¿Aquí no hay playa?
Madrid soñó con el mar: la historia de su “playa” interior
Quienes amamos Madrid sabemos que es una ciudad extraordinaria, vibrante y llena de vida… pero no perfecta.
Su historia milenaria, su inagotable oferta cultural, la calidez de su gente, ese carácter castizo que convive con la modernidad, su bullicio incansable y su inconfundible vitalidad la convierten en un lugar único en el mundo. Sin embargo, aunque a primera vista parezca que nada le falta para ser la mejor ciudad del planeta, quienes adoramos el verano, el calor y los largos chapuzones sabemos bien cuál es su gran carencia: la playa.
Tener mar siempre ha sido un viejo sueño de los madrileños, casi una broma recurrente que esconde un deseo profundo. La ciudad, resignada pero orgullosa, ha convertido esa ausencia en parte de su identidad, y no es casualidad que uno de sus himnos más populares naciera de esa carencia: la canción de The Refrescos, de 1989, cuyo estribillo —“Aquí no hay playa, vaya, vaya”— se transformó en un símbolo humorístico de la capital. Una frase que, más de treinta años después, sigue resonando en cada verano abrasador.
Pero lo curioso es que no siempre fue así. Madrid tuvo, durante un tiempo, un cierto aire marinero, una forma de evadirse de su eterna sequedad. Fue en los años treinta del siglo XX, cuando el ocio moderno empezaba a abrirse paso y los madrileños descubrían, por primera vez, el placer de divertirse en su tiempo libre. Entonces surgieron espacios emblemáticos como La Playa de Madrid y las Piscinas La Isla, auténticos oasis urbanos que se convirtieron en refugio para quienes buscaban alivio frente a los sofocantes veranos de la meseta. Aquellos lugares no solo ofrecían agua y frescor: eran un pequeño pedazo de felicidad colectiva, una especie de mar interior que, por unas horas, lograba que Madrid soñara con ser una ciudad costera.
El poder curativo del agua: de los baños medicinales a la pasión por el mar_
El gusto de los madrileños por los baños y la creencia en el poder terapéutico del agua hunden sus raíces en el siglo XVII, cuando comenzaron a popularizarse en la capital las primeras casas de baños. Estos establecimientos, concebidos en un inicio con fines estrictamente medicinales, eran recomendados únicamente bajo prescripción facultativa. No se trataba de un placer cotidiano, sino de un remedio para dolencias concretas, prescrito con la misma seriedad que una sangría o un jarabe.
No sería hasta el siglo XIX cuando el baño empezara a considerarse una actividad recreativa, aunque limitada aún a las clases más pudientes. Las instalaciones acuáticas y los deportes relacionados con el agua seguían siendo un privilegio de la élite aristocrática, que en los meses estivales se desplazaba a los exclusivos clubes náuticos de San Sebastián y Santander. Allí, entre tertulias y paseos por los balnearios, el baño no solo era un alivio para el calor, sino también un símbolo de distinción social.
El interés por el agua como elemento curativo se vio impulsado por las corrientes científicas de la época, que divulgaron con entusiasmo sus efectos terapéuticos. A mediados del XIX, tras la devastadora epidemia de cólera que asoló Europa, los médicos comenzaron a recomendar los famosos “baños de olas”, un tratamiento que consistía en sumergirse en el mar siguiendo un ritual preciso de tiempos y movimientos. Se decía que estas inmersiones, además de fortalecer el organismo, aliviaban el asma, combatían la depresión y mejoraban la circulación sanguínea.
Así fue como las playas del litoral cantábrico comenzaron a llenarse de veraneantes, muchos de ellos madrileños que, fascinados por aquel nuevo “remedio”, descubrieron también el placer de pasar el verano frente al mar. No solo iban en busca de salud, sino de un nuevo estilo de vida que mezclaba medicina, ocio y modernidad, anticipando la cultura de vacaciones que, años después, transformaría por completo el concepto de verano.
Deporte, modernidad y agua: así nació la cultura acuática en Madrid_
A finales del siglo XIX comenzó a gestarse un nuevo interés por la naturaleza como escenario ideal para la práctica de actividades físicas. El nuevo humanismo, inspirado en los ideales de la Antigüedad clásica, devolvía al cuidado del cuerpo un protagonismo que no había tenido en siglos. La salud ya no se entendía solo como ausencia de enfermedad, sino como un equilibrio entre el bienestar físico y el mental.
En este contexto surgieron los primeros grupos organizados de naturistas, excursionistas, gimnastas, vegetarianos y culturistas, muchos de ellos vinculados a ateneos y círculos culturales. Estos colectivos, además de fomentar el ejercicio físico, defendían un estilo de vida saludable y en armonía con el entorno natural, en clara oposición a los hábitos sedentarios y al aire viciado de las ciudades industriales.
La pasión por el agua, hasta entonces limitada por antiguos temores y supersticiones, se abrió paso con fuerza. La idea de sumergirse, nadar o practicar ejercicios acuáticos dejó de percibirse como algo peligroso o reservado a unos pocos, y empezó a verse como una actividad beneficiosa, casi liberadora. El agua se convirtió en sinónimo de modernidad, salud y vitalidad, marcando un cambio profundo en la relación de los madrileños con este elemento.
Este nuevo paradigma dio lugar a la aparición de instalaciones deportivas y de ocio cada vez más sofisticadas. Las piscinas, hasta entonces poco habituales, empezaron a popularizarse como espacios no solo para la diversión estival, sino también para el entrenamiento físico. Con ellas llegó un nuevo concepto de sociabilidad urbana: practicar deporte, tomar el sol y compartir tiempo al aire libre se transformaron en actividades propias de quienes aspiraban a una vida sana y moderna.
Baños del Niágara: la primera piscina que cambió el ocio madrileño_
En el caso de Madrid, se cree que la primera piscina de la capital fue la célebre Baños del Niágara, una modesta casa de baños de carácter terapéutico que abrió sus puertas en 1879 en la Cuesta de San Vicente. En sus inicios, este establecimiento estaba pensado más para la salud que para el ocio: sus aguas eran recomendadas por médicos para aliviar dolencias reumáticas y problemas circulatorios, siguiendo la moda higienista que por entonces recorría Europa.
Con el paso de los años, y a medida que la concepción del baño fue alejándose de su exclusivo uso medicinal, el Niágara comenzó a transformarse. En 1931, tras varias remodelaciones, el recinto dio un giro decisivo y se adaptó a las nuevas corrientes deportivas de la época, incorporando auténticas piscinas de natación. Fue allí donde se alojó el primitivo Club de Natación Canoe, una institución que, con el tiempo, se convertiría en uno de los referentes de la natación madrileña.
Este cambio simbolizaba algo más que una simple reforma arquitectónica: marcaba el paso de un Madrid que veía el agua como un remedio casi farmacéutico a otro que empezaba a disfrutarla como parte del ocio moderno. Los Baños del Niágara se convirtieron así en un precedente pionero, un lugar donde los madrileños comenzaron a familiarizarse con la natación y a descubrir el placer de sumergirse en el agua no por obligación, sino por puro disfrute.
El moreno que puso de moda el verano en Madrid_
Con la llegada del siglo XX y, especialmente, tras la Primera Guerra Mundial, Europa vivió un auténtico redescubrimiento del cuerpo. La estética, la salud y el atractivo físico adquirieron un protagonismo inédito, y mostrar el cuerpo al sol dejó de ser un gesto indecoroso para convertirse en una señal de modernidad.
Hasta entonces, la piel bronceada se asociaba a la clase trabajadora, a los campesinos y obreros que pasaban largas jornadas a la intemperie. Las clases acomodadas presumían, por el contrario, de una piel pálida, símbolo de distinción y ocio. Las mujeres llevaban en sus bolsos polveras blanqueadoras para mantener ese tono níveo y los baños de mar, cuando se practicaban, se realizaban cubiertos con pesados trajes de baño que incluían faldas y bombachos.
Pero los tiempos cambiaron. Inspiradas por los nuevos aires de libertad y por referentes como Coco Chanel, que popularizó el bronceado como sinónimo de glamour y buena salud, las mujeres abandonaron poco a poco los polvos blanqueadores. El moreno comenzó a verse como una muestra de vitalidad, juventud y bienestar. Los anticuados trajes de baño dieron paso a prendas más funcionales y atrevidas, como el maillot, que permitían mayor movilidad y dejaban ver, por primera vez, grandes zonas del cuerpo.
La playa cambió entonces su función social: dejó de ser un espacio casi médico, destinado a los paseos terapéuticos y a los “baños de olas” recetados por los médicos, para transformarse en un auténtico lugar de ocio y diversión. Comenzaba la era del moreno playero, un fenómeno que no tardó en seducir también a los madrileños.
Para quienes no podían permitirse viajar hasta la costa, las piscinas se convirtieron en una alternativa perfecta. En ellas no solo se buscaba combatir el calor, sino también ponerse moreno, lucir los nuevos bañadores y, de paso, adoptar los hábitos cosmopolitas que marcaban tendencia en Europa. Madrid, poco a poco, empezaba a soñar con su propio verano de playa… aunque fuera entre muros de hormigón.
Más tiempo libre, más piscinas: cómo nació el ocio moderno en la capital_
Pero… ¿cuál fue el verdadero origen de las piscinas en la capital? En contra de lo que cabría pensar, no fue solo el calor sofocante de los veranos madrileños, sino la aparición de un nuevo concepto de ocio de masas lo que impulsó su desarrollo.
La transformación comenzó cuando Europa empezó a reivindicar la reducción de la jornada laboral. España dio un paso decisivo en 1929, al reconocer las ocho horas de trabajo diarias, y ese pequeño gran cambio introdujo una nueva noción: el tiempo libre como derecho y no como privilegio. El fin de semana empezaba a abrirse paso en el imaginario colectivo, aunque hasta 1976 no se consolidaría del todo, quedando libres la tarde del sábado y el domingo completo.
El siguiente hito sería aún más revolucionario: las vacaciones pagadas. En 1931, la Segunda República convirtió a España en uno de los países pioneros en reconocer el derecho al descanso retribuido, otorgando a todos los asalariados siete días de vacaciones al año. Fue una medida histórica impulsada por el entonces ministro de Trabajo, Francisco Largo Caballero, dentro de un paquete legislativo que también incluía el salario mínimo y la negociación colectiva. Aquella conquista fue una auténtica revolución para miles de trabajadores que, por primera vez, podían permitirse un tiempo de descanso sin perder ingresos.
Aunque su aplicación fue irregular en sectores como la agricultura, la idea caló: el descanso no era un lujo, sino un derecho. Y con él surgía un nuevo hábito: viajar, hacer deporte, divertirse... En otras palabras, consumir ocio. Incluso la dictadura franquista, que mantuvo este derecho en el Fuero del Trabajo, lo amplió gradualmente: en 1965 los trabajadores ya contaban con 15 días pagados y en 1976 se reconocieron tres semanas.
Más tiempo libre trajo consigo una industria del ocio en expansión, destinada a “reeducar” a una sociedad que hasta entonces había tenido como principal distracción las tabernas. Se promovieron deportes y actividades al aire libre, entendidos como una vía saludable de esparcimiento. Y ahí fue donde entraron las piscinas: espacios modernos, higiénicos y accesibles donde bañarse era tan importante como verse y ser visto. La “playa de Madrid” no nació por capricho: fue la respuesta natural a una ciudad que, por primera vez en su historia, comenzaba a tener tiempo para disfrutar.
La Institución Libre de Enseñanza y el sueño de democratizar el deporte_
La cultura progresista de comienzos del siglo XX, impulsada por figuras como Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza (ILE), defendía un ideal educativo que buscaba el desarrollo armónico de la mente y el cuerpo. Inspirada en los modelos pedagógicos europeos más avanzados, la ILE consideraba el contacto con la naturaleza y la práctica de actividades físicas esenciales para formar ciudadanos sanos, críticos y libres.
Este espíritu renovador caló poco a poco en la sociedad madrileña. Hacia finales de los años veinte, las reivindicaciones sociales de asociaciones políticas y sindicatos comenzaron a incorporar una nueva demanda: la necesidad de contar con espacios de ocio al aire libre donde los trabajadores pudieran descansar, practicar deportes y disfrutar de la naturaleza. Era una reivindicación que, además de responder a una cuestión de salud pública, tenía un profundo trasfondo igualitario: el ocio debía dejar de ser un privilegio exclusivo de las élites.
Sin embargo, el verdadero impulso no llegaría hasta 1931, con la proclamación de la Segunda República. Bajo el nuevo régimen se promovió una política de modernización urbana que incluía la construcción de dotaciones deportivas, públicas y privadas, destinadas a democratizar el acceso al deporte. Por primera vez se proyectaron en Madrid espacios públicos para la práctica de deportes acuáticos, rompiendo con la vieja tradición que había reservado piscinas y clubes náuticos a la aristocracia y a las clases más adineradas.
Este cambio de mentalidad fue decisivo para que la capital comenzara a soñar con instalaciones modernas como La Playa de Madrid o Las Piscinas La Isla, verdaderos símbolos de una nueva concepción del ocio, donde el agua se convertía en sinónimo de salud, libertad y modernidad.
La fiebre de las piscinas: cuando el Manzanares se llenó de bañistas_
Modernidad, salud, higiene, contacto con el aire libre y un incipiente espíritu democrático confluyeron, en los años treinta del siglo XX, en una auténtica fiebre por el agua. Las piscinas comenzaron a verse no solo como un lujo, sino como una necesidad colectiva: espacios donde aliviar el sofocante calor del verano madrileño y, al mismo tiempo, mitigar esa nostalgia histórica por el mar que, desde siempre, acompaña a los habitantes de la capital.
Este entusiasmo se tradujo en multitud de proyectos para la construcción de instalaciones acuáticas pensadas para las masas. Por primera vez, el agua dejaba de ser un privilegio de unos pocos para convertirse en un bien compartido, un símbolo de progreso y de igualdad social.
Algunas de estas nuevas piscinas urbanas encontraron su lugar en la ribera del río Manzanares. Aquel cauce, tan modesto y a menudo despectivamente llamado “famélico”, había sido durante décadas la única opción para que los madrileños se refrescaran, formando pozas improvisadas donde el baño era más un acto de necesidad que de ocio. Pero la modernidad trajo consigo un cambio de mentalidad: el río, hasta entonces descuidado, se transformó en escenario de planificación arquitectónica.
Así nació el boom de las piscinas, una nueva tipología arquitectónica que no solo respondía a cuestiones higiénicas y recreativas, sino que también se cargaba de un profundo significado social. Eran espacios democráticos, accesibles, que materializaban el ideal de una ciudad moderna y saludable. En resumen, los años treinta redescubrieron el Manzanares a los madrileños y lo convirtieron en el laboratorio donde los arquitectos ensayaron nuevas formas de entender el ocio acuático.
La Playa de Madrid y La Isla: dos paraísos veraniegos que hicieron historia_
El Plan General de Ordenación Urbana de 1930 fue el punto de partida de un ambicioso sueño republicano: dotar a Madrid de sus propias playas. El proyecto contemplaba la creación de dos grandes zonas de baños y equipamientos deportivos en torno al río Manzanares, buscando ofrecer a los madrileños una alternativa moderna y saludable al calor sofocante del verano.
La primera de estas instalaciones estaría ubicada directamente en el cauce del río; la segunda, en torno a un embalse construido en el Monte de El Pardo. Sus nombres —Las Piscinas La Isla y La Playa de Madrid— resuenan hoy como leyendas urbanas, pues ambas desaparecieron con el tiempo, quedando tan solo en la memoria sentimental de la capital.
Las Piscinas La Isla: un barco varado en el Manzanares_
Situadas a escasos metros del actual Puente del Rey, frente a la estación de Príncipe Pío, las Piscinas La Isla debían su nombre a su ubicación privilegiada: una auténtica isleta natural de unos seis mil metros cuadrados, ya registrada en la cartografía de Pedro Teixeira de 1656 y respetada durante la primera canalización del Manzanares (1914-1925).
En este singular enclave, el arquitecto Luis Gutiérrez Soto —autor de joyas como el Ministerio del Aire, el Cine Barceló o el Cine Callao— proyectó una de las obras maestras de la arquitectura racionalista madrileña. Inspirado en el Club Náutico de San Sebastián, diseñó un edificio de clara estética marinera que simulaba la silueta de un barco: la piscina principal se situaba en la “proa”, otra en la “popa” y una tercera en el centro, cubierta y dotada de un moderno sistema de calefacción que templaba el agua extraída del río, previamente filtrada y clorada.
Inauguradas en 1931, las instalaciones no se limitaban al baño: contaban con solárium, restaurante, bar, zona de juegos y gimnasio, a los que se accedía mediante dos elegantes pasarelas peatonales que unían ambas orillas del Manzanares.
Aunque de carácter privado y elitista, el éxito de La Isla fue tal que a menudo sus instalaciones se llenaban de madrileños de todas las clases sociales, muchos de ellos colándose entre los recovecos del recinto para disfrutar de una de las piscinas más hermosas y modernas que la ciudad haya tenido jamás.
La Playa de Madrid: un mar interior para todos_
El segundo gran proyecto fluvial de la Segunda República fue la Playa de Madrid, inaugurada en 1932 en pleno Monte del Pardo. Se trataba de la primera playa artificial de España, un espacio pensado para democratizar el ocio veraniego y permitir que cualquier madrileño pudiera sentir, aunque fuera a orillas del Manzanares, el placer de un auténtico día de playa.
El recinto recreaba con mimo todos los elementos propios del litoral: arena fina, orillas suaves, tumbonas, sombrillas, barcas y un espacio donde los bañistas podían tomar el sol, nadar o practicar deportes acuáticos como el remo. Todo ello fue posible gracias a un embalse de 80.000 metros cúbicos de agua, arrebatados al Manzanares para convertirlo en un verdadero mar interior.
El proyecto, obra del arquitecto madrileño Manuel Muñoz Monasterio —responsable también de edificios emblemáticos como Las Ventas o el Estadio Santiago Bernabéu—, seguía las líneas depuradas del racionalismo arquitectónico, símbolo de la modernidad republicana.
A diferencia de La Isla, la Playa de Madrid era pública y accesible para todos, lo que le otorgó un impacto social enorme. En pocos años se convirtió en una de las señas de identidad de la ciudad, un lugar donde los madrileños podían, por primera vez, sentir que tenían su propia playa, aunque fuera en pleno corazón de la meseta.
La desaparición de dos iconos_
A pesar de ser auténticos pioneros en España y de representar un hito en la arquitectura del ocio, La Isla y La Playa de Madrid tuvieron una vida sorprendentemente breve. Su historia, tan brillante como efímera, quedó marcada por los avatares de la Guerra Civil y por los cambios sociales y políticos que transformaron la ciudad a lo largo del siglo XX.
Apenas cinco años después de su inauguración, en el verano de 1936, el estallido del conflicto bélico alcanzó de lleno las inmediaciones del Puente del Rey. La Isla, joya racionalista y orgullo de la modernidad madrileña, fue alcanzada por un obús que destruyó parte de su estructura. Tras la contienda, sus dependencias fueron reconstruidas, pero el destino no le dio tregua: en 1947, el desbordamiento del Manzanares volvió a dañarla gravemente y en 1954 fue clausurada para siempre. Con su desaparición, Madrid perdía no solo una piscina, sino uno de los símbolos más bellos de su breve coqueteo con el espíritu marinero.
La Playa de Madrid también sufrió los estragos de la guerra. Sus instalaciones quedaron parcialmente destruidas, al igual que la presa que sostenía aquel soñado “mar interior”. Sin embargo, a diferencia de La Isla, pudo ser reconstruida en 1947, nuevamente bajo la dirección de Manuel Muñoz Monasterio, aunque ya nada sería igual. El arquitecto abandonó el elegante racionalismo original para adaptarse a los dictados estéticos del nuevo régimen.
El complejo se transformó radicalmente: fue recubierto de tejados y chapiteles de pizarra, siguiendo el estilo imperialista impuesto por el franquismo, y pasó a ser conocido como el Parque Sindical —rebautizado posteriormente como Parque Deportivo Puerta de Hierro—, inaugurado en 1958 con sus inmensas piscinas populares. Aunque funcional y muy concurrido, aquel lugar ya no conservaba la delicada elegancia de la playa artificial que un día soñó con traer el mar a Madrid.
Hoy, de aquellos dos iconos solo queda el recuerdo. Pero en la memoria de Madrid siguen vivos esos veranos en los que los madrileños, vestidos con sus mejores bañadores, disfrutaban del aire libre y de un derecho que hoy consideramos irrenunciable: el placer de refrescarse en los calurosos estíos de la capital.
El eterno sueño del mar en Madrid: nostalgia de un verano imposible_
Madrid nunca ha tenido mar… pero durante un breve instante de su historia se atrevió a soñarlo. La Isla y la Playa de Madrid fueron algo más que simples instalaciones acuáticas: simbolizaron el deseo de modernidad, el descubrimiento del ocio como un derecho colectivo y esa eterna nostalgia por el agua que ha acompañado siempre a los madrileños.
Aquellos veranos en el Manzanares no eran solo un baño: eran la promesa de un futuro más luminoso, más igualitario, donde el placer de nadar, tomar el sol o simplemente dejarse acariciar por la brisa se entendía como parte de la vida moderna. Las risas de los niños chapoteando, los jóvenes luciendo orgullosos su moreno recién estrenado y las familias enteras compartiendo sus días libres son recuerdos que, aunque hoy parecieran lejanos, laten todavía en la memoria de la ciudad.
El tiempo, la guerra y los cambios políticos borraron aquellas dos playas, pero no el deseo que las inspiró. Madrid sigue soñando con el mar, lo lleva en sus canciones, en sus parques acuáticos improvisados y en cada chorro vertical de agua de Madrid Río donde, cada verano, los niños corretean como si jugaran en la orilla de un litoral imposible. Quizás por eso, cuando el calor aprieta, el viejo estribillo de The Refrescos vuelve a nuestra cabeza con una sonrisa: “Aquí no hay playa, vaya, vaya…”.
Porque no, no tenemos playa. Pero durante unos años, Madrid se atrevió a imaginarla… y esa es una historia que merece ser recordada.
“Es preferible el bien de muchos a la opulencia de pocos”