Tirando del hilo

Real Fábrica de Tapices. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Real Fábrica de Tapices. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Real fábrica de tapices, tejiendo historia

Cuando llega el invierno y el frío aprieta en la calle… ¿prefieres contar con una vivienda bien decorada o bien calentita? En realidad ambas funciones, estética y práctica, son muy necesarias para disfrutar de un verdadero hogar desde hace siglos están cubiertas por un mismo sistema: el tapiz.

Durante la Edad Media, la primera finalidad de los tapices fue meramente térmica. No tuvieron ningún fin decorativo, por lo que muchas veces se trataba exclusivamente de paños gruesos de lana que colgaban de las paredes y que, junto con la lumbre de las chimeneas, ayudaban a paliar el frío y la humedad en las grandes estancias de castillos y palacios.

A partir del siglo XV, nuevos sistemas de calefacción permitieron a las viviendas nobles proporcionar el mayor confort posible a sus moradores, como forma de combatir la dureza de un clima especialmente crudo y frío durante los inviernos.

A la aparición de las “glorias” se unieron ya en el siglo XVI las estufas de leña y, durante el XVII, los braseros. Todos estos sistemas consiguieron hacer de los interiores de las viviendas barrocas lugares confortables.

Los nuevos avances en la climatización del ámbito doméstico permitieron que los tapices abandonaran su primitiva función práctica para asumir otra exclusivamente estética, reflejo de la posición social y el poder económico de sus propietarios.

Con el tiempo, los tapices ornamentales fueron incorporando en su elaboración materiales caros como el oro, la plata y la seda, convirtiéndose en objetos suntuarios y verdaderas obras de arte, hasta tal punto que durante los siglos XVI y XVII, el tapiz constituyó una pieza de lujo, más cara y exclusiva que la pintura.

Mientras que las pinturas y esculturas más valiosas eran exhibidas en algunos casos en gabinetes de curiosidades y galerías dedicadas a tal efecto, los salones de recepción eran decorados por tapicerías.

El primer referente de grandes talleres dedicados a la confección del tapiz estuvo en Flandes, por aquel entonces parte de los territorios de la Corona española. Debido a su conocimiento del diseño de tapices los territorios flamencos se convirtieron en un centro destacado dónde se situaron los principales telares, cuyos exquisitos y sofisticados tapices pasaban automáticamente a engrosar las suntuosas colecciones de la dinastía de los austrias.

Los tapices siempre formaron parte de los fastuosos equipajes reales en las cortes itinerantes y de los nobles en sus traslados a distintos palacios y viajes al extranjero. Transportados con facilidad, las telas podían empaquetarse e introducirse en cajas de madera para así poder viajar con sus propietarios, algo menos factible con la pintura y la escultura.

El tapiz se convirtió así en el objeto artístico/funcional perfecto. Así, por ejemplo, en el gran salón del Alcázar madrileño se colgaban durante los meses de invierno los tapices de La conquista de Túnez, que eran sustituidos al inicio del verano por las pinturas de las victorias de Carlos V y algunas vistas de ciudades españolas y extranjeras.

A medida que las técnicas decorativas fueron avanzando, los tapices se convirtieron en el soporte perfecto sobre el que plasmar un mensaje propagandístico en favor del Rey.

Los nuevos programas iconográficos diseñados comenzaron a representar las gestas militares de la monarquía y su papel como defensora de la fe católica a través de elaborados pasajes mitológicos.

Por su parte, y a imitación del rey, la nobleza comenzó a promocionarse mediante el encargo de tapices de series heráldicas con los que dar a conocer la importancia de su linaje. Durante el siglo XVII, la nobleza cercana a la corte reunió excepcionales colecciones de tapices destinados a decorar sus palacios madrileños.

Pero la decoración a base de tapices no sólo se limitó a los interiores de los grandes palacios, también se trasladó a la ornamentación de las calles de la capital.

Con motivo de celebraciones importantes, Madrid se engalanaba con destacadas piezas de tapicería. Los paños cubrían las fachadas, adornaban los balcones y recubrían los altares, hasta convertirse en elementos fundamentales para la transformación del espacio urbano, consiguiendo crear la ilusión de un espacio fastuoso.

Junto al uso de altares, arcos de triunfos, portillos, obeliscos y perspectivas fingidas, de carácter efímero, el uso de tapices de alta calidad y precio sirvió de marco a las distintas y variadas festividades urbanas, como la entrada de Felipe IV en Madrid al ser nombrado rey o la celebración del Corpus Cristi, uno de los puntos culminantes del calendario de celebraciones urbanas en la Villa.

La crisis económica vivida en nuestro país y la pérdida de Flandes, marcaron el final del reinado de los Habsburgo. La cesión de los territorios flamencos suponía además de una pérdida territorial, otra de patrimonio artístico, ya que la Corona española perdía la importación de los más valorados tapices de Europa que, tradicionalmente, habían servido para decorar sus palacios.

La llegada de la dinastía Borbón al trono español supuso un nuevo impulso para la producción nacional de tapices. En 1720, Felipe V fundaba la Real Fábrica de Tapices, una de las manufacturas reales para la fabricación de objetos de lujo fundadas por la Corona española en Madrid, a imitación de los talleres reales franceses, propios de la Ilustración.

El objetivo de esta Real Fábrica era proveer de tapices a los Reales Sitios, mediante la fusión de los dos grandes telares que ya existían en la capital desde el siglo XVI.

La primitiva fábrica, de telar de “bajo lizo”, estuvo instalada en la llamada Casa del Abreviador, junto a la Puerta de Santa Bárbara, en el actual inicio de la calle de Santa Engracia. Por otro lado, la fábrica de telar de “alto lizo”, más moderna, se ubicó en la Casa de la Tapicería de su Majestad, en la Calle de Santa Isabel. Curiosamente, los interiores de estos desaparecidos telares de Santa Isabel sirvieron de fondo a Diego Velázquez en su maravillosa pintura Las hilanderas.

Ambos talleres se unificaron en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara bajo la figura de su primer director, el tapicero belga Jacobo Vandergoten.

La época dorada de esta Real Fábrica coincidió con los reinados de Carlos III y Carlos IV. Bajo la dirección artística del checo Antonio Rafael Mengs, se logró que pintores de cámara del monarca, como Francisco de Goya, comenzaran a diseñar cartones para sus tapices.

Un “cartón” eran un boceto muy preciso, a color y a tamaño real, del motivo que los tejedores debían reproducir. Deben su nombre de cartón a que generalmente se pintaban sobre dicho material y no sobre lienzo o tabla.

Una vez terminado, el cartón pasaba al taller de los tapiceros donde se tejía el tapiz. Las líneas generales de los motivos a tejer se trazaban sobre la urdimbre, calcando el cartón, y sobre estas líneas se guiaba el tapicero que trabajaba en alto lizo, comprobando su avance tomando como referencia el anverso del tapiz.

En el caso de los telares de bajo lizo, horizontales, el tapiz se tejía directamente sobre el cartón colocado bajo la urdimbre, resultando una imagen invertida con respecto a la original.

El tapiz resultante era una interpretación del cartón, una copia de este a tela… por este motivo, cuando en el siglo XVIII la pintura superó en importancia a las demás artes, considerándose intelectual frente al trabajo manual de, por ejemplo, los tapiceros, algunos pintores como Goya comenzaron a no ver con buenos ojos los encargos para realizar más cartones de tapices.

Hoy en día se conservan pocos cartones, por varios motivos. Por un lado, el proceso de elaboración de los tapices mediante la técnica de bajo lizo implicaba la destrucción del cartón. Otras veces, quien encargaba las obras ordenaba su destrucción para evitar copias de las series encargadas. Finalmente, la fragilidad del material motivó muchas veces su desaparición con el paso del tiempo.

Entre 1775 y 1793, Francisco de Goya pintó los cartones para tapices destinados a los Reales Sitios de San Lorenzo de El Escorial y de El Pardo, creando un estilo y una temática original, con escenas ligeras de caza, fiestas populares o estaciones del año, que se desvinculaba del flamenco inicial.

En el caso específico de los cartones que el aragonés diseñó para elaborar el tapiz de La pradera de San Isidro (1788), los tejedores de la Real Fábrica interpusieron quejas por el nivel de detalle con el que estaban realizados. Y es que su boceto contaba con tal cantidad de detalles que finalmente fue imposible su conversión a tela.

En 1891, cuando las paredes del viejo edificio de los talleres de Santa Bárbara amenazaban con desplomarse, se decidió trasladar la Real Fábrica al complejo de estilo neomudéjar que hoy podemos contemplar en la Calle Fuenterrabía de Madrid.

A pesar de varias amenazas de cierre, ya en el siglo XX, la Real Fábrica de Tapices continúa hoy activa, realizando trabajos de formación, producción y restauración, empleando las mismas técnicas de taller que hace trescientos años y conservando una de las colecciones de tapices, alfombras y cartones más importantes del mundo.

Visitar esta institución es emprender un viaje por la Historia de España a través de sus tejidos y tradiciones… porque la Historia de un lugar también se teje.

Francisco José de Goya y Lucientes (Fuendetodos, 1746-Burdeos, 1828)

Francisco José de Goya y Lucientes (Fuendetodos, 1746-Burdeos, 1828)

El tiempo también pinta
— Francisco de Goya y Lucientes


¿Cómo puedo encontrar la Real Fabrica de Tapices en Madrid?