¡Qué cruz!

Cruz de la Plaza de Puerta Cerrada. Historia de Madrid

Cruz de la Plaza de Puerta Cerrada. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Humilladeros: Geografía sagrada de Madrid

Estamos tan habituados a transitar ciertos rincones de Madrid que, en nuestra rutina, olvidamos detenernos en los pequeños detalles que les confieren identidad. Detalles mínimos, casi imperceptibles, pero cargados de historia y significado. Uno de esos lugares que ofrece mucho más de lo que aparenta a primera vista es la Plaza de Puerta Cerrada, enclave discreto pero frecuentado, especialmente en los bulliciosos domingos del Rastro o en las jornadas de tapeo por La Latina.

Allí, en medio del ir y venir de vecinos y turistas, se alza una cruz monumental que domina el espacio con una sobria dignidad. No es solo un adorno urbano: es un vestigio que nos habla del pasado, una invitación silenciosa a dejarse llevar por la memoria hacia otros tiempos. Épocas en las que este punto, como tantos otros repartidos por Madrid y su entorno, funcionaba como límite físico entre barrios, pero también como escenario de liturgias —tanto religiosas como profanas— que marcaban el pulso de la vida cotidiana. La cruz, testigo de siglos, parece recordar que cada rincón tiene una historia que contar, si sabemos detenernos a escucharla.

EL UMBRAL DE LO URBANO_

Un humilladero, según define el Diccionario de la Real Academia Española en su edición de 1826, es un “lugar devoto que suele haber a las entradas o salidas de los pueblos con alguna cruz o imagen. Ædicula sacra suburbana”. En términos más accesibles, se trata de una construcción sencilla —generalmente una cruz, una hornacina o pequeña capilla— situada en los márgenes de las localidades, que marcaba simbólicamente el tránsito del campo a la ciudad, del territorio agreste al espacio de lo civilizado y ordenado.

Estos puntos de parada no eran meros elementos decorativos, sino que cumplían una doble función: por un lado, espiritual, al ofrecer un lugar donde rezar o dar gracias por el viaje; y por otro, territorial, al señalar la entrada a un ámbito urbano y organizado. Solían emplazarse en accesos clave a villas y pueblos, allí donde el viajero cruzaba una frontera invisible entre lo salvaje y lo normado.

La costumbre de levantar humilladeros hunde sus raíces en la Edad Media, aunque fue a partir del siglo XVI —tras el Concilio de Trento (1545-1563), que reforzó la presencia de la religiosidad en el espacio público— cuando su proliferación se hizo más notoria. Su expansión no se limitó a la Península: también se difundieron por buena parte de Francia y llegaron incluso a las colonias americanas, como parte del imaginario espiritual y simbólico que acompañó la empresa evangelizadora española. Así, el humilladero se convirtió en una pieza clave del paisaje cultural del mundo hispánico, un umbral donde se entrelazaban fe, territorio y costumbre.

HUMILDAD, NO DERROTA_

Aunque el término pueda evocar hoy connotaciones negativas, los humilladeros no surgieron para humillar, sino para inspirar humildad. Su propósito no era someter, sino ofrecer un espacio de recogimiento, una pausa simbólica que invitaba al respeto y a la reflexión. Al atravesar uno de estos lugares, el viajero —o incluso el propio vecino— reconocía voluntariamente las normas, creencias y valores de la comunidad a la que estaba a punto de incorporarse o de la que se despedía. Era un gesto cargado de significado: rendirse, sí, pero no en señal de derrota, sino como acto de acogida, respeto y pertenencia.

En estos enclaves solía erigirse una cruz, una imagen de la Virgen o la representación de un santo local. Frente a ella, el caminante se inclinaba, no necesariamente movido por la liturgia formal, sino por una práctica cívica y espiritual profundamente arraigada en la vida cotidiana. Con el paso del tiempo, este sencillo acto fue adquiriendo una dimensión más íntima y devocional. El humilladero se convirtió en un pequeño altar al borde del camino, donde el viajero podía encomendarse antes de continuar su ruta, y el lugareño hallaba un rincón donde pedir consuelo, agradecer favores o simplemente hacer una pausa en el trajín diario.

Así, lejos de ser un símbolo de sometimiento, el humilladero fue durante siglos un lugar de conexión entre el individuo y lo colectivo, entre lo terrenal y lo trascendente; una muestra discreta pero poderosa de la espiritualidad que impregnaba el paisaje y la vida de las comunidades.

ARQUITECTURAS DEL RECOGIMIENTO_

Bajo la denominación común de humilladero convivieron a lo largo de los siglos múltiples formas arquitectónicas y escultóricas, tan diversas como los paisajes en los que se insertaban. Algunos eran meros pilares de piedra, cruces solitarias o sencillas picotas; otros, auténticas construcciones devocionales: pequeñas capillas, ermitas humildes o columnas de base circular o poligonal que marcaban con sobriedad la transición entre territorios. También se conocían como cruces de término aquellas que, ornamentadas con relieves de Cristo o de la Virgen María, se alzaban en las encrucijadas de caminos, en las entradas y salidas de pueblos o en las cercanías de monasterios, señalando no solo el final de un trayecto físico, sino también el inicio de una jurisdicción o un espacio sagrado.

Con el paso del tiempo y el crecimiento imparable de las ciudades, muchos de estos humilladeros fueron absorbidos por la expansión urbana. Lo que antes era un punto liminal entre lo rural y lo urbano quedó engullido por el asfalto, pero no desapareció del todo. Surgieron entonces nuevas formas de recogimiento espiritual, más acordes con el ritmo de la ciudad moderna. Los ciudadanos comenzaron a volcar sus gestos devocionales en elementos más discretos pero igualmente cargados de simbolismo: retablos cerámicos incrustados en las fachadas, azulejos votivos, hornacinas esquineras o imágenes protegidas por cristales, como la Virgen Dolorosa que aún hoy puede contemplarse en la confluencia de la plaza de Ramales con la calle de Vergara.

Precisamente en esa misma plaza se levanta una columna rematada por una cruz, obra del arquitecto Francisco Chueca, erigida en 1960 como evocación de la antigua iglesia de San Juan, demolida en el siglo XIX y donde fue enterrado el pintor Diego Velázquez. No se trata, en sentido estricto, de una cruz de término, pero sí de un gesto deliberado de recuperación de la memoria urbana, un símbolo que articula pasado y presente, y que, como los antiguos humilladeros, invita al transeúnte a detenerse, mirar y —tal vez— recordar.

DE MADRID AL CIELO, PASANDO POR LOS HUMILLADEROS

Madrid, ciudad de contrastes y capas superpuestas de historia, aún conserva algunos testimonios —mínimos pero elocuentes— de aquellas construcciones piadosas conocidas como humilladeros. Aunque muchas han desaparecido bajo el empuje de la modernidad o la indiferencia, otras han resistido, ya sea como vestigios materiales o como referencias en la memoria colectiva.

Un buen ejemplo es la actual calle Fuencarral, arteria comercial de ritmo frenético en pleno centro madrileño. Pocos recuerdan que antaño fue un camino rural que conducía al antiguo pueblo de Fuencarral, hoy absorbido por la capital. Allí, justo a la altura de la plaza que recientemente ha sido bautizada con el nombre de Raffaella Carrà, sobrevive —en marcada disonancia con los edificios modernos que la rodean— la humilde capilla del humilladero de Nuestra Señora de la Soledad. En su interior, custodiado tras una verja y alumbrado por un sencillo farolillo, se conserva un lienzo con esta advocación de la Virgen María. La imagen, serena y recogida, guarda un asombroso parecido con la célebre Virgen de la Paloma, otra representación mariana de profunda raigambre en la ciudad. De hecho, algunos historiadores sostienen que el cuadro de la Soledad pudo haber servido de modelo para el de la Paloma, que con el tiempo se convertiría en una de las devociones más queridas y populares de Madrid, hasta el punto de ser reconocida —sin título oficial, pero con fervor incontestable— como patrona oficiosa de la villa y corte.

Originalmente, el cuadro de Nuestra Señora de la Soledad estuvo instalado bajo el arco de la puerta de la caballeriza del marqués de Navahermosa, Francisco de Feloaga y Ponce de León, quien, al ver crecer la devoción por la imagen y su fama de milagrosa, ordenó construir una pequeña capilla en ese mismo lugar, en la esquina con la hoy calle Augusto Figueroa. Curiosamente, esta vía se conocía hasta 1904 como calle del Arco de Santa María, en clara alusión a la imagen mariana allí venerada.

Si prolongamos el recorrido por la calle Fuencarral en su trazado más antiguo, cuando aún era un camino polvoriento que llevaba hasta la entonces villa independiente de Fuencarral (anexionada a Madrid en 1951), encontraremos otro humilladero significativo: la capilla del Cristo del Humilladero. Este enclave, hoy envuelto por bloques de viviendas, se alza en lo que en su día marcaba el umbral del núcleo urbano. Entre 1565 y 1722, en este lugar se veneró al Cristo de la Vera-Cruz —también conocido como Cristo de Sajonia—, imagen traída por el emperador Carlos V tras la batalla de Mühlberg. Más adelante, esta imagen sería trasladada a su capilla en la parroquia de San Miguel, pero el humilladero original sigue siendo un recordatorio tangible del papel espiritual y simbólico que desempeñaban estos espacios liminares.

No muy lejos de allí, a escasos kilómetros, encontramos otro vestigio de esta arquitectura del tránsito y la fe: la capilla de la Virgen de la Guía, incrustada en la elaborada portada churrigueresca del Santuario de Nuestra Señora de Valverde. Patrona de los caminantes, la Virgen era invocada por quienes emprendían o concluían un viaje, y su santuario funcionaba como faro espiritual en el camino. Su lámpara de aceite, colocada en el lucernario, iluminaba las noches y servía de guía a peregrinos y comerciantes que se aproximaban a Madrid por el antiguo camino de Francia. Hoy sustituida por luz eléctrica, la lámpara aún se enciende, como un guiño al pasado, recordando que durante siglos esa pequeña llama fue la primera señal de llegada a la Villa y Corte.

Estos humilladeros, discretos pero significativos, forman parte del tejido simbólico de Madrid. Son marcas de una espiritualidad cotidiana que, lejos de haber desaparecido, sigue latiendo —quizás de forma más silenciosa— en los rincones menos transitados de la ciudad. Porque, como reza el dicho popular, de Madrid al cielo… y en el camino, aún quedan lugares donde rezar, agradecer o simplemente detenerse a mirar.

UNA PLAZA CON MEMORIA BAJO EL ADOQUÍN_

En pleno corazón del Madrid más castizo, allí donde se entrecruzan la Cava Baja y la calle del Almendro, sobrevive una pequeña plaza cuya discreción apenas insinúa el peso de su historia: la Plaza del Humilladero. A simple vista, es un rincón apacible, animado por terrazas, vecinos y visitantes que se detienen a disfrutar del ambiente amable del barrio. Pero basta con detenerse en su nombre para que emerja un pasado de mayor recogimiento y solemnidad.

Este espacio, hoy envuelto en vida cotidiana, fue en otro tiempo un lugar de oración. Aquí se encontraba uno de los humilladeros históricos de la villa, punto de paso y parada para el caminante que llegaba a la ciudad o que se preparaba para dejar atrás su bullicio. No era solo un mojón devocional, sino también el umbral de un itinerario litúrgico que marcaba profundamente la geografía espiritual del Madrid antiguo.

Desde esta misma plaza partía la primera estación del solemne Vía Crucis que, impulsado por la cofradía de la Vera Cruz, se iniciaba en el convento de San Francisco el Grande y recorría la ciudad hasta alcanzar el Calvario, situado en las inmediaciones de la calle que aún conserva ese nombre. La cofradía, fundada en el propio convento franciscano, erigió aquí una ermita que más tarde sería sustituida por una iglesia de mayor porte: la de la Vera Cruz y Santa María de Gracia. Este templo, centro de fervor religioso durante siglos, fue derribado en 1903 como parte de las obras de ampliación del cercano Mercado de la Cebada. La iglesia desapareció, pero el topónimo sobrevivió, como una palabra que guarda en sus sílabas la memoria de lo sagrado.

Hoy, quienes cruzan la Plaza del Humilladero tal vez ignoren que pisan un suelo cargado de significado. Pocos sabrán que allí comenzaba un camino de oración y penitencia, o que en ese mismo lugar se alzaba un templo nacido de la fe popular. Sin embargo, el espíritu del antiguo humilladero parece seguir latiendo, discreto, entre los adoquines. Como si la plaza, más allá de su apariencia urbana, conservara una huella de recogimiento. Basta detenerse un instante, en silencio, para sentir que la historia no se ha ido: tan solo ha aprendido a convivir con el presente.


Cruz de la Plaza de Puerta Cerrada. Historia de Madrid

Cruz de la Plaza de Puerta Cerrada. Madrid,1905

¡Oh, cruz fiel! ¡Oh, cruz divina, que triunfaste del pérfido Marquina!
— Dicho popular madrileño


¿Cómo puedo encontrar la Plaza de Puerta Cerrada en Madrid?