Hijas de la noche
Entre la necesidad y el estigma: historia de la prostitución en el Madrid del Siglo de Oro
Pocas veces la historia se ha detenido a escuchar a las mujeres que vivieron —y sobrevivieron— en los márgenes. Aquellas que no fueron heroínas ni santas, sino simplemente humanas. Las que no empuñaron espada ni escribieron versos, pero pagaron con su cuerpo el precio de nacer pobres, huérfanas, sin dote, sin apellido y sin amparo. Mujeres que, empujadas por la necesidad y atrapadas en la red de la doble moral de su tiempo, se vieron forzadas a ganarse la vida entre sábanas ajenas.
La prostitución no es, como dictan los tópicos con media sonrisa, “el oficio más antiguo del mundo”. Es, en verdad, uno de los más antiguos mecanismos de exclusión y supervivencia. En el Madrid del Siglo de Oro —esa ciudad vibrante y contradictoria donde convivían el ingenio afilado de Quevedo y la miseria de los pícaros— la prostitución era una realidad visible, tolerada, instalada en burdeles y mancebías e incluso regulada... hasta que dejó de serlo.
Pero este no es solo un texto sobre mancebías, ordenanzas o devociones. Es, sobre todo, una historia de mujeres. Mujeres de carne y hueso. Con nombre o sin él. Con biografías rotas y cuerpos marcados. Con risas compartidas en las tabernas y llantos ahogados en los portales. Porque más allá del prejuicio o el morbo, del estigma o de la literatura picaresca, la prostitución en aquel Madrid de las letras divinas fue el destino de muchas que no eligieron, sino que fueron elegidas por la pobreza, el abandono o la violencia.
Hoy, cuando paseamos por Madrid, bien vale la pena detenerse un instante y escuchar ese susurro antiguo que nos habla de otra ciudad, otra moral y otra manera de mirar al deseo, al cuerpo y al pecado.
Revivir esa historia no pretende alimentar el escándalo, sino honrar la memoria. Para que la ciudad que amamos —con sus luces y sus sombras— no olvide que también se construyó sobre los pasos anónimos de aquellas que nunca protagonizaron retratos ni comedias.
Del goce sin culpa al control moral: raíces legales y religiosas de la prostitución medieval en Castilla_
Hubo un tiempo —sí, aunque hoy cueste imaginarlo— en que la sexualidad no estaba envuelta en culpa. Un tiempo en que el placer no era, de forma automática, pecado, y en que los textos sagrados no veían con malos ojos que el cuerpo, además de templo, fuera también morada del gozo. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, se canta al amor carnal sin tapujos: «Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de tu vida de vanidad», leemos en el Eclesiastés. Y en el apasionado Cantar de los Cantares es ella —sí, ella— quien busca al amado por las calles en la noche, lo encuentra y lo conduce a la alcoba de su madre. Poco que ver con las visiones puritanas que habrían de imponerse siglos más tarde.
Durante buena parte de la Edad Media, esa mirada más natural del deseo convivió con formas de unión flexibles. Más allá del matrimonio sacramental, existían prácticas como la barraganía —convivencia semiestable sin pasar por el altar— o el amancebamiento. Incluso la figura de la prostituta —llamada entonces “mujer pública” o, eufemísticamente, “enamorada”— era tolerada como parte del paisaje urbano y social, siempre que ejerciera en los espacios permitidos: los burdeles o mancebías.
Desde el punto de vista jurídico, el derecho castellano bajomedieval no consideraba delito el ejercicio de la prostitución. No era deseable, desde luego, pero tampoco criminal. Era un oficio más entre los márgenes: sucio, sí, pero necesario. El razonamiento era tan práctico como brutal: mejor una prostituta disponible que una doncella violada, un adulterio escandaloso o —peor aún— exponerse al “pecado nefando” de la sodomía. Así lo entendieron juristas y teólogos que, inspirados por Santo Tomás de Aquino, definieron la prostitución como un “mal menor”: tolerable si ayudaba a contener males mayores.
La Iglesia, aunque incómoda ante esta realidad, aceptaba su existencia con resignación. Santo Tomás llegó a justificarla con una metáfora muy de su tiempo: «Quita el burdel de la ciudad y verás que se llenará de lujuria como una tubería rota se llena de agua». No era una apología, sino un diagnóstico. Lo que no podía eliminarse, debía ser canalizado.
En las ciudades castellanas, desde el siglo XIII comenzaron a abrirse mancebías bajo supervisión municipal. La lógica era simple: si no se puede impedir el pecado, al menos que deje rédito. Las prostitutas pagaban tasas, eran sometidas (al menos en teoría) a controles médicos y debían acatar estrictas normas. Solo podían ejercer en determinados barrios y días; se les prohibía vestir como mujeres “honestas” y estaban obligadas a marcarse con signos visibles, como el célebre traje de picos pardos. De ahí nos viene, por cierto, la expresión “irse de picos pardos”, que arrastramos aún con una ligereza que ignora su origen.
Pero esa cierta “normalización” convivía con una discriminación feroz: ellas cargaban con todo el peso del estigma, mientras los clientes —hombres nobles, clérigos incluidos— quedaban moral y socialmente indemnes. En la balanza de la culpa, el pecado tenía género: masculino el deseo, femenina la culpa.
No todas, sin embargo, trabajaban en burdeles. Desde tiempos tempranos existió una prostitución callejera, ilegal, fuera de los registros y normas, muchas veces ligada a redes de explotación, rufianes y alcahuetas. Y a ellas la represión les caía con más dureza: detenciones, destierros, castigos, violencia.
Y, sin embargo, el negocio seguía vivo. Porque la demanda era constante, porque la moral era más fachada que realidad, y porque la ciudad —como cuerpo social— tenía sus propias pulsiones. Las mancebías no eran simples casas de carne: eran termómetros de la relación entre poder, deseo y control. Y Madrid, como otras ciudades castellanas, participaba ya en esa ambigua danza de tolerancia y castigo.
Entre los siglos XIII y XV se asentaron así las bases de una práctica compleja: aceptada por necesidad, regulada por conveniencia y marcada por una doble moral que se volvería cada vez más severa con el paso de los siglos. Lo que comenzó como una estrategia social para prevenir un mal mayor acabaría en persecución, clausura y silencio.
Pero para eso aún faltaban decretos, concilios, sermones… y mucha hipocresía por destilar.
Madrid, capital del pecado regulado: el auge cortesano y fiscal de las mancebías en el Siglo de Oro_
Si el pecado necesita un escenario, pocos tan adecuados como el Madrid del Siglo de Oro.
Cuando Felipe II decidió instalar la corte en la villa, en 1561, no solo trasladó el gobierno y los oropeles del imperio: también trajo consigo una multitud. Funcionarios, soldados, nobles en busca de favor, criados, pícaros, artesanos, aventureros… y, como telón de fondo, un ejército de desposeídos que llegaba con más hambre que esperanza. La ciudad crecía sin orden ni concierto, como un animal hambriento, y con ella crecía también el comercio del cuerpo, tan antiguo como el hambre y tan reglado como el pan o el vino.
La prostitución encontró terreno fértil en aquel Madrid en expansión. La villa, consciente de la imposibilidad de reprimir el deseo —y de los beneficios que generaba—, optó por canalizarlo mediante formas legales y visibles. Las mancebías no eran simples lugares de encuentro furtivo: eran piezas de un engranaje social y económico que el poder municipal, eclesiástico y cortesano consentía y aprovechaba. Madrid se convirtió así en capital del pecado regulado, donde el placer de pago era, a un tiempo, negocio, orden y paradoja moral.
El mapa de estas mancebías hablaba tanto de la ciudad como de sus gentes. No se escondían en los márgenes sombríos, sino que se integraban en el corazón de la villa, parte viva del tejido urbano:
La de Las Soleras, a un paso de los mentideros y las casas de juego; hoy bajo el aroma de la pastelería La Mallorquina. Las mujeres que allí trabajaban recibieron su nombre no por el vino, sino por la ubicación en la Puerta del Sol. Frecuentada por artistas y literatos.
La de Los Francos, en la actual calle Cervantes, en pleno barrio de letrados y comediantes.
La de Señores de Luzón, frecuentada por militares y comerciantes acomodados.
La del Alamillo, refugio de bolsillos humildes, donde se cruzaban soldados sin graduación, mozos de oficio y buscavidas.
Cada establecimiento respondía a un perfil económico y social, reflejando las mismas jerarquías que ordenaban la corte y la ciudad. Los burdeles se erigían como espejos —incómodos, pero precisos— de la estructura de poder: el lujo para los poderosos, lo mísero para los pobres. Todo perfectamente delimitado, todo con su precio, todo bajo el control de los concejos y las rentas que alimentaban.
Las mancebías eran una institución reglada y fiscalizada:
Sometidas a impuestos y tasas, fuente no menor de ingresos para las arcas municipales.
Integradas en la legislación urbana, con ordenanzas que fijaban horarios —condicionados por el calendario religioso— y normas estrictas de funcionamiento.
Incluso su arquitectura encerraba simbolismo. Muchas disponían de estructuras cerradas, patios interiores y estancias compartimentadas, pensadas para garantizar la privacidad de los clientes y, al mismo tiempo, permitir la vigilancia de las autoridades. No eran simples casas del pecado: eran microcosmos del Madrid de los Austrias, diseñados para preservar la fachada de virtud, mientras dentro se comerciaba con el vicio.
Más allá del plano material, las mancebías formaban parte del imaginario urbano y cultural. Estaban en la germanía de los barrios bajos, en los chascarrillos de los corrales de comedias, en los entremeses que animaban las plazas. Invisibles como personas, las prostitutas y sus burdeles eran, sin embargo, figuras reconocibles en el pulso cotidiano de la villa.
El poder, por su parte, practicaba una hipocresía tan refinada como las decoraciones de sus salones. Los mismos concejos que cobraban impuestos prostibularios asistían a los sermones que clamaban por el cierre de las mancebías. Los mismos nobles que amparaban rufianes y celestinas se rasgaban las vestiduras en procesiones y autos de fe. Madrid era, como toda gran ciudad, un escenario de contrastes entre el deseo y la virtud.
Pero aquel frágil equilibrio tenía fecha de caducidad. El viento de la Contrarreforma soplaba cada vez con más fuerza… y las puertas que durante tanto tiempo permanecieron entreabiertas, pronto habrían de cerrarse.
Las mujeres del pecado: el rostro oculto y humano de las mancebas en el Madrid antiguo_
Detrás de cada farol encendido a la puerta de un burdel, detrás de cada ordenanza municipal y de cada sermón que las señalaba como símbolo del pecado, había mujeres concretas. No eran figuras literarias ni conceptos morales abstractos: eran hijas, hermanas, madres, viudas, muchachas que alguna vez soñaron algo distinto y acabaron en un oficio al que nadie aspiraba al nacer. Y aunque la historia oficial las redujo a un número de registro o un apodo en los padrones, sus vidas no cabían en una sola etiqueta.
Las llamaban mancebas, rameras, mujeres públicas o de mal vivir. ¿Quiénes eran realmente? Mujeres a quienes el hambre, la violencia, el desarraigo o la deshonra empujaron al último peldaño de una escalera siempre descendente. Muchas llegaban siendo casi niñas: la edad mínima legal para ejercer en las mancebías era de apenas 12 años, aunque los documentos nos dicen que no pocas empezaban antes, atrapadas por la necesidad o engañadas por alcahuetas y madamas que disfrazaban de oportunidad lo que no era más que explotación.
Venían de los pueblos de Castilla, de Extremadura, de Andalucía. Algunas eran huérfanas, otras hijas ilegítimas sin dote; criadas abusadas y despedidas sin carta de recomendación; mujeres caídas en desgracia por un desliz, un embarazo fuera del matrimonio o, a veces, por un simple rumor. Y aunque en menor número, las había que veían en el oficio una vía rápida de autonomía: la única forma de ganar unas monedas sin permiso de hombre alguno.
La entrada en el burdel no era libre ni gratuita. Para ser admitidas, debían cumplir ciertos requisitos: haber perdido la virginidad —por voluntad o por abuso—, carecer de linaje noble, no tener familia que respondiera por ellas y pasar el visto bueno de un médico. Una vez dentro, sus vidas quedaban sometidas a una rutina asfixiante: jornadas interminables, cuartos estrechos compartidos, catres duros, comida escasa y deudas crecientes. Porque todo —la cama, la ropa, el alimento— se cobraba. Y cuanto más tiempo permanecían, más debían. La libertad era un espejismo con un precio inalcanzable.
El léxico del Siglo de Oro —tan agudo y a menudo cruel— las nombraba con una riqueza verbal que revela tanto su presencia como su estigma. Eran “izas” si eran bellas; “rabizas” si tenían algún defecto; “ganga” si resultaban caras; “trongas”, “piltracas” o “pobreta” si eran de baja calidad. A las experimentadas se las llamaba “primeras”; a las veteranas, “olla” o “cobertera”. El lenguaje, como siempre, dice lo que la historia calla.
Y, por supuesto, estaban las otras: las que ejercían fuera del circuito oficial. Prostitutas callejeras, “cantoneras”, mujeres que vendían su cuerpo en la sombra, sin amparo legal, sin impuestos ni médicos y sin las mínimas condiciones que ofrecía —al menos sobre el papel— la mancebía. Para ellas, el riesgo era mayor y la represión, más dura.
El estigma era tan pesado como las jornadas. Las ordenanzas marcaban hasta su modo de vestir: los trajes de picos pardos, para que no pudieran confundirse con las “honradas”, y la prohibición de colores vivos o adornos. No podían asistir a misa a la misma hora que las casadas, ni ser enterradas en suelo consagrado.
¿Y la violencia? Estaba en todas partes. No solo la física —que también—, sino la simbólica, cotidiana: las burlas en la calle, la indiferencia en los hospitales, el desprecio en los tribunales. Eran las culpables oficiales del deseo ajeno.
No todas vivían igual. Algunas lograban convertirse en favoritas de un noble o de un artista y, con ello, ganaban cierta protección o un margen de autonomía. Otras preferían trabajar fuera de la mancebía: en tabernas, corrales de comedias o posadas. Algunas se especializaban en clientelas concretas: soldados, comerciantes, escribanos. Las más afortunadas lograban ahorrar lo suficiente para abrir una taberna, un pequeño negocio, o cambiar de barrio y de nombre. Pero esas eran las menos.
Muchas vivían bajo la “protección” de un jaque o un rufián, intermediarios que se quedaban con parte de sus ganancias a cambio de una supuesta seguridad que no era sino otra forma de esclavitud. Y, sin embargo, no faltaron los gestos de solidaridad: mujeres que alquilaban juntas una estancia, que se cuidaban, que tejían redes de apoyo dentro del infierno reglado del oficio. Y aunque la ley las vigilaba, algunas lograban pequeños actos de resistencia: ocultar ingresos, fingir enfermedades, ayudar a una compañera a escapar.
La salud era otro enemigo al acecho. Las enfermedades venéreas eran frecuentes, y las revisiones médicas, escasas y tardías. Cuando enfermaban o envejecían, muchas acababan expulsadas de las mancebías, mendigando, o en hospitales de incurables. En el mejor de los casos, eran admitidas en las Casas de Recogidas, donde el supuesto arrepentimiento lavaba el pecado y la clausura sellaba el silencio.
Y, sin embargo, vivieron. Reían, se enamoraban, tejían complicidades, inspiraban romances, chascarrillos y versos de la picaresca. Fueron parte del alma nocturna del Madrid del Siglo de Oro. No fueron solo víctimas ni heroínas: fueron mujeres enteras que resistieron como pudieron en un mundo que las necesitaba y las despreciaba al mismo tiempo.
De la tolerancia a la persecución: el final de los burdeles legales y la criminalización de la prostitución en el siglo XVII_
El pecado, durante siglos, había tenido domicilio fiscal. Tenía dirección conocida, horario de apertura, ropa reglamentaria y hasta reconocimiento tácito del poder. Pero todo eso comenzó a tambalearse en la primera mitad del siglo XVII. El burdel pasó de ser un “mal necesario” a convertirse en un “escándalo insoportable”. Y la ciudad, que tanto se había servido de ellos, decidió ahora enterrarlos, aunque fuera mal y tarde.
El año clave fue 1623. Felipe IV, joven aún, devoto de las pasiones y de las apariencias, firmó la Real Provisión que prohibía las mancebías en todo el reino. Oficialmente, se acabaron los burdeles públicos. El pecado fue expulsado del padrón municipal. Se clausuraron puertas que durante siglos habían permanecido entreabiertas y se sellaron habitaciones donde cada noche se entretejían deseo, supervivencia e hipocresía.
¿El motivo? Una combinación explosiva de factores.
Por un lado, la presión moral de la Iglesia. La Contrarreforma había llegado para quedarse, con su catálogo de pecados capitales bien señalado y su cruzada contra la carne en todas sus formas. El Concilio de Trento había dejado claro que la virtud femenina debía protegerse a toda costa y la figura de la mujer pública pasó de ser un mal tolerable a percibirse como una amenaza directa al orden cristiano.
Por otro lado, los predicadores y jesuitas redoblaban sus campañas contra los burdeles, denunciando la corrupción moral de una sociedad que cobraba tributo al vicio. La prostituta dejaba de ser una pecadora funcional y se convertía en un símbolo del desorden, un vestigio de tiempos que se querían borrar.
Y, finalmente, un motivo más humano y contradictorio: el remordimiento del propio rey. Felipe IV, asiduo confeso de estos locales, parece haber firmado el decreto arrastrado por su conciencia inquieta. Como si al cerrar los burdeles pudiera expiar sus noches y al empujar a las mujeres a la clandestinidad pudiera redimir su alma.
Pero, claro está, el cierre no significó el final del oficio.
Al contrario: la prostitución se multiplicó, pero lo hizo en las sombras. Lo que antes estaba regulado y controlado pasó a ser clandestino, inestable y mucho más peligroso. Las casas particulares, los mesones, las trastiendas de las tabernas se convirtieron en improvisados burdeles. Las prostitutas dejaron de estar censadas, de tener siquiera la débil protección del marco legal. Ahora eran perseguidas. Criminalizadas.
Las autoridades que antes las toleraban a cambio de un tributo, comenzaron a detenerlas, desterrarlas, internarlas en instituciones religiosas. Se organizaron redadas, se dictaron edictos, se multiplicaron las denuncias. La figura de la “mujer pública” pasó de mal menor a enemigo moral.
En este nuevo contexto represivo nacieron las Casas de Recogidas: espacios a medio camino entre el convento, el reformatorio y la prisión, donde las prostitutas debían “redimirse” mediante el encierro, la oración y el arrepentimiento. Un lugar donde se pretendía transformar a las “pecadoras” en “mujeres de bien”. Pero más que reintegración, lo que allí se impartía era silencio, control y castigo.
La figura de la prostituta pasó así del cuerpo útil al cuerpo maldito. De trabajadora marginal a paria perseguida. De un mal tolerado a un pecado absoluto.
¿Y la ciudad? La ciudad se cambió la máscara. Madrid quiso limpiarse la cara, pero no el alma. Se prohibieron las mancebías, se encapuchó a las recogidas en procesiones nocturnas, se predicó el arrepentimiento en cada púlpito. Pero las necesidades siguieron ahí. El deseo no desapareció. La pobreza tampoco. Y mientras se prohibía el pecado, se perfeccionaba la hipocresía.
Porque no nos engañemos: el Madrid de la segunda mitad del siglo XVII seguía necesitando a las prostitutas. Solo que ahora las quería sin nombre, sin rostro, sin calle.
Las cifras desaparecieron, pero la práctica no. La represión creció, pero también el mercado oculto. Y muchas mujeres que antes vivían en el margen tolerado pasaron ahora a la clandestinidad más hostil. Sin amparo, sin red, sin salida.
El burdel legal había muerto. Pero el cuerpo seguía vendiéndose. Y la ciudad, que tantas veces se finge inocente, lo sabía.
Casas de recogidas: redención forzada y teatralización del arrepentimiento de las prostitutas_
La prostitución había sido empujada al subsuelo de la sociedad. Pero, ¿qué se hacía con las mujeres que querían —o decían querer— abandonar “la mala vida”? ¿Dónde iban aquellas que ya no eran bienvenidas ni en los burdeles clausurados, ni en las calles, ni en las casas de familia? La respuesta se encontró en una institución a medio camino entre lo espiritual y lo disciplinario: las Casas de Recogidas.
La idea no era nueva. Desde el siglo XVI, órdenes religiosas y fundaciones piadosas habían creado espacios destinados a “redimir” a mujeres consideradas perdidas. Pero con el cierre oficial de las mancebías en 1623, estos centros se convirtieron en la principal vía para borrar el rastro del pecado femenino, o al menos para esconderlo tras los muros de la moral pública.
En Madrid, la más emblemática fue la Casa de Recogidas de la calle Hortaleza, un convento donde las prostitutas arrepentidas eran acogidas —o más bien encerradas— para “restaurar su alma” y convertirse, por fin, en mujeres “honradas”. Su ingreso podía ser voluntario, pero en muchos casos era forzado por la justicia, por los propios familiares o por el simple peso de la sospecha social.
Allí, las normas eran estrictas. Se les cambiaba el nombre. Se les rapaba el cabello. Se les imponía una disciplina conventual: silencio, oración, labores domésticas. Eran vigiladas por beatas o monjas, privadas del contacto con el exterior, del derecho a salir o de decidir sobre su destino. Algunas lograban profesar como religiosas; la mayoría simplemente envejecía entre muros, borradas de la memoria de la ciudad que antes las había consumido.
Pero si el encierro era severo, más grotesco aún era el ritual público que acompañaba esta supuesta redención: la célebre Ronda del Pecado Mortal.
Imaginemos la escena: cae la noche sobre Madrid, la luz de las velas perfila las sombras de los edificios, y por las calles avanza una procesión de encapuchados con campanilla en mano, rezando letanías en voz baja. Portan un farol, cubren sus rostros, caminan con paso lento. A su lado, en fila, marchan las recogidas: prostitutas arrepentidas o resignadas, trasladadas al convento para comenzar su “nueva vida”.
El espectáculo era siniestro, teatral, deliberadamente ejemplarizante. Se paseaba el pecado por las calles para que todos lo vieran y se exhibía su castigo como advertencia. El mensaje era claro: quien se desviaba del camino recto acabaría entre las sombras. Redimida, sí… pero primero expuesta al escarnio.
Estas procesiones tenían un efecto ambivalente. Por un lado, reforzaban el miedo moral: esto te pasará si caes. Por otro, ofrecían a la ciudad un momento de purga colectiva, como si contemplar la humillación ajena bastara para renovar la virtud propia. Pero, más a menudo de lo que se admitía, no generaban compasión: despertaban la curiosidad morbosa, la burla, el chascarrillo fácil. Las recogidas se convertían en espectáculo de calle, en anécdota de taberna, en pasto del escarnio popular.
Con la llegada del alumbrado urbano en el siglo XIX, aquella teatralidad perdió su efecto. La luz del gas, paradójicamente, hizo más visibles los rostros, las miradas y los pecados. Y el anonimato de la capucha dejó de proteger la moral. La Ronda del Pecado Mortal desapareció entre la risa de los vecinos y el peso del absurdo.
Pero la institución de las recogidas no se desvaneció tan rápido. Durante siglos siguió funcionando, perpetuando una idea muy arraigada: que la mujer caída solo podía salvarse renunciando a sí misma, enterrando su pasado y su deseo bajo el velo de la clausura o el cilicio del arrepentimiento.
Pocas salieron de allí con una nueva vida verdadera. La mayoría quedaron marcadas para siempre. Porque la redención no venía con dote, ni con perdón social. Venía con olvido. Y el olvido, como siempre, fue su condena definitiva.
Cuando el pecado tenía dirección fija: memoria y lecciones de la prostitución reglada en el Madrid histórico_
Como hemos visto, hubo un tiempo en que la prostitución no era un secreto vergonzante ni un rumor de esquina: era una realidad fiscalizada, reglada y visible. Y aunque eso no la hacía más justa, al menos la hacía presente, tangible. Mujeres que fueron parte del pulso diario de Madrid tanto como los aguadores, los pregoneros o los pícaros que recorrían sus calles.
Hoy aquellas mancebías se han borrado del plano, pero no del todo de la memoria: queda la lección de un pasado que aún nos interpela.
Porque sería un error pensar que esta historia terminó con el cierre de los burdeles públicos. La prostitución sigue existiendo, en Madrid y en tantas ciudades que un día, hace siglos, intentaron regular el deseo como parte de su orden urbano. Hoy adopta otras formas: pisos anónimos, portales discretos, anuncios que se ocultan o se exhiben en redes sociales. Cambian los escenarios, pero persisten los motivos: la desigualdad, la falta de alternativas, la necesidad de sobrevivir. Y, a menudo, el mismo estigma. La misma invisibilidad.
Por eso recuperar esta historia no es un ejercicio de nostalgia ni de folclore. Es una forma de nombrar a quienes vivieron sin nombre, de dar contexto a una realidad que aún late bajo otras máscaras y de preguntarnos qué sociedad queremos ser. ¿Una que convierte el dolor ajeno en anécdota? ¿Una que disfraza de modernidad viejas desigualdades? ¿O una sociedad que se atreva, por fin, a mirar de frente sus luces y sus sombras, sin morbo ni moralismo?
Porque el verdadero problema nunca fue el deseo. Ni siquiera el sexo. El verdadero problema fue —y sigue siendo— la desigualdad que convierte el cuerpo en moneda y el silencio en condena.
Hubo un tiempo en que el pecado tenía dirección fija. Hoy ya no sabemos dónde empieza ni dónde acaba. Pero sigue aquí. Y nos sigue mirando.
“¿Cuál será más de culpar, aunque cualquiera mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar?”