Justicia divina

Consejo Supremo de la Inquisición en Madrid. Historia de Madrid

Consejo Supremo de la Inquisición en Madrid. Madrid, 2025 ©ReviveMadrid

La Inquisición en Madrid: huellas bajo el olvido

Hay lugares que esconden sus cicatrices bajo capas de piedra, ruido y rutina. Madrid es una de esas ciudades. Caminar por sus calles es a veces un ejercicio de arqueología emocional: bajo la prisa moderna, entre el bullicio de los bares y los escaparates, perviven huellas que no siempre miramos de frente. La Inquisición es una de ellas.

Durante siglos, el Santo Oficio fue una sombra poderosa que se deslizó por las callejuelas de la villa, murmuró en los confesionarios, apuntó nombres en cuadernos ocultos y convirtió el silencio en un acto de supervivencia. No nació en Madrid, pero cuando llegó, se quedó con fuerza. Y aunque su rastro se haya diluido en la memoria colectiva, sus ecos todavía resuenan en ciertos rincones, en nombres de calles, en fachadas discretas, en los vacíos incómodos de la historia.

Este artículo no pretende alimentar mitos ni revivir leyendas negras por el simple gusto del escándalo. Madrid, como tantas otras ciudades, fue escenario de una institución compleja y contradictoria: instrumento de control, aparato burocrático, maquinaria de poder y, para miles de personas, una condena sin escapatoria. La Inquisición no fue solo hoguera y capirote; fue rutina, expediente y miedo enquistado en lo cotidiano.

Pero también —y esto es importante decirlo desde el principio— fue parte de una lógica de su tiempo. No hay manera honesta de entender la Inquisición sin mirar el contexto en el que surgió: una Europa convulsa, obsesionada con la unidad religiosa; una monarquía hispánica decidida a consolidar su autoridad; una sociedad donde lo espiritual y lo político eran dos caras de una misma moneda. Y una ciudad, Madrid, que al convertirse en Corte se convirtió también en centro de vigilancia y castigo.

¿Qué queda hoy de todo aquello? El legado de la Inquisición permanece no solo en la piedra, sino en la memoria. En lo que decidimos recordar… y en lo que preferimos no ver.

Porque la historia, como la conciencia, a veces incomoda. Pero siempre —si se narra con honestidad— ilumina.

Europa en llamas: origen medieval del Santo Oficio_

Antes de que el humo de las hogueras llegara a Madrid, Europa ya ardía. No de forma metafórica, sino literal: plazas iluminadas por fuego judicial, libros calcinados por manos eclesiásticas, cuerpos entregados a las llamas en nombre de la fe. La Edad Media, esa época que algunos aún imaginan cubierta de niebla y superstición, fue también el laboratorio en el que se gestó una de las instituciones más temidas de la historia: la Inquisición.

Para entender cómo y por qué apareció la Inquisición española —y cómo acabaría instalándose con fuerza en Madrid— hay que hacer un viaje atrás, al siglo XII. En ese momento, la Iglesia católica se encontraba en pie de guerra contra enemigos internos: herejes que cuestionaban dogmas, grupos que predicaban nuevas formas de espiritualidad, comunidades que escapaban al control eclesiástico. La disidencia ya no venía de fuera, sino de dentro. Y eso, para una institución acostumbrada a la autoridad absoluta, era una amenaza intolerable.

Uno de los focos principales fue el sur de Francia, donde los cátaros defendían una visión dualista del mundo: el espíritu, puro; la carne, corrupta. A los ojos de Roma, una blasfemia intolerable. Fue allí donde se ensayaron las primeras fórmulas represivas: persecuciones, cruzadas internas —como la terrible Cruzada albigense— y, finalmente, un modelo judicial novedoso: la Inquisitio, una investigación sistemática al margen del antiguo modelo penal que exigía acusación pública. A partir de entonces, bastaba con la mera sospecha.

Así nació la llamada Inquisición medieval: un tribunal eclesiástico impulsado por el papa Gregorio IX en 1231, confiado especialmente a las órdenes mendicantes —dominicos y franciscanos—, grandes conocedores de la teología. No era aún una estructura centralizada, ni tenía sede fija; sus jueces eran itinerantes, y su objetivo era claro: detectar, juzgar y reconducir al hereje. Siempre —al menos en teoría— en nombre de la salvación del alma.

Este modelo se extendió por buena parte de Europa, con variaciones locales. Italia, Francia y los territorios germánicos lo aplicaron con intensidad desigual. En la Península Ibérica, sin embargo, el panorama era otro. Aquí convivían cristianos, judíos y musulmanes bajo un sistema, si no tolerante, al menos funcional. Hasta que dejó de serlo.

A finales del siglo XIV, la convivencia multiconfesional se resquebrajó. Oleadas de violencia antijudía, conversiones forzadas, sospechas mutuas y una creciente obsesión por la “limpieza de sangre” prepararon el terreno para lo que vendría después. A ojos de muchos cristianos viejos, los conversos —judíos o musulmanes bautizados, o sus descendientes— eran una amenaza interna. Sospechosos de practicar su antigua fe en secreto, de contaminar la pureza doctrinal, de traicionar por dentro.

Y aquí entra en escena el elemento diferencial: la Inquisición que los Reyes Católicos instaurarían en 1478 no fue solo una herramienta religiosa, sino una palanca de poder político y social. No estaba pensada para buscar herejías exóticas, sino para vigilar a los propios vecinos. Para disciplinar, normalizar y —por qué no decirlo— atemorizar. Era una Inquisición nacional, con la corona al mando, y con intereses que iban mucho más allá de la fe.

Este modelo fue perfeccionándose con el tiempo: burocracia, registros, archivos, reglamentos, inquisidores profesionales, censura editorial, redes de delatores y una metodología procesal rigurosa, eficaz… y, por supuesto, secreta.

De aquella Europa encendida, sacudida por el miedo al hereje y la obsesión por la ortodoxia, surgió un Santo Oficio que, siglos después, acabaría instalando su sede en la capital de los Austrias. Madrid aún no lo sabía, pero en su historia quedaría grabada la huella de una institución que, durante casi tres siglos, marcaría vidas, paisajes y mentalidades.

Porque si algo nos enseña esta historia es que el fuego inquisitorial no se propagaba solo con antorchas, sino también con palabras, sospechas y silencios.

1478: cuando la fe se volvió Estado_

Todo imperio necesita un pegamento ideológico. Y los Reyes Católicos lo encontraron en la religión. Isabel y Fernando, reyes fundadores de la España moderna, no solo se propusieron unificar territorios: querían también unificar conciencias. Y lo hicieron con la cruz en una mano y la bula papal en la otra.

Corría el año 1478 cuando los monarcas obtuvieron del papa Sixto IV la famosa bula Exigit sincerae devotionis. Con ella nacía oficialmente el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Castilla, una institución que, a diferencia de sus versiones medievales, no estaría en manos del Vaticano, sino bajo el control directo de la Corona. Un detalle nada menor: era la Iglesia la que juzgaba, pero era el poder real quien mandaba. Un tribunal eclesiástico al servicio del Estado.

¿Por qué esta decisión? ¿Qué urgencia empujó a Isabel y Fernando a instaurar un tribunal tan polémico?

La respuesta está en el contexto. A finales del siglo XV, Castilla albergaba una de las comunidades de conversos más amplias y visibles de Europa. Muchos de ellos eran descendientes de judíos que, ante las persecuciones de 1391 o las presiones sociales, habían abrazado el cristianismo… al menos de cara al público. Porque en lo íntimo —y eso era lo que tanto inquietaba— algunos seguían practicando ritos judaicos en secreto. Esos eran los llamados "judaizantes", y sobre ellos cayó la mirada del nuevo tribunal.

Pero no se trataba solo de religión. Los conversos habían alcanzado posiciones influyentes en el comercio, la medicina, la corte o la administración pública. Generaban admiración, pero también recelo. ¿Competencia? ¿Ascenso social sospechoso? ¿Herejía camuflada? En un ambiente cargado de tensiones, el Santo Oficio fue la herramienta perfecta para canalizar ese miedo colectivo, revestido de moral.

El primer tribunal se instaló en Sevilla en 1481 y desde el principio dejó claro que no venía a dar catequesis. En apenas un año, fueron condenadas y ejecutadas más de 700 personas. Y el método —implacable, sistemático, casi industrial— se fue replicando por todo el territorio castellano. Tribunales en Córdoba, Jaén, Ciudad Real, Toledo, Valladolid… hasta que finalmente, aunque con cierto retraso, también llegaría a Madrid.

Pero no nos adelantemos.

Pese a su fama de oscuridad y brutalidad, la Inquisición se construyó sobre una lógica muy moderna para la época: una red centralizada, jerárquica, altamente burocratizada, con archivos, normas, protocolos y revisiones. ¿Una fábrica del miedo? Sí. Pero también un reflejo de cómo el poder se profesionalizaba en la Castilla del Renacimiento.

No solo se perseguía la herejía: se organizaba su persecución.

Desde entonces, el Santo Oficio ya no sería un tribunal más. Era el gran ojo invisible del Estado, capaz de convertir en delito una duda, una costumbre, una palabra dicha al pasar. Un aparato al que no se llegaba por denuncia formal, sino por sospecha o rumor. Un poder que entraba en las casas, los dormitorios y las conciencias.

Y mientras tanto, Madrid observaba. Aún sin tribunal propio, pero ya con el murmullo de la sospecha deslizándose por sus calles. Porque la capital del reino, aunque no fuera sede inicial del Santo Oficio, no era ajena a su influencia. Aquí vivían cortesanos, conversos, clérigos, funcionarios… Y aquí, como en el resto del país, la fe empezaba a medirse no por creencias sinceras, sino por signos visibles de ortodoxia. Comer tocino, asistir a misa, no leer libros prohibidos, no criticar al confesor.

Una nueva España se alzaba bajo el reinado de los Reyes Católicos. Una España unificada, sí. Pero también vigilada.

Y en el corazón de esa vigilancia, la Inquisición acababa de nacer.

Conversos y judaizantes: el enemigo interno_

Había una forma de ser sospechoso en la Castilla de los Reyes Católicos: haber sido otra cosa antes. Otro credo, otra lengua, otra sangre. Bastaba con que tus abuelos hubieran rezado en hebreo, tus padres hubieran ayunado en el Ramadán o tú mismo hubieras leído algo que oliera a novedad herética para que el Santo Oficio pusiera la mirada sobre ti.

El objetivo principal de la primera Inquisición moderna no fue una herejía doctrinal compleja. No eran los filósofos ni los erasmistas los primeros en caer (eso llegaría después). En el punto de mira estaban los conversos: hombres y mujeres que, bajo presión o por conveniencia, habían cambiado de religión. Judíos y musulmanes que se habían hecho cristianos. Y sus hijos. Y los hijos de sus hijos.

La gran paradoja —una de tantas— es que el acto que debía “salvar” su alma, el bautismo, se convirtió en su condena social. Los no bautizados quedaban fuera del sistema. Pero los conversos, al entrar, eran vigilados como intrusos. ¿Quién creía realmente en el dogma? ¿Quién fingía? ¿Quién, tras las puertas de su casa, mantenía encendida la lámpara del sábado o rezaba en dirección a La Meca?

Al principio, el foco de vigilancia estaba claro: los judaizantesconversos de origen judío que practicaban en secreto la religión mosaica— y los moriscos —musulmanes obligados a convertirse al cristianismo— fueron las primeras víctimas del nuevo sistema inquisitorial. No se les perseguía por su pasado, sino por lo que aún podían estar haciendo tras sus puertas cerradas: no comer cerdo, rezar en voz baja en idiomas sospechosos, ayunar cuando no tocaba o no ayunar cuando sí.

El problema no era solo teológico, sino identitario: la limpieza de sangre se volvió una obsesión colectiva, una etiqueta que separaba a los verdaderos cristianos (los “viejos”) de los sospechosos de siempre (los “nuevos”).

Y es aquí donde la Inquisición mostró su eficacia como herramienta social de exclusión. No importaba si habías nacido en Valladolid, en Granada o en Madrid; si tus costumbres no coincidían con lo que se esperaba de un cristiano “de verdad”, eras vulnerable. Comer cuscús, no encender fuego en sábado, lavarse demasiado, no saber persignarse correctamente, incluso guardar demasiado silencio: todo podía interpretarse como una señal de disidencia.

El Santo Oficio, por supuesto, necesitaba pruebas. Pero su sistema procesal estaba diseñado para que las sospechas bastaran. Una denuncia anónima, una conversación mal entendida, el testimonio de un vecino envidioso… y la maquinaria se ponía en marcha.

Además, el miedo era buen combustible. En un mundo donde todos podían ser delatores y nadie estaba libre de ser acusado, el silencio se convirtió en una forma de prudencia y la denuncia en un acto de autoprotección. Si uno caía, arrastraba a su entorno. Si se confesaba, debía señalar a otros. Y así se tejía una red invisible de terror cotidiano.

Pero los conversos no fueron los únicos en el punto de mira. Con el tiempo, el Tribunal comenzó a fijarse también en los herejes luteranos, sobre todo desde que las ideas de Martín Lutero empezaron a filtrarse por las fronteras con Francia y los Países Bajos. Y con ellos, llegaron otros grupos que rompían el marco teológico tradicional: alumbrados, quietistas, jansenistas… Corrientes espirituales diversas, más o menos elaboradas, más o menos marginales, que compartían una cosa: inquietaban al poder eclesiástico.

Cualquier desviación de la norma era un riesgo. Y la norma, en esa España de hierro, era estrecha y sospechosa de sí misma.

En ciudades como Madrid, donde convivían nobles, criados, clérigos, comerciantes y gentes llegadas de toda la península (y más allá), la mezcla era inevitable. Y la sospecha, contagiosa. Los portugueses cristianos nuevos, en particular, fueron blanco frecuente de procesos, acusados de judaizar en secreto mientras llevaban una vida aparentemente piadosa en la Corte.

A veces nos preguntamos cómo pudo sostenerse tanto tiempo una institución como la Inquisición. Y la respuesta, al menos en parte, está aquí: en la creación de un enemigo interno constante. Una minoría a la que culpar, vigilar y controlar. Porque donde hay miedo, hay poder. Y donde hay poder, siempre habrá quien lo ejerza en nombre de la fe, del orden o del miedo a ser el siguiente en caer.

Superstición y costumbre: otros delitos inquisitoriales_

¿De qué más se podía ser culpable ante la Inquisición? La respuesta corta sería: de pensar, de creer o de actuar de forma diferente a lo esperado. La respuesta larga… requeriría varios tomos.

A ojos del Santo Oficio, la fe no era una cuestión de convicción íntima: era un marco normativo, un corsé social, un guion que todos debían seguir sin salirse del texto. Y quien improvisaba, aunque solo fuera una frase, se arriesgaba a acabar frente a un tribunal.

El Santo Oficio se convirtió, además, en una especie de policía de costumbres, una institución que se inmiscuía en la vida cotidiana con lupa y sospecha. Y ahí entraron muchos otros comportamientos, creencias y palabras bajo el paraguas de la “superstición”, la blasfemia o el escándalo público.

Los archivos inquisitoriales están repletos de causas contra personas acusadas de:

  • Blasfemar en una taberna tras el tercer vino.

  • Burlar la confesión, dudando de su eficacia.

  • Consultar a una curandera para aliviar un mal de amores.

  • Llevar amuletos, leer horóscopos o practicar adivinación.

  • Criticar al cura, al rey o a la Iglesia, incluso en privado.

  • Tener libros prohibidos, ya fueran de Lutero, de Erasmo o de alquimia.

  • Practicar bigamia, sobre todo entre hombres que se marchaban a América y regresaban “re-casados”.

  • Cometer “actos impuros contra natura”, un término sombrío que podía abarcar desde relaciones homosexuales hasta masturbación.

Y luego estaban los casos más absurdos —aunque no menos reales—, como el del hombre que fue procesado por no persignarse al escuchar una campana o el de la mujer a la que denunciaron por no demostrar “suficiente fervor” al rezar el rosario en público.

En esta España de la Contrarreforma, donde la ortodoxia católica era pilar del poder real, las conductas eran observadas y juzgadas. ¿Comías tocino? ¿Te santiguabas al pasar frente a una iglesia? ¿Rechazabas el chisme o lo usabas como arma? Todo contaba. Todo podía convertirse en prueba.

La Inquisición construyó así una moral oficial, vigilante y purificadora, que no solo apuntaba a herejías teológicas, sino a las pequeñas transgresiones cotidianas. Convirtió la calle en escenario, al vecino en testigo y al confesionario en oficina de inteligencia espiritual.

Pero lo más inquietante de este sistema no era solo la amplitud de los delitos, sino su ambigüedad. Muchos cargos estaban formulados de forma vaga: “actitudes sospechosas”, “ideas erradas”, “costumbres judaicas”, “superstición peligrosa”. No era necesario que algo fuera delito por ley; bastaba con que sonara mal, con que oliera a disidencia, con que resultara incómodo para el sistema.

Y así, en un país donde las guerras se libraban también en los altares, la Inquisición se convirtió en árbitro de lo que era correcto creer, decir y hasta sentir. Su mirada no era la del teólogo curioso, sino la del juez severo que no admite matices. La duda, en aquel tiempo, no era una fase del pensamiento: era una falta.

Madrid no fue ajena a esta vigilancia. Un ecosistema humano variado, donde las herejías, supersticiones y “deslices” se mezclaban con la vida diaria. Por eso, cuando el tribunal de la Inquisición se estableció formalmente en la ciudad, lo hizo con toda una lista de prioridades. Porque en Madrid también se blasfemaba, también se curaba con hierbas, también se leían cosas peligrosas. Y el Santo Oficio, cómo no, tomó nota.

El tribunal toma forma: Así funcionaba la Inquisición_

Para entender el verdadero poder de la Inquisición no basta con imaginar una hoguera. La imagen del condenado vestido con sambenito y capirote, camino del cadalso, es poderosa, sí. Pero es solo el final del recorrido. El verdadero músculo del Santo Oficio estaba en otro sitio: en los papeles, en los archivos, en las salas cerradas donde se leía, se escribía y se decidía en silencio.

Porque el tribunal inquisitorial no fue solo un órgano represivo: fue también una maquinaria burocrática de una eficacia escalofriante, adelantada a su tiempo. Un embrión de Estado moderno, con procedimientos codificados, jerarquía funcional y una obsesión casi enfermiza por el control del proceso. Su fuerza no residía en la brutalidad (aunque también), sino en la metodología.

En su cúspide se encontraba el Consejo Supremo del Santo Oficio, creado en 1483, con sede en Madrid desde el siglo XVII y presidido por el Inquisidor General, figura temida y con autoridad sobre todos los tribunales del reino, equiparable a un ministro de Justicia y fe. El primero de ellos fue fray Tomás de Torquemada, dominico, confesor de la reina Isabel y símbolo eterno —justificado o no— del fanatismo religioso. Bajo su mando se redactaron las primeras instrucciones, se organizaron los tribunales territoriales y se sentaron las bases de un sistema que duraría más de tres siglos.

El Consejo Supremo centralizaba decisiones, revisaba sentencias y uniformaba criterios. No había lugar para la improvisación: todo estaba normado, registrado, archivado. El Santo Oficio no dejaba nada al azar.

Cada tribunal local —como el que acabaría estableciéndose en Madrid en 1650— contaba con una estructura fija: dos inquisidores, un fiscal, un notario, alguaciles, médicos, carceleros, teólogos calificadores y, por supuesto, una legión de “familiares”: ciudadanos comunes que actuaban como ojos y oídos del tribunal, muchas veces en su propio barrio. No cobraban un sueldo, pero recibían privilegios: exención de impuestos, respeto social… y poder. Ser “familiar del Santo Oficio” era una mezcla de distinción y amenaza.

El proceso judicial comenzaba con un gesto tan inofensivo como peligroso: el sermón de la fe. Se leía en misa mayor, desde el púlpito, y anunciaba la llegada de los inquisidores al lugar. A continuación, se proclamaba el edicto de fe, una especie de lista negra: aquí se enumeraban comportamientos, costumbres, creencias y palabras que podían considerarse heréticas. Se instaba a los fieles a delatar a quienes las practicaran… incluso si eran familiares cercanos. Callar era sinónimo de complicidad.

Durante un breve período de “gracia” —30 o 40 días— se permitía a los implicados confesar voluntariamente. Si lo hacían, podían obtener una reconciliación con penas leves. Pero si no, el proceso se activaba con todo su peso.

El procedimiento tenía varias fases, todas marcadas por una idea central: el secreto. El acusado no sabía quién lo denunciaba, ni qué pruebas había en su contra, ni siquiera cuál era exactamente la acusación. Se le interrogaba en soledad, en cárceles secretas, y todo lo dicho quedaba registrado, palabra por palabra. No había defensa letrada, ni juicio público, ni posibilidad de apelar a la luz del día.

El inquisidor era juez, parte e investigador. Se podía condenar a alguien solo por "indicios vehementes", sin pruebas directas. Si el acusado negaba su culpabilidad y los inquisidores lo consideraban poco convincente, podían recurrir a una herramienta que entonces se usaba también en la justicia civil: la tortura.

Este uso no era indiscriminado (al menos sobre el papel): requería autorización y debía aplicarse con “moderación”, sin causar lesiones permanentes. Pero la realidad, como tantas veces, desmentía el reglamento. El objetivo era claro: obtener una confesión. Porque, para el Santo Oficio, la verdad no se investigaba: se arrancaba.

Una vez el proceso se cerraba, se dictaba sentencia. Esta podía ser de absolución, reconciliación o condena. Pero incluso el perdón dejaba huella: el reo debía asistir a misa pública, llevar sambenito, hacer penitencia… y cargar con su estigma social de por vida.

Todo el proceso estaba cuidadosamente registrado en legajos, libros y actas. Cada detalle se anotaba, cada palabra se transcribía. El Santo Oficio era un monstruo de papel: se calcula que en sus archivos se guardan hoy cientos de miles de folios, muchos de los cuales se conservan en el Archivo Histórico Nacional. Una red inmensa de vigilancia, represión y administración.

Madrid, como futura sede de la Corte, no podía quedar al margen. Aunque tardó en tener tribunal propio, fue el corazón del Consejo Supremo, y con él, epicentro de la burocracia inquisitorial. Allí se revisaban causas, se coordinaban acciones, se controlaban libros y se formaban inquisidores. A su alrededor creció una ciudad vigilada desde las sombras, donde una palabra mal dicha podía costarte la libertad, la hacienda… o la vida.

Y lo más inquietante: todo ello se hacía en nombre de la salvación. Porque el objetivo no era castigar cuerpos, sino “corregir almas”. Y cuando estas se resistían, se justificaba todo: el secreto, la prisión, el tormento, el sambenito. Incluso la muerte.

Una justicia sin defensa. Un tribunal sin transparencia. Un poder sin contrapesos. Ese fue el Santo Oficio.

Tortura inquisitorial: dolor como prueba_

Pocas palabras despiertan tanto estremecimiento como esta: tortura. Es decirla y la imaginación se dispara: cadenas, gritos, sótanos húmedos, verdugos con capucha… Y aunque parte de esa imagen procede más del cine que de los archivos, la realidad —como suele suceder— no necesita exagerarse.

La Inquisición utilizó la tortura. Y lo hizo con método, con normas… y con una finalidad que, para ellos, era tan noble como incuestionable: salvar almas.

A ojos del Santo Oficio, el tormento no era un castigo en sí mismo, sino un instrumento procesal. Una herramienta para arrancar la verdad de bocas que se resistían a confesar. Porque el pecado podía redimirse, pero la obstinación era intolerable. Si alguien negaba su culpabilidad, a pesar de las “pruebas” (muchas veces solo rumores, contradicciones o testigos poco fiables), había que ayudarle a recordar. O, en palabras más duras: forzarlo a rendirse.

Lo primero que conviene aclarar es que la tortura no fue un invento exclusivo de la Inquisición, ni siquiera un procedimiento excepcional en la justicia de la época. Se usaba en tribunales civiles, militares y eclesiásticos por igual. Era parte del derecho penal europeo desde la Edad Media. Pero la Inquisición la aplicó dentro de un contexto particular: el de la herejía como delito del alma. Y eso lo cambiaba todo.

El procedimiento estaba regulado y, sobre el papel, limitado: solo se podía aplicar con la aprobación formal del tribunal, una vez agotadas todas las vías “amables” de interrogatorio y cuando se considerara que había indicios “vehementes” pero no suficientes (engaños confesionales, cartas, testigos o documentos) para una condena. Nunca debía causar muerte ni mutilaciones permanentes, aunque ya sabemos que entre la norma y la práctica media, muchas veces, un abismo.

En las cárceles secretas, el acusado podía pasar semanas sin saber cuándo le tocaría el tormento. El efecto —psicológico y físico— era devastador. Dormía mal, comía poco, temía el paso de cada hora. Y cuando llegaba ese momento… las “negaciones” a hablar y las súplicas por que el tormento cesara, eran habituales. Porque hablamos de un sistema estatal que buscaba eficacia: cuanto más rápido se dispusiera de una confesión, más rápida era la resolución del proceso y más énfasis en su función disuasoria.

Los métodos de tortura más usados eran tres:

  • La garrucha: el reo era suspendido por los brazos atados a la espalda y elevado por una polea. Luego, de golpe, se le dejaba caer bruscamente, frenando la caída en seco para dislocar los hombros. No sangraba. Pero el dolor era insoportable.

  • El potro: una variante clásica. El acusado era atado sobre una estructura de madera con cuerdas en muñecas y tobillos que se tensaban progresivamente para causar dolor en las articulaciones.

  • El agua: con el acusado atado y la cabeza inclinada hacia atrás, se le obligaba a tragar litros de agua a través de un paño empapado en la garganta. Una simulación de ahogamiento primitiva pero eficaz.

El tormento no se aplicaba por tiempo indefinido, ni en todas las causas. Pero bastaba con que existiera la amenaza, la posibilidad real, para que muchos acusados optaran por confesar antes siquiera de ser tocados. Porque el miedo era también un arma. De hecho, se tiene constancia de reos que se desmayaban o entraban en pánico solo con oír pasos en la escalera de la cámara del tormento.

Y luego, estaba el después.

Quien había confesado bajo tormento debía ratificar su confesión al día siguiente, en frío y sin coacción física, como si eso validara lo ocurrido. Muchos lo hacían. Otros intentaban desdecirse, alegando que habían mentido por dolor, por miedo. Pero rara vez les creían. Y su insistencia podía interpretarse como falta de arrepentimiento… lo que empeoraba su situación.

Es importante recordar que la tortura no era el final del proceso, sino un punto intermedio. Tras ella venía la sentencia, que podía incluir penas espirituales (rezos, ayunos, peregrinaciones) o castigos físicos y públicos: sambenitos, azotes, cárcel o muerte. Y a veces, todo a la vez.

En Madrid, las salas de tormento no fueron tan numerosas ni tan documentadas como en otras ciudades más veteranas del sistema inquisitorial. Pero existieron. Se ubicaban normalmente en los sótanos de los edificios del tribunal o en los calabozos anexos a la sede de Torija, cuando esta fue construida en el siglo XVIII. Lugares discretos, sin ventanas, donde el cuerpo hablaba lo que el alma intentaba callar.

Y sin embargo, lo más terrible de todo quizá no sea el dolor, sino la lógica que lo justificaba.

Para la Inquisición, el tormento no era venganza ni crueldad gratuita: era una forma de gracia violenta dentro de un sistema que, en nombre de la fe, creía legítimo el medio. Se causaba daño al cuerpo para liberar el alma. Se quebraba al reo para evitarle la condenación eterna. El verdugo no era un sádico: era, en su visión, un colaborador de Dios.

Esa es, tal vez, la gran tragedia de este capítulo. Que se podía ejercer tanto sufrimiento con la conciencia tranquila.

Y mientras el reo gritaba, en algún piso superior del tribunal, otro escribano registraba los hechos, pluma en mano, con letra clara y firma al final.

Porque el dolor también tenía expediente.

Madrid y la Inquisición: llegada e impacto_

Durante décadas, Madrid fue más espectadora que protagonista del drama inquisitorial. Aunque ya en el siglo XVI era capital de un imperio donde no se ponía el sol, la ciudad no tuvo tribunal propio del Santo Oficio hasta mediados del siglo XVII. Un retraso curioso, si se tiene en cuenta su creciente peso político y simbólico en la monarquía hispánica.

Hasta entonces, los procesos inquisitoriales de los madrileños eran llevados por el tribunal de Toledo, una de las plazas fuertes del Santo Oficio. Desde allí se organizaban las pesquisas, se dictaban las órdenes de arresto, se instruían los casos y se coordinaban las acciones en la Villa y Corte. Pero todo a distancia.

Eso no impedía que Madrid sintiera el aliento de la Inquisición en la nuca. Ya en tiempos de Felipe II, se celebraron en la ciudad autos de fe públicos, algunos tan multitudinarios como los organizados en la Plaza Mayor en 1632, que reunieron a miles de espectadores, como si de una corrida de toros se tratara. Porque si algo entendió pronto el Santo Oficio, fue que el miedo escénico también educa.

Pero la implantación directa no llegaría hasta 1650, año en que se funda el Tribunal de Corte de la Inquisición en Madrid, que se sumaba al ya existente Consejo Supremo del Santo Oficio, instalado en la ciudad desde hacía tiempo como órgano central. Con esta incorporación, la ciudad pasaba de escenario a centro operativo.

El primer tribunal madrileño se estableció en un edificio de la calle de la Inquisición —hoy calle de Isabel la Católica—, muy cerca de Santo Domingo. Allí convivían en la misma manzana los funcionarios inquisitoriales, sus familiares, los archivos secretos y hasta las cárceles del Santo Oficio, ubicadas en los sótanos. A pie de calle, Madrid seguía su ritmo. Pero bajo tierra, las conciencias eran interrogadas.

Con el tiempo, este edificio quedó obsoleto y en el siglo XVIII se decidió levantar una nueva sede para el Consejo Supremo. El encargo fue para un arquitecto de primer nivel: Ventura Rodríguez, también responsable de obras como la capilla del Palacio Real o la Fuente de Cibeles. El lugar elegido: la calle Torija, justo al lado del actual Senado.

La nueva sede, imponente aunque inacabada, albergó a la Inquisición desde 1780 hasta su abolición definitiva en 1834. Tenía oficinas, habitaciones para inquisidores y, por supuesto, cárceles secretas. De hecho, muchos madrileños evitaban pasar por esa calle al caer la noche. Decían que sus muros escuchaban y que uno podía entrar en ellos sin saber si volvería a salir.

La llegada del tribunal a Madrid tuvo efectos inmediatos. Por un lado, facilitó la represión. Al estar en la propia ciudad, el brazo del Santo Oficio era más rápido, más cercano, más temible. Las denuncias se tramitaban sin necesidad de viajar a Toledo. Los testigos comparecían con facilidad. Las detenciones podían ejecutarse en horas. Y la vigilancia se volvía más cotidiana.

Pero también hubo otro impacto: la Inquisición se volvió más visible. Ya no era solo un rumor, un poder lejano con sede en otra ciudad. Ahora era un edificio ante el que pasabas a diario. Un lugar donde sabías que, en ese momento, alguien podía estar siendo interrogado o confesando entre lágrimas por haber leído un libro sin licencia. El miedo, cuando tiene dirección postal, se hace más real.

Y sin embargo, no todo fue represión sin matices. El tribunal madrileño funcionaba también como espacio de control interno del propio sistema inquisitorial. Al estar tan cerca del Consejo Supremo, se convertía en una especie de modelo de procedimiento: aquí se aplicaban los protocolos más pulcros, se redactaban manuales, se preparaban informes y se formaban funcionarios. Madrid no solo juzgaba: también exportaba doctrina.

Eso sí, cuando se celebraban autos de fe, el espectáculo era el mismo que en toda España: pompa, teatro, símbolos, castigos. Y siempre público. Porque si la Inquisición pretendía ser la guardiana de la ortodoxia, necesitaba que todos vieran que estaba presente, activa y despierta.

En resumen: la Inquisición llegó tarde a Madrid, pero llegó para quedarse. Y cuando lo hizo, se instaló en el corazón de la capital, entre las élites, los ministerios, los conventos, los libros, los mercados… y el miedo.

Hoy, muchos pasan por la calle Torija sin saber que allí se alzó una de las últimas sedes del Santo Oficio. O pasean por Isabel la Católica sin imaginar que su nombre anterior, “calle de la Inquisición”, no era una metáfora.

Pero la ciudad recuerda.

Autos de fe: espectáculo del miedo_

Aquel Madrid barroco —entre empedrados húmedos, humo de chimeneas y campanas que marcaban más el alma que las horas— tenía sus rituales. Misas, procesiones, desfiles reales… y autos de fe. Ceremonias solemnes, cargadas de teatralidad, donde se juzgaba, se escarmentaba y se redimía, todo al mismo tiempo, bajo la mirada atenta de una multitud hambrienta de salvación o de morbo.

Los autos de fe funcionaban. No en términos de justicia, sino como estrategia de control social. Madrid entera los conocía. Todos sabían que podían ser espectadores… o protagonistas. Por eso se vigilaba al vecino, se callaba una sospecha, se silenciaba una lectura, se abandonaba una costumbre “extraña”. No por convicción, sino por miedo.

Porque el Santo Oficio no necesitaba quemar todos los días para gobernar. Le bastaba con hacerlo de vez en cuando… y que todos lo vieran.

El auto de fe no era un juicio. Era el final. El desenlace público de un proceso inquisitorial que llevaba meses, a veces años, de sumarios, interrogatorios y secretos. Cuando llegaba el día, Madrid entera se transformaba en teatro, y lo que se escenificaba no era justicia, sino miedo.

El castigo en escena: ritual y escarnio_

Los autos de fe eran, sobre todo, actos religiosos, revestidos de toda la pompa contrarreformista que caracterizó al siglo XVII. La Plaza Mayor fue el gran escenario de estos actos en Madrid. El espacio era decorado con escudos del Santo Oficio, tapices negros y cirios. Se construían graderíos de madera para las autoridades, tribunas para los inquisidores, altares portátiles y un estrado central donde se situaban los reos, vestidos con el infame sambenito.

El sambenito era más que una prenda: era una humillación tejida, pintada con cruces, demonios, lenguas de fuego o los símbolos que indicaban el tipo de culpa. Lo llevaban sobre el pecho y la espalda, junto con un gorro puntiagudo o capirote, en el que también se leía la acusación. El objetivo era que el pueblo supiera a quién miraba y por qué debía temerle.

Los autos podían durar horas. A veces días. Antes de comenzar, se celebraba una misa solemne. Luego, uno a uno, los reos eran llamados y se les leía su sentencia en voz alta. El tono era implacable, casi notarial, y el silencio de la multitud contrastaba con el dramatismo de lo que allí se escuchaba. Algunos eran absueltos. Otros, reconciliados tras penitencia pública. Algunos, azotados o desterrados. Y unos pocos —los que más inquietaban— eran “relajados al brazo secular”, eufemismo que escondía la condena a muerte en la hoguera. Porque la Iglesia no mataba, claro… delegaba esa parte al brazo laico. Pero el gesto estaba pactado. No había sorpresa. El fuego esperaba.

Madrid ante el auto de fe: mirar y callar_

En Madrid, los autos de fe más célebres fueron verdaderos acontecimientos de masas. El celebrado el 30 de junio de 1680 en la Plaza Mayor reunió a decenas de miles de personas y fue incluso inmortalizado en una serie de lienzos encargados por Carlos II, conservados hoy en el Museo del Prado. Aquel día, se juzgó a más de un centenar de personas, entre ellas varios judaizantes portugueses. Veintiuno fueron ejecutados.

Ese auto no fue un juicio, fue un espectáculo de Estado. Estaban presentes el rey, la reina, ministros, embajadores, nobles, clérigos, criados… y un pueblo expectante. Porque el auto no solo apuntaba a los culpables. Era una advertencia colectiva. Una manera de recordar, en voz muy alta, que el pensamiento disidente no tenía lugar en aquella España de fe uniforme y espada larga.

Y aunque algunos cronistas describen entre los asistentes gestos de compasión, lágrimas o incluso abucheos, la mayoría asumía aquello como parte del orden natural. Como quien ve llover en noviembre. Había miedo, sí. Pero también costumbre.

Penitencia y hoguera: el precio de la disidencia_

Para algunos reos, el auto de fe significaba la oportunidad de reconciliarse con la Iglesia. Si confesaban, si delataban a otros, si aceptaban su culpa, podían salvar la vida, aunque no la honra. Pero para otros, el final estaba escrito.

Madrid no fue una ciudad de hogueras constantes, como Sevilla o Valencia. Pero sí tuvo quemaderos, discretos pero eficaces. Los principales se situaron fuera del recinto urbano, por razones de higiene y espacio.

El más antiguo estuvo en el Portillo de Fuencarral, cerca del actual barrio de Malasaña. Allí se ejecutaron penas capitales en los siglos XVI y XVII.

Más tarde, la Puerta de Alcalá y sus alrededores fueron elegidos para los autos de fe más solemnes, especialmente cuando incluían penas de muerte. El campo era amplio, visible desde lejos y ofrecía el dramatismo que se buscaba.

Algunos reos eran quemados vivos. Otros, tras ser previamente ejecutados. A veces, lo que se quemaba eran los huesos exhumados de herejes ya fallecidos o efigies de los que habían huido, una especie de teatro simbólico de justicia ausente. 

Los cuerpos, una vez reducidos a ceniza, no se enterraban. Eran arrojados a un espacio destinado a ello o esparcidos. El fuego purificaba. El olvido, también.

El fin del Santo Oficio: Ilustración y declive_

Toda institución que se sostiene sobre el miedo termina enfrentándose, tarde o temprano, al despertar de la razón. Y eso fue exactamente lo que ocurrió con la Inquisición española cuando los vientos de la Ilustración empezaron a soplar con fuerza en Europa llegando, aunque con cierto retraso, a nuestro país.

A finales del siglo XVIII, algo comenzó a resquebrajarse. El poder absoluto del Santo Oficio ya no se ejercía con la misma autoridad. Las ideas ilustradas —la razón, la ciencia, el libre pensamiento— empezaban a erosionar el monopolio de la verdad religiosa. Incluso dentro del propio aparato estatal y eclesiástico, surgían voces que cuestionaban la utilidad, la moralidad y el prestigio del tribunal.

Personajes como Jovellanos o Campomanes, hombres de toga y pluma, ilustrados moderados pero lúcidos, empezaron a señalar el anacronismo de una institución que perseguía libros, castigaba ideas y seguía viendo enemigos en cada rincón del alma. En el Madrid ilustrado de Carlos III, donde se construían paseos, se iluminaban calles y se fundaban academias, la Inquisición chirriaba como una rueda mal engrasada en una máquina que quería moverse hacia el futuro.

Pero aunque el desprestigio intelectual crecía, la Inquisición seguía viva y funcionando. Sus archivos se engrosaban, sus inquisidores cobraban y sus cárceles, aunque menos transitadas, no estaban vacías. El Consejo Supremo seguía operando en la calle Torija, rodeado de un Madrid cada vez más dividido entre la tradición que no muere y la modernidad que no termina de nacer.

1808: el primer derribo de la Inquisición_

El gran punto de inflexión llegó con la invasión napoleónica. En 1808, con José Bonaparte en el trono, el ejército francés trajo no solo bayonetas, sino también decretos. Uno de ellos, firmado por el propio José I, abolía la Inquisición. Era un gesto tan simbólico como efectivo: los archivos fueron requisados, los edificios clausurados y los inquisidores apartados.

Pero no duró mucho. Con la caída del régimen bonapartista y la vuelta al trono de Fernando VII, se restauró también el Santo Oficio. Fue una de las primeras decisiones del rey absolutista, como si necesitara reafirmar —con urgencia— que todo lo anterior había sido una pesadilla extranjerizante. La Inquisición volvió en 1814. Como si nada hubiera pasado.

La reacción fue brutal, y no solo contra los liberales: hubo nuevas persecuciones, confiscaciones y represión de ideas, especialmente contra los constitucionalistas y los defensores de la libertad de prensa. El siglo XIX comenzaba, pero el siglo XVI aún daba zarpazos.

1834: la caída final del tribunal_

La agonía final comenzó con el Trienio Liberal (1820–1823). Durante este breve periodo de gobierno constitucional, el tribunal fue nuevamente abolido por las Cortes. Se respiró cierto alivio en los círculos ilustrados. Se recuperaron archivos, se desmitificaron espacios y hasta se atrevieron algunos periodistas a ridiculizar al Santo Oficio. Pero al caer el régimen liberal, la Inquisición regresó una vez más, aunque ya no era temida, sino… incómoda. Anacrónica. De cartón piedra.

La gota final llegó en 1834, bajo la regencia de María Cristina y el gobierno progresista de Martínez de la Rosa. Por decreto oficial, se proclamó la abolición definitiva del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en España. Las cárceles se cerraron. El Consejo Supremo se disolvió. Y los edificios pasaron a otros usos.

La sede de Torija quedó abandonada. Parte de sus archivos fueron destruidos o dispersados. Algunos sambenitos terminaron en colecciones privadas o eclesiásticas y así, el miedo institucional, al fin, se retiraba de escena.

¿Y Madrid? ¿Qué sintió la ciudad?

Para muchos, poco cambió. El terror ya no residía en los sótanos del Santo Oficio, pero había dejado huella en las conciencias. Durante siglos, la Inquisición había enseñado a callar, a no preguntar, a no confiar. Su abolición no trajo, de golpe, la libertad de pensamiento. Pero abrió la posibilidad de que pensar ya no fuera peligroso.

Madrid, que había visto desfilar reos, arder sambenitos y entonar sentencias, se desperezaba como quien despierta de una pesadilla demasiado larga. Y aunque durante décadas se prefirió no hablar del tema —ni en público ni en los libros—, la ciudad, poco a poco, fue recuperando la memoria.

Hoy quedan archivos. Muchos. Conservados en parte en el Archivo Histórico Nacional, otros en manos eclesiásticas o académicas. Miles de legajos que contienen historias reales de personas reales: sus nombres, sus miedos, sus cartas, sus confesiones. Esos documentos son hoy una de las pocas ventanas que nos permiten asomarnos —con responsabilidad y sin sensacionalismo— a lo que fue y no debe volver a ser.

Herencia oculta: la Inquisición en la memoria de Madrid_

Pasear hoy por Madrid es también caminar sobre capas de historia enterrada. Algunas se muestran con orgullo —el Siglo de Oro, los Austrias, los cafés literarios—. Otras, en cambio, se ocultan tras una pátina de olvido educado. Entre estas últimas está, sin duda, la memoria de la Inquisición: un recuerdo incómodo, una sombra que no se reivindica, pero que tampoco se ha disuelto del todo.

Madrid, como tantas ciudades que han sido escenario del dolor, ha aprendido a silenciar lo que le incomoda. No por maldad, quizá. Tal vez por una forma de autoprotección. Pero el resultado es el mismo: la Inquisición ha desaparecido de la memoria colectiva mucho antes que de sus documentos.

Aun así, hay huellas que persisten. No en los monumentos, sino en las costumbres, en los hábitos de autocensura, en la desconfianza heredada. Durante más de tres siglos, los españoles aprendieron que la palabra podía ser un arma y una condena. Que el pensamiento libre debía ser filtrado. Que lo íntimo podía volverse prueba. Y que la denuncia del vecino era tan temida como eficaz. La Inquisición fue —en su versión más profunda— una forma de domesticación emocional.

Por eso hoy, cuando hablamos de libertad de expresión, de pensamiento crítico o de tolerancia, muchas veces lo hacemos sin recordar de dónde venimos.

Hoy, Madrid es otra. Llena de cafés donde se opina libremente, de librerías donde conviven todas las ideas, de centros culturales donde la diversidad es bienvenida. Y sin embargo, conviene no olvidar que hubo un tiempo en que todo eso fue peligroso. Que decir, leer, pensar o creer de forma distinta podía costar la reputación, la familia o la vida.

Ese recuerdo —ese conocimiento— es la vacuna contra el dogmatismo. Y también la prueba de que, como sociedad, hemos aprendido. No del todo. No para siempre. Pero sí lo suficiente como para entender que el conocimiento no debe ser temido sino defendido.

Si la Inquisición fue el reinado del miedo, la historia es hoy su reverso: el espacio donde la verdad no se impone, sino que se busca. Porque querer saber y atreverse a mirar, es también justicia.


Emblema de la Inquisición española. Historia de Madrid
Exsurge Domine et judica causam tuam / Levántate, Señor, y juzga tu causa”
— Emblema de la Inquisición española


¿Cómo puedo encontrar el consejo supremo de la Inquisición en Madrid?