigo no era el huracán, ni el pirata, ni el hambre… sino el mal olor que salía del camarote de los enfermos.

Y es que cuando uno caía enfermo, caía de verdad.

Un foco de infecciones, de proa a popa

Si crees que el barco olía mal… imagina los cuerpos. Baños, ninguno; cambios de ropa, escasos; agua limpia, un lujo reservado para beber. Jabón… bueno, ¿qué es eso?

La piel acumulaba sal, roña, pus, ron y lágrimas. Los piojos organizaban colonias en los sobacos y asambleas en los genitales. Y las uñas… eran armas blancas.

Resultado: las infecciones eran más comunes que las plegarias.

El escorbuto: el rey de los males

A este lo llamaban “el azote silencioso”. No era contagioso, pero mataba como una peste.

Su causa era sencilla: falta de vitamina C. Pero como nadie sabía eso entonces, culpaban al aire, al demonio o a las mujeres dejadas en tierra.

Los síntomas eran:

  • Encías negras.

  • Dientes que se caían solos.

  • Llagas que no cerraban.

  • Aliento de sepultura.

  • Cansancio extremo.

  • Hemorragias espontáneas.

  • Y finalmente… muerte en olor a podredumbre.

Se trataba con oraciones, vinagre, o —si había suerte— limones en conserva que alguien escondía “por si acaso”.

La fiebre tifoidea y otras bestias invisibles

A bordo, cualquier fiebre era una moneda al aire. Un simple resfriado podía convertirse en pulmonía, la fiebre tifoidea barría tripulaciones enteras y la disentería transformaba al hombre más valiente en una fuente ambulante de líquidos y súplicas.

Y luego estaban las calenturas sin nombre: “El marinero Gómez se calentó esta noche y murió al alba. Dios lo tenga.”

Nadie sabía por qué, pero todos lo esperaban.

Los piojos, chinches y “amigos inseparables”

El cuerpo humano era ecosistema y buffet libre para piojos de cabeza, de cuerpo y de… ya sabes.

Pulgas hambrientas, chinches en las hamacas, garrapatas llegadas en algún perro de abordo… Los marineros se rascaban como si fuera una danza, se sangraban el cuero cabelludo a fuerza de uñas y alguno se afeitaba entero (cejas incluidas) para intentar tener paz.

Resultado: más infecciones.

¿Había médicos a bordo?

No, ni de lejos. Había barbero.

El barbero era cirujano de oficio, cocinero a ratos, brujo si hacía falta y enterrador en sus días libres.

Su instrumental:

  • Un cuchillo que había pelado ratas y carne humana por igual.

  • Unas tenazas más viejas que el almirante.

  • Hilo de vela para coser.

  • Y un barril de aguardiente para anestesiar… o emborrachar al que no quería ver su propio brazo amputado.

Los tratamientos eran:

  • Sangrías (porque claro, la culpa es de la sangre).

  • Cauterizaciones (brea caliente sobre la herida, ¡gloria bendita!).

  • Purgas y enemas.

  • Cataplasmas con lo que hubiera: pan, vinagre, cebolla, saliva de gallo…

  • Y por supuesto, exorcismos. Que no falten.

¿Y si morías?

Pues lo de siempre: si tenías rango, misa y caída digna al mar; si eras marinero, hamaca, piedra al pie y ¡chapuzón!

Si estabas muy podrido, mejor echarte al mar cuanto antes. El olor lo pedía.

Algunos dejaban cartas. Otros, maldiciones. Y unos pocos… guardaban silencio. Porque morir en el mar no tiene lápida. Solo espuma.

¿Qué pasaba con los “locos”?

La enfermedad del alma también navegaba. Insomnio, delirios, ataques de pánico, gente que hablaba con sirenas… o que se creía ya muerto. A esos se les ataba al palo mayor, se les rezaba, se les daba pan con ajo y aceite… y si no mejoraban, se les dejaba morir en paz. O en soledad.

No había psicólogos, solo marineros temerosos de acabar como ellos.

Fe y medicina: remedios cruzados

Se rezaba a San Roque (patrón de las pestes), a San Sebastián (que al menos murió guapo) y a Santa Bárbara (si había tormenta).

Se prometían misas, se ofrecían votos, se hacían peregrinaciones imaginarias al Pilar o a Santiago. Porque si no había remedio en el botiquín… igual lo había en el cielo.

Se sobrevivía con un trago de ron, un chiste obsceno y la esperanza de ver tierra firme antes de que el cuerpo se deshiciera.

EL OCIO Y LOS RATOS MUERTOS_

O de cómo matar el tiempo sin que el tiempo te mate a ti

Mira, remero de gimnasio… Un día en alta mar podía tener más horas que tres en tierra firme. Porque después de subir velas, barrer la cubierta y defecar con vista al horizonte… ¿qué te quedaba? Pues eso: matar el tiempo. A puñaladas, si era necesario.

Juegos de azar y desdicha

El pasatiempo estrella: los dados. Dados de hueso, de madera o de plomo si los había.

Las reglas… flexibles. Las apuestas… lo que se tuviera: un botón, una ración de pan, una hebilla, una promesa…

El truco y la trampa… siempre presentes.

El conflicto… inevitable:

“¿Me estás cargando el dado, tuerto?

“¿Y tú qué miras, desdentado?”

Y zas: puñetazo, escándalo y dos días sin rancho. Pero se volvía a jugar.

También se echaban partidas de tabas (con huesos de animales), de “alquerque” (padre del tres en raya) y, si había suerte, de naipes… aunque muchos se rompían tras la primera discusión.

Música y cante… a falta de guitarra

Si alguno sabía tocar, aunque fuera el caldero de la cocina, ya tenía hueco en la tripulación del ocio.

Se improvisaban instrumentos: cuerdas tensadas, panderetas con cazoletas o flautas hechas con cañas secas.

Las canciones… viejas coplas, romances de ciego, chascarrillos verdes y décimas de borracho.

El ritmo… según el oleaje.

“En el puerto dejé mi honra,
en la mar dejé el pudor,
y ahora canto entre las velas
pa’ no morirme de horror.”

Y todos coreaban. Porque cantar no era arte, era terapia.

Teatro, chistes y burlas

A veces, si el viaje se alargaba mucho o se celebraba una fecha señalada (una onomástica, una victoria o simplemente un día sin muertos), se organizaban espectáculos teatrales domésticos. Unos hacían de damas (con trapo en la cabeza y voz aflautada); otros de curas, de capitanes, de ratas parlantes. Se recitaban versos, se contaban historias de ultratumba, se imitaba al almirante mientras dormía (muy peligroso esto último, pero muy celebrado).

Y sí, a veces el teatrillo acababa en zarandeo. Pero la mayoría… servía para reír. Y con eso ya bastaba.

Cuentacuentos, exagerados y embusteros

Todo barco tenía su cuentista oficial. Ese que lo mismo había visto una sirena que peleado con un oso a cuchillo.

Sus historias eran más largas que un día sin viento. Mezclaban verdad, mentira, deseo y fiebre. Y todos sabían que mentía… pero ¡cómo gustaba escucharlo!

“Yo vi una isla entera hecha de oro, donde llovía vino y las mujeres tenían barba de azafrán…”

Y venga risas. Porque el aburrimiento no entiende de lógica, pero sí de buena narrativa.

Rencillas y retos físicos

Sí, claro. También había quien mataba el tiempo a golpes. Luchas amistosas, pulsos con el brazo o los pulgares, retos de resistencia (quién aguantaba más sin comer, sin hablar, sin orinar… ) y apuestas absurdas: “Si esta gaviota me caga, dejo el ron una semana.”

Y si no había nada más… mirar el mar

Eso que hoy parece poético, entonces podía ser una condena. El mar, eterno. El cielo, igual. Nada nuevo. Nada distinto. Un páramo líquido sin estímulo. Podías volverte loco.

Y sin embargo, muchos marineros pasaban horas mirando al horizonte, imaginando que llegaba una isla, un barco amigo, un milagro. O simplemente, para no mirar hacia dentro.

Porque en los ratos muertos… uno podía encontrarse consigo mismo. Y no siempre gustarse.

Repetir, repetir y repetir

Todo pasatiempo tenía eso: una fecha de caducidad rápida. Así que al final del día, el ocio era jugar a lo mismo una vez más… repetir el chiste… contar la historia de la isla de oro por décima vez… rascarse con más ganas… apostar lo que ya se había perdido… y esperar que llegara el turno de trabajo, porque al menos así se pasaba el tiempo con la mente ocupada.

¿Y por qué importaba el ocio?

Porque sin él… la cabeza se torcía: el marinero triste rinde menos; el marinero aburrido se vuelve violento; el marinero sin distracción piensa demasiado… y eso, en un barco sin cura de almas, era peligrosísimo.

Así que sí, jugar, cantar, contar, pegarse y reír eran tan necesarios como la brújula. Y a veces… más.

NAVEGAR DE NOCHE_

O de cómo la oscuridad era un pasajero más a bordo

Mira, marinerillo de estanque… cuando el sol se hunde en el horizonte, el mar cambia de cara. Ya no es azul ni turquesa. Es negro, denso, infinito… como si Dios le hubiera echado un telón encima.

Y los hombres, por muy bragados que sean, también cambian: la risa se apaga, las canciones callan y hasta el más fanfarrón mira de reojo el cielo, por si le contesta.

Turnos de guardia: los que no duermen

De noche, la tripulación se divide en guardias. Unos descansan —si es que pueden— y otros se encargan de vigilar, mantener el rumbo y no morir de susto.

Los turnos se organizan por cuartos de guardia, que no son habitaciones, sino franjas horarias de unas 4 horas:

  • De 8 a 12.

  • De 12 a 4 (la más temida: la del “cuarto de la muerte”).

  • De 4 a 8.

  • (…y vuelta a empezar)

Porque ahí es cuando todo está más callado, más frío, más siniestro. Ni el mar respira.

El ojo del vigía: mirar sin ver

El vigía, ese pobre diablo subido al palo mayor o plantado en la proa, tenía que estar atento… a la nada. Porque de noche no se veía tierra, no se veían barcos, no se veían ni las propias manos… solo oscuridad densa, como si la mar estuviera esperando algo.

Y aún así, tenía que avisar si veía luces enemigas, islas sospechosas, fuegos fatuos o —y esto es más común de lo que crees— “ojos flotando en la espuma”. Y no, no eran reales. Pero el vigía los veía, porque el miedo también ve.

La mar de noche: otra criatura

El mar por la noche ya no es el mismo: suena más, mueve el barco como si quisiera probar tu paciencia y se traga los reflejos, las referencias y los sentidos.

Pero hay algo peor que una mar brava: una mar quieta. Porque cuando el mar se queda sin viento, sin olas, sin voz… los marineros se ponen nerviosos.

Dicen: “Está tramando algo.” Y casi siempre, aciertan.

Luces, sombras y supersticiones

No se usaban faroles, salvo que fuera imprescindible. La luz atraía barcos enemigos, delataba posiciones y, según decían, traía mala suerte. Solo se encendía fuego para casos urgentes como la lectura de cartas de navegación, atender a un herido o buscar al grumete que se cayó por la escotilla.

El resto del tiempo, todo era penumbra. Y eso provocaba sombras que se movían solas, reflejos que no eran tuyos y la terrible certeza de que había compañeros que hablaban solos, en voz muy bajita, como si alguien los escuchara… desde el mar.

De noche, el oído manda. Y el oído, amigo mío, es el traidor más fiel. Porque si escuchas un:

  • Crujido en la bodega: puede ser la madera… o un polizón.

  • Chapoteo a estribor: puede ser un pez… o un alma en pena.

  • Silbido entre las velas: puede ser el viento… o la muerte buscando conversación.

Todo suena más fuerte. Todo suena más cerca. Y el marinero prefiere no preguntar.

Conversaciones de vigía: filosofía en sal y frío

Los que estaban de guardia hablaban bajito. Hablaban se sus pueblos, de lo que harían al llegar, de la mujer que dejaron, del que murió la semana pasada, de si existe el fin del mar…

Y si uno se ponía tonto con los miedos, le daban un sopapo verbal:

“Calla, desgraciao. Que si nombras al diablo, se sube al barco.” Y fin de la tertulia.

El frío, ese hijo de perra silencioso

De vigía no había mantas, ni abrigo, ni fuego… solo cuerda y pellejo curtido. El viento te calaba los huesos y el relente de la mar te entraba por la nariz y te salía por las rodillas.

Y sin embargo, había que aguantar. Porque dormirse en guardia era peor que morirse en cama.

Y cuando por fin asomaba el sol…

Ah… Entonces sí. Respirabas.

Porque el alba no traía solo luz. Traía esperanza, descanso, pan duro… y el alivio de saber que has sobrevivido a una noche más con el mar como único testigo.

Así que ya sabes, roncador de bodega: de noche se navega sin ver, pero se siente más que nunca. Y si aguantas el turno sin cagarte encima ni gritar “¡tierra!” por error… es que ya eres medio hombre de mar.

LA BATALLA NAVAL_

O de cómo el mar también es campo de guerra… pero con olas y sin escapatoria

A ver, almirante de orilla… cuando navegabas tranquilo, con la bodega cargada y el viento a favor, lo último que querías ver era una vela en el horizonte.

Porque ya sabías lo que venía:

  • Si era amiga, te cruzabas saludos y chismes.

  • Si era enemiga… te preparabas para el baile… un baile con cañones.

¿Cómo empezaba una batalla en el mar?

Muy sencillo. Alguien decía: “¡Barco a la vista!”… y los capitanes se miraban como en un duelo de taberna.

— ¿Se acercan?


— ¿Izan bandera negra?


— ¿Tienen pinta de corsarios franceses, berberiscos, ingleses o muy cabreados?

Y si la respuesta era sí… pues a posiciones.

“¡A zafarrancho de combate, malditos!”

Que era lo mismo que decir: “Nos la jugamos, apretad los dientes.”

Zafarrancho: cada cual a lo suyo

Aquí no hay ensayo general. Cada hombre sabía su sitio:

  • Los artilleros, a los cañones.

  • Los grumetes, a cargar la pólvora y taparse los oídos.

  • Los marineros, a asegurar jarcias, cerrar escotillas y repartir cuchillos y ron para subir los ánimos.

  • El capitán, al castillo de popa, rezando por dentro y gritando por fuera.

Todo el barco se convertía en una máquina ruidosa, tensa, temblorosa… y dispuesta a matar.

Los cañones: truenos con metralla

Disparar un cañón en alta mar no era tarea fácil.

Había que cargar con pólvora seca (¡seca, que si no te explotaba en la cara!); meter la bala y apretar con estopa; apuntar (más o menos… con fe); y esperar a no reventarte el hombro en el retroceso.

Los cañonazos no eran precisos, pero eran un espectáculo de ruido, humo, madera astillada y hombres volando.

Porque sí, muchacho: una sola bala podía atravesar el casco, volarte una pierna y reventar diez barriles en fila… todo a la vez.

Choque y abordaje: cuerpo a cuerpo con olor a peste

A veces, tras varios disparos, los capitanes decidían: “¡A por ellos!”. Y ahí empezaba lo fino: el abordaje.

Dos barcos se pegaban como borrachos en una callejuela. Se lanzaban garfios, sogas, tablones. Se gritaba “¡A la carga!”, aunque ya nadie tenía fuerza para cargar ni con su propio nombre. Y los hombres saltaban al otro barco como monos desesperados.

Lo que venía era esquivar:

  • Cuchillos.

  • Sables.

  • Hachas.

  • Barriles rodando.

  • Gente cayendo al mar.

  • Y tripas, que acababan decorando la cubierta como si fueran guirnaldas de una fiesta macabra.

En ese momento no había reglas, solo la ley del más bruto. Y el que quedaba en pie… ganaba.

Heridos, gritos y carne rota

La batalla era rápida y salvaje. Y dejaba a su paso un paisaje de cuerpos, sangre, astillas y humo.

Los heridos gritaban, los moribundos balbuceaban oraciones, los barberos corrían con cuchillos y cubos de agua salada.

Algunos simplemente morían de pie, sin entender qué había pasado. Los afortunados perdían un dedo y los desafortunados, la cabeza.

¿Quién era el enemigo?

Depende del día:

  • Corsarios franceses.

  • Piratas berberiscos.

  • Ingleses con ganas de fastidiar al Imperio.

  • Rebeldes flamencos.

  • O incluso barcos desesperados con hambre y nada que perder.

Porque en el mar, la guerra no era entre países, era entre hombres hambrientos, sucios y armados que querían lo mismo: sobrevivir y saquear.

Y después de la batalla… a limpiar la muerte

Cuando todo acababa, el barco quedaba irreconocible: la cubierta roja, cuerpos que no eran de los tuyos, humo por todas partes y gaviotas sobrevolando con hambre.

Se tiraban los cadáveres al mar, se buscaban supervivientes, se reparaban los daños con lo que hubiera… Y se bebía. Mucho. Porque había que calmar el temblor de manos, el susto del alma, y la certeza de que mañana podía volver a pasar.

¿Y el honor? ¿Y la gloria?

Eso eran cuentos de tierra firme. Aquí, el que sobrevivía era héroe por defecto y el que moría, se convertía en leyenda… si alguien lo contaba. El que vencía, simplemente seguía navegando, con menos hombres pero más historias.

Así que sí, muchacho: la batalla naval era corta, brutal y definitiva. Y si alguna vez te toca estar en una… que sea con el viento a favor, la pólvora seca y los machos bien sujetos.

CASTIGOS, LEYES Y DELITOS_

O de cómo en el mar también había quien te partía la cara… pero con reglamento

Mira, lobo de secano… En tierra te roba un pícaro y lo metes en la cárcel. Pero en un barco, a doscientas leguas de cualquier juez, ¿quién administra la justicia? Pues el capitán, el maestre y la mar. El primero manda, el segundo ejecuta… y la tercera se traga los restos si hace falta.

¿Qué leyes regían a bordo?

Las leyes no eran muchas, pero estaban bien claras. Y el que se las saltaba… lo lamentaba. Se basaban en:

  • Las Ordenanzas de la Casa de Contratación.

  • El Código del Almirantazgo.

  • Las reglas del barco (que cambiaban según el capitán… y su humor).

¿Y qué decían, en resumen?:

  • Obedece al capitán.

  • No robes.

  • No pelees (demasiado).

  • No forniques (si es que puedes evitarlo).

  • Y no toques el ron que no es tuyo.

Si cumples, bien. Si no… palo.

Los delitos más comunes

¿Qué hacía un marinero para buscarse problemas? Lo de siempre:

  • Pelearse con otro (por cartas, comida o mujeres que no estaban).

  • Robar provisiones.

  • Quedarse dormido en la guardia.

  • Mentir sobre el rumbo.

  • Blasfemar (sí, eso también era delito).

  • Emborracharse cuando no tocaba.

  • Tentar al prójimo… aunque no quisiera.

  • Y uno de los peores: desobedecer una orden directa. Eso era pecado mortal… y delito capital.

¿Y los castigos? ¿Eran severos?

¿Tú qué crees? Aquí va una lista de los más comunes, por si te animas:

I) Pasar por la quilla:

¿Has oído esta expresión? Pues no es metáfora.

Se ataba al marinero a una cuerda y se le pasaba por debajo del barco, de una borda a otra,
rozando con la barriga las lapas, el casco lleno de conchas y, a veces, los tiburones.

Resultado: raspones, ahogos, traumas… y, casi siempre, funeral.

Muy efectivo.

II) Azotes con cabo de gata:

Un látigo hecho con soga gorda, repleto de nudos.

Se golpeaba en la espalda del condenado, con el torso desnudo y los dientes apretados.

  • 10 latigazos si robaste pan.

  • 20 si desobedeciste.

  • 50 si blasfemaste en presencia del capitán…

  • Y 100 si le insultaste.

III) Atar al palo mayor:

Castigo de vergüenza pública.

Se dejaba al marinero atado de pies y manos, con un cartel que decía lo que había hecho y a merced de las burlas, los escupitajos y el sol.

Castigo ligero, pero muy humillante. Y muy útil para que los demás se lo pensaran dos veces.

IV) A pan y agua (o sin pan):

Consistía en restringir la comida durante días. Si había pan, solo pan. Si no había pan, mala suerte. Si te desmayabas… mejor. Dabas menos guerra.

Algunos lo llevaban con resignación. Otros… acababan comiéndose las botas. Literalmente.

V) Pena de muerte:

Sí, también. Si el delito era muy grave (motín, asesinato, traición), el castigo podía ser:

  • Tajada con espada.

  • Tiro en la cabeza.

  • Lanzamiento al mar con una piedra al cuello.

  • O, peor aún… abandonado en una isla desierta con media hogaza y una navaja.

Un final muy de novela, pero totalmente real.

¿Quién juzgaba?

El capitán era el juez supremo. Él decidía, imponía y muchas veces, ni escuchaba defensa.

Si el maestre estaba de buen humor, podía interceder. Si el capellán andaba por ahí, metía una plegaria. Pero la mayoría de veces, el juicio era rápido y la sentencia más aún.

“¿Robaste? Pues intenta flotar con una bala de cañón atada al tobillo. Que Dios te coja confesado.” Y al agua.

¿EXISTÍA POSIBILIDAD DE apelación, recurso, derechos humanos?

¿En el siglo XVI? ¿En un barco? ¿En serio?

El único recurso era no volver a hacerlo… o hacerlo mejor la próxima vez y no dejar pruebas.

¿Y por qué tanta severidad?

Porque el barco era un mundo cerrado. Un solo borracho, un solo ladrón, un solo loco… podía arrastrar a todos al desastre.

Así que la disciplina no era capricho. Era supervivencia. Si uno desobedecía la vela, todos morían en tormenta. Si uno robaba el agua, el resto se deshidrataba. Si uno insultaba a los dioses, todos se ponían nerviosos (y con razón).

Como ves sí, aquí se castigaba fuerte. Y el mar no olvidaba.

Así que ya sabes, soplador de velas: piénsatelo dos veces antes de robar un mendrugo o soltar un “¡hostias!” demasiado alto. Porque en el mar, la ley es tan dura como la madera del palo mayor.

¿Y QUÉ PASA SI LLEGAMOS?_

O de cómo el final del viaje era el principio de otra condena

A ver, pirata de escobilla… Si has aguantado todo lo que hemos contado hasta ahora y no te han matado, ni amputado, ni colgado, puede que tengas la suerte de volver a pisar tierra firme.

Pero pisar tierra no es llegar al Edén. Ni mucho menos… Porque al poner el pie en el Nuevo Mundo, lo que empieza es otra aventura, igual de sucia, igual de dura… pero con otro paisaje.

Lo primero que se ve: el espejismo del paraíso

A veces, la tierra aparecía como una línea verde al fondo, como una promesa de sombra, fruta y mujeres sin corpiño.

Y los hombres, deshidratados y medio locos, la veían como si fuera el cielo.

“¡Tierra!”

Y entonces todos querían besar el suelo, aunque el suelo estuviera lleno de barro, hormigas rojas y una tribu de arqueros observando desde la selva.

Porque, grumete, no se te olvide: esa tierra ya estaba habitada.

El puerto colonial: más barro que gloria

Si el barco tenía destino conocido —Veracruz, Cartagena, Santo Domingo o La Habana—, se llegaba a un puerto controlado por la Corona.

¿Y qué había allí? Un par de casas de piedra. Una iglesia medio construida. Cien chozas. Mosquitos del tamaño de una gaviota. Y un gobernador más interesado en recaudar que en recibir.

Y eso sí: una taberna. Porque incluso en el infierno, hay quien sirve vino agrio y pan mohoso.

¿Y el oro? ¿Y las riquezas?

Ah, amigo… el oro. Muchos embarcaban creyendo que en América el oro brotaba de los árboles y que bastaba con cavar un poco para encontrar joyas, plata, piedras preciosas
y dos vírgenes danzando a ritmo de una marimba.

Pues no. El oro había que buscarlo, luchar por él, matar por él y, sobre todo, pagarle comisión al que decía haberlo encontrado.

“¿Querías fortuna? Pues ponte a cargar sacos. O a cavar minas. O a vigilar esclavos.”

La gloria no se servía en bandeja. Se sudaba, se negociaba… o se robaba.

¿Y qué haces ahora? ¿Te quedas o vuelves?

Cuando llegabas, tenías dos opciones:

I) Quedarte en tierra:

  • Buscar trabajo.

  • Enrolarte en una expedición.

  • Probar suerte con alguna encomienda.

  • Casarte con una criolla feúcha pero con tierras.

  • Montar un chiringuito.

Riesgo: tropas hostiles, fiebre amarilla, traiciones, malaria, hambre y olvido.

Ventaja: a lo mejor te va bien… o a lo mejor no. Pero estás seco.

II) Volver a embarcarte:

  • Subir de nuevo a una nao maltrecha.

  • Navegar rumbo a Sevilla.

  • Cargar con plata, tabaco, cacao y esclavos.

  • Repetir la odisea en sentido inverso.

Riesgo: huracanes, corsarios, motines, escorbuto y depresión post-tierra.

Ventaja: cobras… poco, pero cobras. Y si sobrevives otra vez… puedes contarlo.

¿Y si nadie te esperaba?

Porque muchos marineros llegaban sin nombre, sin familia y sin cartas. Eran nadie… y al tocar tierra, seguían siéndolo.

Unos se perdían en la selva. Otros se hacían soldados. Algunos montaban negocios de trueque, piratería o licores caseros. Y muchos… simplemente desaparecían.

Ni Dios, ni el Rey, ni la mar les recordaba. Solo el viento sabía dónde estaban.

Pero entonces… ¿valía la pena llegar?

Claro que sí, alga con sombrero. Aunque solo fuera por decir que lo lograste, que cruzaste el océano, que viviste para contarlo, que el mundo se había hecho más grande y tú, por una vez en tu vida… formaste parte de algo épico.

Puede que no encontraras oro. Ni fama. Ni amor. Pero encontraste historia.

Y eso, en el siglo XVI, ya era bastante.

Entonces… ¿te unes a nosotros, ratilla de bodega?

Porque España no conquistó medio mundo a caballo. Lo hizo a bordo.

La mar nos hizo imperio. Fue con velas hinchadas, mapas sin acabar, estómagos vacíos y corazones llenos como ese puñado de tierras llamado Castilla y Aragón se estiró hasta el otro lado del océano.

No fuimos los únicos, pero sí los primeros. Portugal, Francia, Inglaterra… todos quisieron su trozo de tarta oceánica. Pero España fue la que se lanzó sin red. Fue la que miró al horizonte y dijo:

“Ahí hay algo. Y si no lo hay… lo inventamos.”

Y lo encontró. Y lo tomó. Y lo trazó en mapas. Y lo defendió a golpe de arcabuz, fe y embarcaciones cada vez más atrevidas.

Los libros te hablarán de Carlos V, de Felipe II, de los virreinatos y las encomiendas… pero nada de eso habría existido si no hubieran salido barcos… con velas remendadas, maderas que crujían más que el rosario de un reo y hombres que se guiaban por el sol, las estrellas y la intuición.

Porque el legado español más gigantesco no está solo en los museos ni en las catedrales. Está en los océanos, en cada puerto alzado por españoles, en cada ciudad fundada a golpe de timón y en cada palabra castellana que se oye en América. Y eso, no lo hizo ningún rey… Lo hizo una tripulación.

Por eso yo seguiré navegando, porque ya no sé hacer otra cosa.

Y tú, muchacho… ¿me acompañas? 


Retrato de Blas de Lezo. Historia de Madrid

Blas de Lezo y Olavarrieta (Pasajes, Guipúzcoa, 1689 - Cartagena de Indias, 1741)

Una nación no se pierde por que unos la ataquen, sino porque quienes la aman no la defienden
— Blas de Lezo


¿Cómo puedo encontrar los jardines del descubrimiento en Madrid?