La casa de las ilusiones

Fachada Cine Doré. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Fachada Cine Doré. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

cine doré, de barraca a filmoteca

¿Quién no conserva sus primeras visitas al cine como uno de los recuerdos memorables de su infancia? Sin duda, aquellas sesiones continuas son parte del material del que está hecha la memoria de nuestra niñez y juventud… y es que cada película suponía una ventana abierta al mundo a través de las aventuras de sus protagonistas, haciéndonos sentir héroes por un rato o, incluso, imaginando cómo sería nuestro primer beso.

La historia del cine en España transcurre paralela a la de Madrid desde que, en mayo de 1896, con motivo de las fiestas de San Isidro, se instalara el primer cinematógrafo de la capital en los bajos del desaparecido Hotel Rusia, en la Carrera de San Jerónimo.

Allí se exhibieron las primeras películas de los hermanos Lumière, mientras los madrileños se agolpaban en larguísimas colas callejeras para contemplar estupefactos cómo la fotografía cobraba vida por arte de magia.

En pocos meses el cinematógrafo se asoció con las formas de ocio y entretenimiento de las clases altas, que valoraron el novedoso invento como un hito en la evolución de la técnica y la ciencia.

Las primeras exhibiciones del cine inicialmente se integraron con la actividad de los casinos, los salones y los teatros.

Los viejos teatros decimonónicos, que inicialmente se habían resistido a la introducción del cine, acabaron cediendo e incluyéndolo progresivamente en sus funciones, compitiendo en los intermedios con los sainetes, zarzuelas, cupletistas y otros espectáculos de variedades.

Las primeras películas cinematográficas fueron cortometrajes de pocos minutos de duración y no tenían el carácter narrativo al que estamos acostumbrados en la actualidad. Muchas veces se filmaban situaciones cotidianas a las que hoy no daríamos la más mínima importancia como la llegada de un tren, la salida de los obreros de una fábrica o unos fieles saliendo de la iglesia.

Aquellas tediosas temáticas generaron hastío y desinterés entre el público burgués, limitando el éxito del cine como negocio y derivándolo hacia una forma de diversión de las clases populares.

Así, comenzaron a buscarse enclaves improvisados para las proyecciones cinematográficas como frontones, pistas de deportes o incluso casas particulares. Finalmente, la exhibición del cine comenzó a extenderse como atracción de feria a través de barracas, aceptando un destino vagabundo y congregando a su alrededor un tropel de gente humilde.

Estos primitivos barracones cinematográficos fueron los primeros espacios dedicados mayoritariamente al nuevo espectáculo. Podían ser fijos o itinerantes, pero en cualquier caso se trataba de construcciones muy sencillas, con un armazón metálico que sostenía techos de papel o lona a dos aguas y un perímetro rodeado de tablones de madera… todos ellos materiales de suma peligrosidad por ser altamente inflamables, y más teniendo en cuenta que el alumbrado consistía en faroles de gas.

Cuando contaban con suelo, este solía ser de entarimado. Los asientos para el público consistían en bancos corridos de madera para las entradas más baratas, y sillas para las localidades preferentes.

Si los días festivos lo aconsejaban o bien el negocio decaía en el lugar en el que estuvieran asentados, los propietarios de estos barracones recogían sus enseres y se trasladaban a otro distrito en su carromato, tirado por caballos. Por eso, desde finales del siglo XIX fue habitual el trasiego de barracas de un sector a otro de la ciudad, principalmente en los aledaños de la Puerta del Sol.

A medida que el metraje de las películas aumentó se fueron construyendo exclusivamente barracones fijos. Aunque de vida efímera, solían ubicarse a las afueras de Madrid, en los terrenos que formaban parte de los nuevos ensanches y, en menor medida, en solares vacíos en el centro de la ciudad.

Los barracones y pabellones cinematográficos llenaron Madrid entre 1905 y 1910 y alteraron el panorama de los espectáculos públicos como primer espacio específico para el cine.

La prolongación de la Calle Fuencarral fue el lugar donde se ubicaron los primeros barracones fijos. Su estructura seguía siendo fundamentalmente de madera y se añadieron llamativos letreros en las fachadas para atraer al público.

El primero de todos ellos fue el construido por Eduardo Jiménez Peromarta en un terreno cercano a la Puerta de Bilbao. Allí instaló su barraca de figuras de cera y proyecciones cinematográficas.

Tres años más tarde, Jiménez inauguró un nuevo pabellón en el mismo lugar al que denominó Palais des Projections Animes y que actualmente conocemos como Cinesa Proyecciones.

La mayoría de los barracones cinematográficos contaban con un órgano mecánico colocado en la puerta del local y que funcionaba cada cierto tiempo para llamar la atención de un público que desconocía el espectáculo. No obstante, la fuente sonora más importante del barracón cinematográfico se encontraba a los pies del escenario.

La mayor parte de las ocasiones, las películas mudas se veían acompañadas de música de piano. Una de las razones de este acompañamiento musical se encontraba en la necesidad de sustraer a las imágenes de blanco y negro de un carácter espectral que hacía muy incómodo su visionado. La música daba vida a las imágenes.

En los años posteriores a 1910 comenzó a desarrollarse un cine más argumental en el que, por primera vez, comenzaban a contarse historias. Además del pianista surgieron otros perfiles profesionales fundamentales para la comprensión de los relatos:

  • Los “explicadores”: tenían por cometido narrar el argumento en voz alta y en sintonía con la cadencia de la proyección. Además, aprovechaban los intermedios entre una sesión y la siguiente para asomarse a la calle a convencer a los transeúntes de que entrasen en la sala, cargando el acento en los aspectos que pudieran despertar mayor curiosidad… como un tráiler oral.

  • Los “lectores”: cuando se introdujeron los letreros en el cine mudo, en vísperas del cine sonoro, los “lectores” se encargaban de leer los rótulos que pasaban, para que el público analfabeto o con poca vista pudiera enterarse del contenido.

  • Los “epigrafistas” o “rotulistas”: eran los encargados de escribir los textos complementarios en las películas.

El Ayuntamiento de Madrid declaró la guerra a estos barracones cinematográficos al considerar que sus fachadas decoradas con pinturas de colores chillones afeaban el paisaje urbano y que molestaban a los vecinos con el estridente sonido de los órganos. Además, el celuloide, material altamente inflamable del que se componían las películas, provocaba numerosos incendios, generando víctimas y una lógica conmoción en la vecindad. Por este motivo, en 1913, el consistorio estableció una reglamentación sobre la construcción de cinematógrafos.

Esta nueva legislación obligaría a que los barracones y pabellones cinematográficos se convirtieran en edificios propiamente dichos, construidos con acero y ladrillo, y que finalmente terminarían por consolidarse en los centros de las ciudades.

Más aún con el proyecto de construcción de la Gran Vía, que acabaría transformando por completo la fisionomía de la capital, dotada desde entonces de una gran avenida comercial franqueada por altos y modernos edificios, con multitud de cines ubicados en sus bajos comerciales y en locales exclusivos.

Del barracón a los teatros y de ahí, a los edificios vanguardistas, en apenas quince años el cine se había convertido en la forma de ocio por excelencia de los madrileños de principios de siglo. Tan sólo un edificio fue capaz de sobrevivir a toda esta evolución en la capital: el emblemático Cine Doré.

Desde hacía siglos, en el barrio de Antón Martín existía un solar que albergaba las ruinas del antiguo hospital de San Juan de Dios. Allí, en 1898, se instaló una feria y un barracón cinematográfico ambulante, fabricado con madera y lona.

En el año 1912, el empresario Mariano Tejero Ruíz decidió comprar ese solar y levantar un centro de variedades donde convivirían desde teatros hasta espacios para conciertos. Esta novedosa sala de variedades, denominada Salón Doré, constaba de un pasaje comercial cubierto, un parque de atracciones al aire libre, un barracón cinematográfico, un teatro-café y pequeños locales comerciales para alquiler.

Sin embargo, diez años después, este gran centro de ocio aún no poseía licencia de explotación, por lo que se vio obligado a reconvertirse para ofrecer exclusivamente sesiones de cinematógrafo.

Aquella primitiva barraca cinematográfica se convirtió en un edificio como tal en 1923. El arquitecto Críspulo Moro Cabeza, levantó un nuevo inmueble en la Calle Santa Isabel, de estilo modernista, con muros de ladrillo y entramado metálico, como mandaban los cánones de la normativa de prevención de incendios. Tenía capacidad para 1.250 espectadores y estaba compuesto de planta baja y dos pisos, jardín y salón fumador.

El éxito de aquel primer “cine” fue enorme y pronto se mejoró la sala, añadiendo palcos en el último piso y los laterales. De hecho, durante los años treinta del pasado siglo el Doré fue conocido como "el cine de los buenos programas". En él se proyectaban películas mudas y, bajo la pantalla, un piano amenizaba la sesión y los descansos.

A pesar de todo, el Cine Doré fue perdiendo esplendor con los años. La llegada del cine sonoro y la Guerra Civil fueron los detonantes de su declive, aunque durante el conflicto bélico los madrileños pudieron seguir asistiendo a sus salas para olvidar el tormento que se vivía en las calles de la capital.

En los años 40 su decadencia ya era total y en los años 60 ya ni siquiera se estrenaban películas, tan solo se proyectaban reestrenos.

El esplendoroso Doré pasó a ser un cine de barrio cualquiera, hasta ganarse el apodo de “palacio de las pipas”, ya que los espectadores solían comer y beber sin ningún tipo de reparo durante las proyecciones. Esta decadencia se acentuó progresivamente, hasta que en 1963 el emblemático cine cerró sus puertas.

El estado de abandono en el que se encontraba el inmueble motivó que, en los años 70, el Ayuntamiento de Madrid se planteara su derribo. En ese momento los vecinos del barrio alzaron la voz, ya que no estaban dispuestos ver cómo se demolía su emblemático cine.

Finalmente, en 1983, el Ministerio de Cultura lo convirtió en sede oficial de la Filmoteca Española y, tras una larga reforma que respetó los elementos arquitectónicos y decorativos originales, volvió a abrir sus puertas en 1989, recuperando así uno de los cines más antiguos y característicos de la capital.

Desde entonces y hasta hoy, cruzar las puertas del Cine Doré equivale a detener el tiempo. Al alzarse su telón nos vemos transportados a la época del cine en blanco y negro, el de los hermanos Lumière, el de los gags de Chaplin y Keaton, el de las proyecciones acompañadas con música de piano… sentimos ese gusanillo en el estómago: es la magia del cine.

Sala principal del Cine Doré. Madrid, 2018

Sala principal del Cine Doré. Madrid, 2018

Quiero volver a los orígenes del cine: a la improvisación
— Luis García Berlanga


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